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ANTONIO VILLA: ¡LAIRA, LAILA!

Por Nicolás Cuello

‘Todo lo pienso como teatro’. Ésa es una de las primeras premisas que Antonio Villa arroja cuando se sienta a conversar sobre su obra. Una afirmación directa y generosa, que pone inmediatamente sobre la superficie que la relación entre el tiempo, el espacio y la materialidad del cuerpo encarnando, la disputa ficción-realidad no ha sido solo materia de incógnita en su imaginación como dramaturgo, sino que encuentra una continuidad extraña en su hacer escultórico.

Ya en sus últimas piezas teatrales, como Malviaje (2015), obra inspirada en el libro homónimo de Gael Policano Rossi, Villa comenzaba a ceder ante su inevitable pulsión por devenir afuera de la estabilidad codificada del lenguaje dramático, explorando cruces entre la poesía, la danza y la historia de la canción, en los que se permitía crear a partir de una ficción sobre la intimidad queer, un autorretrato colectivo de carácter performático, que usaba los consumos populares de una joven generación precarizada por el neoliberalismo, para así pulsar sobre la ambigüedad sentimental de una época.

La vibratilidad de estos desplazamientos curiosos por los bordes del lenguaje escénico evidenciaba una inquietud urgente en el trabajo de Villa como director, que se vió cada vez más interpelado por modos de ensamblaje que apelaban a un sentido incómodo de discontinuidad narrativa, formas de tensión erótica provocadas por el juego con lo estático, modos de experimentación con la exigencia de lo duracional, y, en particular, por un proceso de opacidad voluntaria e incoherencia argumental que empieza a sentirse raro, o fuera de encuadre, para la cultura espectatorial del teatro.

Pero la escucha arriesgada a estos deseos por inadecuarse a su propia formación, por flanquear su propia lengua, en lugar de suponer una crisis inmovilizante sobre su identidad, creó las condiciones para una investigación intuitiva que le permitió dar un salto innovador hacia el campo del arte, sirviéndose de las condiciones de expresión que habilitaba la performance para expandir deformadamente el saber teatral hacia otras formas de aparición de su obsesiva pregunta por las fronteras entre el cuerpo, la ficción y la realidad.

Antonio Villa, Mentira la verdad III, 2023, fotoperformance, 70 x 50 cm. Foto cortesía del artista y Constitución Galería

La recuperación de la tradición popular de la escultura viviente, o también conocido estatuismo, práctica artística callejera en la que supo verse involucrado como uno de aquellos tantos jóvenes en Esquel, su ciudad de origen, que hacían de la trashumancia por los alrededores de los Andes, una economía y forma de vida, se volvió el procedimiento predilecto de su poética tanto en su primera exhibición individual, La espada y la piedra (Munar, 2018), como en El dragón y la bestia (Bienal de Performance, 2019) y Lamento I (ArteBa, 2019).

Tres exhibiciones cuyo impacto no solo crearon una imágen rápidamente sólida de su posicionamiento como un artista joven, sino que también sistematizaron un proceso de investigación singular sobre las relaciones entre cuerpo, ficción y realidad, cuya producción implicó para Villa una oportunidad para entrar en contacto estrecho con la materialidad de su propio pasado.

Si su práctica como director de teatro había estado moldeada por su convencida voluntad por ‘trabajar con lo existente’, una posición que apelaba a la reutilización de textos dramáticos de autorías ajenas, como a procedimientos técnicos que involucraban la colaboración, el collage y la concepción de la cultura popular como un archivo formal a ser consultado, este hacer con lo que ya fue hecho, se transformó en un ‘volver a lo conocido’ en su trabajo escultórico, que implicaría para Villa un hurgar en la historia que dio forma a su nombre.

Una recuperación que transformó en una distinguible materia expresiva de su obra, la experiencia afectiva de una adolescencia queer de pueblo, la compleja belleza del paisaje patagónico y, en particular, texturas, objetos y materiales que formaron parte de su cotidianeidad familiar en una pequeña comunidad de artesanos, como el crochet, la murga, la imaginería hippie, los malabares, el arte callejero, los sahumerios, la economía feriante, la canción popular, las piedras preciosas, el nomadismo, y especialmente el hacer manual, entre otras referencias que componen la creatividad del sur austral.

Antonio Villa, Bicho, 2023, cuero Cds, dvds, laurel, hojas de remolacha, lacas vitrales, acrílico, ramas, piedra, hilo encerado y madera, 110 cm x 110 cm x 60 cm. Foto cortesía Constitución Galería
Antonio Villa, Buitrera, 2023. Cds, dvds, laurel, maíz pisingallo, hilo encerado, lacas vitrales, acrílico y madera, 63 x 100 x 8 cm. Foto cortesía Constitución Galería

¡Laira, Laila!, su primera exhibición individual en Constitución reúne una amplia serie de piezas que, en su conjunto, complejizan los aspectos más carácterísticos que en los últimos años ha adoptado el lenguaje sensible de Villa como un escultor excéntrico, o también como él mismo gusta en llamarse, un artesano inútil.

Por un lado, nos encontramos con un nuevo grupo de composiciones abstractas hechas a partir del reciclado de CDs y DVDs, en las cuales refuncionaliza fragmentos de esos materiales en desuso para la creación de collages de un singular brillo traslúcido en cuya extensión podemos ver incorporados elementos naturales como maíz, sahumerios, laureles, ramas de aloe vera, cáscaras de huevo y gladiolos quemados, entre otras cosas.

Una técnica artesanal compartida hace algunos años por su hermana, con la que previamente había creado una serie de máscaras que aludían a la iconografía tradicional de la representación teatral (Tragedia y Comedia, 2020), ahora utilizada en estas piezas que, mientras van aumentando sus dimensiones, ensamblan de manera cada vez más compleja el encuentro paradójico entre elementos de orden natural y el detritus de la industria de la cultura.

En una síntesis sospechosamente apacible, Villa nos ofrece cuerpos volumétricos que, a pesar de su bidimensionalidad, se resisten a ser nombrados como meras pinturas de plástico, y en su lugar, se sostienen como ensamblajes escultóricos en los que observamos capturada una instantánea del indeterminado y accidentado proceso de fundición intoxicante entre distintos fragmentos de la acelerada cultura del desecho, que ahora abandonan la figuración de su origen en favor de una colorida abstracción impura.

Antonio Villa, ¡El cantar tiene sentido!, 2023. 21 piezas en lana, alambre y ramas. Medidas variables. Foto cortesía Constitución Galería

Por otro lado, nos encontramos con una serie de 21 piezas de alambre tejido con hilo de lana coloreada de forma natural que reproducen la función autoportante de las orejeras infantiles con dibujos que aluden a formas animales, vegetales y fantásticas de la imaginación patagónica. Entre ellas, observamos formaciones aladas que refieren a mariposas, aves autóctonas y seres fantásticos de la mitología andina, como las hadas, cuyos interiores se completan con tramas que incorporan el tejido interno de los atrapasueños, un elemento clave en la historia adolescente de Villa como jóven artesano.

Si bien esta técnica también había sido ensayada anteriormente, en otra obra realizada en colaboración con su hermana Andrea Romero, en esta oportunidad se reemplaza la explosión colorida de las formas, tanto como el grosor y el punto de su tejido, en favor de una síntesis monocromática que colabora con una definición más tensa del motivo, retrasando el efecto identificatorio con lo infantil, para desplazarlo hacia un escenario de desidentificación metafísica de la condición humana.

Completan esta exhibición un grupo de obras que extienden de forma provocadora el problema de la reutilización material y de la memoria situada con la que trabaja Villa en tanto método que, si bien plantean diferencias compositivas entre sí, se apoyan en un poderoso y significativo elemento común: la madera carbonizada a causa de incendios forestales en las zonas aledañas a Esquel.

Un elemento cargado de un dramatismo catastrófico, que Villa recupera en sus reiterados viajes hacia la Patagonia, de aquellos bosques de pino canadiense en las afueras del Parque Nacional Los Alerces y en los márgenes del Complejo Hidroeléctrico Futaleufú, inaugurado en 1978 por el genocida Jorge Rafael Videla. Se trata de estructuras de madera de grandes dimensiones que descansan entre cúmulos de árboles inertes enterrados en cenizas, flotando sin vida en el borde de alguna laguna o en el costado de los caminos donde los habitantes de la zona también suelen arrastrarlos, una vez controlado el fuego.

Un material cuyas superficies son trabajadas por Villa con especial delicadeza, por un lado, incorporando la opacidad traumatizada de la madera como soporte desde el cual enhebrar una hamaca abultada de coloridos elementos de su imaginario artesanal, ensamblados con la técnica del macramé, en la que encontramos sahumerios, esferas de esfumación, objetos hechos en plata, alpaca, también plumas, piedras, semillas y cuentas de madera.

Una obra que reproduciendo la estructura colgante de un móvil, objeto de decoración usual dentro de la intimidad de un hogar sureño que Villa retoma en su condición de dibujo flotante, ahora incorpora la madera, no ya para celebrar la condición expresiva del accidente natural que usualmente le da forma, como puede ser la fuerza del viento, el cauce de un río o la fricción con otros árboles, sino para hacer propia esta nueva condición amenazante en la que sobrevive la materialidad tanto de su comunidad como de su historia.

Antonio Villa, No soy un bailarín, 2023. Madera de pino carbonizada, barniz, lana acrílica, hierro, 105 x 110 x 105 cm. Foto cortesía Constitución Galería
Antonio Villa, Salgo a caminar (en colaboración con Susi Villa), 2023. Madera carbonizada, barniz, lanas, 250 x 7 x 15 cm. Foto cortesía Constitución Galería

A su vez, otra de las piezas que incorpora la madera carbonizada aparece ahora enaltecida por un proceso simbólico de cuidado en el que Villa expone el material a una secuencia exagerada de capas de laca, con el fin de conservar el estado de agresión en el que fue recogida y, de una forma que casi rozando con la alquimia, elabora a través del brillo pegajoso que captura dicha historia un desplazamiento sensible que nos alerta sobre la urgencia del cuido, una advertencia humilde carente de especulación programática, que se completa con pequeños parches de crochet que funcionan como curitas artesanales dispuestas en los nudos del árbol destruido.

Un procedimiento profundamente delicado, con el que también nos encontramos en la obra que realiza junto a su madre, Susi Villa, en donde recubren en conjunto una de estas maderas asfixiadas por la violencia, con una secuencia de emotivos tejidos que alternan patrones tradicionales del crochet con representaciones de aquellos saberes, flores y animales que hoy se ven expuestos a la desaparición en la Patagonia.

Un artefacto conmovedor, que hace de lo que yace muerto un archivo débil sobre la pérdida, apropiándose de la vulnerabilidad ingenua que supone el cruce entre dibujo y tejido, no solo como una advertencia sobre la fragilidad del mañana, sino como un modo de elaboración de una conciencia crítica sobre los efectos sistémicos de la precarización económica, la desposesión de los territorios ancestrales, el racismo ambiental, al mismo tiempo que moviliza, a través de la fuerza de su dulzura, un llamado urgente por la protección del paisaje.

Este fulgor de lo amenazante, sin embargo, no sólo aparece en torno a la representación en riesgo del futuro de la tierra, sino también simbolizado como fragilidad a partir de la incorporación de la madera brutalizada en obras que invocan imágenes centrales en la biografía del artista.

Un claro ejemplo de ello es la pieza escultórica que ocupa un lugar central en la exhibición, un mueble de madera cuyo diseño replica el recuerdo deforme de aquel puesto de artesano en el que el joven nos ofrece algo más que su mera idealización bohemia, reconociendo en su lugar, a través de la fuerza expresiva del material agredido, la complejidad afectiva que subyace al artesanado como modo de subsistencia y de los límites subjetivos que éste impone cuando es involuntariamente elegido como forma de vida.

Antonio Villa, Canción de las cosas simples, 2023. Madera carbonizada, barniz, pana, cobre, hueso, plata, alpaca, piedras semipreciosas, hilo encerado, bronce, cable y foco, 240 x 150 x 140 cm. Foto cortesía Constitución Galería

Si bien es cierto, como hemos visto hasta ahora, que en gran parte de las obras que componen ¡Laira, Laila! existe un llamado de atención, una pregunta sensible o una alusión poética sobre la experiencia de lo artesanal, en tanto técnica o subjetividad, como del territorio natural, en tanto motivo o materia, es importante reconocer que, a diferencia de lo que ofrece esta época cargada de melancolía instrumental sobre la persistencia de lo así concebido como el lenguaje expresivo del regionalismo, la obra de Villa vuelve sobre estos procedimientos minorizados, no desde la romantización folclórica que celebra peligrosamente la inmutabilidad de lo tradicional, la verdad incorrupta de lo originario o la integridad técnica de lo manufacturado, sino como un modo de escucha a su esfuerzo resiliente, poniendo en valor no sólo su indiscutida belleza formal sino también la singularidad de su incontrolable vitalidad.

Un reconocimiento sobre ‘lo que sobrevive’ que no opera como un consumo fetichizante de saberes técnico-sensibles minorizados de forma descontextualizada, sino por el contrario, como una búsqueda pícara, juguetona, desmoralizada por desatar, a partir del tejido entre la historia personal y la historia de los saberes comunes situados, el ejercicio desigual de poder colonial que administra tanto la legitimidad simbólica como el valor de las prácticas culturales y de las vidas materiales que se desarrollan en el sur global.

Una picaresca que, además, encontramos en el nuevo lenguaje performático desde el cual Villa ensaya parte de su largo interés dramatúrgico sobre el tiempo, el espacio y la corporalidad. Si en las exhibiciones antes mencionadas su trabajo había implicado una transmutación del código escénico en la experimentación poética de lo duracional, tanto como en la exposición del cuerpo a la intensidad expresiva del gesto, en ¡Laira, Laila! la temporalidad aquietada de la escultura viviente se ve discontinuada por una interpretación intermitente que desdibuja la precisión del acto performático, y por consiguiente nuestro lugar como espectadores, creando una ficción de encierro en una continuidad imaginante donde somos visitantes, chusmas y cirujanos del universo privado, los estados de ánimo y la complejidad psíquica de un personaje paradójico y multifacético, que se ubica a medias entre el bufón y el hippie, entre el payaso y el artesano.

Un sujeto que se expresa de forma visiblemente dramática pero también cómica, exagerada y al mismo tiempo medida, a través de ejercicios vocales que recuperan la fascinación de Villa por la estructura compositiva de las canciones: artefactos culturales en los cuales encuentra un valor inigualable en tanto son capaces de acelerar procesos imprevisibles de identificación afectiva, sin negociar la opacidad de su expresión poética.

Performance interpretada por Cristián Jensen. Idea: Antonio Villa. Curaduría: Constitución. Buenos Aires, noviembre 2023. Foto cortesía de la galería

Es así como repetición, sobresalto y susurro, esos gestos comunes que despierta una canción cuando la hacemos pasar por el cuerpo, son algunos de los rasgos que asume el comportamiento de este sujeto, cuyas transformaciones hacen de la sala un espacio de comunicabilidad incoherente pero honesta, una metafísica absurda pero precisa, en la que nos volvemos testigos del funcionamiento torpe de los recuerdos, del sonido confuso de la voz propia y, en general, de la ambivalencia moral que implica toda ficción de interioridad.

Una ambivalencia que se vuelve determinante en la diferencialidad crítica con la que Villa se desplaza de la representación desagenciada de su vínculo con lo artesanal, hoy moneda corriente en el renovado flujo multiculturalista que explota los procedimientos textiles, las filiaciones con lo indígena y la factura del proceso manual, especialmente aquellos ligados a los saberes técnicos originarios del sur global.

Sensibilidades antiguamente desclasificadas que hoy se instituyen como prioridad en las ficciones corporativas de reparación histórica, inclusión cultural y justicia epistémica que dejan intacta la participación de las instituciones artísticas en los extenuantes procesos de extractivismo que las poblaciones australes experimentamos de forma sistémica.

Ante las pantallas de la culpa blanca y del compromiso performativo que ésta supone, Villa opta por la apertura de una madriguera en la que este payaso artesano, este hippie bufón, se pasea sembrando la duda, exponiendo la falla y desautorizando su propio nombre, en tanto ejercicio crítico de una imaginación queer siempre presente que le permite seducir y abandonar, estratégicamente, los aparatos de captura que hoy pueblan el arte contemporáneo en torno a la diferencia técnica que implica el saber manual de lo artesanal y la historia de su territorio de origen.

Performance interpretada por Cristián Jensen. Idea: Antonio Villa. Curaduría: Constitución. Buenos Aires, noviembre 2023. Foto cortesía de la galería

Si la práctica del artesano, actualmente para Richard Sennet, se diferencia de otras fuerzas de trabajo en curso, porque se trata de un “deseo por realizar bien una tarea” y porque simboliza un tipo de trabajo que es ‘especial’, en tanto responde a fines comunitarios, propone un tiempo ameno fuera de la industria y habilita una recompensa afectiva al devolver una sensación de orgullo y dignidad con el ejercicio de la especificidad técnica, la provocación de Villa al identificarse como un artesano inútil, o un artesano con falsa conciencia, vulnera la condición de verdad que se espera, se necesita y se exige contemporáneamente del saber manual.

Aunque la presencia de este artesano casi bufón, de este hippie casi payaso, en el corazón de ¡Laira, Laila! no tiene que ver con la búsqueda de la risa, con gastar una broma o despertar sorpresa a través de sus piruetas, la dimensión psíquica errante en la que nos sumerge nos vincula con la payasada como una amenaza satírica latente desde la cual reinterpretar lo evidente en clave de ficción, fraude o error. Un lugar que de alguna u otra manera siempre está presente en la obra de Villa, en su obstinada pregunta por la relación entre la mentira y la verdad, y que ahora invoca cuando visita sus recuerdos, su trayectoria y la preocupación colectiva con lo artesanal.

Una desacralización emancipadora, un tropiezo voluntario a la ficción reguladora de lo original, que toma forma cada vez que aprende una técnica que luego olvida, cuando exagera el valor de un material, cuando se burla de la contradicción contaminante del hacer artesanal y habla de su propia historia sin negar la vergüenza. Cuando dice sur y no se olvida de la violencia, cuando interrumpe la romantización del textil dando cuenta de los sesgos sexuales que lo intervienen, cuando desidealiza la condición autónoma del trabajo creativo independiente y observa sus secuelas subjetivas, pero especialmente, cuando reemplaza la dramatización del consumo auratizado del saber manual por una economía cómica de acceso a su belleza, que privilegia su singularidad a través de la ficción de lo cotidiano, la libertad de lo inmaduro, la velocidad de lo ordinario y la condición transformativa de lo absurdo. Y también, claro, cuando decide bajar el telón de la mente, para que sus obras, entre lágrimas y risas, anuncien ante la expectativa funcionalizante de sus espectadores que esto

¡Se terminó!

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