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3. ¿ES CHARLES SAATCHI EL COLECCIONISTA CONTEMPORÁNEO MÁS IMPORTANTE?

Si la semana pasada hablamos de Peggy Guggenheim, esta vez reanudamos la columna con otro coleccionista, esa estirpe un punto vapuleada y ninguneada a la que intentaremos desde aquí redimir, aunque sea un poquito a golpe de teclado.

Sabemos que, en tanto que historiador de arte, no necesitamos por lo general mucho convencimiento o incitación a la hora de cargar contra el coleccionista y atribuirle muchos de los males que afean al arte contemporáneo. Krzysztof Pomian lo tildó sin más de «maniaco, especulador y socialité«. En el fondo, el coleccionista se me hace bastante parejo al político: el espejo de nuestra sociedad con sus aciertos y desperfectos. Supongo que los hay excelentes, entretenidos y engreídos (distinguidos, divertidos y disparatados si el lector prefiere la aliteración con la ‘d’).

Como justificación atenuante haremos bien aquí en recordar con Bourdieu que nuestra posición en el campo del arte determina nuestra disposición y predisposición hacia otros agentes que concurren en él y compiten con nosotros. Y que ésta nunca será neutra. En otras palabras: mi opinión acerca del coleccionista será forzosamente diferente a la que mantiene un artista, un galerista o un director de museo.

Entendemos también esa atormentada atribulación que nos invade en tanto que historiador al sabernos poco más que un bombero: nuestra tarea (casi) se limita a ‘apaga-incendios’, certificando a posteriori a aquellos artistas y movimientos que consideramos relevantes según el gusto del momento. Ya lo dijo el venerable Klaus Honnef hace tiempo: ¡Somos poco más que notarios! Ahora bien, nos guste o no, esos artistas que pasan a conformar el canon artístico fueron una vez instigados y promovidos por el coleccionista (o coleccionista-galerista). ¿Quién lanzó si no el impresionismo urbi et orbi a pesar de la brutal y mafiosa oposición del académico y el crítico de arte? Abordaremos este espinoso asunto en algún momento.

Ahora imagínate, querido lector, lo que acaecería si nos atreviéramos a valorar la posición de un coleccionista tan mediático al tiempo que polémico como Charles Saatchi. El campo se divide, las opiniones se recrudecen y, al final, seguimos sin salvar al mundo de ese satélite chino fuera de control que viene a chocar contra la tierra. Porque Saatchi irrumpió en el mundo del arte como un elefante en la tienda de Lladró de la coqueta Madison Avenue.

Entono el mea culpa: debo admitir que también yo me encontraba entre sus detractores influido, entre otros, por la demoledora pluma del historiador de arte británico Julian Stallabrass. En su conocido libro High art lite: British art in the 1990s ajusta cuentas a lo Clint Eastwood con la escena artística británica en general y con Charles Saatchi en particular. Mas antes, en un ejercicio de ecuanimidad, hablaremos del famoso libro-cuestionario My name is Charles Saatchi and I am an artoholic, publicado por Phaidon en 2009. Después de leer las contestaciones de Saatchi debo admitir que el personaje me cae mejor. No llego a la categoría de fan, como es mi caso con Rafa Nadal, pero el libro sin duda me ha permitido sintonizar una miga más con él.

Dice mucho de Saatchi que se haya sometido a una batería de preguntas del público y de críticos de The Times, Sunday Time, Independent, Sunday Telegraph y The Art Newspaper. El lector debe saber ya a estas alturas que las autobiografías son por lo general traidoras y pusilánimes: se escriben desde el Himalaya de la vida mirando hacia atrás con una ira que dulcifica los errores y nos presenta mejor de lo que en realidad jamás hemos sido. En ese sentido se parecen mucho a las redes sociales como Instagram y Facebook que nos permiten confeccionar esa bondadosa autobiografía diaria. Para botón de muestra la reciente autobiografía Rudolf Zwirner: Give me the Now: el más complaciente ejemplo de cómo tergiversar el pasado y, por ejemplo, hacernos creer que Art Cologne fue un grandioso éxito cuando él fue precisamente el artífice de su espantoso fracaso. Para más deleite: la publica su hijo menos conocido, Lucas Zwirner. ¡Se ve que el amor de hijo no conoce fronteras! (Lean mi libro sobre ferias y bienales: ahí lo explico citando al propio Zwirner confesando su interminable retahíla de errores).

Ese tipo de décalage es impensable en una figura como Saatchi cuyas respuestas son rudas, crudas, pragmáticas, magnánimas, malhumoradas, atrevidas e hirientes. Con todo, uno agradece esa no-bullshit-attitude que refleja muy bien las campañas publicitarias que le hicieron famoso y millonario: Pregnant Man (1969) y, sobre todo, Labour isn’t working (1978), con la que auparía a la neoliberal Margaret Thatcher a la mismísima presidencia del Reino Unido.

Acusado de haber hundido la carrera de artistas como Sean Scully y Sandro Chia, en cuanto a la pregunta de si le preocupa si sus compras o ventas afectan en alguna medida al mercado del arte, Saatchi contesta sin pelos en la lengua: «Nunca me preocupé demasiado por el mercado. I primarily buy art in order to show off (yo principalmente compro arte para presumir)». ¡Debo admitir que me encanta esa brutal honestidad! Se declara por lo demás gran admirador del conde Panza di Biumo (¡yo también!) y admite que su gusto no es muy de fiar porque en cuanto a la obra del joven Basquiat nos recuerda que el «estúpido de mí la consideraba derivative (poco original) y decorativa».

Con respecto al denominado «cubo blanco» señala con gran criterio que, “si el arte solo queda reducido a esos antisépticos espacios, entonces se condena a sí mismo a una reducida y estéril sintaxis». (Coincido totalmente con esta opinión y prometo pronto abordar este curioso contrasentido que apenas parece preocupar a un puñado de personas en el mundo del arte).

Igual de crítica es la opinión acerca (de la función) del curador: «Siempre encontrarás por ahí a una pandilla de curadores que se encargarán de cuidar cualquier cosa que un artista en algún momento haya declarado como arte»; además, les acusa de una perentoria falta de aventura curatorial: «El curador debería hacer más visitas de estudio y ver más exposiciones alternativas»; y en cuanto a por qué los museos británicos apenas tienen obra de los Young British Artists (YBA), la respuesta no puede ser más ignominiosa: «Porque los curadores de la Tate Modern no tenían ni idea de lo que estaban viendo en los 90, cuando el más mísero presupuesto te hubiera conseguido grandísimas obras».

Tampoco los galeristas hacen una buena figura en la foto: «Muchos de ellos estarían mejor capacitados para ser porteros de discoteca y decidir quién entra y quién no»; «esos galeristas con afán de controlar el mercado solo consiguen alienar al coleccionista»; y la idea de que al galerista le molesten las casas de subastas «solo por el hecho de que permitan al coleccionista saltarse su lista de espera» le parece profundamente pueril y ridícula.

Terminemos entonces con una cita referida a qué piensa hacer con su colección después de muerto, lo que nos revela muy bien el carácter pragmático de Saatchi: «No me interesa comprar arte para dejar huella o para ser recordado, la inmortalidad no tiene ningún interés para cualquier persona en su sano juicio». Debo rechazar esa afirmación tajantemente: pienso que la inmortalidad a través de la colección sí es precisamente lo que motiva a muchos coleccionistas (y están en su perfecto derecho).

El complemento ideal para entender esta fascinante y loca época del Londres de los YBA y Saatchi lo brinda la obra High art lite: British art in the 1990s del antes mencionado Julian Stallabrass. En ella analiza el éxito de este nuevo tipo de arte popular británico de «tabloide», las nuevas estructuras y poderes fácticos del mercado del arte y el declive de la crítica de arte.

Me pareció un gran libro cuando salió en el año 1999. Ahora, más de veinte años después, cuando releo lo subrayado (¡sí, todos mis libros están subrayados, pintarrajeados y con apuntes al margen!) pienso que la actitud un punto moralista y reduccionista de Stallabrass no permite aprehender las complejidades y las contradicciones del sistema del arte que ha pasado a formar parte del mismísimo corazón del neoliberalismo cultural que palpita a escala global.

No tiene mucho sentido seguir tirando piedras contra un sistema del que el propio Stallabrass forma parte con sus publicaciones, sus bien remuneradas conferencias y, sobre todo, siendo profesor del The Courtauld Institute of Art, donde forma precisamente a cientos de alumnos cada año que van a conformar esas estructuras que él tanto aborrece. Me gustaría que el propio Stallabrass supiera analizar la incoherencia de su propia situación y las contradicciones que se derivan de un sistema neoliberal cada vez más complejo, al tiempo que sofisticado, donde la dicotomía arte-mercado o desinterés-comodificación ya no se mantiene en pie.

Atribuirle a Saatchi la invención del «high art lite británico» (arte basura o descafeinado), las malas prácticas de «comprar muy barato y pagar muy tarde», las ventas de grandes lotes de obras «envueltas en gran secretismo», su mayor poder de influencia por ser un «dealer-collector», la exposición Sensation y su predilección por «obra chocante, facilona e inmediata», su Saatchi Art como un one-off shocker, el fracaso del coleccionismo a gran escala en el Reino Unido debido a su mala influencia, la «promoción de baja cultura y bajos modales», el «poder de influir en la dirección del arte británico» (y la retahíla de males y agravios continúa sine die), es poco creíble y ecuánime. Con estas predominantemente negras pinceladas, Stallabrass presenta a Saatchi como el Mefisto causante de todos los males del arte británico. A uno le da por pensar que igual al autor le mueve una inquina personal. Por muy poderoso e influyente que sea Saatchi, atribuirle tantos y tan variados asuntos se nos hace estrafalario. Es evidente que su figura no deja a nadie indiferente.      

No vaya a pensar el lector ahora que me mueve el famoso síndrome de Estocolmo, pero me parece apropiado recordar algunos hitos que le han otorgado a Saatchi esa bien merecida fama. Podemos resumir que Charles Saatchi es el coleccionista-marchante o «specullector«más importante de los años 90 y la primera decena de los 2000. El descubrimiento de los YBA (1992), el mecenazgo de Jenny Saville en sus inicios (1992-1994), la polémica exposición Sensation en la Royal Academy (1997) y en el Brooklyn Museum (1999), la venta de obras de los YBA’s en 2004 en subasta alcanzando precios estratosféricos, el retorno de la pintura con The Triumph of Painting (2005), la inauguración de la página web de venta online para artistas Saatchi Online (2010), que recibía unas 73 millones de visitas al día, como también el haber conseguido que muchas personas ajenas al mundo del arte pisaran por primera vez las salas de la Royal Academy o el Brooklyn Museum, son algunas de las hazañas de la impresionante al tiempo que polémica carrera de Charles Saatchi.

Ningún otro coleccionista en esta época ha tenido la influencia ni el despliegue de tan variadas actividades como Saatchi para disputarle la corona de rey. Soy consciente de que las opiniones seguirán siempre divididas cuando se trata de un personaje con una sombra tan alargada. Y quizá eso no sea necesariamente malo.

La pregunta que ahora podríamos hacernos sería: ¿es Charles Saatchi el heredero contemporáneo del coleccionista renacentista Cosme de Medici?   


—Charles Saatchi, My Name is Charles Saatchi (London: Phaidon, 2009)
—Julian Stallabrass, High Art Lite: British Art in the 1990s (London: Verso, 1999)

Paco Barragán

Tiene un doctorado internacional por la Universidad de Salamanca (USAL) con residencia en la Universidad Alvar Aalto de Helsinki. Ha obtenido el Premio Extraordinario al doctorado en el año 2019-2020 por su tesis "La narratividad como discurso, la credibilidad como condición: arte, política y medios hoy." Es colaborador habitual de la revista norteamericana Artpulse. Entre 2015 y 2017 dirigió la sección de Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100 en Santiago de Chile. Prolífico curador, Barragán ha comisariado 91 exposiciones internacionales entre las que figuran "No lo llames Performance" en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2003), "¡Patria o Libertad! On Patriotism, Nationalism and Populism" en el Museo COBRA de Ámsterdam (2010), "Erwin Olaf: el imperio de la ilusión" en el MACRO-Castagnino de Rosario (2015) y "Juan Dávila: Pintura y Ambigüedad" en el MUSAC de León (2018). Barragán es autor de "From Roman Feria to Global Art Fair, From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial: On the 'BIennialization' of Art Fairs and the 'Fairization' of Biennials" (ARTPULSE Editions), publicado en noviembre de 2020.

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