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EL RETORNO DEL ‘HOMBRE DE COBRE’

En los últimos suspiros del siglo XIX, un grupo de pirquineros de la mina La Restauradora (Región de Antofagasta) encontró dentro de una cueva un cuerpo que estaba cubierto de un intenso color cuprífero. A los pocos minutos, estos rudimentarios arqueólogos fueron alertados que dicho descubrimiento estaba relacionado con las mismas labores extractivas que ellos realizaban. Prueba de aquello, es que contiguo al cuerpo yacían un par de martillos, palas y un cesto que evidentemente pertenecían a una época en que la minería era aún más precaria.

No pasaron muchas horas y este desentierro provocó el interés de intrépidos exploradores que en ese entonces visitaban la zona para invertir en la creciente industria minera. Tanto fue el frenesí provocado, que el pretérito minero fue valorado como un gran tesoro que, en el transcurso de un par de años, y luego de haber pasado por varias manos, finalmente fue comprado por una dupla de empresarios.

La Sociedad Torres y Tornero adquirió este cuerpo petrificado y gestionó su exhibición en el pabellón chileno de la Gran Exposición Panamericana de la ciudad de Buffalo, Nueva York (1901). En ningún caso, el objetivo de este viaje estaba relacionado con la protección patrimonial del cuerpo, ni mucho menos con la promoción del contexto cultural del mismo, sino más bien, desde la estética que provocaban las necro-curiosidades, este par de empresarios impulsaron una macabra difusión para obtener grandes sumas de dinero.

La exposición fue un éxito total y continuó su viaje hasta la ciudad de Nueva York, lugar en que Torres y Tornero encontraron la desdicha, ya que malgastaron todos los dividendos obtenidos producto de una vida llena de lujos.

Estos lastimosos hechos los movilizan a generar nuevas ganancias gracias a créditos otorgados por prestamistas en base a una supuesta venta futura del afamado cuerpo cubierto de cobre.

Al cabo de unos meses, la situación no prospera, por lo que los acreedores se quedan con el cuerpo en Nueva York como forma de pago y los fracasados empresarios regresaron a Chile solo con deudas. Este tormentoso episodio, en torno al cuerpo del otrora minero, suscitó un interés público mucho mayor. Años más tarde (1905), bajo una confusa adquisición, el empresario J.P. Morgan compró el cuerpo y lo donó al Museo de Historia Natural de Nueva York. En este museo es bautizado en 1912 como el ‘Hombre de Cobre’.

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

Este breve preámbulo reaparece en el panorama de las artes visuales desde una lógica audiovisual e instalativa por parte del artista Nicolás Grum, quien, a partir de la obtención de la Beca Arte CCU 2019, llevó a cabo una residencia en la ciudad de Nueva York. En esta ciudad, el artista ha intentado unir los dilemas que rodean a esta particular historia ante un contexto global repleto de conflictos epistémicos.

Con estos documentos a cuestas y desde un profundo estudio de campo, Nicolás Grum recorre una parte del desierto de Atacama para tomar nota de la conservación de los vestigios ancestrales, los periplos que exhiben los museos y las cosmovisiones que explayan las comunidades atacameñas de Alto Loa. Todo esto con el objetivo de enlazar las imágenes audiovisuales, poesías y cánticos que nos vinculan con el ‘Hombre de Cobre’ y que ha atesorado en su imaginario.

Desde estos paisajes que conmueven, como los que exhibe Alto Loa, Grum se pregunta: “¿De qué manera las comunidades podrían recuperar sus objetos rituales y, sobre todo, los cuerpos de sus familiares?”

Pues bien, la pregunta en cuestión sirve de punta pie inicial para relacionar mi pensamiento curatorial y el trabajo que ha levantado este artista, y que ante la revolución social y cultural que estamos vivenciando en Chile –específicamente desde octubre del 2019–, junto al novelesco panorama que desprende la mítica de este cuerpo, debe propiciar más interrogantes que sentencias para una asimilación concreta del devenir que ha provocado, en nuestras propias prácticas, la crisis epistémica global.

Durante estos extenuantes viajes, absorbidos por el incuestionable desierto, he escuchado el compromiso político de Nicolás Grum con las contingencias indígenas que afloran sobre estos desbordes de Los Andes, un territorio de heterogéneos rincones donde no existen límites para las ciencias ancestrales, así como tampoco para los saberes colectivos.

Sin duda este ambiente provoca, en primera instancia, que Grum escriba unos vehementes cuestionarios que comparte, principalmente, con los signos físicos e intangibles que aparecen en las estrechas quebradas que rodean la particular geografía de uno de los flujos de agua más extensos del país: río Loa. Esta resecada zona puede ser catalogada como una de las venas más significativas del desierto que, con sus verdores y olores, fecunda una inflexión en los procesos de estudio de las territorialidades andinas que atraviesan al propio ‘Hombre de Cobre’.

En este sentido, este país ha estado exhibiendo un par de precedentes sobre la restitución de cuerpos, pero ciertamente lo de la restitución ética y moral del legado en cuestión podría ser considerada un ícono para entender las tácticas de inescrupulosos políticos, arqueólogos, curas y huaqueros –son varios cientos los nombres involucrados– que les han usurpado a las comunidades sus milenarios sepulcros. Además, estos acontecimientos podrían reparar en aquellas costumbres que han afectado el sitial de los incontables difuntos de pueblos originarios higienizados, malignamente, por los procesos de colonización.

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

El ‘Hombre de Cobre’ que Nicolás Grum observó e investigó en el Museo de Historia Natural de Nueva York ha potenciado las rúbricas creativas de este proceso curatorial dentro del cual, justamente la muerte y los rituales funerarios, no son un mero diorama de la museología impuesta por una territorialidad basada en la dominación cultural como lo es la estadounidense. En este sentido, esta exposición aparece como un fulgor para la tan ansiada restitución ante la constante y exótica amenaza que presenta la cultura expositiva hegemónica.

Este entuerto que da cuenta de lo que es patrimoniable ha provocado, desde el punto de vista de la arqueología y museología, que sean considerados como bienes patrimoniales, por ejemplo, los antiguos sepulcros del Alto Loa. Situación que es aberrante desde el punto de vista de la filosofía indígena, ya que simplemente aquello que para el merchandising del turismo ha sido denominado como hito cultural, es en realidad el resto mortal de uno de sus ancestros. Por cierto, un ancestro que puede influir en el actuar de los humanos y no humanos. En pocas palabras, para las primeras naciones, los restos mortales de sus antepasados no son simplemente restos biológicos, sino que más bien, ellos están imbuidos en una espiritualidad y capacidad de acción comunitaria que no puede ser leída, en este caso, por el neoliberal esquema del patrimonio y el turismo cultural.

La biología evolutiva considera a los esqueletos, los órganos, y las propias corporalidades, como el propósito de la investigación y fuente de datos científicos. Y no solo eso, también los considera, tristemente, como elementos que pueden ser presentados en diversas colecciones, dentro de muestras temáticas sobre aquello que se apura en denominar el pasado. Un cuerpo vetusto convertido en objeto museal que hoy está muy lejos de Alto Loa, continúa siendo un sujeto de derechos consuetudinarios. Éste debería seguir siendo alimentado, ofrendado y consultado, incluso dentro de las mismas lógicas de la arqueología y la museología contemporáneas.

Entonces, al encontrarnos con la actual promoción de la plurinacionalidad, difundida por la gran mayoría de chilenos y chilenas, comprendemos que, por ejemplo, desde el pensamiento judeo-cristiano, el espacio de los vivos y los muertos ha sido dramáticamente separado social y culturalmente. Se aparta a los vivos de los muertos y se depositan los cuerpos sin vida sobre inertes sitios privados que están alejados de la cotidianidad.

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

Para los pueblos originarios la esfera de los vivos y la de los muertos no están desconectadas y separadas. Aquí se enfrenta a la muerte como parte de la vida misma; más aún, es fuente de vida, otra vida, otro status; y por medio de los simbolismos presentes en los ritos, se va dando una respuesta a nivel personal y comunitaria.[1] Tanto es así, que el hecho de morir no rompe los vínculos que había con la comunidad: el difunto sigue siendo comunero, aunque en una nueva situación. Hay una comprensión cultural de la muerte que es bien asumida: así como nacemos, morimos. La muerte no es un tabú en Los Andes, ni se adorna el lugar de los muertos –como «parque» con césped costoso y totalmente fuera de lugar para el desierto del Norte Grande de Chile–. Los habitantes de Los Andes no olvidan que hay momentos durante el año donde es necesario estar-con-los-finados para que sigan siendo protectores de sus deudos.[2]

Los ancestros y sus restos provenientes de diversas cosmovisiones –incluidas las de Alto Loa–, configuran una presencia en el territorio que los vincula con los vivos y el entorno, influyendo sobre la vida de las personas, los fenómenos naturales y la biósfera.

Sumado a esto, las tumbas siempre han sido lugares sagrados. Estos sí que configuran un gran hito patrimonial para los pueblos, ya que contienen un poder de comunicación con aquellos que ya no están fisicamente.

Enfrentando este contexto, la avanzada político-cultural de la Convención Constitucional estaría despidiendo, en los próximos meses, al antiguo modelo secular chileno de dominación que se ha mantenido sobre las diversas territorialidades que habitan en esta alargada geografía. De este modo, el rito a los muertos ya no debería ser considerado un acto riesgoso que podría propagar un sinnúmero de enfermedades.

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

Ahora, otro aspecto que me interesa compartir sobre esta invitación que recibí hace más de un año por parte de Nicolás Grum, es que ambos pretendemos ampliar el debate hacia las organizaciones indígenas, visibilizando la práctica de la museología y de la arqueología contemporáneas, en relación con los actuales protocolos de exhibición de cuerpos y objetos indígenas sustraídos durante varios siglos y que, en estos instantes, forman parte del patrimonio de museos y colecciones privadas en distintos lugares del mundo.

Por lo tanto, según esto, los restos mortales no son simplemente esqueletos del pasado, sino que operan como espíritus que fortalecen el presente, muy necesarios para las costumbres que ritualizan la reciprocidad entre las comunidades, el sostenimiento de las tradiciones y el ordenamiento de las fuerzas que allí actúan e interactúan. Deberíamos tener siempre en cuenta que los pueblos indígenas no tienen una noción cronológica del tiempo, a diferencia de la visión que muchos poseemos acerca de los muertos, y que ciertamente prima en las conciencias neoliberales. Los cuerpos ancestrales son territorio y su restitución es, en escencia, una restitución sobre aquel territorio usurpado.

Los cuerpos, muchos de ellos huaqueados como el ‘Hombre de Cobre’, representan para algunos museos y colecciones exclusivos vestigios de la herencia pretérita. No obstante, los vestigios de incontables antepasados andinos también le pertenecen a este presente, ya que sus emplazamientos morturios todavía forman parte de las doctrinas del espacio, de su temporalidad y de las fuerzas espirituales indígenas.

Por otro lado, debemos reconsiderar que los objetos que yacían junto a los cuerpos removidos son elementos ya ofrendados. Es como lo comentó la defensora de derechos indígenas Karen Luza: “Nuestros abuelos necesitan sus cosas para poder irse bien, ya que los objetos, más allá de la función práctica que pueden cumplir, son también los protectores de su designio”.[3]

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

En las epistemes indígenas han existido objetos que constituyen parte de la corporalidad e identidad de los sujetos, por lo que al momento de la muerte estos elementos son incluidos en las tumbas para que conformen parte integral del difunto. Si bien el ‘Hombre de Cobre’ es un minero indígena que muere probablemente en un accidente –sin rito mortuorio alguno, sin despedida– las herramientas encontradas junto a su cuerpo deberían formar una unidad inquebrantable, en tanto que son los artefactos que le acompañan en su trance hacia el mundo de los muertos. Pero, al contrario, el museo escoge ciertos elementos en base a un criterio museográfico-exhibitorio totalmente desligado de la agencia que cada elemento posee entre sí.

Debemos ser conscientes que la remoción de restos mortales afecta en muchos ámbitos la dinámica de las comunidades indígenas y perturba el equilibrio de las fuerzas vitales de su propia territorialidad, por lo que las restituciones de restos mortales comienzan a transformarse en un campo de articulaciones culturales y de fortalecimiento de sus mismas identidades. Estos procesos políticos activan las memorias colectivas. Memorias que fusionan, por ejemplo, el conocimiento de las costumbres y sobretodo de los idiomas como el Kunza, que fueron reemplazados por el idioma colonial.[4]

La restitución de los cuerpos ancestrales ha promovido en varios movimientos indígenas la activación de aspectos religiosos y espirituales que habían sido invisibilizados. De esta manera, los recientes procesos de repatriación han fortalecido fuertemente acciones que reconstruyen la identidad comunitaria.

En esta materia, la lucha indígena ha sido histórica. El ejercicio estructural del Estado junto a la de sus categorizaciones patrimoniales han sido la base para que las primeras naciones y sus dirigencias emplacen la preexistencia de los territorios indígenas. También la restitución pasa a ser una forma de reparación moral. Reconocer que los cuerpos y sus artefactos pertenecen a una comunidad es reconocer que ese pueblo está vivo, algo que, como sabemos, ha sido negado por las acciones patrimoniales a lo largo del tiempo en este país.

La conflagración por el retorno de los cuerpos de los ancestros es una lucha por la descolonización de las culturas y territorios indígenas. Es discutir políticamente la homogenización identitaria que buscó imponer el Estado-Nación sobre sus territorios y habitantes.

En resumen, los pueblos indígenas y sus reclamos sobre los restos mortales de sus ancestros son parte de creencias que no están cercadas solo por su filiación territorial, sino que éstas presentan un tejido cultural que ha mantenido sus demandas vivas pese al daño irreparable que ha generado la dominación cultural europea y estadounidense, un hecho que también ha promovido despiadadamente la chilenización compulsiva a través de los pisos ecológicos indígenas.

Vista de la exposición «La Rebelión de la Huaca», de Nicolás Grum, en la Sala de Arte CCU, Santiago de Chile, 2022. Foto cortesía del artista y Sala de Arte CCU

[1]Argimiro Aláez García, “Duelo Andino: Sabiduría y elaboración de la muerte en los rituales mortuorios”, Revista Chungará, Arica Volumen 33, Nº2: 173-178, 2001.

[2] Ibid., p. 178.  

[3] Karen Luza es una dirigenta índigena que ha trabajado durante muchos años en la protección de las aguas que rodean a los Ayllú de la comuna de San Pedro de Atacama. Actualmente, su trabajo activista, desde el Ayllú de Sequitor, está enfocado, entre otros asuntos, en la revisión crítica del Código de Aguas, que es la Ley que ha provocado el saqueo desmedido de los recursos hídricos en varias regiones de Chile.

[4] Según el investigador Julio Vilte Vilte, el kunza “es uno de los vestigios más importantes a la hora de reconstruir y estudiar la cultura atacameña”. Véase en http://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/mc0038216.pdf


La rebelión de la Huaca, de Nicolás Grum, se presenta hasta el 17 de junio de 2022 en Sala de Arte CCU, Vitacura 2670, Las Condes, Santiago de Chile.

Rodolfo Andaur

Curador de arte contemporáneo. Su trabajo de campo se ha enfocado entre la contingencia política y los conceptos que rodean la antropología latinoamericana. Además ha organizado una serie de seminarios y talleres que reflexionan en torno al arte contemporáneo y la práctica de la curaduría.

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