UNA POSTAL VENEZOLANA
En estos días, y a propósito del eje curatorial que el brasileño Adriano Pedrosa propuso para la actual edición de la Bienal de Venecia, Extranjeros en todas partes, estaba recordando al artista venezolano Juan Loyola (1952-1999). Exactamente este año, se cumplen cuatro décadas de aquella intervención que el artista llevó a cabo en el campanario de la Plaza de San Marcos de Venecia, cuando, como un infiltrado venido de los márgenes, lo cubrió con una bandera de Venezuela (de siete estrellas) de tamaño monumental. El artista se había autoinvitado a la edición de la Bienal de 1984, a la que Venezuela no envió una representación oficial aduciendo un déficit presupuestario.
En aquellos años, ya Loyola figuraba como el artista de lo inesperado, como un creador incómodo y hasta, en cierto sentido, críticamente inoportuno. Sabemos de sus andanzas en certámenes tan importantes como la Bienal de São Paulo, la Bienal de La Habana y esta recordada intervención de la Bienal de Venecia, que le mereció una detención por haber pintado unas palomas vivas con los colores de nuestro tricolor nacional.
Se cuenta que, en aquella ocasión, el crítico de arte francés Pierre Restany dijo sobre el artista lo siguiente:
“Juan Loyola siempre quedará para mí arropado en los pliegues de la bandera de su país, una imagen tricolor amarilla, azul y roja, los colores del sol, del mar y de la sangre. La identificación de un hombre con la simbólica de los colores de este emblema nacional es, sin duda, algo que puede parecer banal, en su eterna sentimentalidad y, sin embargo, del sol a la sangre, de la luz a la muerte, es todo un destino que se inscribe cuando se vive en un país donde la escala de valores, que uno considera como primordial, es pisoteada de una manera constante y sistemática. Yo estoy consciente del talento de Juan Loyola, creo en su obstinación y en su fe por una causa justa. Pero él no parece ser de esa carne emocional hipersensible de la que están hechos los mártires. Yo lo admiro, con mucha ternura y, concretamente, yo tengo miedo por él” [1].
Loyola fue probablemente uno de los herederos de ese tipo de poéticas que ya en América Latina constituyen una tradición, por cierto, recogida en Didáctica de la Liberación. Arte Conceptualista Latinoamericano[2] por el artista y pedagogo germano-uruguayo Luis Camnitzer, en el sentido de que, a través de su práctica el artista buscó poner en escena crítica las tensiones que se producían en el marco del clima sociopolítico que le tocó vivir, y cuyo discurso establecía una estrategia, si se quiere pedagógica, que buscaba “trasmitir una información sin erosión”.
Volviendo a la noción curatorial que entreteje a la presente edición de la Bienal, y aprovechando el hecho de que ha corrido por diversas plataformas y medios digitales tanta información sobre ésta, nos enteramos, entre otras cosas, de la participación en el pabellón venezolano de Juvenal Ravelo, quien para la ocasión creó una serie de obras tubulares y policromáticas, una animación digital de grandes dimensiones y un mural interactivo de 2,40 m. de alto x 27 m. de ancho que progresivamente se va completando con la participación del público.
Esta interactividad, sin duda, ha caracterizado desde hace ya un buen tiempo su trabajo, el cual, más que reflexionar sobre los elementos constitutivos del lenguaje cinético, se plantea como un medio para conectar con las diversas cosmogonías nacionales, presentes incluso en los lugares menos sospechados.
No exenta de polémica, esta participación se da en el contexto de una crisis política y social que ha generado una gran cantidad de “migrantes venezolanos en todas partes”. Paradójicamente, esta problemática no se refleja en la propuesta oficial del pabellón venezolano. De manera previsible, la representación nacional sigue complacientemente las directrices impuestas por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura de Venezuela, que, como era de esperar, evita cualquier propuesta curatorial que, como la de Pedrosa, pueda resultar incómoda.
En simultáneo a esta participación, y en el marco de la inauguración oficial, ocurrió algo llamativo. Resulta que la Fundación Arts Connection de Miami, bajo la dirección de la gestora cultural y artista venezolana Andreina Fuentes, en colaboración con el colectivo Food of War (Hernán Barros, Omar Castañeda, Andreina Fuentes) y la Fundación Refugees Welcome, desarrollaron una serie de acciones e intervenciones que infiltraron contenidos, acciones y eventos en el contexto de la bienal, a razón de las duras condiciones sociales, políticas y culturales que enfrentan los migrantes en el marco de uno de los mayores éxodos que haya visto el mundo en su historia.
Entre las acciones llevadas a cabo por este grupo de artistas y voluntarios se encontraban pancartazos en los puentes más emblemáticos de la ciudad; la puesta en circulación de un video que reflexiona sobre la riqueza del contacto intercultural de la migración; y un poema público (Journey of Labels), que recuerda las propuestas del poeta experimental Alain Arias Misson (Bélgica, 1936).
Pero me llamaron poderosamente la atención dos acciones en específico. Por un lado, la protesta que se llevó a cabo frente a la entrada del Pabellón de Venezuela, y que básicamente se trataba de una pancarta sostenida por Andreina Fuentes que rezaba “DEMOCRACIA. Elecciones libres, justas y transparentes”, junto a una bandera venezolana de siete estrellas. Por otra parte, en el mismo contexto de la protesta, Fuentes realizó la acción de bordar siete estrellas (en clara alusión a la bandera nacional de Venezuela) sobre una reproducción de la obra textil Looking at the colors de la artista serbia Marina Abramovic.
Hace unos días, le comenté a un amigo artista venezolano sobre este acontecimiento, ocurrido justo cuatro décadas después de la intervención de Loyola en la Plaza San Marcos. En un evento que refleja la actual geopolítica cultural globalizada, un grupo de artistas, junto con plataformas activistas no invitadas oficialmente a la Bienal, logró infiltrar un pliego de peticiones en uno de los pabellones nacionales, en este caso el venezolano. Claramente, aquí se trajo a colación la gran crisis de Venezuela, que ha provocado uno de los mayores éxodos migratorios de la historia de este hemisferio. El artista me respondió lo siguiente: “Esta acción básicamente se trata de una postal venezolana”.
El hecho de que Fuentes haya bordado las siete estrellas en alusión a la bandera de Venezuela en una reproducción de una obra de Abramovic evoca un clima simbólico que remite a otra Venezuela: la que existía antes del advenimiento del régimen que ya lleva un cuarto de siglo, cuando este símbolo nacional contaba en su franja azul (del mar y el cielo) con siete estrellas. Fue Hugo Chávez quien, por decreto presidencial, añadió una octava.
Estas infiltraciones, que mi amigo describe como ‘una postal venezolana’ frente a la representación oficial del pabellón, nos recuerdan que, en ciertos momentos, las estructuras del arte, como en este caso una bienal simbólica a escala internacional, pueden actuar como una caja de resonancia capaz de trastocar, al menos parcialmente, las estructuras políticas de la realidad.
Conocemos diversas operaciones subrepticias llevadas a cabo por artistas o colectivos del Cono Sur en medio de contextos sociopolíticos adversos, cuyas discursividades oblicuas buscaban eludir los aparatos represivos y hacer llegar sus mensajes sin erosión. Este caso actual nos recuerda que, al igual que hoy, y salvando las distancias y escalas, hace cuarenta años un artista venezolano outsider e infiltrado desplegó en la Bienal de Venecia una bandera monumental de la Pequeña Venecia.
[1] Texto aparecido en el catálogo La Gira Nacional de Juan Loyola. 1990. Tomado de “Juan Loyola: El artista que previó el país vuelto chatarra” de Roldán Esteva-Grillet para Trópico Absoluto. Disponible en: https://tropicoabsoluto.com/2019/08/25/juan-loyola-el-artista-que-previo-al-pais-vuelto-chatarra/
[2] Camnitzer. L. Didáctica de la Liberación. Arte Conceptualista Latinoamericano. Humn, CCE, Montevideo Uruguay, Buenos Aires Argentina. 2008.
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