
VESTIGIOS Y RUINAS DEL GOLPE
¿Qué significa conmemorar los 50 años del golpe de Estado en Chile, trayendo al Museo de Arte Contemporáneo fotografías de los vestigios de cordones industriales? Fotografías que a su vez se acompañan de otras, como son las perforaciones que atestiguan las balas que nos golpearon desde ese día 11 de septiembre de 1973.
Los cordones industriales fueron un ideario que proponía la coordinación territorial entre trabajadores de una determinada zona geográfica, de fábricas y empresas. Cada cordón estaba o estaría –porque es importante decir que estamos frente a un proyecto inconcluso – constituido por compañías o fábricas que coordinaban la lucha obrera de un mismo territorio. En el momento del golpe de 1973, funcionaban 31 cordones, ocho de ellos en Santiago, siendo los principales el cordón Cerrillos-Maipú y el cordón Vicuña Mackenna.
Los cordones industriales embrionariamente actuaron como órganos de poder obrero y de alianza con sectores populares del campo y la ciudad. Nacieron al calor del debate nacional que se desarrollaba respecto al área de propiedad social, uniendo así demandas económicas con demandas políticas.

Pero, volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿por qué hablar de estos vestigios que son los cordones industriales, hoy a 50 años, aquí en el MAC?
La palabra vestigio es un cultismo que viene del latín vestigium, huella, resto; refiere a una señal que queda de algo o de alguien que ha pasado o que ha desaparecido, como ocurre con los vestigios de una guerra. Son indicios que nos permiten inferir o deducir la existencia de algo. Probablemente, para quienes caminan distraídos por Vicuña Mackenna, estas moles de concreto difícilmente podrían ser leídas en su densidad ruinosa. Posiblemente no sean más que escombros molestos, feos, áridos, que el abandono y el olvido han dejado atrás.
Sin embargo, y esta es la tesis que quiero compartir, estos vestigios y escombros, se nos travisten de un aura e inmanencia que nos aleja del estorbo, para cautivarnos de la manera como solo pueden hacerlo las ruinas, en este caso las ruinas industriales. Es por el encuadre, la suave, sedosa y austera cromática del gris que las fotografías de los cordones industriales adquieren la belleza de su historia olvidada. Sin embargo, estas ruinas, en su belleza y en su relato, están incompletas: y eso es lo que explica que el desasosiego se apodere de quienes las observan.

Vamos por partes.
Lo primero: hoy, aquí, en esta sala, las imágenes de estos cordones industriales se transmutan en ruinas. Cuando decimos ruinas, decimos estructuras que a través de relatos y de imágenes logran remitirnos a su origen y al significado de esos fragmentos desparramados por la ciudad. Porque los fragmentos difícilmente se unen por sí mismos. ¿Cuál es el todo al cual estos fragmentos aluden?
Al estar incompletas, las ruinas industriales, como las que vemos aquí, no pueden hablar por sí mismas. Salvo que alguien las narre, les cante, las fotografíe como hace Alexis Díaz Belmar, a través del encuadre de la cromática y de su instalación en un museo. Es allí que aparece la ruina, en cuanto alegoría de un pasado que no fue. Una ruina solamente se convierte en ruina (en vez de una serie de partes desvinculadas) una vez que ha sido envuelta y abrazada por esas formas estéticas que son también una manera de mirarlas, de observarlas.
Lo que queda en nuestra ciudad es el concreto, el cemento, el acero y el fierro, a veces incluso el vidrio que resisten al abandono el arruinamiento final. Es la fuerza y la dureza de los proyectos industriales. Tan duros y resistentes como los blocks de Villa San Luis de las Condes, otra utopía de la Unidad Popular que, a pesar de las retroexcavadoras y los golpes firmes, se resistieron a caer fácilmente. O el Hospital Ochagavía, utopía de la salud pública del mismo período, que resistió y perduró en su estructura incólume, hasta hoy.
Y es que todas ellas, ruinas de la utopía allendista, y del betón, aun son presencia donde deberíamos esperar ausencia y terrenos baldíos. La porfía de la materialidad permite que se nos muestre el remanente de un pasado que se niega a desaparecer, un recordatorio a menudo incómodo de que hubo otros antes que nosotros, cuyas huellas nunca se han borrado del todo. En este sentido, son las imágenes de la obstinación a ser silenciados; y donde el presente y el pasado son forzados a coexistir en su arquitectura gris.
Las ruinas de los cordones industriales que aquí vemos están sin embargo incompletas. Y paso al segundo punto que quisiera desarrollar aquí. Las bellas ruinas industriales que Alexis Díaz Belmar nos ofrece en su fotografía no eran solo industrias, eran cordones. Eran los cordones los que amarraban las industrias y les otorgaban su fuerza y poder político y territorial.

Un cordón es una cuerda retorcida o trenzada hecha con fibra o hilo finos; es un cable conductor flexible formado por numerosos hilos finos torcidos que pueden incluso estar recubiertos por una capa aislante y a veces por una funda de hilo trenzado. La ruina está incompleta porque el cordón que era ese amarre social y territorial que hacía de la estructura de concreto un dispositivo de poder de la clase obrera, no solo no existe, simplemente se ha desvanecido en las imágenes y en los recónditos pliegues de nuestra memoria.
El poder y la convicción del amarre de la clase obrera, que podía incluso plasmarse en mapas que anunciaban una geopolítica revolucionaria, hoy se esfumaron. Persiste la ruina del concreto, de su materialidad resistente, al frío, al abandono, al agua, al oxido e incluso a la vegetación ruderal; ¡no hay vegetación ruderal sobre esta materialidad! como sí la hay sobre el ladrillo.
Y es que estamos frente a ruinas incompletas, vaciadas y desamarradas de su vocación y utopía primera: la revolución. Es una ruina de la derrota, y ahí reside la fuerza de estas fotografías. Golpes y desamarres. La ruina incompleta nos hace evidente el reencuentro fallido con esa utopía. Y si están incompletas, ¿en qué reside el encanto de estas fotografías de los llamados cordones industriales?
En parte, por el hecho de que estas ruinas nos remiten a un tiempo cuando todavía no se había desvanecido la posibilidad de imaginar otros futuros, de amarrar las fuerzas, de una utopía revolucionaria. Y es que el trabajo de la ruina es siempre un trabajo de transfiguración que interroga sobre unas posibilidades a la vez que desbarata otras, como decía la escritora Guadalupe Santa Cruz (2010).
Tres: la evidencia de que el golpe de Estado, el bombardeo, no produjo simplemente ruinas, sino también escombros. Aquí, así como en esas muchas otras imágenes que nos quedaron tras el golpe, son escombros estetizados a través de fotografías que se transforman en ruinas de nuestra dolorosa historia reciente.
Cuatro: estas fotografías son también evidencia de los monumentos de una arquitectura industrial de un pasado donde la cultura pública unía el trabajo a su organización política y territorial. Ruinas que nos dejan entrever una promesa que se ha desvanecido: la promesa de un futuro diferente.
Cinco: en ellas coexisten piezas que no solo no coinciden del todo, como las estructuras del metro pasando sobre los restos industriales. Ruinas que son un palimpsesto de múltiples representaciones y acontecimientos históricos; imágenes donde la apertura del espacio se entremezcla con chimeneas, pasarelas, fierros que parecen dispersarse en todas direcciones y carecen de clausura espacial. Ellas nos remiten también a la memoria y al trauma que nos acompañan hasta hoy, dispersos por la ciudad.

Estas ruinas no hablan solo de ausencia, sino paradójicamente de temporalidades y materialidades indefinibles. Son lugares difíciles de definir, y donde los bordes entre pasado, presente y futuro no siempre se distinguen. En esta mezcla de materiales, tiempos y espacios, las ruinas industriales pueden ser leídas como alegorías que cuestionan e incluso cancelan la utopía revolucionaria.
Y entonces, termino nuevamente con la pregunta inicial: ¿por qué traer estas fotografías de vestigios a la conmemoración de los 50 años?
Quizás para evidenciar, testificar que la derrota no agota la alegoría; que hay siempre otras historias que contar, otras lecciones que inventar, otros nudos de cordones que amarrar, incluso de los proyectos más arruinados, los lugares más desolados. Porque estas ruinas son ante todo un testamento de supervivencia: la utopía nunca desaparece del todo. Ella persiste y resiste en la obstinada insistencia de sus huellas materiales. O mejor: el programa revolucionario puede haber desaparecido, pero la llama quizás permanece.
Y quizás -insisto en el quizás-, los cordones industriales nos permiten recordar que estamos llenos de proyectos que nacen siendo ruina, y este es uno de ellos. Otra manera de decirlo sería que siempre hubo un poco de ruina en cada estructura, en cada cordón, y así fue en América Latina. La ruina acompañó todos los proyectos de industrialización temprana en nuestro continente.
Con estas ruinas no se interrumpió el pasado sino el futuro: un futuro hacia el que se iba “a la chilena”, como dice Michel Lazzara. Un futuro que todavía ha de llegar. Mientras tanto, son estructuras que se niegan obstinadamente a desparecer; allí están resistiendo, incompletas. Las ruinas industriales, como la historia de Chile, permanecen porfiadas en su desgarro. La capacidad del país para crear nuevas narraciones sobre nuestra historia y sus vestigios tiene dificultades. De ahí el constante asombro y la estupefacción con estas ruinas que no sabemos dónde colocar y cómo amarrar, atar, a ese futuro que no llega.
Como objetos parciales, los cordones Industriales no son tampoco el resto de lo que una vez fue, ni una predicción de lo que un día será, sino el recuerdo de lo que pudo haber sido o puede ser. No es tanto el pasado lo que se ha interrumpido; es un futuro. Pero quizá sea mejor decir que es un futuro en particular el que se ha interrumpido, el de una clase obrera deseosa de mayor justicia territorial, económica y política.

Hay que reconocer, sin embargo, que los vestigios y las ruinas del fotógrafo difícilmente sirven de lugar de memorias. Los Cordones Industriales que alguna vez estuvieron tan arraigados a la justificación ideológica y revolucionaria de la Unidad Popular y de la clase obrera, ya casi han desaparecido del discurso progresista. Ninguna de las narrativas o representaciones que intentan explicarlo o justificarlo han tenido un lugar en nuestras memorias. Ahora es, simplemente, un cúmulo de archivos y materialidades, que quizás desafían la narrativa neoliberal como fantasmal recordatorio de sus límites.
Quiero pensar, sin embargo, que es en los cordones industriales donde podemos re imaginar la posibilidad de un futuro utópico. Quiero pensar que los cordones –a pesar de sus fracturas- siguen abiertos a muchos futuros posibles.
Para finalizar, estas fotografías de los Cordones Industriales de Alexis Diaz Belmar nos permiten sostener que el golpe del 11 de septiembre de 1973 no es ni fue un evento excepcional e irrepetible, tal como lo señala el historiador Sergio Villalobos, sino una serie de golpes que limitaron fuertemente al gobierno de Salvador Allende, y que en plena dictadura siguieron repitiéndose bajo la lógica de un permanente estado de shock.
Golpes que fracturaron nuestras memorias, así como lo hicieron con nuestra historia democrática. Son fracturas y golpes que permanecen y se perpetúan en la resistencia por sacar adelante un nuevo marco constitucional. De allí la relevancia de observar las ruinas incompletas de modo de historizar el golpe de Estado de 1973, entendido como una estrategia sistemática y perdurable en el tiempo, de control y reducción de los procesos democratizadores y de justicia social.
Golpes, de Alexis Díaz Belmar, se podrá ver en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), sede Parque Forestal, hasta el 30 de septiembre de 2023.
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