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7. ¿POR QUÉ DAMIEN HIRST FIJA EL PRECIO QUE LE DA LA GANA?

Damien Hirst es sin duda uno de los artistas más polémicos, más mediáticos y, cómo no, más exitosos de las últimas décadas. La apreciación crítica e histórico-artística escasa y raramente va de la mano del gusto de la época. El historiador de arte, como expliqué en una anterior columna, se dedica a certificar a posteriori, y de acuerdo con los intereses ideológicos de su particular momento, aquello que considera bello o bueno. Recordemos, por ejemplo, cómo críticos de arte como Théophile Gautier, Hector de Callias, Edmond About o Louis Leroy vilipendiaron y ridiculizaron con sarna a Manet cuando presentó al Salón de 1864 los innovadores Incidente en una corrida de toros (1863) y Cristo muerto con ángeles (1864)

¿Cuál es el gusto de nuestra época neoliberal?

El nuevo pop con sabor a kitsch.

Como la definición del ‘kitsch’ puede resultar problemática, como ocurre con la palabra ‘performance’, he aquí una breve definición de trabajo que nos servirá por ahora: el kitsch es aquel objeto de aspecto agradable, por lo general vistoso, con predilección por colores llamativos, como el rosa, el rojo y el amarillo, que nos depara una sensación de bienestar y felicidad instantánea y gratificante, que no exige un esfuerzo mental o intelectual y que tampoco altera nuestra visión del mundo de manera crítica o significativa. En otras palabras: el kitsch afianza de manera cómoda y segura nuestro gusto, nuestra estética y nuestra manera de entender y, sobre todo, de ver el mundo.

Convendrás conmigo, querido lector, que el grupo de artistas que hoy triunfan en las subastas, los medios y los museos responden a eso canon pop kitsch: entre ellos Jeff Koons, Takashi Murakami, Kaws, Yayoi Kusama y Gerhard Richter bajo la batuta de Damien Hirst.

Un breve inciso aquí acerca de Gerhard Richter, pues no le considero lo suficientemente importante como para dedicarle una columna a él solito. Sí, sí, ya sé, meter a Gerhard Richter en este lote puede ser un poco polémico. Sin embargo, sus coloridas abstracciones se han convertido en el International Kitsch Style de nuestra época: cualquier coleccionista importante, desde Eli Broad a Dakis Joannou, tiene una de sus grandes abstracciones coloridas, hechas a base de barridos con una pequeña escoba, colgadas de las blancas paredes de las espaciosas salas de estar de sus apartamentos modernistas.

¿A que no sabías, querido lector, que las grandes pinturas abstractas con rojos y azules alcanzan en subasta precios mucho más altos que aquellas ejecutadas con naranjas y verdes? Este inédito detalle lo explicó Doug Woodham, el antiguo presidente de la rama norteamericana de Christie’s.

Lo cual responde para mí a una aplastante lógica: en el campo de la decoración y el interiorismo, el rojo y el azul son colores más usados que el naranja y el amarillo. En otras palabras: dan menos problemas a lo hora decorar el salón y conjuntar la obra de arte con el resto de la casa. Como dirían los anglosajones: the painting has to match the color scheme of the living room!

Ahora bien, ¿no estoy exagerando un punto mi argumentación? Más bien al contrario: para mí Gerhard Richter siempre fue el nuevo Pollock, es decir, sus abstracciones constituyen la perfecta continuación de aquellas llamativas y coloridas composiciones de Jackson Pollock que adornaron las paredes International Style de los apartamentos de la alta burguesía estadounidense, tipo Nelson Rockefeller, Peggy Guggenheim o Katherine S. Dreier.

La historia siempre nos aporta fascinantes al tiempo que irónicos datos. El período 1951-1954 corresponde al boom de la construcción en Estados Unidos. El estudio que realizó Titia Hulst referente a las transacciones de ventas correspondientes al periodo entre 1946 y 1955 revela que es precisamente la mujer la que está más activa en el mercado totalizando el mayor número de compras de obras de arte. ¿La razón? En esa época la decoración de la casa aún se consideraba parte del ámbito puramente doméstico o femenino. Y lo que las estadísticas también revelan es que la mujer muestra una clara predilección por obra abstracta, en particular por el expresionismo abstracto, mientras que el hombre prefiere arte representativo en la forma de paisajes y figuración. Así, Hulst dixit, las mujeres preferían las obras abstractas de Jackson Pollock, Richard Pousette-Dart o Mark Rothko porque su colorido decoraba mucho mejor la casa.

Todo ello me resulta visto desde el presente absolutamente revolucionario: el repetitivo y aburrido discurso retórico por parte de Harold Rosenberg y Clement Greenberg en torno a la masculinidad de los pintores expresionistas abstractos, sus obras y su audiencia se disuelve como la gotita de leche que a la Reina de Inglaterra tanto le gusta añadir a su té marca Earl Gray. (Por si te encuentras alguna vez en la tesitura de tener que servirle una taza de té a Su Majestad la Reina de Inglaterra, como me he visto yo, recuerda: solo una gotita de leche, pero sin azúcar.) La ironía no puede ser más divertida: para Greenberg, la obra de los pintores abstractos representaba precisamente todo lo opuesto a lo kitsch y lo femenino. Al final, la obra de Pollock y Rothko, más que con lo heroico y lo masculino, sintonizaba rabiosamente con lo decorativo y lo (que entonces se entendía por) femenino.

Mas regresemos a Hirst, el líder de la banda. Hace muchos años el propio Damien hizo en una entrevista la siguiente confesión: “I make kitsch art but I can get away with it because it’s high art.”

Esta pequeña digresión en torno al gusto de época es importante porque nos ayudará a entender cómo o por qué Hirst fija el precio que le da la gana. Es decir: por qué sus obras son tan caras y pueden llegar a alcanzar un precio tan estratosférico como el que llevaba marcado la calavera de diamantes en junio de 2007.

La pregunta también se podría articular de otra manera: ¿si existe un sistema y quiénes son los que manejan los resortes del poder en el mundo del arte? ¿O por qué un artista triunfa y otro no?  

Si mi argumentación no te resulta convincente, querido lector, esperemos al menos que te resulte plausible. Somos conscientes de que el arte y la actividad que le rodea responde a un comportamiento muy particular. La idea de ponerle precio a una obra de arte resulta aún hoy polémica debido a que hablar de dinero se sigue considerando en nuestro métier poco elegante. Sin embargo, no es eso lo que opinaba Renoir: “Métetelo en tu cabeza: nadie tiene ni idea. El único indicador que existe para valorar el precio de una pintura es la sala de ventas”.

En Pricing the Priceless: Art, Artists, and Economics el economista William D. Grammp nos ayuda a enfocar la cuestión de una manera más práctica: si el valor que el mercado le pone a una obra de arte es consistente con su valor estético. Lo que significaría, según Grammp, que el precio fluctúa de acuerdo con el valor estético que se le asigne a un objeto. El valor estético entonces representaría, a decir suyo, una forma de valor económico.

En el caso de Hirst, For the Love of God (2007) es una obra distintiva de nuestra época, id est, que refleja nuestro Zeitgeist. Dicho de otra manera: representa el gusto o preferencia estética bling bling de las élites de nuestra contemporaneidad. (Ahora bien, ello no implica con certeza que el precio de una obra de arte sea proporcional a su mérito histórico-artístico cuyo valor dentro de 50 años puede que no supere una nota a pie de página.) Este sería el primero de los elementos que hace que la obra y el artista resulten relevantes para el coleccionista y el mercado del arte.

Aparte de responder al gusto de nuestra época, ¿qué otros elementos definirían el valor/precio de un artista?

El network o red de contactos sería el segundo elemento que ayuda a construir/conformar el valor estético-económico de una obra. En el caso de Hirst, la eficaz labor de una nutrida y poderosa red de agentes artísticos, instituciones y coleccionistas que le apoya: su descubridor Saatchi (al principio); los galeristas Jay Joplin de White Cube y Larry Gagosian; coleccionistas como los Mugrabi, Eli Broad, Dakis Joannou, Mera y Don Rubell, Hélène y Bernard Arnault o François Pinault; o historiadores de arte como Norman Rosenthal de la Royal Academy y curadores como Ann Gallagher de la Tate Modern.

Hagamos un breve repaso. Asesorados por su profesor Michael Craig-Martin, un grupo de artistas liderados por Damien Hirst llama la atención con la exposición Freeze en julio de 1988 en uno de los edificios vacíos de los Surrey Docks del puerto de Londres. Ese grupo de artistas, que más tarde sería denominado Young British Artists (YBA), llamaría primeramente la atención del atrevido coleccionista y mecenas Charles Saatchi. Luego, en el caso de Hirst, se unirían Jay Joplin y Gagosian. Poco a poco se iría ampliando esa clique o fraternidad. El resultado final de esa meticulosa labor llevada a cabo por ese poderoso network durante casi 30 años ha contribuido a que Damien Hirst tenga visibilidad global y se ubique en la cúspide de la jerarquía del arte.    

Esa meticulosa labor de lobbying por ese grupo de poderosos agentes artísticos produce, en tercer lugar, un tipo de consenso artístico o reconocimiento, que separa, como ya diría Jeffrey Deitch tan crudamente en el número 104 de la revista Flash Art (octubre-noviembre 1981), the ‘ins’ from the ‘outs’. Ese reconocimiento artístico por los diferentes estamentos que conforman el sistema se traduce en la exposición de su obra en galerías importantes como Gagosian y Jay Joplin/White Cube; exposiciones individuales y colectivas en museos como la Royal Academy, el Brooklyn Museum, la Tate Modern, el MoMA y el Rijksmuseum; presencia en colecciones privadas internacionales como la Saatchi Gallery, la Rubell Family Collection, la Fundación Louis Vuitton, la DESTE Foundation, el Palazzo Grassi o la recién inaugurada Bourse de Commerce parisina (ambos espacios de Bernard Arnault); presencia en colecciones corporativas como Deutsche Bank o UBS; y aparición continuada en las subastas de arte contemporáneo organizadas por Sotheby’s y Christie’s. Este network o lobby consigue a su vez afianzar e imponer ese consenso artístico o reconocimiento. Al fin y al cabo, el precio de una determinada obra —como nos recuerda Grammp— será mayor a medida que ese artista reciba mayor reconocimiento.

Unido a lo anterior estaría el cuarto elemento, que es la repercusión mediática. ¿Es la obra o el artista mediático? En ambos casos la respuesta es un rotundo sí. De hecho, Damien Hirst siempre se ha caracterizado por la magnífica repercusión que su obra siempre ha tenido no solo en prensa especializada como Artforum, Frieze, Artreview o The Art Newspaper, sino también en prensa generalista como The New York Times, The Guardian o programas de televisión, radio o redes sociales. O la inclusión en rankings tipo “The Power 100” de la revista Artreview o “Kunstkompass”de la revista Capital. Esta faceta über-mediática, junto con otras estrategias como hacer de curador de uno de los espacios de Gagosian en Londres durante todo este año 2021, hace que Damien Hirst esté constantemente en boca de todos. 

Todos estos elementos arriba mencionados contribuyen al quinto elemento que caracteriza el que un artista tenga éxito o no: el potencial económico de la obra. Es decir: si para un grupo de coleccionistas suficientemente nutrido la obra o el artista conlleva o implica una posible o futura satisfacción económica. No es necesario indagar mucho en este tema ya que queda prístinamente claro. A diferencia de Grammp, que señala que la última satisfacción que un coleccionista recibe de la obra es la experiencia visual, yo sí entiendo que la gratificación económica de la posesión de una obra de arte, en tanto que inversión o valor financiero, constituye una motivación muy poderosa. Y si no pensemos, sin ir más lejos, en el pequeño coleccionista (de entre 4.000) que compró una cherry blossom print de Hirst el pasado mes de marzo por 3.000 dólares. La tirada se convirtió de golpe en la más exitosa de la historia totalizando la increíble cifra de 22 millones de dólares en ventas para una impresión. El coleccionista que la compró tenía muy en mente no solo la satisfacción visual instantánea que recibirá de ella al verla colgada en su casa, sino también ese potencial y futuro retorno económico. De hecho, este tipo de tiradas limitadas por parte de artistas famosos se convierten pronto en objetos de especulación. ¡Apenas dos meses después ya estaban a la venta varias de estas cherry blossom prints en eBay por 9.457 dólares!

El representar el gusto de la época, disponer de un poderoso network, haber conseguido un determinado consenso artístico, ser un artista muy mediático y realizar una obra que ofrece una cierta rentabilidad económica constituyen los elementos que determinan si un artista tiene éxito, si sus obras alcanzan ciertos precios de mercado y si entran a formar parte de las colecciones de los templos de la modernidad, como el MoMA o la Tate Modern. Damien Hirst cumple sobradamente con todos esos requisitos.

Además de estos aspectos que hacen que un artista pueda alcanzar determinada visibilidad, que al final se traduce en un determinado precio de mercado, podríamos añadir dos de carácter más histórico-artístico. Para ello nos apoyamos en Julian Stallabrass y su libro Art Incorporated: The Story of Contemporary Art, publicado en el año 2004, que ofrece un análisis menos económico y más basado en razones de orden estético.

En la introducción, Stallabrass reconoce no obstante que el mundo del arte responde a una economía muy particular basada en la manufactura de objetos raros o únicos y que esa microeconomía viene determinada por las acciones de unos pocos coleccionistas, galeristas, críticos y curadores de peso. Y que son, sobre todo, los ricos los que compran su participación en esta ‘zona de libertad’ a través de la propiedad de obras de arte y el patrocinio.

Uno de los elementos que podríamos aplicar es si la obra es innovadora desde un punto de vista artístico. El problema es que, si bien este era un elemento que el modernismo en particular tenía muy en cuenta y, como tal, era por lo general relativamente fácil de aplicar, el advenimiento del posmodernismo lo ha sepultado por completo. Desde la Brillo box de Warhol hasta el saqueo de estilos, formas y épocas artísticas y la consiguiente post-producción bourriaudeana, la originalidad se ha convertido en obsoleta. Arthur Danto también confirmaría esta faceta posthistórica del arte posmoderno.

En este sentido, Stallabrass lo tiene muy claro cuando concede que “las fantasías de segunda mano, inspiradas en la violencia de los medios de Hirst y los Chapman resultan absolutamente ridículas”. Y, más adelante, también recuerda que tanto las obras-collage de Hirst (como de Koons) de imágenes comerciales, que luego sus asistentes alteran o pintan (como las dot paintings), no representan ninguna innovación, a lo sumo la fase final de la obra en la era de su reproductibilidad técnica. El problema que representa el concepto de la innovación es que tal vez para los grupos e instituciones que dirimen los destinos del arte hoy la calavera de diamantes de Damien Hirst sí constituya una obra pionera. Por eso tal vez cuando For the Love of God fue expuesta en noviembre de 2008 en uno de los venerables templos de la alta cultura, como es el Rijksmuseum de Ámsterdam, ésta iría acompañada por 16 obras maestras del siglo XVI holandés que tocaban temáticas similares elegidas por el propio artista. Es decir: Hirst se daba la mano entre otros con los históricos Aelbert Jansz van der Schoor, Jan Weenix, Gabriel Metsu o Jan Steen. El Rijksmuseum se prestaba a que Hirst estableciera una genealogía artística de peso y se reclamara legítimo heredero de ella. Esta es una de las estrategias típicas que crean ese reconocimiento antes mencionado.  

Finalmente, otro elemento que podríamos valorar es si la obra es suficientemente icónica dentro de la trayectoria de un artista. Pensemos en Giorgio de Chirico, por ejemplo, cuyas obras tempranas se consideran más valiosas e icónicas que el resto de su producción. O en Jasper Jonhs y las Flag paintings de los años 60, que siguen hoy alcanzando precios estratosféricos. Tanto si nos gusta Damien Hirst o no, existe un claro consenso artístico entre las instituciones y el mercado en torno a que The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (1991), la obra del tiburón en formol, constituye una obra icónica dentro de su trayectoria. ¿Es For the Love of God también una obra icónica dentro de la trayectoria de Damien Hirst?

La fastuosa calavera hecha a base de 8601 diamantes sería vendida por la extravagante suma de 100 millones de dólares. Esa cifra refleja claramente cómo Damien Hirst está en disposición de marcar el precio que le da la gana.

Poco importa que For the Love of God haya sido comprado por un consorcio de personas entre las que se hallaba el propio Hirst. Tampoco importa si la obra es innovadora o icónica, solo que la obra refleje el gusto de la época, disponga de un poderoso network, consiga un determinado consenso artístico, sea muy mediática y ofrezca la esperanza de una futura rentabilidad económica.

El hecho es que en cada momento de la historia existen ciertos lobbies o grupos de poder que consiguen imponer un determinado consenso artístico. Ese consenso no será necesariamente avalado por la historia del arte que se escribe a posteriori. Los Hirst, Koons y Kaws de hoy bien podrían ser los Fragonard, Bouguereau y Cabanel del pasado. También es cierto que ese consenso no responde a esquemas fijos sino más bien a grupos informales, y que los equilibrios de poder van cambiando en cada momento. El arte no es para nada democrático. Los nuevos tastemakers van imponiendo nuevas modas y estilos que saben responder a los gustos de las élites del momento, gustos que a su vez conforman las percepciones del público en general.  

—William D. Grampp, Pricing the Priceless: Art, Artists, and Economics (Nueva York: Basic Books, 1989)

—Julian Stallabrass, Art Incorporated: The Story of Contemporary Art (Oxford: Oxford University Press, 2004)  

Paco Barragán

Tiene un doctorado internacional por la Universidad de Salamanca (USAL) con residencia en la Universidad Alvar Aalto de Helsinki. Ha obtenido el Premio Extraordinario al doctorado en el año 2019-2020 por su tesis "La narratividad como discurso, la credibilidad como condición: arte, política y medios hoy." Es colaborador habitual de la revista norteamericana Artpulse. Entre 2015 y 2017 dirigió la sección de Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100 en Santiago de Chile. Prolífico curador, Barragán ha comisariado 91 exposiciones internacionales entre las que figuran "No lo llames Performance" en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2003), "¡Patria o Libertad! On Patriotism, Nationalism and Populism" en el Museo COBRA de Ámsterdam (2010), "Erwin Olaf: el imperio de la ilusión" en el MACRO-Castagnino de Rosario (2015) y "Juan Dávila: Pintura y Ambigüedad" en el MUSAC de León (2018). Barragán es autor de "From Roman Feria to Global Art Fair, From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial: On the 'BIennialization' of Art Fairs and the 'Fairization' of Biennials" (ARTPULSE Editions), publicado en noviembre de 2020.

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