SEBA CALFUQUEO Y ALFREDO JAAR EN LA 34° BIENAL DE SÃO PAULO
[VERSÃO EM PORTUGUÊS ABAIXO]
Programada inicialmente para 2020, pero postergada por la pandemia, la 34° Bienal de São Paulo, cuyo enfoque curatorial tiene como norte el verso del poeta amazónico Thiago de Mello, Faz escuro mas eu canto [Hace oscuro pero canto], ha sido un laboratorio de readaptaciones. Su plan original preveía una edición extendida en el tiempo y el espacio: no solo sería la tradicional exposición colectiva en el Pabellón Ciccillo Matarazzo, sino una serie de muestras individuales de los artistas participantes, antes de la inauguración oficial.
Además, otras veinticinco exposiciones individuales ocuparían otros museos y espacios culturales de la ciudad durante el mismo período, en un intento por brindar diferentes claves de lectura para las obras, o que fuesen menos rehenes de un único amarre curatorial. Por razones sanitarias, parte de estas propuestas se vino abajo. Y también debido a la pandemia, su propósito curatorial adquirió nuevos significados y complejidades. Al fin y al cabo, el momento actual en Brasil supera cualquier ficción: parece que no hay acuerdo alguno sobre hechos sociales básicos, los parámetros de lectura de lo real han caducado y el pacto democrático se sitúa cada vez más distante. Ante una dimensión simbólica tan fracturada, ¿en qué encajaría una Bienal celebrada en 2020-2021?
Hoy, además de las obras y acciones de 91 artistas de los cinco continentes, la exposición se organiza en torno a lo que los curadores denominaron «enunciados»: objetos e imágenes diversos, no necesariamente artísticos, que sitúan agendas y discusiones cruciales para el evento, como es el caso de objetos pertenecientes al acervo del Museo Nacional de Brasil (que sufrió un incendio de grandes proporciones en 2018, responsable de la destrucción de más de 20 millones de piezas), o más de un centenar de retratos del activista Frederick Douglass, centrales en la lucha abolicionista en Estados Unidos en el siglo XIX, entre otros.
La participación chilena está representada por dos artistas de distintas generaciones, Seba Calfuqueo y Alfredo Jaar. Ambos, de maneras diferentes, afirman el interés de la Bienal en evocar reflexiones sobre temas sociopolíticos actuales e históricos.
Calfuqueo, que acababa de participar en la XII Bienal del Mercosur en Brasil, presenta el video performance Alka Domo (2017), obra que gira en torno al personaje mapuche Caupolicán, conocido a través del poema épico de Alonso de Ercilla, La Araucana (1569).
De acuerdo con la narrativa, Caupolicán fue elegido toqui, líder militar del pueblo mapuche de Chile, luego de cumplir con el desafío de llevar un tronco en la espalda durante dos días seguidos, demostrando su excelente fuerza física y convirtiéndose en un símbolo del hombre viril.
Calfuqueo revisita este episodio prestándose para recrear la acción heroica del personaje en diferentes espacios de la historia oficial sobre los mapuches en Chile, produciendo algunos desplazamientos simbólicos. El tronco que carga la artista, hecho de Coihue -madera ancestral del sur de Chile-, se diferencia de la narrativa histórica en que es hueco, como si se hubiera vaciado de sentido para albergar nuevas posibilidades.
Además, la condición de “vacío” se refiere al término despectivo (“hueco”) utilizado en Chile para indicar identidades que escapan a la heterosexualidad. Calfuqueo realiza los performances utilizando siete pares de zapatos de tacón con los colores que componen la bandera LGBTQIA +, hasta llegar finalmente al popular mercado Matadero Franklin, donde la vemos siendo insultada por un público homofóbico.
En Alka Domo (2017), lal artista no solo tensa las relaciones entre los chilenos y la cultura mapuche, sino también entre la identidad indígena, la sexualidad y el género. Este trabajo está interesado en resistir los clichés identitarios y el fetiche de lo exótico, rechazando las variadas generalizaciones que insisten en categorizar a los pueblos indígenas como un todo homogéneo, no histórico, que debe corresponder a una expectativa idealizada.
En esta Bienal, tal discusión también encuentra diversas resonancias en otros artistas, como Abel Rodríguez (Colombia), Daiara Tukano (Brasil), Jaider Esbell (Brasil), Sueli Maxakali (Brasil) y Gustavo Caboco (Brasil). Por cierto, Jaider Esbell (de la etnia Macuxi), que también está curando la exposición colectiva paralela Moquém – Surarî: arte indígena contemporáneo en el Museo de Arte Moderno de São Paulo (MAM São Paulo), edificio contiguo al pabellón, realizó procesiones con otros artistas indígenas en esta Bienal, declarándola la “Bienal de los Indios”. Ellos representan alrededor del 10% de los artistas seleccionados, pero en comparación con ediciones anteriores parece una hazaña realmente expresiva.
Es en este contexto que vemos una obra más de Sebastián Calfuqueo en la muestra, Tantas veces apümngeiñ (2016), compuesta por una escultura y un video performance. En el video, escuchamos la traducción de 179 apellidos mapuche identificados en listas de sujetos desaparecidos durante la dictadura civil-militar chilena, entre 1973 y 1990, mientras el cuerpo del artista aparece en un paisaje de Collinco, cavando repetidamente la tierra y preparándola para el uso. El gesto de Calfuqueo se refiere no solo a la búsqueda de algo perdido o desaparecido, sino sobre todo a la devastación y apropiación de territorios pertenecientes al pueblo mapuche, la explotación de sus recursos y la vulneración de su patrimonio ancestral, que continúa hasta nuestros días.
A su vez, la escultura, realizada en resina y tierra extraída de la región de la Araucanía, presenta un cuerpo masculino que toma la forma del padre de le artista, también de ascendencia mapuche, mientras leemos la frase «Tantas veces apümngeiñ», que incluye una palabra compuesta por el propio Calfuqueo. “Apüm” en Mapudungun significa “terminar” o “exterminar”, mientras que “nge” denota una voz pasiva, e “iñ” significa nosotros. En resumen, «apümngeiñ» significa «Nos aniquilaron». El interés por el mapudungun refleja el creciente esfuerzo de los jóvenes mapuche por recuperar el legado de la lengua originaria en un gesto afirmativo, algo que hasta entonces había sido estigmatizado por las generaciones anteriores.
El modo en que Calfuqueo recurre al pasado para hacerlo presente y transformarlo (ya sea recuperando la figura de Caupolicán, ya sea rescatando la potencia de los nombres de los políticos desaparecidos en la década de 1970) es un caso ejemplar del intento de esta Bienal de apostar por el tránsito entre diferentes temporalidades, en busca de una comprensión del presente como un entrelazamiento entre pasado y futuro.
Durante el recorrido por el pabellón expositivo, no son pocas las obras y «enunciados» que nos llevan a revisar discusiones históricas y a revisitar las décadas precedentes, tal vez como un modo de nutrirnos de repertorio, en la certeza de que los problemas no son tan nuevos. No es raro, por ejemplo, experimentar una extraña familiaridad ante Palabras Ajenas (1967), del argentino León Ferrari, que conjuga narrativas políticas, militares y religiosas. Otro buen ejemplo es la re-exhibición de Reporting from São Paulo, I’m from the United States (1998), de la estadounidense Andrea Fraser, originalmente exhibida en la emblemática Bienal de la Antropofagia, organizada por Paulo Herkenhoff, que también suena actualísima.
En otros casos, en cambio, vale la pena señalar con mayor claridad las diferencias que produce el tiempo, como en las distintas interpretaciones de los históricos Mantos Tupinambás brasileños, realizados por Lygia Pape en los años 1990 y 2000, y Daiara Tukano, hoy. Para Paulo Miyada, curador adjunto de esta edición, la Bienal es una máquina que es simultáneamente “prospectiva y mnemotécnica”.
La relación entre tiempos también marca la participación de Alfredo Jaar en el evento, que en esta ocasión no solo exhibe obras en el Pabellón de la Bienal (en la que ya había participado en otras tres ediciones), sino que también presenta una exposición individual en Sesc Pompéia con doce obras instalativas, entre trabajos más históricos, como Fora de equilíbrio (1989), y nuevos, como Roteiros, Roteiros, producido este año a partir de la obra del poeta y agitador modernista brasileño Oswald de Andrade.
Se trata de una gran oportunidad para que el público brasileño se sumerja más profundamente en la obra del artista chileno, ya que esta es su primera exposición a gran escala en el país, luego de más de cuatro décadas de una producción reconocida en todo el mundo. Allí, en el icónico centro cultural diseñado por la arquitecta ítalo-brasileña Lina Bo Bardi, seguimos la destreza de un artista atento a los mínimos detalles, que supo conjugar instalaciones complejas en un espacio de fuerte identidad y carga histórica. Su exposición es, sin duda, uno de los destaques de la programación paralela de esta 34° Bienal de São Paulo, ya que lleva al público brasileño a reflexionar sobre uno de sus mayores problemas actuales: la forma en que las imágenes actúan en el territorio socio-simbólico, cómo se alían a las estructuras de poder y dominación. En un contexto en el que Brasil es gobernado por un presidente fascinado por los memes, las fake news y las redes sociales, mostrar lo que hay en torno a la política de las imágenes se convierte en una tarea central.
Además, la presencia de Jaar en dos espacios de la ciudad acaba produciendo paralelos interesantes, como es el caso de la obra Claro-escuro (originalmente producida en 2016), que se exhibe en ambos contextos, aunque en diferentes versiones. En el Sesc Pompéia, el público se enfrenta a una gran frase en neón verde, que se puede leer incluso desde lejos: “O velho mundo está morrendo. O novo demora a nascer. Nesse claro-escuro, surgem os monstros” [El viejo mundo está muriendo. El nuevo, demora en nacer. En ese claroscuro surgen los monstruos], originalmente pronunciada por Antonio Gramsci respecto al fascismo italiano en 1930, cuando aún estaba en prisión.
En el Pabellón de la Bienal, la misma frase está impresa en bloques de papel que los visitantes pueden llevar consigo, con los colores de Brasil. Si bien los dos casos conjugan el carácter crítico de la frase con un modelo de presentación que flirtea con la publicidad y el consumo, cada uno reclama su particularidad propia en cuanto a escala, vecindad y experimentación de la obra. Si el momento es de binarización de narrativas y adicción a la información, la curaduría hace bien en multiplicar los contextos y ampliar los matices.
En el caso de Jaar, también es posible ver en el Pabellón la instalación A Hundred Times Nguyen (1994), basada en un viaje del artista al centro de detención de refugiados de Pillar Point, en Hong Kong. En ese momento, Jaar afirma haber sido seguido por una niña llamada Nguyen Thi Thuy, a la que tomó cinco fotografías. La instalación consiste en la repetición exhaustiva de estas fotos, una forma de hacer perdurar a la niña, afirmar su singularidad y sustentar el conflicto, en una época en la que las imágenes suelen permanecer una media de tres segundos frente a nuestros ojos.
Aproximar las obras de Sebastián Calfuqueo y Alfredo Jaar es aquí un buen ejercicio para comprender cómo las relaciones entre arte y política han ido transformándose en las últimas décadas. Mientras Jaar se enfoca en desastres humanitarios, campamentos de refugiados, condiciones de esclavitud y otras violencias alrededor del mundo -en línea con una perspectiva más global que guio la práctica artística en la transición del siglo XX al XXI-, Calfuqueo recurre a situaciones directamente vinculadas al territorio chileno y sus contradicciones culturales, exigiendo que el público se involucre con un repertorio específico. Si en Jaar la materia de las imágenes suele ser el otro, en Calfuqueo la sustancia del trabajo es muchas veces su propio cuerpo.
Lo que se produce en este entremedio es la constatación, cada vez más fuerte a la luz del presente, de que la práctica artística ha reivindicado una relación con la alteridad que va más allá de la representación. Lo que se afirma es el arte como espacio para la elaboración de escrituras de sí, territorio de producción de presencia y vitalidad.
Y ahí reside justamente la consideración ineludible que nos cabe hacer a esta 34° Bienal como un todo: aunque no faltan obras dedicadas a cuestiones cruciales en este siglo (como los retratos afro-diaspóricos repletos de intimidad realizados por la estadounidense Deana Lawson, el repertorio sertanejo del brasileño Juraci Dórea, las pinturas y collages sincréticos del angoleño Paulo Kapela o las foto-performances del brasileñe Uýra), reivindicar la diversidad exige ir más allá de los temas y las representaciones. Involucrarse epistemológicamente con otros repertorios culturales también demanda asumirlos en la estructura de las instituciones, y esto implica componer un equipo curatorial más diverso y plural, algo que la Fundación Bienal aún tarda en comprender.
UMA ANÁLISE DA PARTICIPAÇÃO CHILENA NA 34A BIENAL DE SÃO PAULO
Inicialmente prevista para 2020, mas adiada por conta da pandemia, a 34a Bienal de São Paulo, cujo recorte curatorial tem como norte o verso do poeta amazonense Thiago de Mello, Faz escuro mas eu canto, tem sido um laboratório de readaptações. Seu plano original previa uma edição estendida no tempo e no espaço: não haveria apenas a tradicional mostra coletiva no Pavilhão Ciccillo Matarazzo, mas uma série de solos de artistas participantes, precedendo a abertura oficial. Além disso, outras vinte e cinco mostras individuais ocupariam outros museus e espaços culturais da cidade no mesmo período, no intento de fornecer diferentes chaves de leitura para as obras, menos reféns de uma amarração curatorial única.
Por razões sanitárias, parte dessas propostas caiu por terra. E também por conta da pandemia, seu propósito curatorial ganhou novos sentidos e complexidades. Afinal, o momento presente no Brasil supera qualquer ficção -parece não ter sobrado acordo algum a respeito de fatos sociais básicos, os parâmetros de leitura do real caducaram e o pacto democrático situa-se cada vez mais longínquo. Diante de uma dimensão simbólica tão fraturada, o que caberia a uma Bienal realizada em 2020-2021?
Hoje, além das obras e ações de 91 artistas dos cinco continentes, a exposição está organizada em torno do que os curadores chamaram de “enunciados” -objetos e imagens diversas, não necessariamente artísticas, que situam pautas e discussões caras ao evento, como é o caso de objetos pertencentes ao acervo do Museu Nacional Brasileiro (que sofreu um incêndio de grandes proporções em 2018, responsável por destruir mais de 20 milhões de itens), mais de uma centena de retratos do ativista Frederick Douglass, centrais para a luta abolicionista nos Estados Unidos no século 19, entre outros.
A participação chilena está representada por dois artistas de diferentes gerações, Sebastian Calfuqueo e Alfredo Jaar. Ambos, de maneiras distintas, afirmam o interesse da Bienal em evocar reflexões a respeito de questões sócio-políticas atuais e históricas. Calfuqueo, que acabara de participar no Brasil da 12ª Bienal do Mercosul, apresenta a videoperformance Alka Domo (2017), trabalho que gira em torno do personagem mapuche Caupolicán, conhecido através do poema épico de Alonso de Ercilla, “La Araucana” (1569).
Segundo a narrativa, Caupolicán foi eleito um toqui, líder militar do povo mapuche do Chile, após cumprir o desafio de carregar um tronco nas costas por dois dias seguidos, demonstrando sua exímia força física e tornando-se símbolo do homem viril. Calfuqueo revisita este episódio prestando-se a reencenar a ação heroica do personagem em diferentes espaços da história oficial sobre os mapuche no Chile, produzindo alguns deslocamentos simbólicos. O tronco do artista, feito de Coihue, madeira ancestral do sul do Chile, difere-se da narrativa histórica pois apresenta-se oco, como se tivesse sido esvaziado de sentido para abrigar novas possibilidades. Além disso, a condição “oca” refere-se ao termo depreciativo (“Hueco”) utilizado no Chile para se assinalar identidades que escapam à heterossexualidade. Calfuqueo realiza as performances utilizando ainda sete pares de sapatos de salto alto com cores que compõem a bandeira LGBTQIA+, até finalmente chegar ao mercado popular Matadero Franklin, onde o assistimos ser insultado por um público homofóbico.
Em Alka Domo (2017), o artista não apenas tensiona as relações entre os chilenos e a cultura mapuche, mas também entre identidade indígena, sexualidade e gênero. Trata-se de um trabalho interessado em resistir aos clichês identitários e ao fetiche do exótico, recusando as generalizações variadas que insistem em categorizar indígenas enquanto um todo homogêneo, não histórico, que deve corresponder a uma expectativa idealizada. Nesta Bienal, tal discussão encontra ressonâncias diversas também em outros artistas, como é o caso de Abel Rodríguez (Colômbia), Daiara Tukano (Brasil), Jaider Esbell (Brasil), Sueli Maxakali (Brasil) e Gustavo Caboco (Brasil). Aliás, Jaider Esbell (da etnia macuxi), que também está curando a exposição coletiva paralela Moquém – Surarî: arte indígena contemporânea no Museu de Arte Moderna de São Paulo (MAM São Paulo), prédio vizinho ao pavilhão, realizou cortejos com outros artistas indígenas nesta Bienal, declarando-a a “Bienal dos índios”. Eles representam algo em torno de 10% dos artistas selecionados, mas comparado às edições anteriores, soa como um feito realmente expressivo.
É nesse contexto que vemos ainda outra obra de Sebastian Calfuqueo na mostra, Tantas veces apümngeiñ (2016), composta por uma escultura e uma videoperformance. No vídeo, ouvimos a tradução de 179 sobrenomes mapuche identificados nas listas de sujeitos desaparecidos durante a ditadura civil-militar chilena, entre 1973 e 1990, enquanto o corpo do artista aparece numa paisagem em Collinco, repetidamente cavando a terra e preparando-a para o uso. O gesto de Calfuqueo se refere não só à busca por algo que está perdido ou desaparecido, mas sobretudo à devastação e apropriação dos territórios pertencentes ao povo Mapuche, à exploração de seus recursos e à violentação de sua herança ancestral, que até hoje perdura.
Por sua vez, a escultura, feita de resina e terra extraída da região de Araucanía, apresenta um corpo masculino que toma a forma do pai da artista, também de ascendência Mapuche, enquanto lemos a frase «Tantas veces apümngeiñ», que apresenta uma palavra composta pelo próprio Calfuqueo. “Apüm”, em mapudungun, significa “terminar” ou “exterminar”, enquanto “nge” denota uma voz passida, e “iñ” significa nós. Em suma, “apümngeiñ” quer dizer “Nos aniquilaram”. O interesse pelo mapudungun reflete o crescente esforço de jovens mapuche em recuperar o legado da língua originária em gesto afirmativo, algo até então mais estigmatizado pelas gerações anteriores.
O modo como Calfuqueo recorre ao passado para presentificá-lo e transformá-lo (seja recuperando a figura de Caupolicán, seja resgatando a potência dos nomes dos desaparecidos políticos dos anos 1970) é um caso exemplar do intento desta Bienal em apostar no trânsito entre diferentes temporalidades, em busca de uma compreensão do presente como entrelaçamento entre passado e futuro.
Durante o percurso pelo pavilhão expositivo, não são poucas as obras e “enunciados” que nos levam a rever discussões históricas e a revisitar as décadas precedentes, talvez como um modo de nos nutrir de repertório, na certeza de que os problemas não são tão novos assim. Não é raro, por exemplo, experimentarmos uma estranha familiaridade diante de Palabras Ajenas (1967) do argentino León Ferrari, que conjuga narrativas políticas, militares e religiosas. Outro bom exemplo é a reexibição de Reporting from São Paulo, I’m from the United States (1998), da americana Andrea Fraser, originalmente exibida na emblemática Bienal da Antropofagia, organizada por Paulo Herkenhoff, também soa atualíssima.
Em outros casos, por outro lado, caberá notar mais claramente as diferenças que o tempo produz, como nas distintas interpretações dos históricos Mantos Tupinambás brasileiros, realizadas por Lygia Pape, nos anos 1990 e 2000, e Daiara Tukano, hoje. Para Paulo Miyada, curador-assistente desta edição, a Bienal é uma máquina simultaneamente “prospectiva e mnemônica”.
A relação entre tempos também marca a participação de Alfredo Jaar no evento, que desta vez não exibe apenas trabalhos no Pavilhão da Bienal (evento do qual já havia participado em outras três edições), como também apresenta uma exposição individual no Sesc Pompéia com doze obras instalativas, dentre trabalhos mais históricos, como é o caso de Fora de equilíbrio (1989), e novíssimos, como é o caso de Roteiros, Roteiros, realizado este ano a partir da obra do poeta e agitador modernista brasileiro Oswald de Andrade. Trata-se de uma grande oportunidade para o público brasileiro mergulhar com mais fôlego na obra do artista chileno, já que esta é a sua primeira exposição de grande porte no país, depois de mais de quatro décadas de uma produção consagrada mundo afora.
Ali, no icônico centro de cultura projetado pela arquiteta ítalo-brasileira Lina Bo Bardi, acompanhamos a destreza de um artista atento aos mínimos detalhes, que soube conjugar instalações complexas num espaço de forte identidade e carga histórica. Sua exposição é, sem dúvida, um dos pontos altos da programação paralela desta 34ª Bienal de São Paulo, uma vez que leva o público brasileiro a refletir a respeito de um dos seus maiores problemas atuais: o modo como as imagens atuam no território sócio-simbólico, como se aliam às estruturas de poder e dominação. No contexto em que o Brasil é governado por um presidente fascinado por memes, fake news e redes sociais, dar a ver o que está ao redor da política das imagens converte-se em tarefa central.
Ademais, a presença de Jaar em dois espaços da cidade acaba por produzir paralelos interessantes, como é o caso da obra Claro-escuro (produzida originalmente em 2016) que está exposta em ambos os contextos, embora em versões diferentes. No Pompéia, o público se depara com uma grande frase em neon verde, que pode ser lida mesmo de longe: “O velho mundo está morrendo. O novo demora a nascer. Nesse claro-escuro, surgem os monstros”, proferida originalmente por Antonio Gramsci a respeito do fascismo italiano em 1930, quando ainda estava na prisão. Na Bienal, a mesma frase está impressa em blocos de papel que podem ser levados pelos visitantes, nas cores do Brasil. Apesar dos dois casos flexionarem o caráter crítico da frase com um modelo de apresentação que flerta com a publicidade e o consumo, cada um demanda uma particularidade própria a nível de escala, vizinhança e experimentação da obra. Se o momento é de binarização das narrativas e vício na informação, a curadoria faz bem em multiplicar os contextos e ampliar as nuances.
No caso de Jaar, também é possível ver no Pavilhão a instalação A Hundred Times Nguyen (1994), feita a partir de uma viagem do artista ao centro de detenção de refugiados de Pillar Point, em Hong Kong. Naquela altura, Jaar diz ter sido seguido por uma menina chamada Nguyen Thi Thuy, de quem tirou cinco fotos. A instalação consiste na repetição exaustiva dessas fotos, uma forma de fazer a menina durar, afirmar sua singularidade e sustentar o conflito, num tempo em que imagens costumam permanecer em média três segundos diante de nossos olhos.
Aproximar as obras de Sebastian Calfuqueo e Alfredo Jaar é um bom exercício aqui para compreender como as relações entre arte e política vêm se transformando ao longo das últimas décadas. Enquanto Jaar concentra-se em desastres humanitários, campos de refugiados, condições escravistas e outras violências ao redor do mundo, alinhado a uma perspectiva mais global que pautou a prática artística na transição do século XX para o século XXI, Calfuqueo volta-se para situações diretamente vinculadas ao território chileno e suas contradições culturais, exigindo que o público se engaje com um repertório específico. Se em Jaar a matéria das imagens costuma ser o outro, em Calfuqueo a substância do trabalho é muitas vezes o seu próprio corpo. O que se deflagra neste entremeio é a constatação, cada vez mais forte à luz do presente, de que a prática artística tem reivindicado uma relação com a alteridade que vai além da representação. O que se afirma é a arte como espaço para a elaboração de escritas de si, território de produção de presença e vitalidade.
E reside justamente aí a ressalva inescapável que nos cabe fazer a esta 34° Bienal como um todo: ainda que não faltem obras dedicadas a questões caras a este século (chamo igualmente atenção para os retratos afro diaspóricos repletos de intimidade feitos pela americana Deana Lawson, o repertório sertanejo do brasileiro Juraci Dórea, as pinturas e colagens sincréticas do angolano Paulo Kapela e as foto-performances de brasileire Uýra), as reivindicações por diversidade demandam ir além dos temas e das representações. Engajar-se epistemologicamente com outros repertórios culturais exige assumi-los também na estrutura das instituições, e isso implica compor uma equipe curatorial mais diversa e plural, algo que a Fundação Bienal ainda tarda em compreender.
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