FEDERICO OVALLES-AR. DISTOPÍA DE LO MATERIAL
Puede decirse contemporáneo solamente quien no se deja enceguecer por las luces del siglo y alcanza a vislumbrar en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad.
Giorgio Agamben
Nuestras modernidades latinoamericanas son contradictoriamente contingentes y difusas. Aquellas que nunca sabríamos con certeza a qué llegaron, cómo se estructuraron, y, como pregunta Juan Pablo Lupi[1], si de verdad existieron. En el caso venezolano, la modernidad se fue macerando extrañamente al calor de sendas dictaduras militares que, como línea de continuidad, se conectaban con la idea de modernización que se venía fraguando desde finales del siglo XIX, cuando el Ilustre Americano Antonio Guzmán Blanco, el caudillo (una figura muy presente en la historia nacional) quiso hacer de Caracas una “Petit” Paris[2].
Con la aparición del primer pozo petrolero en Venezuela[3], el país se enrumbó hacia un proceso de transformación que lo llevó en pocas décadas de ser una República de la “ruralidad agraria” a una “cosmopolita y urbana”; proceso por cierto aceitado por la consecuente aparición de grandes contingentes de ciudadanos −campesinos en su mayoría− en los incipientes centros densificados poblacionalmente, específicamente aquellos asociados a la extracción del llamado oro negro. Como todo modelo civilizatorio, es menester un barnizado que permita una presentación decorosa ante sus audiencias y consumidores. En el caso de nuestra modernidad, este decorado se venía gestando tras el agotamiento de una poética visual que tenía quizá en Armando Reverón (1889-1994) su umbral más notable, por cuanto ya el modelo representativo en su obra se proyecta desgastado y derruido como los soportes mismos que lo contiene.
Es cierto que muchos autores, venezolanos sobre todo, han apuntado al hecho de que este artista termina por asentar nuestra modernidad plástica en el momento en que su obra se nos presenta como una bisagra entre un sistema de representación (desde el principio autonomizado respecto a los imperativos del poder) articulado a inicios del siglo XX, y el abstraccionismo propiamente dicho. Sin embargo, esta modernidad “reveroniana”, más que proyectarse en el agotamiento de un sistema visual (como metáfora acaso de esos giros circunstanciales y contingentes de la propia nación), lo hace, a mi entender, en el gesto mismo de dar la espalda a esa modernidad que intuyó como una imposibilidad, pero que, sin embargo, se venía gestando muy notablemente en la ciudad que tenía detrás de la gran muralla verde que los separaba. Los de Reverón fueron tiempos en los cuales específicamente la ciudad de Caracas vivía un proceso de transformación sin precedentes y como corolario de una modernidad principalmente infraestructural, que progresivamente se venía sedimentando y cuyo barnizado estético se venía fraguando en el proceso cultural que se estaba desplegando tras de sí.
Reverón fue un artista que más que suscribirse a una modernidad específica, mostró sus dudas respecto a ella y señaló “performáticamente” sus costuras al inventarse su propia temporalidad y una poética contingente y accidental. Viéndolo así, es probable que Reverón haya intuido a través de su indisciplinado proceder (aquí lo indisciplinado implica además un continuo proceso de des-racionalización de su práctica que se proyecta no sólo en sus inusitadas metodologías de trabajo, sino también en la materialidad de sus procesos) el posible vacío que presintió ya en su tiempo para desde este horizonte de sentido (y esto es sólo una probabilidad) señalar de manera premonitoria y profética la imposibilidad fáctica de un modelo civilizatorio del cual aún hoy en día tenemos dudas de si verdaderamente llegó a darse en nuestro país.
Los años setenta venezolanos dan muchas luces de esta premonición, y es un hecho que ya para esta época el abstraccionismo geométrico y el cinetismo eran una religión en el país; sin embargo, es también el momento en el cual se comienza a observar un desgaste generado por la tensión y el estrés que provoca un ideal que no termina de cuajar y que comienza ya a mostrar su entropía. Es por ello que la determinante presencia de estas poéticas del optimismo posibilitó un fondo de contraste muy claro y unas condiciones de posibilidad para la emergencia de prácticas creativas alternativas y experimentales. Para aclarar tales tensiones y tales contradicciones recordamos el texto de Félix Suazo titulado A diestra y Siniestra[4], en donde se señala precisamente las muy audaces y convenientes relaciones entre algunos modelos artísticos y el poder político, específicamente sobre la institucionalización de prácticas artísticas que metaforizaban una idea de modernidad programática y racionalizada propia de un país en vías de desarrollo, sin contar acaso y como guardando el polvo bajo las alfombras, que todo esto se sostenía sobre una política extractivista motivada por nuestra también programática pereza estatal.
Decimos que la década de los setenta daba luces sobre el efecto premonitorio de la obra de Armando Reverón, por cuanto en este preciso momento, y como efecto (por cierto no inercial) de los centellazos repartidos –también a diestra y siniestra− por los subversivos de El Techo de la Ballena[5], aparece una serie de artistas que retoman este señalamiento no ya de manera retrospectiva y profética como lo hizo Reverón en su momento, sino como una respuesta actualizada de incredulidad y decepción. Como dice Luis Enrique Pérez-Oramas, “lo que estos artistas han hecho, casi como un gesto impotente de sarcasmo, con un gesto sucio, impuro, que habría que leer a la luz de la ‘pureza’ cinética, es una vertiginosa y deconstructiva labor de ‘riparografía’ frente a la modernidad”[6].
A través de sus prácticas, estos artistas mostraron la inviabilidad de un proyecto que se sustentaba en un parergon estético sin bases sólidas. En una entrevista, Pérez-Oramas[7] suelta al aire dos categorías interesantes para tratar esta cuestión: “Modernidad Involuntaria” y “Modernidad sin Programa”. Específicamente de las ideas que esgrime me quedo con el “desmontaje del programa de la retícula reguladora, de la centralidad de la ortogonalidad imperativa, para convertirla en puro accidente” ejercido por Gego, ya que la organicidad y el devenir desprogramado aquí planteado comporta cierto “clima compartido de época” con artistas que posiblemente plantaron una diversidad de salidas a la hegemonía implantada por algunas prácticas de creación institucionalizadas.
Así las cosas, los artistas venezolanos de los setenta dialogaron con esta herencia, pero no ya desde la certidumbre implantada al calor de este modelo civilizatorio, sino desde sus propias fisuras, acaso como un ejercicio metafórico de aquel “desmontaje de la retícula reguladora” avisorado por Pérez-Oramas.
La obra de Federico Ovalles-Ar se inscribe en esta otra posible genealogía por cuanto no nos queda otro ejercicio que el de “inventarnos otra continuidad” que nos permita reflexionar sobre ciertos elementos problemáticos que plantea una serie de artistas, ya sea de manera premonitoria (como en el caso de Armando Reverón), o como evaluación distópica y se instala en esta otra orilla, aquella que se nos muestra como una evaluación post mortem que señala el fracaso de la modernidad como modelo “ideal” de desarrollo y certeza, pero además, como un interrogatorio frente a sus metáforas formales.
La indisciplina metodológica de Federico Ovalles-Ar en su despliegue espacio-temporal se nos plantea como una postura política (no ya como correlato estético de alguna utopía emancipatoria) sino, y como indica Félix Suazo, como “un juego epistemológico de carácter deconstructivo que desenmascara las contradicciones del discurso institucional”[8], pero además, como un ajuste de cuentas con nuestra propia historia del arte y sus respectivas contextualidades, debido a que el abstraccionismo geométrico y sus “poéticas afines”, en el tablero de la geopolítica cultural y desde principios del siglo pasado, aparecen como la metaforización formal de una racionalidad inquebrantable que se fue fraguando sorteando paradójicamente dos guerras mundiales y la caída de una de las estructuras de ingeniería separatista más determinante de la segunda mitad del siglo XX, el Muro de Berlín, que paradójicamente fue desplegado en parte por una de las caras ideológicas que partieron el mundo en dos mitades, pero que en su momento fue una de sus cunas más significativas: el Comunismo Soviético.
Entonces, y tratando de conectar este rompecabezas, la obra de Federico Ovalles-Ar representa un punto de inflexión en donde, por un lado, deconstruye el discurso racionalista de tipos de poéticas institucionalizadas en los más diversos espectros ideológicos que determinaron al mundo bipolar del siglo XX, pero además problematiza nuestro optimismo modernista latinoamericano, específicamente el venezolano. Si atendemos a lo que Hall Foster indica en El retorno de lo real[9] (aun cuando el pensador estadounidense ubica el fenómeno de las continuidades problemáticas de las vanguardias heroicas en las neovanguardias de postguerra, específicamente en Europa Occidental y los EEUU), la apuesta de Federico es la de poner los puntos sobre las íes en un retorno intrahistórico no sólo mediado por guerras mundiales y caídas de muros, sino por los paradójicos reseteos de un país sustentado económica, política y culturalmente en un recurso natural no renovable.
Aunque a primera vista Federico Ovalles-Ar se instala en nuestro transcurrir estético como un contrapunto, como un virus revisionista frente a nuestras poéticas dominantes sobre todo en la segunda mitad del siglo XX -por cuanto alude al constructivismo y al abstraccionismo geométrico-, su obra retoma, sugiere y hasta celebra conscientemente los elementos que Pérez-Oramas denominó como riparográficos[10] y, diría yo, específicamente los presentes en cierta materialidad contingente en obras de artistas como Armando Reverón, por ejemplo, incluso no sólo por la estructuración de una materialidad precaria (que sería uno de los rasgos más comunes entre ambos), sino además por la consecuente generación de una temporalidad específica y una metodología orgánica que, como indica Pérez-Oramas[11], termina en pura accidentalidad.
A principios de este año, Federico Ovalles-Ar presentó la exposición Utopía de lo inmaterial en la Galería Elvira Moreno de Bogotá. Aquí, el artista reflexiona sobre el contingente asentamiento de la geometría como metáfora modernista en América Latina. La suya, en este caso, es una reflexión sobre sus convenciones plásticas, pero desajustada por una materialidad también contingente. En otras ocasiones Federico Ovalles-Ar buscaba la presencia de estas geometrías en elementos inusitados fuera del alcance de la racionalidad programática del “Campo del arte adentro”[12], específicamente en los modelos habitacionales autoconstructivos, en los dispositivos museográficos del gran cubo blanco y en los escombros que va sedimentando a la urbe y su memoria.
[1] Lupi, Juan Carlos, presentación del texto monográfico “Las otras Modernidades de Venezuela”, Universidad de California, Santa Bárbara, Estados Unidos. Disponible en www.studia-iberica-americana.com.
[2] Op cit, pág 19.
[3] En la exposición Utopía de lo inmaterial de Federico Ovalles-Ar en Bogotá, una de las piezas, específicamente ubicada en el centro de la sala de la Galería Elvira Moreno, hace alusión a este primer pozo petrolero. A primera vista la obra en cuestión parece uno de esos objetos de transparencia sígnica, de literalidad programática propio del Minimalismo norteamericano, sólo que cuando la miramos con más detenimiento caemos en cuenta de que su supuesta transparencia tiende a opacarse, no sólo con la alusión a este primer pozo petrolero que ya de por sí complejiza su lectura, sino, y en gran medida, a que el nombre hace alusión a un vocablo indígena venezolano, nombre por cierto de la finca donde fue perforado este pozo.
[4] Suazo, Félix. A diestra y siniestra. Comentarios sobre arte y política. Fundación de Arte Emergente, Venezuela, 2005. Disponible en https://publicaesfera.wordpress.com/
[5] El Techo de la Ballena se considera un movimiento neo-dada venezolano compuesto por artistas plásticos y literatos que tienen su emergencia en la ciudad de Maracaibo en el año 1961, a través de una exposición titulada “Espacios Vivientes”. Su vigencia perduró hasta el año 1969.
[6] La idea de lo riparográfico presente en el catálogo de la exposición “La Invención de la Continuidad”, curada por Ariel Jiménez y Luis Enrique Pérez-Oramas en la Galería de Arte Nacional de Caracas en el año 1997, la toma Pérez-Oramas de los relatos de Plinio el Viejo para referirse a un tipo de pintura griega alusiva a temas nimios, cotidianos y ajenos a la temática típica de la gran pintura. En el contexto de su proyecto curatorial se proyecta como una categoría para contextualizar, valga la redundancia, la práctica de una serie de artistas de los setenta que de alguna manera propiciaron alternativas a la megalomanía del arte cinético y su hegemonía institucionalizada.
[7] Disponible en www.miguelbraceli.com.
[8] Disponible en www.https://publicaesfera.wordpress.
[9] Foster, Hall, El retorno de lo real las vanguardias a finales de siglo, Akal arte contemporáneo, 2001, traducción Alfredo Brotons Muñoz, Massachusetts Institute of Technology, 1996-1999.
[10] Op cit.
[11] Op cit.
[12] Un slogan que identifica la obra y el proceder del artista venezolano Juan Carlos Rodríguez.
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