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LA PISADA DEL ÑANDÚ (O CÓMO TRANSFORMAMOS LOS SILENCIOS)

Texto y curaduría: Río Paraná (Mag De Santo & Duen Sacchi)*

Hay una especial, tenue y sostenida continuidad entre voces, pieles y estrellas que nos permite conjurar este ensayo visual expositivo. Un ensayo hecho, quizás, a la manera de oidores de los pasos en la tierra, cercano a las prácticas de curación con plantas y a las danzas de transición y transformación, pariente de la temporalidad en que se forman la poesía o la artesanía, un tanto extraño al clásico discurso contemporáneo del arte. Presentamos aquí una constelación de intuiciones, saberes y prácticas sobre la invención colonial de los cuerpos bajo la imposición de la jerarquización de la piel, la sexualidad, el género y la identidad étnica y la prohibición de ciertas prácticas eróticas, visuales y espirituales, tanto individuales como comunitarias. Aquí intentaremos dar cuenta de esa poderosa belleza de las invocaciones contra los efectos del trauma colonial y su resistencia permanente en nuestros cuerpos. La exposición La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios) nos permite recorrer una contrahistoria de los cuerpos que hoy denominaríamos travestis/trans/no binaries* de las constelaciones del Sur.

Juan van der Hamen y León, Retrato de Doña Catalina de Erauso. La monja alférez, c. 1625, óleo sobre lienzo, 57 x 46 cm, Colección Kutxa

LA VIOLENCIA

El alférez Erauso, en Mis memorias (1626), relata una cadena de hechos vaciados de emociones. Sobre la base de asesinatos y engaños, sin remordimiento ni asombro, comenta en cada capítulo el ataque a personas pertenecientes a los pueblos mapuches y quechuas, el ensañamiento y la tortura contra el cacique cristianizado Francisco Quispiguacha, distintas peleas a muerte de partida de naipes, el asesinato de su hermano en un duelo, y hasta la canibalización de caballos y compañeros españoles en una travesía por los Andes. Erauso, luego de cometer delitos en distintos puntos de Argentina, Chile y Perú, perseguido, acorralado y finalmente apresado por las autoridades coloniales, confiesa haber nacido mujer y haber habitado la masculinidad tras reinventarse en su viaje de conquista.

«Estando para profesar, por tal ocasión me salí; que me fui a tal parte, me desnudé, me vestí, me corté el cabello, partí allá y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente, y a los pies de Su Señoría Ilustrísima». Como estrategia de supervivencia, Erauso pide benevolencia y apela a su cuerpo: «Dos matronas me miraron y declararon […] haberme hallado virgen intacta […]. Su Ilustrísima se enterneció: […] os venero como una de las personas notables de este mundo, y os prometo asistiros en cuanto pueda». La masculinidad violenta del brazo colonial europeo será celebrada, aun en el cuerpo de una virgen. Erauso, hijo de familia pudiente de San Sebastián, es consagrado con un sustento económico vitalicio por su desempeño en el genocidio indígena y reconocido por Su Majestad y el Consejo de Indias como alférez. Su identidad masculina es aceptada en la capilla de San Pedro por los cardenales que sellaron su pacto de caballeros en Roma.

Otra suerte tuvo su contemporáneo Heleno Céspedes, en Sevilla, otra masculinidad trans de la época. Su trayectoria vital solo consta en documentos de la Santa Inquisición, que lo castiga con azotes públicos. Mientras que Erauso es retratado por Juan van der Hamen y León —y adjudicado a Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, de quien se dice que participó también con algunas pinceladas sobre el lienzo—, de Heleno no hay rostro: solo la certeza de que fue un esclavo liberto, afrodescendiente y culpable de engaño. Heleno habría logrado quitarse sus pechos gracias a sus conocimientos en las artes médicas y, pese a haber sido un hombre de paz y cirujano de la Corte Real, fue sometido al escarnio público. Acusado de tener un pacto con el demonio en 1588, en la reinvención de las anomalías a través de la ciencia moderna, su expediente punitivo del siglo xix será descrito en los términos patológicos de la época: hermafroditismo.

Si acaso el único rasgo celebrable de Erauso es el hecho de haber sobrevivido como una persona trans, la historia insiste en nombrarlo Catalina, la monja alférez, reunión sintética y oximorónica de los dos únicos modelos de humanidad occidental. En efecto, las monjas de clausura del catolicismo y los militares de la conquista —interioridad devota y expansión imperial— constituyen los términos en que se instalará paulatinamente el dispositivo de género, con especial virulencia, en las colonias. Si la variable racial perjudicó notablemente a Céspedes, la Inquisición duplicaría sus esfuerzos y llevaría a cabo una política de exterminio contra quienes no fueran expresamente contrastables en dichas funciones sociales.

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero
Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

En 1673 el cronista Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán relata, en el actual territorio de Chile, la presencia de una machi weye: «Lucifer en sus facciones, talle y traje, […] hueyes, es decir, nefandos, viles, por acomodarse al oficio de mujer». De ahí que Sebastián Calfuqueo, en su obra Nunca serás un weye (2015), elabore poéticamente la imposibilidad de encarnar un rol comunitario, ese espacio subjetivo y social en el que conviven los roles político y espiritual en una misma persona, como las machis weyes de las comunidades mapuches. En su performance, Calfuqueo no solo busca reapropiarse de una identidad borrada, sino que, con cierto gesto irónico, mediante ropa de disfraces y peluca sintética, también pone en escena el carácter falso, teatral, con que actualmente se juzga el rol y se produce la vigilancia y amenaza, incluso dentro de su familia mapuche, ante la posibilidad de que sea travesti. De ahí que podamos decir que la imposición del género binario —y con ello, el sexismo— se produce en y mediante los mismos mecanismos occidentales en que se construye el supremacismo blanco —o el racismo. O, dicho en otros términos, el ordenamiento sexual y el racial funcionan de manera codependiente para el éxito económico colonial de los mismos territorios en los que Erauso delinquía.

Los relatos de López de Gomorra, otro cronista de Indias, cuentan, en 1510, el encuentro con la hermana del cacique Torecha, con hábito real de mujer —«salvo en parir era mujer»—, aceptada y querida por su comunidad. Arrancada de sus afectos y enviada a ser devorada por los perros mastines en la plaza pública ante los ojos de sus seres queridos, este será el comienzo del ejercicio disciplinante y de castigo colectivo para quien ame, respete o valore a las personas trans colonizadas o se enamore de ellas. Según Marlene Wayar, será el inicio del silencio y la soledad travestis. Esa marca de ser la personificación, causa y razón de los males comunitarios aún tiene huellas en el presente.

El grabado de Theodor de Bry —que jamás viajó al hemisferio sur pero construye el imaginario visual de propaganda de la colonia— exalta esas cacerías sistemáticas en las poblaciones originarias. La violencia de la imagen del holandés dentro de una alumbrada, un nicho para la imagen, se relaciona con la costumbre de «alumbrar a los muertos», propia de Santiago del Estero (Argentina), un modo de dar cuerpo al ancestro arrasado, sin ceremonia ni sepultura. La alumbrada da cuenta de que el muerto tiene personas que le sostienen en la memoria individual y colectiva y en el poder permanente que le enlaza con los vivos.

Una práctica similar a la de sostener el lazo con los vivos —prácticas de memoria y reparación— es la que llevan adelante los proyectos estéticos y políticos del Archivo de la Memoria Trans Argentina y el Archivo LGBTIQ de Salta, en cuyos fondos se recopilan cartas, testimonios orales, recortes de diario y fotografías domésticas de las supervivientes travestis y trans. De manera autogestiva e impulsados por sus propias protagonistas, cuidan y protegen la memoria de cientos de personas que lograron atesorar, de mano en mano, álbumes de recuerdos. Las personas que crean estos archivos, en el absoluto despojo material al que fueron y son sometidas, realizan un minucioso trabajo de cuidado y reconstrucción. Guardianas y constructoras de su historia colectiva de resistencia, se dedican a la conservación de esos instantes personales, fragmentos de biografías íntimas, tristes, políticamente incorrectas, intensas y breves.

Nacidas en el amor fraterno infantil primero y deseadas eróticamente con vehemencia después, persiste la imposición correctiva que las ubica en las filas masculinas del sufragio, el servicio militar obligatorio y la cárcel de hombres. Aquí, entre fondos de Vanesa Sander, María Belén Correa, Luisa Lucía Paz, Rosario «la Uruguaya», Mary Lu, Mary Robles, Claudia Pía Braudacco, Fátima Rodríguez Lara, Magalí Muñiz, Néstor Humacata —hermano de la Pocha—, Gabriela Chocobar, Gina Vivanco, la Tajo y Ángeles Cielo Carrasco, pululamos en una inversión histórica, una dulce venganza, en donde las armas son instrumentos sexys y los perros, a los que fueron entregadas y por los que fueron devoradas ancestralmente, han sido atados y yacen rendidos y babosos a sus pies.

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

EL ESPACIO

La huella de una pisada de ñandú fue lo que vieron dibujarse en el cielo del Sur las comunidades ancestrales. Los guaraníes llamaron ñandú guasu al avestruz galáctico cuya casa es la Vía Láctea; el gran río en el que se extiende wonlhoj, explican los wichis; desde donde estira el cuello el suri, afirman aymaras, calchaquíes y diaguitas. Mapuches y tehuelches ven al choique, al pampáyoj, dibujarse en el horizonte y trepar hacia el cielo. Y todas las noches los mocovíes ven al amanic, acechado por perros, correr por el cosmos, casal de aves rápidas y fuertes. «La Ave» —kairena, cay, pil-yapin, peú, iawó, apacachodi, iará, juquí, sachayoj—[1] goza, y del sudor sexual vendrá luego lasiembra de estrellas.

El relieve de Abya Yala, tierra de diáspora negra e indígena, fue demarcado desde la mirada colonial, un ojo que desde fuera arriba a sus costas. Esta cartografía impactó profundamente en la percepción subjetiva que tenían del mundo sus habitantes. El cielo, al igual que las plantas, los animales, las palabras, los espíritus de las cosas y las cosas mismas, fue desposeído, y la cruz fue yuxtapuesta sobre la huella del ñandú sideral. Esta imposición de la cruz es parte del mismo proyecto civilizatorio por el que cuerpos y prácticas eróticas, espirituales e identitarias fueron borroneados como las constelaciones ancestrales en el cielo. Sabemos que weye, muxe, bixa, guaxu, urquchi, ciguapa, omeguit, quewa, teví, cuña oye mbo cuimba, tida wena o q’iwsa, entre otres cientos de nombres, no responden a «transgénero», «transexual», «lesbiana» o «gay» ni son una traducción de estos, y que incluso las apropiaciones locales de la injuria, como «marica», «puto» o «travesti», exceden el origen de la propia injuria.

Castiel Vitorino Brasileiro toma su apellido del nombre impuesto a su ancestro en las haciendas de Brasil. «Brasileiro» fue un nombre dado por los colonos a quienes realizaban la tarea de recolectar palo de Brasil, cuyo tinte rojo cambiaría la historia del textil europeo. El discurso colonial, incapaz de imaginar una sexualidad que exceda el manual de prácticas de la confesión y la genitalidad, incapaz de dar valor a una corporeidad más allá de los límites de la superficie de la piel, instaurará un orden racial y sexual que desterrará toda práctica de intervención corporal que ponga en relación cosmogonías no occidentales con el placer sexual, especialmente las que se relacionan con la construcción de poder político, autonomía eco-nómica y conocimientos sobre la curación. Estas prohibiciones de las prolíferas formas de interacción erótica de las comunidades estarán evidentemente relacionadas con la acumulación originaria y el control económico sexo-racial.

En Cuerpo-flor (2016), la historia de un nombre heredero de las clasificaciones botánicas y raciales coloniales, de un cuerpo que tensiona el límite de la materia y las funciones de la propia especie, propone la creación de otra historia corporal, en la que otra clínica y otra ontología son posibles. Las estéticas macumbeiras le permiten desplazar —por fin—la mutación corporal de la mitología de la «transición de género» occidental: «Mi piel es negra y fértil, brotan flores nunca catalogadas. Todos mis órganos son orgásmicos. Tengo un cuerpo imposible. Un cuerpo salvaje, hecho de sangre, néctar y polen».

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

En Perú, Javi Vargas Sotomayor utiliza su cuerpo para reconectar y reactualizar dos categorías precolombinas de la experiencia: las estrellas como guías para el gobierno de la vida en comunidad y los cuerpos llamados «hermafroditas» como potencias sagradas de transformación. En el siglo XVII el territorio del Virreinato del Perú se extiende por casi toda Sudamérica. Don Juan de Santacruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, «sacerdote» del Cerro, narra la historia del nacimiento de Amaro Topoynga (1613): cuenta que ese día fueron retirados de Cuzco todos los animales feroces y el suelo fue sembrado de estrellas para dar la bienvenida al cuerpo sagrado de Amaro, que nace bajo la constelación de Chuquichinchay, que resguarda a «hermafroditas, indios de dos naturalezas».

En Huaico epidemia (2017) ya no se trata del cuerpo sagrado de un futuro dirigente, sino del cuerpo sagrado sexual «disidente, emplumado, precarizado y en ritual que reposa entre los vestigios de un huaico —alud de lodo y tierra— debido a los efectos de la corriente del Niño y el calentamiento global». A diferencia de Amaro, aquí Chuquichinchay abriga el cuerpo residual de la gestión neoliberal de la vida en relación intrínseca con el surgimiento de nuevas enfermedades y epidemias como el Sida y la actual Covid.

En los años noventa del siglo pasado se imponía una nueva fase del modelo neoliberal iniciado violentamente con las dictaduras auspiciadas por la política exterior de EEUU en los años setenta en el Caribe y Sudamérica. Mientras que las clases altas y medias —blancas, criollas y europeas— accedían al consumo masivo en centros comerciales y se creaban los primeros barrios privados, la desestructuración del estado de derecho y su fuerza de trabajo —relacionada con el usufructo del suelo y la industria material— llevaba al empobrecimiento de gran parte de la ya precarizada población.

En el video documental Entrenosotro (1998), Sebastián Molina Merajver muestra una de las historias de la «aldea rosa», que se extendía a las orillas del Río de la Plata, junto a la Ciudad Universitaria. Mientras una parte de la población se mudaba a countries, quienes quedaban fuera de la ciudadanía neoliberal se mudaban a aldeas. Por una parte, el neoliberalismo como experiencia neocolonial traía un reordenamiento espacial, la gentrificación, y por otra parte, la aldea gay se convertía en una especificidad de la villa miseria. La gentrificación del espacio urbano impondría políticas públicas de quema, desmantela-miento y expulsión. Maricas y travestis, indígenas, piqueteres, putas y niñes quedarían en la calle fuera del mapeo deseado por la élite de Buenos Aires.

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

Al otro lado de los Andes, en Santiago (Chile), se inauguraba en 1990 la exposición Museo abierto seis meses después del fin de la dictadura. Casa particular (1989), el video documental de Las Yeguas del Apocalipsis (Pedro Lemebel y Pancho Casas), en colaboración con Gloria Camiruaga, era censurado y sacado de la exposición: un pene travesti mapuche irrumpió desde las pantallas y horrorizó no solo el espacio del museo recuperado para la democracia, sino que desnudó el dispositivo de la propia democracia neoliberal: libertad neoliberal o muerte. Casa particular se filma en los precarios prostíbulos de la calle de San Camilo de un Santiago ensangrentado, allí donde Las Yeguas del Apocalipsis «riegan de estrellas el paseo comercial del sexo travesti».

El video retrata la hechura del arte popular del sexo en comunidad: charla, baile, trabajo, política, canto y santa cena. La Madonna mapuche de la calle travesti de San Camilo no alcanzará a ver el video. Muere sin conocer las repercusiones de su pija danzarina en las políticas culturales y la historia del arte. «Nunca supo nada», escribe Lemebel en La muerte de la Madonna, «ella estaba lejos de todo aquello, cosiendo sus encajes minifalderos para deslumbrar a su anónimo transeúnte».

Muchos de los rostros que ahora son parte de los fondos documentales del Archivo de la Memoria Trans Argentina y Archivo LGBTIQ Salta que nos miran desde estas paredes tampoco sabrán de la huella de vida que dejan en los museos y el aparataje cultural. Así como El Dorado para los españoles, el pueblo de las travestis aparece y desaparece a plena vista de la gente. Giuseppe Campuzzano explica que la travestidad es una ceremonia, un ritual, una liturgia que permite dar cuenta de la complejidad del proceso colonial encarnado. Montada de la virgen Dolorosa, en un doble movimiento —travestida de virgen y de aparición de la virgen—, Virgen de las Guacas (2007) aparece para la devoción como virgen y desaparece, cuando la «cirugía artesanal» no es suficiente, como travesti. Intermitentemente, desprevenidos transeúntes, devenidos devotos y devotas, adorarán y abandonarán a la vez a la santa Dolorosa Travesti.

En un entorno con un bajísimo promedio de vida —de 35 a 40 años en nuestra región—, producto mayoritariamente de asesinatos en manos de clientes, amantes y policías y la dificultad de acceso a derechos básicos —salud, educación, trabajo y especialmente vivienda—, las mujeres trans y travestis de los archivos revelan una profusa e insistente búsqueda de belleza, un impulso vital extremo inversamente proporcional al régimen social que las convoca. Una búsqueda estética permanente, radical y hasta las últimas consecuencias. La fantasía travesti-trans forja unas armas de liberación con labial carmín y peluquitas, da contorno al dibujo de una realidad brillante en el medio del desamparo.

Archivo de la Memoria Trans, Fondo Sandra Castillo

Las imágenes de los fondos de los archivos de la Memoria Trans Argentina y LGBTIQ de Salta, el pueblo travesti, ahora residen en las paredes de lo que fue el palacio de la esposa legítima de un virrey de Perú. Fulgurantes, sus imágenes habitan en una serie de proliferaciones de chakanas, resguardo tardío que no repara la falta endémica de casa en las comunidades trans y travestis de Abya Yala. La chakana, «escalera o puente», es también una cartografía astronómica y una simbolización de las múltiples relaciones de correspondencia y complementariedad entre la vida en comunidad y las sexualidades; es la síntesis de una reflexión filosófica; es un mapa, un diagrama arquitectónico, un marco cosmogónico, una guía espiritual; es una casa para estar; es también —al igual que la pisada del ñandú— la constelación de la Cruz del Sur.

En esta vuelta a narrar la historia de tantas compañeras mediante sus propios ojos —casi la totalidad de las fotografías son domésticas, resultado de la mirada cariñosa de alguna amiga—, queremos homenajear a Angelita Carrasco, degollada por un cliente; a Gina Vivanco, asesinada por la policía en un auto civil; a Mocha Celis, asesinada de tres tiros por un sargento; a Claudia Pía Braudacco, activista por la ley de identidad de género que, con su dedo, empuñó el clic por lo menos dos mil veces soñando con este Archivo de la Memoria Trans; a Diana Sacayán, activista creadora de la Ley, recientemente sancionada, de Promoción del Acceso al Empleo Formal Travesti y Trans «Diana Sacayán- Lohana Berkins», asesinada con saña por su amante; a Pocha Escobar, que hizo de su casita el amparo y resguardo de decenas de compañeras; a las bellas Sandra Castillo y Vanesa Sander; a las lúcidas y confabuladoras políticas de calabozo y escritorio Lohana Berkins y Nadia Echazú; a la piquetera Maite Amaya; a la amada compañera del Archivo de La Memoria Trans Carla Pericles, y a tantísimas otras que ya no están por razones injustas. El recuerdo de todas ellas compensa un poco las ausencias, un modo, quizá, de hacer un duelo colectivo y retroactivo que muchas veces ha sido impedido.

También queremos expresar nuestro reconocimiento, en particular, a las trabajadoras supervivientes del Archivo de la Memoria Trans Argentina, especialmente a María Belén Correa, activista desde los años noventa, pionera y fundadora de la primera organización que incluyera la palabra travesti (Asociación Travestis Argentinas), exiliada actualmente en Alemania; a Magalí Muñiz, Carola Figueredo, Teté Vega, Carmen Ibarra y Luciano Goldin, y a las artistas y curadoras Cecilia Estalles y Cecilia Sauri. Y en lo tocante al Archivo de la Memoria LGBTIQ de Salta, a la querida y legendaria Mary Robles, así como a sus compañeres de trabajo: Luis Suárez, Natalia Gil y Pablo Cosso. También a todas las activistas, putas, esposas, trabajadoras de la economía popular, peluqueras, modistas, referentes políticas, abogadas y conductoras del movimiento, travestis y trans mayores de cuarenta años, sobrevivientes de este genocidio social, que merecen su ley de reparación histórica con salario vitalicio. A todos los varones trans jóvenes desaparecidos. A Tehuel Torres, a quien seguimos buscando.

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero
Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

EL TIEMPO

La agenda civilizatoria colonial occidental instaurada desde el siglo XVI se hace presente en un aspecto crucial: la imposición de una temporalidad única. La flecha del tiempo occidental —pasado, presente, futuro— modulará las delimitaciones territoriales, el capital material y simbólico y las posibilidades de existencia. Este ordenamiento temporal, marcado por un acontecimiento datado —12 de octubre de 1492—, impondrá la idea de un tiempo antes del cual no hay tiempo: el tiempo de la desaparición será infinito; la temporalidad será un campo de batalla.

Infierno es el nombre de la primera comunidad ese’ja demarcada para protección del Estado en la región de Madre de Dios en Perú. Su nombre es heredado de evangelizadores europeos, que describen la Amazonía como el infierno verde, donde abundan seres infernales: indios y otras bestias. La territorialización del pasado será uno de los dispositivos de captura más elocuentes de la colonialidad del tiempo. Superficies completas serán atribuidas al pasado —al antes— de la civilización. Un presente eterno de políticas desarrollistas y de evangelización civilizatoria habilitará el despojo. En Infierno, nombre de la desviación total, la territorialización del pasado adquiere notas mitológicas: un fuera de todo tiempo. Ese «tiempo del afuera» justificará la imposición misional, las matanzas del caucho y el etnocidio actual consecuencia de la feroz extracción ilegal de oro en la región. Pancho Casas navega por el río Madre de Dios para mudar su cuerpo y posicionarlo en «el pasado». Ese’ja (2019) no es un acto performativo, es un ritual de abandono de la travestidad. El recorrido es una ceremonia de paso, de transmutación. El viaje de Casas desnuda la mirada de captura antropológica cuando la cámara lo toma en medio de la selva transfigurándose en ese’ja (gente).

Lukas Avendaño explica que su muxeidad es posible en un contexto social y cultural que sostiene su existencia. En este sentido, afirma que no puede ser desterrado de su cuerpo-territorio-memoria. La desaparición forzada de su hermano, Bruno Avendaño, en 2018, trastoca profundamente estas relaciones. Con la foto de su hermano sobre su torso desnudo, vestido de luto, inicia la búsqueda y el pedido de aparición de Bruno. El patrón de la desaparición forzada en Abya Yala tiene una historia material: la esclavización y la captura para el trabajo forzado de pueblos originarios —africanos y americanos—, por supuesto, pero también el robo y expolio de objetos ceremoniales, domésticos y artísticos y su acumulación para el capital colonial, que se materializa en la fundición en el caso de metales preciosos y el acopio en museos de antropología, entre otras acciones de despojo. A su vez, los materiales serán degradados al igual que las prácticas, y eso se impondrá sobre los cuerpos: mano de obra, utilidad o desecho. El exterminio mantiene un lazo indecible con la concepción de un tiempo sin rito ni cuerpo presente: el de la desaparición.

En Justicia por Bruno (2019-2020), Lukas se sienta con el vestido tradicional de luto de las mujeres zapotecas del istmo de Tehuantepec y ofrece su mano a quien decida acompañarle en su pedido: establecer un vínculo para conocer el paradero de su hermano —un acto de clarividencia, de curación—. La silla vacía a su lado permite que cada cuerpo tome el lugar del cuerpo que falta. Habitar la silla vacía es habitar no solo la búsqueda y el duelo colectivo, sino también la posibilidad de la desaparición.

Lukas Avendaño, Justicia para Bruno, 2021, video documental, Oaxaca (México). Cortesía del artista

Heredera de la sujeción de los cuerpos para el trabajo forzado será la instauración de un tiempo corto para la manifestación de nuestros cuerpos en toda su complejidad erótica y política. Un espacio y un tiempo acotados que culminan en la obediencia al Señor, en el recordatorio de la inauguración de Su tiempo. La colonia y su práctica espiritual de la evangelización unívoca y monoteísta crearon un tiempo en el que indígenas, afros, mestizas impuras y travestis de los mil sexos pudiéramos salir con nuestros cuerpos ceremoniales a la calle: el carnaval. El carnaval, tiempo del colono, un tiempo exiguo de unos cuantos días durante el que, ordenadamente y bajo el epítome del disfraz, podemos caminar con nuestros sexos abiertos al cosmos, nuestros ojos vueltos a los pies, durante el que danzar es nombrar y reír es caminar.

El carnaval es, en este sentido, un espacio reglado, comprimido y constreñido, primero por la evangelización colonial y luego por el Estado, durante el que es posible encarnar, y a la vez hay que hacer suceder, el todo de lo que excede el orden establecido por la colonialidad del poder, del saber y del género. Es un tiempo acotado durante el que es posible la presencia pública de los conocimientos prohibidos. Es por esto por lo que los fondos de los Archivos de la memoria travesti y trans están abarrotados de travestis emplumadas. «La Pocha», curandera travesti y creadora de la comparsa «Los caballeros de la noche» en plena dictadura, cuando hasta la contradictoria libertad del breve lapso temporal del carnaval es arrasada, trae el tiempo ancestral a su pequeña casa de travestis cuando cose guirnaldas de plástico como aprendió del exquisito arte plumario en su yunga natal. El arte plumario, una de las prácticas más originales, es a su vez la más perseguida desde el inicio de la colonización, tanto en Abya Yala como en África. Los cuerpos emplumados desafían no solo la construcción dimórfica del cuerpo occidental, sino también otro tipo de exclusiones: humano-animal, identidad-multiplicidad y, especialmente, monoteísmo —prácticas espirituales de «idolatría» y corporales de «sodomía». El cuerpo plumado del ñandú, su estatus de animal sagrado, constelación, abrigo, huella y recorrido, marca el camino de la importancia de las prácticas artísticas ancestrales que han sido preterizadas y vueltas objetos antropológicos, al igual que el cuerpo travesti emplumado irrumpe en el tiempo del carnaval y hace reverberar otros espacios tomados para la cura colectiva contra la desaparición planificada.

En el tiempo del carnaval la tierra es amasada con los pies al son de la caja, los tambores y los cantos; las travestis son deseadas y alabadas públicamente, y el diablo, dicen, ha sido desenterrado y corre por la Tierra. El diablo, signo de toda monstruosidad y desviación, es invocado por Jonas Van Holanda para hechizar con la repetición de la palabra el silencio mortal infligido a los cuerpos del Sur en nombre de Dios. El diablo será un presente continuo en los cuerpos y los pensamientos del proceso de evangelización. Innombrable (2017) es la lengua de la bestia que muta, que confunde, que cambia de ropas, que engaña con las voces. Es la boca que se abre, preñada de estrellas, y habla en lenguas para enterrar —finalmente— el monolingüismo del colono e inaugurar, en el tiempo del ahora, el fracaso de la colonialidad corporal.

Grégorio de Matos e Guerra, en su poema «Preceito I», del siglo XVII, describirá los quilombos, a donde miles de mujeres y hombres acudían a recibir calundus y feitiços. Allí van a buscar la felicidad, y entre sus danzas anda metido el diablo. Los quilombos, espacios comunitarios de resistencia de las comunidades de la diáspora forzada y de afroindígenas descendientes en Abya Yala, albergarán prácticas religiosas como los calundus, que cumplían una función terapéutica pública de cura. Estos espacios se caracterizarán por crear un tiempo pro-pio, el tiempo que precede al colonial: códices de movimiento, pluralidad lingüística, tránsito espiritual, cura corporal e invocación restaurarán la multitemporalidad perdida. En Sagrado femenino de mierda (2019), Castiel Vitorino Brasileiro, macumbeira y psicóloga, traza sobre su cuerpo femenino negro y contestículos grafías que invocan la cura como movimiento continuo de transformación vital y como experiencia exusiática: el trance y la incorporación como ruptura con el dominio espacio-temporal de la raza y el género colonial.

Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero
Vista de la exposición «La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)», en La Virreina – Centre de la Imatge, Barcelona, España, 2021. Foto: Pep Herrero

EL ORIGEN

La práctica de dar testimonio funciona como instrumento jurídico, policial, periodístico, científico, académico y artístico relacionado con la herencia histórica de la confesión católica y la pastoral. A mediados del siglo XIX se vuelve uno de los mecanismos principales para construir conocimiento occidental y garantizar un orden de verdad. Atestiguar, a cara y cuerpo, con la voz propia, un punto de vista subjetivo de la experiencia individual sentencia una asimetría de poder que se perpetra en una paradoja conocida. Delincuentes pobres, locos, homo-sexuales, hermafroditas, indígenas, migrantes, negros, mujeres, personas trans y familiares de desaparecidos se sientan en el banquillo histórico de lo singular, único, anómalo, caso o cupo. Una inversión cínica a la que estamos acostumbrados: las mayorías reales se vuelven minorías de derecho. La élite oculta su carácter minoritario, se instituye como universal, y las mayorías reales se mantienen sumidas en los mecanismos de invisibilidad. El objeto de testificación, curiosidad o investigación se vuelve extraño de sí mismo y, mediante un relato personal, obturada la inscripción genealógica de un movimiento enorme al que pertenece, el orden somático —el cuerpo, la piel, las medidas corporales— funciona como la fuente, sustrato último de legitimidad y confirmación de la veracidad del asunto. En el testimonio, por metalepsis, el cuerpo personal debe dar cuenta de una comunidad ignorada. Atestiguada su mera existencia corporal, el recorrido colectivo vuelve a foja cero.

Los sueños, en la subjetividad travesti y trans, se encarnan tempranamente, sostiene Lohana Berkins, y las fronteras cartesianas pierden su robustez. El imaginario fantástico se convierte en las vértebras principales que constituyen la subjetividad. No en vano, a esa maravillosa y sofisticada imaginería que proporciona vida, a esa máquina poética en sí que es una existencia travesti o trans, los médicos normalistas del siglo XIX la rotularán como «casos de alucinación delirante», y hasta hoy en España —y otras partes del mundo— las identidades trans* son patologizadas y sometidas a exámenes de verdad. Sin embargo, el poder de la imaginación es un salvoconducto, los andamiajes de un ego partido y reconstruido. Las fantasías proporcionan el éxito, el brío y el amor negado. La fortaleza de las ilusiones, los fetiches y los talismanes producen lo que la realidad jamás provee. Visto así, la mentira fantasiosa es la escapatoria de la soledad, el primer refugio de lo posible, el único sitio a donde se puede ir: maneras de esquivar la crueldad de la reiterada herida sobre herida.

Como equipo artístico y curadores de esta exposición, Río Paraná convocamos a artistas y activistas trans de distintas genealogías diaspóricas de Abya Yala a realizar, en plena crisis sanitaria, una operación sobre las demandas de testimonio. En términos inconexos, animistas, ecocéntricos, Mil sucesos perdidos hasta ahora invita a crear mitos de origen. Tenemos la esperanza de que dotarnos de nuestras propias fantasías de creación y darles curso ponga en evidencia el carácter ficticio de todos los orígenes y, en particular, de los más legítimos. Mil sucesos perdidos hasta ahora es el resultado de una colaboración entre ocho amigues.

Con Carla y Mar Morales Ríos, Tito Mitjan Alayón, Poll Andrews, Noche Nacha, Lia Sirena Say Sacayán, nos preguntamos: ¿quiénes pueden hacer relatos lineales y transparentes de sí mismos? ¿Quién accede a los archivos personales para narrarse? ¿Quiénes pueden renunciar a la permanente búsqueda de su pasado? ¿Cuáles son las fantasías que nos sostienen? Si al comienzo no fue ni el verbo ni la copia, como sostiene el posestructuralismo, ¿qué fue? Mil sucesos perdidos hasta ahora urde entre ínfimos susurros, casi inaudibles, contradictorios y totalmente fuera del curso normal de los hechos, historias de devoción, chismes de familia, revelaciones infantiles y contratestimonios a los que nos brindamos para explicar en la intimidad: ¿cómo ocurrió esto que soy?

Río Paraná, Mil sucesos perdidos hasta ahora, 2021, video-instalación. Foto: Pep Herrero

La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios) se podrá visitar del 16 de julio al 17 de octubre de 2021 en La Virreina – Centre de la Imatge, Palau de la Virreina, La Rambla, 99, Barcelona, España.

Participantes: Archivo de la Memoria Trans Argentina, Archivo LGBTIQ Salta, Castiel Vitorino Brasileiro, Pancho Casas, Juan van der Hamen y León, Giuseppe Campuzano, Javi Vargas Soto Mayor, Jonas Van Holanda, Las Yeguas del Apocalipsis (Pedro Lemebel & Pancho Casas) y Gloria Camiruaga, Lukas Avendaño, Sebastián Molina Merajver, Sebastián Calfuqueo, Río Paraná (Mag De Santo & Duen Sacchi)

*Agradecemos a Río Paraná por autorizarnos a republicar su texto curatorial. Prohibida su reproducción o copia sin autorización de les autores. Río Paraná es un equipo de artistas visuales trans del Sur de Abya Yala conformado por Duen Sacchi y Mag De Santo. Son performers, escritores, investigadores, curadores, ex-filósofas y docentes. Actualmente trabajan en proyectos que cruzan la imaginación utópica, la ficción social, las disidencias sexuales y el anticolonialismo. Han realizado presentaciones de su trabajo en diferentes contextos de producción y exhibición tanto en Europa como en Latinoamérica.


[1] Nombre de la llamada Rhea americana en diferentes lenguas de las comunidades identificadas como payaguás, lules, tonocotés, angaites, abipones, pilagás, mbya guaraníes, tobas, vilelas, comunidades afroindígenas hablantes de quechua, respectivamente.

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