JAVIER GUERRERO: “EL ARCHIVO ES UNA CONTINUIDAD NO REPRODUCTIVA”
Quedamos de vernos después de almuerzo, frente a la biblioteca de la Universidad de Princeton. A la hora señalada, Javier Guerrero ya está ahí. De pie, con una manzana en la mano y su teléfono en la otra. Es otoño y las copas de los árboles a su alrededor han estallado en espectaculares follajes rojos y amarillos; bajo ellos, Javier se gira y, al verme, guarda su teléfono: no lo volverá a sacar durante la hora que sigue.
Convenimos caminar por el campus, y nos internamos, conversando, por un arco gótico que se abre a un prado, que a su vez lleva a otra parte de la universidad. Frank Gehry y Minoru Yamasaki han construido edificios aquí, y a lo largo del campus hay dispuestas esculturas de Pablo Picasso, Richard Serra y Henri Moore. Javier me las va a apuntando gentilmente.
Él es un conversador nato: sabe escuchar y esperar. Cuando habla, es certero. Tiene humor y recoge observaciones anteriores, suyas y mías. Las reformula y constantemente me interpela, asintiendo, pero también llevándome a nuevas preguntas.
Por más de 20 años ha trabajado los cruces entre cultura visual, estudios de género y sexualidad en Latinoamérica, y para mí es un referente absoluto. A nivel intelectual y humano. Mientras caminamos y hablamos soy consciente de mi privilegio: rara vez se tiene la oportunidad de estar con alguien cuyo trabajo ha moldeado tu pensamiento.
Su libro Tecnologías del cuerpo. Exhibicionismo y visualidad en América Latina (Iberoamericana, 2014) fue clave durante los primeros años de mi doctorado, y desde que lo leí su metodología y perspectivas se han vuelto fundamentales en mi propia formación. Pero desde el comienzo de nuestra reciente amistad, él se ha encargado de que las conversaciones sean horizontales, sorprendentes y, para mí, muy entretenidas.
El primer encuentro que tuvo Javier con la Universidad de Princeton fue cuando él era muy joven, y ocurrió a través de los libros del cubano Reinaldo Arenas (1943-1990), pues en todas sus novelas había impresa una nota que decía que sus manuscritos originales estaban resguardados en la Firestone Library de Princeton.
Así, mucho antes de hacer un doctorado en estudios latinoamericanos, y de imaginarse que iba trabajar como profesor en Princeton, Javier solía dejar correr su imaginación sobre qué contenía ese archivo. Eso hasta que el año 2000, viajó a New Jersey y se pasó un día entero revisando los papeles de Arenas en la famosa Firestone Library. Desde entonces, el archivo de Reinaldo Arenas ha atravesado su vida.
¿Qué buscaba con esa nota?
Por supuesto que perseguía algo del prestigio del escritor cuyos papeles se encuentran en una universidad, pero yo sabía que había algo más. Mi aproximación primera y más intuitiva fue que frente a estos cuerpos deleznados que he estudiado –como el de Reinaldo, quien llevaba una década infectado cuando sus papeles terminaron aquí–, se abre una relación entre la materialización del cuerpo y la autonomía corporal frente a la imperativo del sexo. Esta, planteo, impulsada por un deseo de sobrevida.
La relación táctil con el archivo ha sido clave para ti.
Es que todos estos manuscritos con los que he trabajado tienen partículas, restos corporales. Algunos visibles y otros invisibles. Nos permiten entrar en contacto con el cuerpo de un escritor muerto.
Esos son los archivos a los que Javier se ha abocado en su carrera y a los que denomina “durmientes”, porque pueden ser “despertados” por otro. “El contacto es una re-materialización del cuerpo”, me dice mientras avanzamos por una avenida del campus. Y me aclara que quienes trabajamos con archivos participamos activamente en darle forma de a un cuerpo. “Por ejemplo, el olor a tabaco que se desprendió de los papeles de Severo Sarduy, cuyo archivo matrimonial junto con el del editor francés François Wahl también se encuentra en Princeton, fue como estar en presencia de esos dos hombres conversando, fumando y amándose”, recuerda.
Estos jardines que bordeamos fueron diseñados hace más de un siglo por la paisajista Beatrix Farrand y contribuyen a la impresión de estar dentro de un gran parque: entre las lomas de pasto que cubren el terreno donde se emplaza Princeton crecen enormes olmos, sicomoros y ginkgos que este mes se están desprendiendo de sus hojas.
Javier acompasa el ritmo de sus pasos al mío y se lleva las manos tras la espalda mientras escucha las preguntas que le hago. Como investigador se ha centrado en demostrar que hay un contacto directo con el cuerpo de los autores que trabaja. E insiste, con convicción, en que las y los investigadores que trabajamos con archivos participamos de la emancipación material de vidas de autores que no pudieron continuar.
En Escribir después de morir: el archivo y el más allá (Metales Pesados, 2022), su más reciente libro publicado en Chile, Javier se preguntó, entre otras cosas, cómo se materializa la escritura después de la muerte. Y es que, para él, el archivo no solo conserva las huellas del cuerpo y su pasado, sino también reproduce la lógica y la narrativa de su intrínseca capacidad de transformarse. “El archivo es una continuidad no reproductiva”, precisa.
Me siento interpelada a nivel intelectual y corporal por esa certeza y, de hecho, creo que uno de los aspectos más revolucionarios de su investigación es la aparición de su propio cuerpo en sus textos. Si en general la academia tiende a esconder el cuerpo de quién investiga, él trae el suyo a escena, lo incluye y lo hace partícipe.
En sus libros, su cuerpo se enfrenta, conversa e incluso desea el cuerpo muerto de los autores que investiga. Esto, en definitiva, rompe una impostura desafectada del investigador, y desde donde lo veo, amplía sustancialmente el alcance del conocimiento de quienes seguimos su trabajo. Literalmente, siento que despierta algo. “Me parece que los autores han erotizado sus documentos para también investir de libido a quienes nos acercamos a sus seductores fondos y narramos sus historias”, dice Javier.
¿Cómo fue que decidiste incluir tu cuerpo en tus escritos?
En algún momento del ritual de encuentro con el archivo, entendí que la presencia del cuerpo formaba parte de la investigación e integraba ciertas genealogías que podían ser novedosas para la academia. Tocar el archivo de un autor tiene –y va a tener siempre– una repercusión en la materialidad de sus autorías. Eso me permitió entender que mi cuerpo es tan importante para el cuerpo autoral como el cuerpo autoral ha sido importante para mí. Porque hay un intercambio casi amoroso que repercute en mí, quiero decir: la aparición de un cuerpo pide correspondencia con otro.
Mientras cruzamos el Streicker Bridge, un puente de concreto de cuatro rampas que es sostenido por una serie de piernas curvadas de acero, Javier me cuenta que hace un tiempo estuvo en Uruguay, trabajando en un archivo muy pequeño, con los papeles de Felisberto Hernández. En ese centro de documentación él tenía –por protocolo– que estar junto a la archivista todo el rato, incluso debía acompañarla mientras ella iba al baño. Es que los papeles originales no podían quedar jamás sin vigilancia. “Yo debía acoplarme a las pausas de la archivista y continuar su reloj biológico”, cuenta riéndose.
Pero esa anécdota, aparentemente coloquial, encierra un aspecto pivote de su metodología de trabajo. “A mí no me interesa vulnerar los archivos sino, más bien, seguir sus lógicas”, me explica. Durante esa misma visita a Uruguay, le preguntaron si le interesaba ver el archivo de Delmira Agustini, y cuando él asintió, la archivista le confesó que “prefería no traerle el cabello de la poeta”. Esto le confirmó a Javier que existía una relación innegable entre sepultura y archivo. “Lo que ella estaba impidiendo era que yo tuviera acceso a los restos del cuerpo orgánico de la escritora y, por lo tanto, desacralizara también el ataúd, que es también el archivo”.
¿Hacia dónde se desplazó tu inquietud, entonces?
Me interesó saber cómo el archivo podía pasar de ser sepultura a un lugar de sobrevida. Y me pregunté cuáles eran las estrategias de supervivencia del archivo. Porque, como te dije antes, el archivo implica siempre una extensión de la vida. Reinaldo Arenas, por ejemplo, entendió la finitud de su vida muy pronto y la construcción de su archivo no la hizo en solitario, sino que se trató de un esfuerzo colectivo. Al entender eso, el género se volvió especialmente relevante.
¿En qué sentido?
En que, finalmente, los originales de Arenas no estaban en Princeton. No existían. Esa nota que él dejaba en sus novelas era un llamado o un juego para encontrar los originales del sexo y de la escritura en el trabajo con su archivo. Si lo pensamos, esta idea de “extender la vida” fue fundamental para las publicaciones “póstumas” de Reinaldo Arenas: Antes que anochezca y El color del verano.
¿Crees que quienes estudiamos archivos, les damos forma a esos archivos?
Sí, pero nunca una forma definitiva. Nuestro propio trabajo es poder darle forma a algo que nos va a sobrevivir. Me he dado cuenta de que, en general, prevalecen autorías que fantasearon con la idea de ser vistas en el futuro. Me gusta pensar que nos están esperando, para que descubramos algo que previeron y que solo nosotras, por nuestras historias, por nuestras procedencias, podemos traer. No es que seamos personas muy especiales. Solo que aportamos algo de lo que ellas carecen.
¿El trabajo con el archivo es una práctica íntima?
Ciertamente la intimidad es fundamental. Pero por más que escribamos, digamos y publiquemos todo lo que pensamos de estos archivos, siempre va a haber cosas que guardamos: sensaciones, palabras, ideas. Porque finalmente hay algo de pudor.
Javier me guía hacia el Frick Chemistry Building, el edificio de química del campus de Princeton. Atravesamos sus puertas de vidrio y nos encontramos frente a su atrio central, iluminado desde lo alto por luz natural. Todo el atrio conecta el ala de laboratorios con las salas de clases y áreas administrativas con una gran pasarela peatonal.
La transparencia, aquí, ha sido pensada para fomentar la colaboración científica, pero también para evidenciar lo físico que es el trabajo científico: vemos a estudiantes volcados sobre sus microscopios, a profesores, desplazarse e inclinarse sostenidamente para analizar muestras.
Y mientras avanzamos por el interior del edificio, se me hace cada vez más claro por qué Javier quiso que viniéramos aquí. En esta enorme construcción con su vacío central, celosías y laboratorios transparentes, las entrañas del edificio quedan a la vista. Pero también, quienes trabajan aquí están pensando, entre otras cosas, la posibilidad de una vida más allá de la vida. Una extensión similar a la que propone el archivo.
Llegamos en silencio a lo que parece el final del edificio, una terraza rodeada de árboles, nos detenemos y nos sentamos en una mesa desocupada. Ahí entiendo la arquitectura del edificio: lo que parece el final, es solo una forma de continuidad. Tras la curva se vuelve a entrar y todavía, más allá de las copas de los árboles que parecen un fin, hay un montón de hectáreas de campus; para mí son desconocidas. Rompo el silencio cuando le pregunto a Javier por su propio archivo y él me confiesa que él tiene sus papeles personales. Pero sobre todo, que guarda “trazas de otras vidas”.
¿Y de otras muertes?
Sin duda. Como dice el conocimiento popular: cargamos y nos encargamos de nuestros muertos. Últimamente he recibido regalos de gente muerta. Por ejemplo, la querida poeta chilena Malú Urriola me legó algo y aunque todavía no sé qué es pues todavía no llega a mis manos, ya sé que esa huella que me dejó, esa traza suya, vivirá conmigo. Para siempre.
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