LA IMPOSIBILIDAD DEL ARTE EN EL MUNDO AL REVÉS
Es equivocado afirmar que el arte es imposible. Pero, pensar al revés, o por el lado equivocado, es una forma de abrir otras percepciones, como dibujar el fondo y no la figura. El error puede ser una estrategia artística. Pensar la imposibilidad del arte puede revelar más del arte que su posibilidad. El crítico de arte Stephen Wright destaca la idea de Jacques Rancière (1998) de que la creatividad es «plantear las preguntas de manera errada, preguntas que son paradójicas, absurdas, o todavía, escandalosamente erradas» (2008, s/n). Rancière observa que, si las preguntas se plantean de manera epistemológicamente correcta, traen respuestas más o menos interesantes, pero siempre lógicamente compatibles con el orden. Para él, el tipo de pregunta inconvenientemente errada produce creatividad y disenso. Así, la pregunta ¿Puede el arte ser imposible? resulta muy adecuada para el mundo indo-latino-americano.
La pregunta conduce, primero, al entendimiento del arte como concepto, que en las naciones originarias y afrodescendientes no existe. Hay equivalencias, pero son otras formas de entender los eventos estético-poéticos. Rancière nos proporciona un punto de partida para esa disidencia radical. El filósofo piensa que para que algo sea arte debe tener una visibilidad, pero no puede ser solamente visible, debe tener el más alto ‘coeficiente de visibilidad’[2]: ser visible per se, o sea, ser visible como arte (as such). A partir de estas ideas, Stephen Wright (2008) concluye que el arte solamente puede considerarse arte en el régimen estético moderno occidental: cuando aparece ‘como tal’ (appears as such), como cuando la obra de arte se expone, y cuando es percibida ‘como tal’, como cuando el público la ve como arte.
Para Wright lo que construye el ‘coeficiente de visibilidad’ predominante en el arte es el consenso sobre tres suposiciones normativas:
“…que el arte se manifiesta naturalmente en una obra de arte; que el arte sucede a través del artista cuya presencia corporal y autoridad creativa -dada por la firma- garantiza la autenticidad (…); que el arte sucede frente a agregados homogenizados que constituyen la institución del espectador”. (Wright, 2008, s/n)
Esto conduce a otras preguntas relevantes de Wright: «¿Qué es lo que determina que cuerpos, o agregados de cuerpos, sean visibles o invisibles en el orden perceptible de las cosas?” (2008, s/n). ¿Qué hace que estos cuerpos tengan ‘coeficiente de visibilidad’? Para el crítico, así como para Rancière, es la policía. La democracia para Rancière es el disenso; el consenso, por el contrario, es la policía; es decir, aquello que policía, vigila, norma, regula, prescribe, o que decide lo que es o no legítimo, o que decide quién hace discurso y quién hace ruido. En este caso las instituciones del arte son las que cumplen las funciones de policiar el arte y de encontrar el consenso. Ocurre que el arte, dice él, secreta una sensibilidad de peligroso disenso, o de corrosión del consenso que trae a la luz cuerpos invisibles. Para Wright (2008) una de las formas es cuando el artista trae otras subjetividades a la ecuación y para eso renuncia al prestigio del coeficiente de visibilidad del arte ‘como tal’, que pasa por la autoría registrada por la firma y/o el registro de la autenticidad, dado por la policía del arte.
Las discusiones sobre arte desde la perspectiva moderna occidental giran alrededor del concepto de arte como una manifestación universal. Pero moldeada al mismo tiempo a imagen y semejanza del concepto moderno y occidental y, por lo tanto, del modelo colonial y patriarcal del arte. A esto Ticio Escobar (2013) lo denomina ‘formulario moderno del arte’. De esta manera, lo que entra en la categoría del arte corresponde al ‘formulario moderno’; en cambio, muchas de las manifestaciones estético-poéticas de las naciones indo-latino-americanas entran en otras categorías correspondientes a la forma en que se distribuye lo sensible en los centros urbanos occidentales: folclore, artefactos antropológicos o artefactos de la cultura popular. La policía del arte es la que se encarga de categorizar al distribuir esta sensibilidad.
Para los europeos, y en gran medida para los norteamericanos, el concepto de arte moderno y occidental no representa un problema. Pero, en el mundo no-occidental y colonizado el concepto se topa con cuestionamientos inmersos en las trasformaciones de la tecnología y las micro-revoluciones descolonizadoras y despatriarcalizadoras. Como ocurre en Bolivia y en otros lugares del continente, vivimos las contradicciones de ser parte de una cultura que es occidental y no occidental al mismo tiempo, simultáneamente colonizada y colonizadora. Escobar (2021) observa que estas preguntas, generadas en medio de este conflicto provocan otra muerte del arte. ¿Qué ocurre en los lugares imposibles para el arte donde no existe ‘como tal’?
Manchados
La socióloga Silvia Rivera Cusicanqui (2010, 2015) denomina ch’ixi a la forma en que conviven las visiones de mundo occidental y no-occidental en la cultura andina. Ch’ixi es una palabra aymara que significa manchado, sucio como un mecánico, «…portador de contradicciones que no busca la síntesis» (Conversa do Mundo, 2013). No obstante, esa situación no es sólo una contradicción, es una aporía, un espacio imposible. Es una situación que Gayatri Spivak identifica como double bind, o la convivencia de los contrarios:
“No es un problema lógico o filosófico, como la contradicción, o el dilema, o paradoja o antinomia. Solamente puede ser descrito como experiencia […] En la aporía o double bind decidir es una responsabilidad. El sentimiento ético es de arrepentimiento, no de auto-congratulación”. (2012, p. 104-105)
En los espacios de imposibilidad no hay opciones: hay condiciones. Spivak se refiere a la situación del subordinado frente al sistema de poder, como sucede con las mujeres hindúes, entre el machismo patriarcal y el colonialismo. De manera similar, los espacios de imposibilidad del arte en el continente indo-latino-americano están dados por la policía del arte, es decir, el sistema de instituciones que le dan autoridad para determinar lo que es o no es arte. Evidentemente, la cultura latino-americana es occidental y las/los artistas latinoamericanos operan y lideran transformaciones en el arte occidental a partir del siglo XX (si incluimos el Barroco Mestizo, esa influencia es anterior). Pero, es crucial observar que existen 522 pueblos indígenas que conforman diversas culturas y lenguas junto a las culturas afrodescendientes e inclusive asiáticas en el continente americano. Pensar el arte, así como todas las otras actividades sociales y culturales, requiere tomar conciencia de las diferencias radicales que se manifiestan en las cosmovisiones indígenas y afrodescendientes.
En este contexto complejo y multicultural, es crucial identificar los conflictos y revelar sus construcciones. No para arreglar lo que no está roto (el conflicto no es necesariamente un mal), sino para imaginar y construir otras formas de existencia que no están impuestas por los intereses del capitalismo colonialista occidental. Si fuese posible, o no, alcanzar el punto más próximo a una utopía anticolonialista, poco importa. Las condiciones crean una rajadura en la que se está y es en ella que las preguntas equivocadas deben hacerse. En el continente manchado, ch’ixi, amarrado a sus contradicciones, es el camino para lo posible que lleva a lo imposible. Sin embargo, como es también un mundo al revés [3] del revés colonialista, lo imposible tiene la potencia de lo posible. Caminar por lugares nunca andados, como hace el arte, puede funcionar como un gatillo para pensar lo imposible y contaminar con estrategias clandestinas la mirada colonizada.
Diversos intelectuales, artistas y científicos emprendieron el camino de la descolonización, no solamente en el campo económico y político, sino también en el campo social y cultural. Para algunos de ellos, como Rivera Cusicanqui (2015), se trata de algo más profundo todavía: la descolonización interior[4], un interior que Simón Rodríguez (2008) identificó como el pensamiento colonizado[5]. La autora asocia esa descolonización a la mirada:
“[…] la descolonización de la mirada consistiría en liberar la visualización de las ataduras del lenguaje y en reactualizar la memoria de la experiencia como un todo indisoluble en que se funden sentidos corporales y mentales. Sería entonces una suerte de memoria del hacer, […] que es ante todo un habitar. La integridad de la experiencia del habitar sería una de las metas (ambiciosas) de la visualización”. (2015, p. 23, paréntesis mío)
Es que, para Rivera Cusicanqui la palabra del colonizador no designa, sino encubre. Ella se remonta a la fase republicana boliviana en la que el discurso igualitario escondió la manutención de las relaciones de dominación (2010, p. 19). El lenguaje creó ataduras y formas de pensar colonizadas. La palabra naturalizó las relaciones de poder. Bajo esta perspectiva, la descolonización de la mente pasa por la visualización estética antes que por medio de la palabra. Si seguimos esta línea podemos entender que se trata de una insubordinación de la imagen respecto a la palabra, de la práctica respecto a la teoría y del arte respecto a la ciencia. Como piensa la socióloga, estos modos de dominación utilizan distorsiones del discurso que incluye excluyendo «a pesar de la aparente universalidad», justificando desigualdad y clamando igualdad (Conversa do Mundo, 2013). En ese sentido, ella ve una crisis de las palabras que puedan expresar lo que estamos viviendo.
Clandestinos
En el mundo del arte también existe una crisis de las palabras en los términos de Rivera Cusicanqui. Las contradicciones son, en principio, las que surgen en la modernidad. La antropóloga Marimba Ani (1994) observa que el racionalismo que guio la estética moderna occidental también promovió lo que ella llama el Holocausto de la Esclavitud o Maafa (Ani, 1994). La autora observa que, aunque los filósofos de la Ilustración pensaban que lo bello no era un valor objetivo, sino subjetivo, lo hicieron intelectualizando la experiencia de la belleza. Para Ani el resultado es tan extraño como la fusión del racionalismo y la religión. Esa obsesión con la objetividad de la ciencia moderna occidental busca encubrir y justificar el pensamiento colonial por medio del lenguaje.
En su crítica a la estética moderna occidental, Ani (1994) pregunta: ¿para qué tanto esfuerzo de Kant ([1790] 1951) en intelectualizar la belleza subjetiva, en una ‘analítica de lo bello’, si Kant mismo reconoce que no puede haber una regla que determine lo bello y, por lo tanto, de nada sirve buscar un concepto universal? La investigadora piensa que lo hizo para mantener la separación entre la mente y los sentidos, ya que así se mantiene el control de la experiencia estética a través del análisis. Siendo que el análisis está con quien tiene la palabra, el dominio es de las élites. Por otra parte, en una época en que el arte se vuelve el modelo de la naturaleza, la subjetividad creadora del artista se convierte en el modelo espiritual del hombre moderno porque representa la libertad de las reglas académicas, la independencia de la ciencia y de la iglesia y la individualidad poética y técnica. John Dewey ([1934] 2005) se refiere a estos valores como la «idea esotérica del arte», porque se valoriza la transcendencia del arte y del artista, pero se niega o ignora su inmanencia.
Esas ideas llevan a los idealistas alemanes a reconocer en el arte un valor de edificación moral y civilizadora. Friedrich Schiller argumenta, en sus Cartas sobre la Educación Estética de la Humanidad ([1794] Halsall, 1998), que, para ejercitar la voluntad racional en libertad, las personas deben alcanzar una armonía que pasa por una educación estética. La libertad, entonces, se consigue por medio de la Belleza. La voluntad racional es de los libres. Pero, en ese contexto creció, en las sociedades occidentales y occidentalizadas del siglo XX, la idea de que todos pueden ser artistas (si, y sólo si, son formados por la modernidad occidental) y de que el arte es un lenguaje universal que puede ser comprendido por aquellos que eduquen el gusto.
Ani denomina como «mito de una estética universal» (1994, p. 222) al discurso universalista del arte. Lo mismo piensa Ticio Escobar (2021). En ese mito se debe considerar que el arte (como se entiende en Occidente) tenga valor universal, pero que el arte de otros pueblos tenga valor particular. El mito universalista del arte es un instrumento de dominación porque presupone reglas que determinan lo que es o no arte y que depende de un juicio del gusto, dado por la percepción común (Escobar, 2021). Sin embargo, la percepción común siempre ha estado distanciada del juicio del gusto de artistas, críticos, teóricos o historiadores del arte.
Con la gradual globalización, la idea universal del arte comienza a ser cuestionada en la postmodernidad y en su lugar surge la idea de que el arte globalizado tiene múltiples manifestaciones, pero obedece al mercado global. Hans Belting (2009) observa que en 2008 el Global Art Forum, junto con el Financial Times, aseveró que “el arte es un negocio” y constituye un proyecto económico. Ahora, no se trata de globalizar una cualidad estética o conceptual, sino que, al contrario, Belting piensa que la globalización “indica una pérdida de contexto y foco e incluye su propia contradicción implicando al contra movimiento del regionalismo y tribalización, sea nacional, cultural o religioso” (Belting y Buddensieg 2009, p. 40). Cuanto más se globaliza, más se radicalizan los movimientos regionalistas.
De esta situación surgen cuestionamientos sobre el arte de las naciones indígenas, pensadas, no desde el ‘formulario moderno’ occidental, sino como teoría estética. Escobar compara lo que él llama ‘arte indígena’ con el arte contemporáneo del modelo moderno y encuentra coincidencias cuando «recorre al poder de la apariencia sensible, de la belleza, para movilizar el sentido colectivo, trabajar en conjunto la memoria y anticipar porvenires» (2008, s/n). Pero la diferencia está en que la teoría estética occidental juzga que dichas manifestaciones están tan imbricadas en las otras dimensiones de la vida como la producción de artefactos, la religión o la medicina, que no se pueden distinguir como arte, pues para la cultura moderna occidental todo lo que tiene una función práctica está separado de aquello que tiene una función estética.
Esto coloca un doble problema al discurso moderno y contemporáneo del arte. Por una parte, desafía la idea de la autonomía del arte, como nota Escobar, y por otra, pone en evidencia los procesos universalistas y globalizadores como procesos de encubrimiento:
“Esa arbitraria pretensión (la de hacer del arte moderno occidental el paradigma universal de cualquier forma de arte) produce una paradoja en el centro mismo de la teoría estética. Por un lado, ésta sostiene que toda cultura alcanza su vértice en el arte […] como producto de una tensión entre forma […] y contenido […]. Según esa definición, el arte es patrimonio de toda colectividad capaz de crear imágenes intensas mediante las cuales aquélla busca interpretar su historia y reimaginar su derrotero. Pero, por otro lado, el sistema teórico del arte olvida pronto esa definición (o esencializa sus términos volviéndolos principios abstractos) y solamente reconoce como legítimamente artísticas aquellas obras que llenen las exigencias del formulario moderno”. (2008, s/n)
Esa paradoja está en el discurso de la palabra que, en vez de designar, encubre (Rivera Cusicanqui, 2010), pues el arte moderno occidental no es el paradigma de cualquier forma de arte. Por tal motivo, Escobar (2008, 2013, 2021) distingue el arte indígena del occidental, y esto no excluye las convergencias y semejanzas relevantes entre el arte indígena y el arte contemporáneo globalizado. Otra diferencia es el valor de la originalidad e individualidad del acto artístico del arte ‘como tal’. Esto conduce a un juego de apropiaciones que, como apunta Escobar, hace parte de la estética indígena y del arte contemporáneo. Esta abertura a la apropiación permite, al contrario de lo que muchos piensan, transformaciones que responden a cambios contextuales, pues para los indígenas conservación o transformación responden a las necesidades de la comunidad, que no son gratuitas, personales o negociables.
En este contexto desaparece la subjetividad del artista como modelo espiritual de la humanidad, para dar lugar a la subjetividad artística de la humanidad. En el mundo del arte, ese disenso se manifiesta con artistas que realizan su exploración fuera del arte. Wright observa:
“Cada año, más y más artistas dejan el circuito del mundo del arte -o buscan o experimentan con estrategias viables de salida- antes que continuar ampliándolo por medio de expediciones predatorias en el mundo vivo. Y estos son algunos de los acontecimientos más excitantes del arte hoy, porque dejar el circuito significa sacrificar el propio ‘coeficiente de visibilidad’ artística, pero potencialmente a cambio de una mayor capacidad corrosiva frente al orden semiótico dominante”. (Wright, 2008, s/n)
Los grafiteros, por ejemplo, que renuncian a ese coeficiente, son parte de una comunidad que tiene impacto social y cultural. Ser clandestino, en ese caso, puede ser mejor que ser reconocido como sucede con Banksy. En esta situación es necesario cuestionar, como Wright, «los lugares y no lugares del arte», que es lo mismo que preguntarse por la posibilidad o la imposibilidad del arte. Esto conduce a preguntar «¿quién está autorizado a hacer arte, investido de la autoridad requerida para seducir el espectador?» (Wright, 2008, s/n) ya que, si el espectador falla en el reconocimiento del arte ‘como tal’, el arte no puede suceder. Es evidente que diversos artistas están hoy trabajando fuera del sistema del arte, cuando no dentro y fuera al mismo tiempo como es el caso de artistas activistas. En esta perspectiva son artistas en la clandestinidad.
Desorientados
El arte occidental inevitablemente se vio afectado por la forma de pensar racional, lineal y causal, piensa Ani (2014). Y el arte no-occidental también. El discurso es el de que los europeos occidentales llevaron el arte al resto del mundo, partiendo del principio que el Otro no lo tiene, a menos que eduque el gusto y domestique la obra. Son casos emblemáticos el del arte naïve haitiano y el del arte de los aborígenes australianos. En ambos, el mercado del arte se abrió a la creación de estos artistas, pero siempre por medio de un personaje catalizador, que es blanco y occidental. En una antología de arte naïve de 1981 Sheldom Williams escribió:
“Si no fuese por Dewitt Peters, […] el arte haitiano no habría alcanzado tal reconocimiento mundial. Al abrir la escuela Centre d’Art en Port-au-Prince, Peters probó ser el catalizador por detrás de la inmensa explosión de pintura haitiana. Naturalmente, había pintores y escultores en Haití antes de los años cuarenta. […] No habrían necesitado un catalizador externo, pero las conquistas de Peters les aseguraron fama y suceso que de otra manera no habrían conseguido”. (1981, Apud Bob Corbett, 1997)
Entre las décadas de 1970 y 1990 hubo un giro hacia el exotismo del arte de los Otros que inauguró el discurso del arte global, como fue el caso de Primitivism in the 20th Century Art, Affinities of the Tribal and the Modern de 1984, en Nueva York, y Magiciens de la Terre, de 1989, en París (Goldstein, 2014). Para los australianos se hicieron necesarios protocolos específicos porque había cuestiones en el arte indígena, y en este caso aborigen, que no eran traducibles a la forma racional, lineal y causal occidental:
“¿Cómo definir la autoría de obras que, en su contexto original, son muchas veces pensadas como trabajos colectivos? ¿Cómo responder a la necesidad de autenticidad del mercado sin enyesar una identidad aborigen genérica? ¿Cuál es la frontera entre relectura artística y apropiación indebida?” (Goldstein, 2012a, p. 82)
La investigadora Ilana Goldstein reconoce que la cuestión de la autoría es un dilema para el aborigen «cuando está frente a las expectativas del mercado de arte de los blancos modernos» (Alder 2010, Apud Goldstein, 2012b, p. 87). Este dilema conduce al problema de la autenticidad de las obras. En este sentido, es destacada la idea de Escobar de que los pensadores modernos «se empeñan en regir sobre terrenos extranjeros y se desorientan al transitarlos» (2013, p. 4), pues las soluciones se estructuran en la matriz occidental de pensamiento. Escobar argumenta que para el arte indígena:
“…no existe una ‘autenticidad’ en el arte fuera del proyecto de la comunidad que lo produce. Por esto, cualquier apropiación de elementos foráneos será válida en la medida en que corresponda a una opción cultural vigente, mientras que la mínima imposición de pautas ajenas puede trastornar el ecosistema de una cultura subordinada. Obviamente, aquella apropiación y este trastorno nada tienen que ver con orígenes ni fundamentos: son cuestiones políticas. Y en cuanto tales, suponen disputas en torno al sentido e involucran nuevamente la cuestión de la diferencia”. (2013, p. 13)
A pesar de esto, es relevante apuntar que cuando los artistas indígenas, aborígenes o artistas populares se apropian de visualidades de occidente no significa que estén sufriendo una alienación contaminante. Estos artistas incorporan visualidades «sin sentirse culpables» (2013, p. 13), como sucede con las vanguardias occidentales, afirma Escobar. Él observa que el acceso a la modernidad, a partir de lo subalterno, se da de forma extraña a la lógica moderna y, por lo tanto, implica una contrariedad a su funcionamiento ordenado. Para los artistas indígenas y populares el ideario programático, las figuras de tendencia, el progreso, la actualización y la ruptura no tienen apelo. Para Escobar, estas estrategias «producen resultados genuinos, formas recientes o viejas, reanimadas, auténticas en su radiante impureza» (2013, p. 14).
La descolonización de la mirada
Cuando uno recorre las ciudades, comunidades o poblaciones extendidas en el continente indo-latino-americano es clara la imposibilidad del arte como lo comprende el ‘formulario moderno’ occidental, es decir, el arte ‘como tal’. Convertir las manifestaciones estético-poéticas de estos territorios en obras de arte, para que encajen en el mercado del arte, es una posibilidad si son catalizados por agentes occidentales y si se adaptan a las exigencias de la policía del arte. Como piensa Escobar (2021), el conflicto de lo posible/imposible es un campo de experiencia del arte que tiene la capacidad de vislumbrar horizontes temporales alternativos, más allá de previsiones razonables. Eso significa que todo lo que salga de la escena visible del arte ‘como tal’, desborda de lo posible, hacia lo imposible. La posibilidad de la imposibilidad está en la potencia de las manifestaciones estético-poéticas que se generan en espacios y rincones que no responden al modelo occidental, o a una policía del arte, pero constituyen eventos que movilizan fuerzas.
Si “lo imposible no es aquello que jamás podría suceder, sino algo que impulsa a actuar como si fuera posible” (2021, p. 83), podemos concluir con Escobar que vivir la imposibilidad del arte puede descolonizar la mirada. Para el arte que ocurre en el continente indo-latino-americano es necesario asumir estos espacios imposibles pese a sus riesgos. Así, “asumir el desafío de lo imposible es la última carta que tiene el arte para mantener disponible el lugar del acontecimiento” (2021, p. 83), nos dice Escobar. Es el caso del arte indígena que habita la resistencia en otros tiempos, otras relaciones, otras intensidades y otros imaginarios “nutridos de la fuerza de lo imposible posibilitado” (Escobar. 2021, p. 84). Como artistas ch’ixis, estos habitan los espacios imposibles que guardan la fuerza necesaria para crear otros mundos posibles.
Si lo que necesitamos es otra forma de percepción para explorar las potencias de la imposibilidad del arte, necesitamos entonces la descolonización de la mirada, como piensa Rivera Cusicanqui. No necesitamos inventar nuevos objetos, ni nuevas imágenes, que brotan de la cultura visual en la cibercultura. Posiblemente, necesitamos nuevos ojos para ver el mundo al revés, más allá del arte reconocido ‘como tal’ por las instituciones que policían el arte.
La imagen de la estatua ecuestre del Mariscal Sucre con un balaclava en La Paz, publicada por los Lustrabotas de Hormigón Armado en su periódico (2007), es un poco, en mi caso, parte del origen de este estudio y reflexión acerca de las potencias estéticas que mueven eventos poéticos en contextos que son imposibles para el arte ‘como tal’.
[1] “Hormigón Armado” es un periódico mensual, producido, desde 2005, por la comunidad de 3 mil lustrabotas o lustra zapatos de la ciudad aymara de El Alto, en Bolivia, compuesto por niñas, niños y jóvenes de la calle o que trabajan en la calle, con apoyo de la Fundación Arte y Culturas Bolivianas.
[2] Este concepto está relacionado con la idea de ‘coeficiente del arte’ de Marcel Duchamp que es una «relación aritmética entre lo que no se expresó de la intención y lo que se expresó sin intención» (The Creative Act, 1957. In Robert Lebel: Marcel Duchamp. New York: Paragraphic Books, 1959, p. 77/78).
[3] «El mundo al contrario» es una noción que está presente en los textos y dibujos del indio Waman Puma de Ayala (s. XV) en una carta de mil páginas con más de 300 dibujos donde teoriza sobre el cataclismo de la colonización. De igual forma la crítica del mundo contrario se encuentra en la pintura de Melchor María Mercado (s. XIX). Rivera Cusicanqui (2010, 2015) analiza estas obras en el marco de lo que ella llama ‘sociología de la imagen’, por medio del método qhip nayra que consiste en ver el pasado para pensar el presente y el futuro.
[4] Rivera Cusicanqui ve el colonialismo interno como un modo de dominación, a diferencia de Franzt Fanon o Pablo Gonzáles que lo ven como un modo de producción. (Conversa do Mundo, 2013).
[5] Simón Rodríguez fue profesor y tutor de Simón Bolívar en la Venezuela del siglo XVIII y escribió diversos tratados sobre educación y sociedad en los que enfatizaba la descolonización del pensamiento.
Referencias
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