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SECRETOS DEL MONTE BRAVO

Por Sol Astrid Giraldo Escobar | Curadora

El universo visible es la corteza del mundo invisible.

Un sacerdote de manos negras y sotana blanca nos invita a entrar. ¿A dónde? ¿Qué es este espacio vegetal? ¿Un altar, un templo? O quizás, ¿un bosque tropical donde la manigua cae dramáticamente hasta el suelo? ¿Es, acaso, el monte bravo donde las ánimas se posan sobre las hojas antes de caer la noche? ¿La orilla del río Atrato sobre la que vuelan las zánganas – brujas de alas oscuras? También podría ser el laboratorio secreto de una alquimista en busca del último resorte de la naturaleza. El refugio húmedo de un yerbatero que conoce la vibración de las plantas sagradas. La guarida de un chinango que sabe cómo activar con palabras las potencias medicinales y espirituales del matarratón, la suelda con suelda, el romero. Espacio inenarrable. Más que un lugar físico, éste es un territorio mítico. El de la magia blanca y negra. La buena y la mala. La que sana y la que mata. La que rige todo.

La túnica da una clave. No la mueve solo el viento de la selva, sino invisibles energías paganas que el sacerdote modula con ademanes occidentales. Potente imagen donde colisionan la tradición católica que le dio forma a América, por un lado, con la resistencia africana que esta narrativa oficial precisamente dejó por fuera. La historia del continente se posa sobre este cuerpo, esta piel, este gesto, mientras la brisa mística nos revela que estamos atravesando un umbral. Abismo donde reverberan lo solar y lo lunar, lo terrenal y lo cósmico, lo carnal y lo espiritual. Frontera sutil, dinámica, donde es posible un cruce inédito entre las fuerzas vegetales, humanas y sobrenaturales.

Vista de la exposición “El secreto del zángano”, de Astrid González, en La Balsa Arte, Bogotá, 2022. Foto cortesía de la galería.
Vista de la exposición “El secreto del zángano”, de Astrid González, en La Balsa Arte, Bogotá, 2022. Foto cortesía de la galería.

En este espacio, personajes misteriosos intentan comunicarse con lo sagrado y son sorprendidos en su descomunal intento. Porque cada video de Astrid González persigue ese gesto sutil, esa palabra precisa, esa expresión corporal única, indispensables para convocar a las fuerzas espirituales. La artista capta con respeto estas acciones rituales. Las ha extraído de su investigación en el Chocó. Sin embargo, desecha la mirada documental, acogiéndose en su lugar al silencio, la síntesis y la contundencia de la poesía. Y a la libertad de la ficción, en lugar de las casillas secas del comentario antropológico. Por esto, evita replicar literalmente las formas tradicionales del alabao, por ejemplo, para invitar cuerpos, voces, métricas y ritmos contemporáneos que involucran también la sensibilidad y la experiencia del sujeto urbano.

Es que, dice, aunque su ombligo cimarrón está enterrado en el Pacífico de donde son sus ancestros, ella nació y creció “en la ciudad de la eterna primavera y el imaginario del sicariato”, en una Medellín desacralizada, desbordada, al margen de los ritmos telúricos y de los dioses. Su perspectiva entonces estará marcada por la tensión extrema entre distintas narrativas y planos: el del presente y el de los tiempos míticos, el de lo profano y lo mágico.

Quiere dar cuenta de este dislocamiento. Por esto, la música contemporánea de la instalación no pretende imitar los cantos ancestrales, que sin embargo conservarán su fuerza simbólica. Al igual que en la voz de las cantaoras, se hace presente en ellos la misma huella cultural en composiciones que resisten, exorcizan, liberan. Y, sobre todo, logran modular la palabra de las personas afro de hoy. Palabras revitalizadas que activarán las plantas de la instalación.

Vista de la exposición “El secreto del zángano”, de Astrid González, en La Balsa Arte, Bogotá, 2022. Foto cortesía de la galería.
Vista de la exposición “El secreto del zángano”, de Astrid González, en La Balsa Arte, Bogotá, 2022. Foto cortesía de la galería.

Estas han sido sembradas aquí por la artista, emulando con sus manos cuidadosas los gestos potentes del sacerdote y los sabios de la curandera. No son seres dóciles, porque las plantas en su interior encierran otra fuerza independiente de lo humano: la del tiempo vegetal que nadie puede alterar. Así, se desenvolverán durante los días de la exposición con un ritmo autónomo que responde a otros relojes, leyes, mientras escuchan y solo obedecen a los ciclos de la luna.

Echarán primero raíces tímidamente, después hojas. Reverdecerán cuando sea el momento. Al final, se marchitarán y tomarán tonos pardos y ocres. Son estos los colores de la exposición. Con el breve ciclo de los germinados, la artista propone una meditación sobre la vida y la muerte. No tendrá esta, sin embargo, el dramatismo católico, sino la alegría pagana de saber que cuando mueran habrán cumplido cabalmente su función, según la lección aprendida en la cosmología brasileña.

El resultado es esta particular selva, hecha de germinados de trigo y pantallas de video, de ritmos lunares adobados por luces artificiales, de oraciones católicas trastocadas por usos africanos, de blancas sotanas litúrgicas dialogando con capas negras mágicas, de secretos, metamorfosis, apariciones y armonías urbanas. Estas imágenes, palabras, plantas y cantos insisten en la creencia que funda el territorio Pacífico: lo sagrado siempre articula el mundo de los vivos. Si los curanderos en la diáspora africana buscan a través de las plantas sagradas vencer los poderes maléficos del ambiente y restaurar la salud de una comunidad, este monte bravo de González también lo intenta respecto a nuestros tiempos y sus enfermedades físicas y sociales.


El secreto del zángano, de Astrid González, se podrá ver del 19 de noviembre de 2022 al 23 de enero de 2023 en La Balsa Arte, Carrera 9 # 73-44 local 2B, Bogotá. La muestra se realiza en alianza con la galería Lokkus

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