PEDAGOGÍAS DE ARCHIVO
Los archivos han constituido territorio de disputas históricas, políticas y jurídicas. Controlar un archivo puede implicar direccionar la historia, asentar los relatos fundacionales o el tiempo a futuro de una comunidad. A grandes rasgos, la tradición crítica ha considerado los archivos como base o estado previo a la conformación de un orden, como una estructura de poder capaz de fijar discursos o como nuestra posibilidad de hablar o reconstruir el pasado histórico.
Michel Foucault ya planteaba cómo el archivo “es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (Arqueología del saber). Jacques Derrida precisará que todo archivo necesitaría de un lugar de consignación y de una figura —el arconte— capaz de crear y darle sentido el pasado (Mal de archivo). El archivo, como ley, parece imperar y regular el sistema de discursos que rigen nuestras sensibilidades y formas de organizar el conocimiento y la sociedad. En el caso de América Latina, el problema del archivo ha sido de especial interés en los estudios culturales, literarios y visuales.
Desde el ya clásico La ciudad letrada, de Ángel Rama, libro póstumo en el que el crítico uruguayo plantea la relación intrínseca entre letra y autoridad como modo en que se han articulado las relaciones de poder en América Latina, pasando por el trabajo de Roberto González Echevarría, quien comprende cómo la novela latinoamericana surge a partir de entender el archivo como depósito de la ley, hasta las recientes apreciaciones de la historiadora del arte Cristina Freire, quien afirma que en las últimas décadas los artistas latinoamericanos se han convertido, sobre todo, en investigadores de archivos.
Y este mismo problema del archivo uno podría rastrearlo como una inquietud vigente en producciones culturales contemporáneas de América Latina, como la gran intervención de Vivi Tellas y Lola Arias en el teatro documental argentino, quienes, entre otras cosas, trabajan junto a no actores al explorar y llevar a escena sus archivos personales o familiares; el trabajo de cineastas jóvenes tales como Agustina Comedi, quien explora las películas caseras de su familia para encontrar huellas del secreto del padre; o Leandro Listorti, inventándose un film imposible a partir de películas sin terminar y de metraje encontrado en los archivos del Museo del Cine de Buenos Aires; o novelas como El material humano, de Rodrigo Rey Rosa, en cuya narración lo acompañamos a adentrarnos en el archivo de la Policía Nacional de Guatemala.
En estas intervenciones, el archivo podría pensarse como un repositorio del pasado, como una exploración sobre la historia, como una forma de entender cómo se disciplinan los cuerpos, como un intento de saldar una deuda con el legado íntimo, familiar o nacional.
Sin embargo, partiendo desde la teorización que Javier Guerrero nos plantea en su nuevo libro Escribir después de morir. El archivo y el más allá (Metales Pesados, 2022), uno también podría preguntarse ahora por el archivo, no como una mirada hacia el pasado, sino como la posibilidad de que el cuerpo se haga a futuro, como ese lugar donde, podríamos pensar, no es Comedi quien parece descubrir el secreto de su padre, sino que el padre deja todo armado para lograr habitar su cuerpo y su sexualidad desde el más allá.
En este libro, Javier Guerrero desafía la concepción sobre el archivo anclada a la idea de lo póstumo, de tan solo un lugar de consignación y acumulación de conocimiento y de metáforas que lo vinculan más cercano a la imagen de lo fúnebre.
En una serie de capítulos sobre Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Salvador Novo, Pilar y José Donoso, Delmira Agustini, Pedro Lemebel y Paz Errázuriz, Guerrero subraya cómo el archivo excede su aparente condición funeraria, pues debe entenderse, más bien, como un lugar del porvenir, como la materialización de nuevas vidas, escrituras, cuerpos y autorías.
Los archivos constituyen entonces laboratorios de extensión de la vida que permiten, entre otras cosas, que el fin material de un autor no implique el cese de su escritura. Guerrero sostiene entonces al menos dos operaciones que ocurren en los archivos, y especialmente en los archivos de escritores: el cuerpo autoral puede seguir escribiendo desde el más allá, así como también el propio cuerpo del autor se reescribe y se rematerializa o modela a pesar de su aparente fin biológico.
Para entender entonces esta capacidad del archivo de poner en tensión la dicotomía vida-muerte, de esta escritura que no cesa tras la pérdida material del autor, Guerrero sugiere aproximarse no desde una idea del archivo como espacio sepulcral, sino, más bien, como un “espacio de muerte”, tomando prestado el concepto que el antropólogo Michael Taussig aborda para indagar en aquellos lugares desdibujados en que tiempo y espacio, vida y muerte, se confunden entre sí.
Guerrero explica entonces que el archivo sería un territorio poroso que permite reimaginar los discursos y las fronteras que separan vida y muerte y, por tanto, diría yo, territorios que cuestionan la aparente dicotomía entre la potencialidad de la actividad vital frente a la pasividad absoluta de la muerte.
El archivo, como plantea Guerrero, tiene una “compleja y diferida condición reproductiva” (13) que nos lleva a considerarlo siempre como una obra abierta, sugiriendo entonces la imposibilidad de poder disponer, para gusto comercial, de las “Obras Completas” de una autoría.
Un segundo punto, como ya señalé, es que Guerrero propone que el archivo constituye también una indagación sobre el cuerpo. En su anterior libro, Tecnologías del cuerpo: exhibicionismo y visualidad en América Latina (2014), propuso abordar el cuerpo no desde sus construcciones metafóricas y alegóricas, sino, más bien, materiales, entendiendo cómo la plasticidad de sus materias permite discutir y escapar de las operaciones que buscan “hacerlo inteligible”.
Guerrero estudia entonces a una serie de escritores y artistas, como Mario Bellatin y Armando Reverón, entre otros, que intervienen sobre sus cuerpos para desestabilizar y desafiar aquellos discursos y controles que han querido normarlos. Entre estas formas de intervención, el archivo, junto con el viaje y la enfermedad, constituyen algunas de las operaciones que hacen posible este desafío a la normatividad del sexo y, por tanto, abren la posibilidad de rematerializar el cuerpo.
En ese libro, Guerrero especifica cómo el archivo puede hacer posible la tanto la visualidad como la visibilidad del cuerpo: “La materialización del sexo y el cuerpo dependen de ficciones visuales, y de su repercusión en la cultura visual” (Tecnologías… 46) Ahora bien, en Escribir después de morir…, el autor sugiere, más bien, no entender el archivo como una operación más en este modelaje o transformación del cuerpo, sino como conceptos hermanados, de modo tal que el archivo iría más allá de, por ejemplo, guardar una huella del cuerpo que fue.
Es decir, el archivo no sería entendido desde una noción del esto-ha-sido, como Barthes sugiere, entre otras cosas, para pensar la fotografía. Guerrero propone que el archivo es también un artefacto que produce “nuevas pieles autorales y sobrevidas sintéticas” (9), un quizá “esto podrá ser” o “esto será” que pone en jaque la conceptualización del fin biológico de la vida del autor como el ocaso de su escritura.
Pero además de que el archivo produce y transforma el cuerpo del autor, su activación depende también de la propia puesta en escena del cuerpo del investigador. Guerrero no solo viaja a archivos ubicados en diversos países e instituciones, sino que su libro da cuenta también de su propia relación háptica con la diversidad de objetos, artefactos, papeles, fotografías y cosas que se encuentra en estos repositorios.
Su trabajo presenta entonces un acercamiento ya no solo material, sino también corporal, al archivo. Esta relación del cuerpo con el archivo supone también un modo de desafiar o jaquear aquellas tecnologías y lógicas que terceros hayan buscado implantar. Justamente, Guerrero sospecha de la transparencia que implica la digitalización de los archivos pues, en esta reconversión material, actúan también esas otras fuerzas simbólicas y no tan simbólicas, como el Estado-nación, que producen sus propias curadurías archivísticas.
El autor apuesta por tanto a lo que denomina como “accidentes de archivo”, aquellos pliegues y materias que suelen ser depuradas de los archivos, que muchas veces no entran siquiera en las digitalizaciones, o que acontecen por fallas en la pulsión correctiva del control de información. El accidente de archivo, ese encuentro con lo inesperado, constituye uno de esos puntos vitales que disputa la aparente condición mortuoria y cerrada del archivo.
Por tanto, no basta, pues, con leer el archivo, con estudiarlo con aparente distancia crítica, con fotografiar o transcribir su contenido; el archivo debe ser tocado, manipulado, abordado, primero que todo, desde el cuerpo. Como explica Guerrero, “el archivo, abierto a la interpretación y por ello a un porvenir instalado desde siempre en él, depende de la sintaxis crítica que le confiera significación” (17).
Y agrega más adelante: “la ecología del archivo, su limpieza y sanitización, se restringe cuando la colección se vuelve táctil en cercanía, cuando hay cuerpos contaminantes que interactúan en acto de presencia” (23). Esta sintaxis crítica, esta contaminación somática, es una combinación de factores en los que entran cuerpos, tiempos y espacios que no pueden repetirse o superponerse de manera homogénea. Es decir, no hay una fórmula o variables predefinidas que permitan abordar cualquier archivo de la misma manera.
Guerrero entiende así el archivo como un monstruo, como ese ser sin género y clasificación único en sí mismo. Cada archivo demanda, pues, sus propias formas de lectura. Todos los archivos se parecen, pero cada uno lo es a su manera. Hay archivos, como el de Arenas, que parecen seguir creciendo por aquello que Guerrero denomina las “constelaciones del amor”. Otros, como el de Donoso, parecen tener una poética secreta, un pacto de una futura escritura, que esperó ser activado por parte de Pilar Donoso.
Por otro lado, en un archivo de una escritora del cono sur nos enfrentamos a animales disecados y muñecas, mientras que, en el de un escritor, en una ciudad sobre un lago desecado, reposan pelucas, anillos y cientos de fotografías de boxeadores.
Esta variabilidad de materiales bien podría tomarse como documentos, claro está. Sin embargo, limitarían o cerrarían la potencialidad que todos estos objetos, cosas, correspondencias y pertenencias cargan en sí. Como sentencia Guerrero, estos archivos resisten la idea del sepulcro debido a que “los cuerpos que archivan o son archivados allí han imantado sus pertenencias, han erotizado sus documentos para también investir de libido a quienes nos acercamos a sus seductores fondos y narramos sus historias” (19).
Para ir finalizando, quiero señalar que cuando me enfrento a un libro académico, una de las primeras preguntas que atraviesan mi lectura es de qué modo podría enseñarlo. Es decir, qué tipo de discusiones activa el libro, cómo podría trabajarse con estudiantes, qué puede hacernos pensar o ver de manera diferente, cómo nos permite orientarnos sobre nuestras propias investigaciones o pulsiones académicas.
Ahora bien, antes de leer Escribir después de morir… he hecho un poco de trampa, o he tenido un spoiler de primera mano, como un actor en medio de una serie televisiva que conoce la trama antes que el resto de los espectadores, pues he tenido la experiencia de trabajar con Javier. Cierro entonces esta presentación con tan solo una escena de mi propio archivo, aunque podría dar tantas otras.
Hace ya más de cinco años, cuando oficialmente empecé el doctorado en la Universidad de Princeton, lo primero que hizo Javier fue acompañarme a conocer las colecciones especiales de la Biblioteca Firestone, donde reposan archivos de escritores latinoamericanos, como, por ejemplo, Reinaldo Arenas, que tiene una fuerte presencia en este libro, así como también los de José Donoso, Diamela Eltit, Mario Vargas Llosa, Sergio Pitol, entre otros.
Esta es la única fotografía que tengo de mi primer día, hace ya varios años, como estudiante de doctorado. Y justamente es una fotografía en el archivo. Porque si algo nos plantea este libro, así como mi propia experiencia trabajando con Javier, es cómo los archivos nos permiten no tanto una reconstrucción del pasado, sino la posibilidad de crear otras genealogías críticas y otras formas de lectura pertinentes, sobre todo, para entender nuestro presente.
Enfrentarse al archivo debe ser, como bien me enseñó Javier y como bien nos da cuenta en este libro, no el deseo de querer transcribirlo todo, de ser fieles a su contenido, de buscar aquel documento que nos sirva para respaldar alguna hipótesis.
Como me dijo Javier, y como se ve en este libro, enfrentarse al archivo es entrar en contacto con él, es una experiencia de cuerpos y temporalidades que un posterior visionado de, por ejemplo, una fotografía de uno de sus documentos o materiales estaría incompleta sin ese relato o historia que acompaña el encuentro corporal con el archivo.
El libro de Javier, aunque en su mayoría aborda a escritores que físicamente ya no están con nosotros, más bien demuestra que en realidad si lo están, rematerializados de otras formas para seguir interrogándonos, no solo sobre sus propias historias y cuerpos, sino sobre nuestra contemporaneidad.
El libro, más allá de una sofisticada teorización de cada uno de los archivos visitados es, ante todo, una invitación a habitar los archivos, a tocarlos, a acercarnos no con la óptica del que desentierra un cadáver, sino de aquel que logra ver en ellos una forma de vida.
Este libro propone entonces una pedagogía del archivo, una pedagogía que Javier ha puesto en práctica con sus estudiantes y que ahora comparte acompañado de escritores y artistas que nos siguen hablando desde el más allá.
Texto presentado en el marco del lanzamiento del libro en la Universidad Adolfo Ibáñez, Doctorado en Estudios Americanos, noviembre 2022.
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