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TECNOCHAMANISMO ROEDOR

La cultura occidental ganó fuerza e identidad al desatarse en contra de Oriente como un tipo de suplente e incluso Yo subyacente.

Edward Said (1978)


I.

En varios sentidos, Marco Arias fue el principal agente de la escena chilena de arte otaku que vivió su apogeo entre 2017 y 2019; escena que nació espontáneamente de la conjugación de algunas poéticas ñoñas salidas del underground artístico metropolitano, y que culminó con el llamado estallido social y el boom combativo de estas subculturas dentro de la resistencia antisistémica que tuvo curso en las grandes alamedas. Como artista, productor, microgalerista, gestor y curador, sus encantos no solo fueron motor para la vitalidad, circulación y para la puesta de la escena, sino bien una extensión performática de su propia obra.

Marco Arias, detalle “Resurrección de Lázaro”, exposición colectiva Depresión Post Pop junto con Wladymir Bernechea, Leonora Pardo y Pablo Suazo, Casa Parque Villaseca, agosto 17-20 2017, Santiago, Chile.

II.

El término nipón「御宅」(おたく= fonéticamente otaku) proviene de la conjugación de dos caracteres, el primero de carácter honorífico y el segundo en referencia al hogar. Por ende, el término se emplea como una manera elevada para referirse a la morada de terceros en su definición más estricta. Sin embargo, el término también mantiene la acepción de uso común, la cual refiere a cualquier temática de la que alguien tenga muchísimo conocimiento, entusiasmo o fanatismo. La “morada del interés”, si se quiere. Sin que la denotación del concepto se limite únicamente a la obsesión por los cómics y la animación japonesa ―se puede ser, por ejemplo, otaku de las líneas de trenes que atraviesan cierta megalópolis, tipos de suculentas domésticas o, incluso, de las estampillas― desde finales de la década de los setenta el uso del término obtuvo una fuerte connotación vinculada a los fanatismos de los medios populares y la ciencia ficción nipones.

Los medios populares japoneses contemporáneos tienen importantes antecedentes históricos dentro de la historia cultural de Japón, como lo fue el pergamino del siglo XII conocido como「鳥獣戯画」(ちょうじゅうぎが= fonéticamente chôjû-giga), cuyo repertorio de personajes compuesto por animales antropomorfos en situaciones cómicas y narrativa que expresaba viñetas de acción según el desplazamiento lineal de la lectura de derecha a izquierda fue un precedente para el manga moderno. Está de más recordar las coloridas estampas xilográficas ukiyo-e del período Edo (siglos XVII-XIX). Otros antecedentes como la magnífica animación stop motion hecha con recortes de papel de 1926 llamada『馬具田城の盗賊』(バグダジョウノトウゾク= fonéticamente Bagudajô no tôzoku)u otras importantes obras como la animación de propaganda financiada por la marina japonesa de 1945 titulada 『桃太郎 海の神兵』(ももたろう うみのしぺい= fonéticamente Momotarō umi no shinpei)configuraron la manera en la que se desarrollaría el medio durante la segunda mitad del siglo XX. Hacia la década de 1930, las tiras cómicas japonesas serializadas o manga ya eran publicadas como revistas ―especializadas por género masculino o femenino― para luego ser compiladas en formato libro; formato el cual se prestaba con gracia para ser arrendado por grandes masas y leído durante los viajes ferroviarios de cada día: la crisis económica y escasez de materiales en los años previos a la Segunda Guerra Mundial fomentaban este modelo de circulación.

El anime moderno (y, en gran medida, el formato de manga moderno también) decantaría sus estrategias narratológicas y subgéneros gracias al pionero trabajo de Tezuka Osamu. Si bien su estilo narrativo altamente cinematográfico inspiró hasta el día de hoy a lxs mangaka o artistas de manga, el salto definitivo de la narración visual japonesa a la imagen en movimiento fue la producción del primer animé emitido con regularidad en la televisión nipona en el año 1963 llamado 『鉄腕アトム』(てつわんアトム= fonéticamente Tetsuwan Atomu)conocido como Astro Boy en Occidente, el cual fue producido por la empresa Mushi Productions liderada por Tezuka O. Cabe mencionar que arribada la década de los años sesenta, Japón se encontraba en pleno Milagro Económico posterior a la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y del intervencionismo imperialista estadounidense. Sin embargo, el famoso pintor japonés Murakami Takashi recuenta que el animé tendría una primera época de apogeo durante la década de los años setenta, donde un auge en la demanda por animaciones televisivas, sumado a los limitados presupuestos y tiempos de producción para producir estos animé, popularizaron el estilo de animadores como Kanada Yoshinori, cuyos seguidores continuaron su estilo de efectos especiales conocidos por “animación limitada” en importantes estudios como sería Tôei, con figuras como Miyazaki Hayao.[1]

Marco Arias, vista de exposición bipersonal Combo Breaker junto con Wladymir Bernechea, Galería Metropolitana (Santiago, Chile) y Festa Design Gallery (Tokio, Japón), 3-23 enero 2018.

Durante la Burbuja Económica de los años ochenta, la desbordante riqueza de la sociedad japonesa ―alimentada por los desarrollos tecnológicos, la economía transnacional y la especulación financiera e inmobiliaria― culminó en una sociedad que es recordada por el despilfarro consumista desmedido, todo esto al filo de una profunda crisis económica que llegaría con la década de los años noventa. Fue el Japón de la pantalla televisiva, del tipo de popular música jazz conocida como City Pop y de los grupos de chicas Idols, quienes arrasaron la década cuando las empresas que financiaban sus carreras como actrices, cantantes y personalidades comenzaron a licitar sus tiernos y joviales retratos para publicitar toda suerte de mercancías. También fue una segunda época de apogeo para el animé, donde la disponibilidad de presupuesto fue inflada en todas las áreas de la industria del entretenimiento y donde nuevos formatos como el video casero permitieron libertades inusitadas para creadorxs en términos artísticos y de contenidos. De igual manera, la cultura otaku había transitado con fuerza de un nicho de mercado a una seguidilla de comunidades subculturales en los años setenta con sus propios comportamientos (como los círculos de comentarios o de disfraces cosplay de los personajes más populares) y producciones culturales metatextuales (como los dôjinshi o historietas amateur de fanfiction que tomaban como base las historias de sus franquicias predilectas) que convivían al alero de convenciones especializadas: el 『日本SF大会』(にほんSFたいかい= fonéticamente Nihon SF Taikai)comenzó en el año 1962 y sigue manteniendo la frecuencia anual a pesar incluso de la pandemia.

Sin embargo, el boom de la subcultura otaku de los ochenta terminó siendo cargado de prejuicios para la sociedad nipona, tras el noticioso arresto en 1989 del sociópata Miyazaki Tsutomu, quien había asesinado y violado a cuatro niñitas de manera cruenta. Los medios caracterizaron su amplia colección de películas de horror y de porno duro como animé principalmente, si bien estos solo representaban algunos pocos títulos, y toda la subcultura otaku fue estigmatizada.

Quizás nunca hubo una recuperación total de la imagen de lxs otaku en la opinión pública desde aquel entonces. ¿Y qué más da? La gente que sigue cómodamente al rebaño suele confundir el moralismo barato por un sentido elevado (y narcisista) de justicia, y su pasatiempo predilecto son las caserías de brujas. Lo cierto es que el mercado y los fanatismos de los medios populares nipones comenzaba rápidamente a expandirse por nuevas regiones del mundo. Particularmente para las periferias geopolíticas ―alejadas de los centros metropolitanos primermundistas―, estas narrativas populares adquirieron nuevos sentidos y potencialidades lectivas para las generaciones que se criaron con ellas, derivando en nociones de comunidad, resistencia y de cuestionamiento a los sistemas extractivistas del planeta y al colonialismo reflejado en estos y otros sistemas de dominación como el patriarcado.

Marco Arias, vista de exposición Genkidama, Centro Cultural España (CCE), 3 abril-7 julio 2018, Santiago, Chile.

III.

El arte de la escena chilena otaku fue compuesto, claro está, por jóvenes artistas amantes de los medios populares nipones, quienes crecieron con estos referentes visuales durante la primera transición democrática. Ahora, sería un grave reduccionismo el considerar el mero goce transvanguardista del referente neopop como el único factor gatillante de la transacción semántica que la escena propuso sobre los significantes populares orientales. Me gustan los “monos chinos”, los pongo en mi pintura. Para comprender la poética y la política de estos particulares imaginarios subculturales dentro del arte chileno contemporáneo (y, extensivamente, de la pintura de M. Arias) es preciso considerar estas iconografías visuales dentro de un contexto más amplio en el cual estos referentes son transmitidos dentro del imaginario de la generación posterior a la dictadura militar, y sus sentidos emancipatorios dentro de la siútica y pacata sociedad chilena plagada de delirios caucásicos.

Antes de la consolidación del pop nipón en las arcas de la transición democrática de los años noventa, algunas franquicias ya habían calado hondo en el imaginario mediático regional de abya yala (el Cono Sur) y de Chile ya desde finales de la década del setenta. Algunos ejemplos fueron 『アルプスの少女ハイジ』Arupusu no Shōjo Haiji o Heidi de 1974, 『キャンディ・キャンディ』Candy Candy y『 母をたずねて三千里』Haha o Tazunete Sanzenri o Marco, ambos de 1976,『家なき子』Ienakiko o Remi de 1977 y 『花の子ルンルン』Hana no Ko Run Run o Ángel, la niña de las flores de 1979.[2] La difusión televisiva de los medios populares japoneses en Chile y en el continente depositó especial énfasis en dos tipos de narrativas comunes dentro del primer apogeo del animé hacia finales del Milagro Económico nipón. En una mano, la segunda mitad de los años setenta popularizó el tropo dentro de las franquicias shôjo ―orientadas a la demográfica femenina joven― que narraban historias de huérfanxs de buen corazón quienes sobrepasaban grandes adversidades y sistemas injustos con mucha dificultad. En la otra mano, la consumista década de los años ochenta fue dominada por los medios shônen ―orientados a la demográfica masculina joven― que privilegiaban fantasías de ciencia ficción tecnofílicas, basadas en robots gigantes mecha pilotados por seres humanos para luchar en contra de monstruos radioactivos.

Según las investigaciones de lx artista Wladymir Bernechea, los tropos de estos populares medios de entretenimiento de finales de la década del setenta y de los años ochenta fueron una

encarnación animada de los estragos sociales en una época de reconstrucción [posterior al bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki], que, si bien apunta hacia un futuro próspero y lleno de sueños porvenir, [terminaba evidenciando una] especie de dicotomía entre el país azotado por la Guerra, y el país futurista que se proyectaba en esas imágenes animadas. Aquí es donde Japón encuentra su conexión contextual y emocional con [el] espíritu bélico (…) sumado al desamparo (…) de la sociedad chilena (…) tras la dictadura militar (…) en concordancia con lo que prometían las bases del nuevo modelo neoliberal.[3]

A este análisis de W. Bernechea, que es el más acucioso hasta la fecha y que se basa en la revisión no citada de los listados de programación televisiva en la prensa disponible, recoge de las varias estimulantes discusiones mantenidas dentro de la escena de arte otaku de 2017-2019, donde se estableció una conexión espiritual entre la sociedad nipona y chilena posterior al aplanamiento de la máquina del imperialismo norteamericano. Sobre este punto, me gustaría recalcar brevemente la importancia de la sicología de los perdedores dentro de las elaboraciones estéticas de los pueblos devenidos periferias tras el intervencionismo imperialista, sicología que produce un complejo circuito de malestar y deseo-de-poder dentro de la lógica del amo y del esclavo o sometido. Este sentido ambivalente de malestar y deseo es descrito precisamente por W. Bernechea al invocar el binarismo de la orfandad y del poder robotizado, su contexto de emergencia y su importación a la comarca chilena a finales de los años setenta y durante los años ochenta bajo régimen militar.

Marco Arias, vista de exposición El Prisma Lunar, Galería de Arte Posada del Corregidor, abril 13-mayo 3, 2018, Santiago, Chile.

Sumando a este diálogo, en las publicaciones de catálogo y conversaciones formales e informales en torno a la escena de arte otaku he intentado aportar en torno a este sentido identitario de inferioridad del cuerpo individual y social y el estímulo de las fantasías de poder aludiendo a un particular sentido de Orientalismo cultivado en el arte chileno contemporáneo. Elaborando de los postulados que hizo el importante crítico palestino Edward Said en el año 1978, sumando los aportes posteriores de agentes como la feminista nipona Ueno Chizuko (1997), quien observa la complejidad de los esencialismos y los universalismos sobre las subjetividades orientalizadas, es mi visión el que la referencia a la cultura popular oriental en el arte chileno contemporáneo es un propositivo y peligroso tipo de Orientalismo artístico que he llamado Neo-orientalismo. Desde la tragedia griega hasta el cine gore, el arte ha sido una experiencia catártica que permite a las audiencias proyectar sus propios miedos e inseguridades hacia otras realidades representadas. En Occidente, el rédito de las representaciones exotistas de Oriente ha cumplido el rol histórico de prestar un justificativo moral para la exploración de ciertos tabúes transgresivos para el orden social occidental. Quizás esto explica en parte el éxito de la reciente serie de origen coreano titulada Squid Game producida por N*tflix, donde los conflictos de clase y la violenta explotación de la oligarquía sobre masas de personas sin acceso a las líneas de movilidad social ―masas de personas quienes, literalmente, son puestos a jugar juegos de exterminio y de muerte para el entretenimiento de la élite― son conjugados con un contexto cultural, étnico e idiomático remoto que permite una disociación anestésica para las audiencias Occidentales.

Pero no todas las subjetividades caben cómodamente dentro de la subjetividad caucásica occidental hegemónica, particularmente en las excolonias en donde la herida etnoracial es actualizada por el imperialismo y su inyección neoliberal rampante que precariza la vida en todos los estratos. Tras el proceso de colonización y extracción de nuestros recursos a través del mestizaje forzado y del sometimiento socio-económico en Sudamérica, el encontrarnos en el hemisferio “adecuado” no nos garantiza para nada la asimilación con el fenotipo del poderoso si bien tampoco podemos sostener la completa segregación esencialista de lo “originario”. Por Neo-orientalismo, planteo una relectura y práctica visual transperiférica, para la cual el contexto artístico latinoamericano está particularmente habilitado. Mediante la disociación provista por la referencia a la cultura y corporalidades orientalizadas, artistas marginados del circuito artístico metropolitano primermundista exploran nociones de alteridad, desempoderamiento y violencia, como un espejo identitario que es compartido como código generacional subterráneo. Si bien esta lengua visual subcultural se presta como material de representación y de autoindagación sicológica, el peligroso estereotipo racista de la «sopa de Wuhan» en el período pospandémico exige vigilancia crítica ante los usos y abusos del imaginario de Oriente en las artes contemporáneas y en todos los campos.

Entiéndase la escena chilena de arte otaku como arte ketamina, como anestesia administrada al cuerpo para morir un momento; para dejarse unx mismx atrás por/con un otro difuso hecho a partir de alteridad, fanatismos ñoños y  ―para ser honesta― un escapismo con potencial de radicalización política. La escena ketamina probablemente ya caducó, por lo menos en su sentido inicial, pero hoy día algunas de las semióticas que anticipó se encuentran en proceso de transformación movilizadora.

Marco Arias, vista de exposición El poder nuestro es, Centro de Extensión del Instituto Nacional (CEINA), mayo 2018, Santiago, Chile.

IV.

El plebiscito de 1988 trajo las elecciones y finalmente el cese del régimen militar en 1990, inaugurando una década de transformaciones vertiginosas y la consolidación del sistema neoliberal implantado a fusil por la dictadura. El resultado fue la década baquelita inaugurada en posdictadura, caracterizada por la apariencia de prosperidad y apertura que ocultaba la profundización de la segregación social y el consumismo alimentado por el sistema de crédito y endeudamiento. La Enmienda Hinchey de la legislación militar estadounidense del año 2000 reveló al cierre de la década de los años noventa lo que ya era bien sabido con claridad por la cultura opositora: la documentación sobre la intervención imperialista de la CIA en contra del gobierno socialista de Salvador Allende que forzó la privatización de los servicios básicos y entregó los recursos naturales del país al extractivismo internacional.

Antes de la desclasificación de los documentos del imperialismo estadounidense en la comarca, los gobiernos de transición se encontraron particularmente laxos en cuanto a la condena de quienes perpetraron crímenes en contra de los derechos humanos durante el régimen. Si bien el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación asumido por Raúl Rettig y publicado en 1991 comenzó un proceso de reconocimiento y de reparación material de las víctimas de la dictadura, de igual forma el dictador asume como senador vitalicio en 1998 y ejerce este cargo oficialmente durante cuatro años antes de renunciar bajo presión política, demostrando los gajes de la Constitución de 1980. Ese mismo año, sin embargo, el dictador también fue arrestado en Londres por crímenes de lesa humanidad, resultando en un largo proceso de extradición en donde volvería a Chile y pasaría varios períodos de arresto domiciliario antes de su muerte en 2006. Está de más decir, podemos ver, que la mitología del progreso económico y de alegría posdictatorial fue simultánea a un elevado sentido de impotencia y orfandad ante el agresor.

La invasión de la japo-animación en nuestra comarca tuvo varias franquicias a su haber durante la década baquelita, quizás ninguna tan transversalmente pregnante como fue Pokemón. La serie animé, basada en el mundo fantástico y los cuantiosos productos de merchandising creados por el desarrollador de videojuegos Game Freak y la empresa Pokemón en 1996 bajo la dirección de Tajiri Satoshi, expande la noción de un grupo de seres humanos conocidos como entrenadores quienes cultivan relaciones interespecie capturando y entrenando a “monstruos de bolsillo” para hacerles combatir de manera competitiva. Emitida originalmente en Japón en el año 1997 y traída a Chile en 1999[4], en este país tal como en gran parte de América del Sur la franquicia obtuvo grandes audiencias en la demográfica infantil y juvenil, quienes gravitaban con fervor a adquirir los productos de media mix oficiales y piratas -por media mix hago alusión al concepto empleado por el teórico cultural Marc Steinberg para referir a los productos comerciales asociados al mundo narrativo de las franquicias de medios populares. En el caso chileno esto se vio reflejado en figuras, peluches, cartas, videojuegos, álbumes de láminas y “tazos” coleccionables incluidos en los alimentos envasados por la empresa Ev*rcrisp. Entre el reparto original de 150 pokemones, sin duda que el pokemón más popular fue Pikachu, el acompañante del protagónico del animé llamado Ash Ketchum. Con un nombre proveniente de la conjugación de dos onomatopeyas niponas para el sonido de los destellos brillantes y los sonidos de un roedor, el diseño del personaje se caracteriza por el color amarillo, las orejas puntiagudas, larga cola en forma de rayo y dos mejillas redondas y rojas, desde donde se proyectan poderosos ataques eléctricos.

Marco Arias, vista de exposición ADIOSPIKACHU, Museo de Arte Contemporáneo (MAC) Quinta Normal, 4 de diciembre-21 de enero, Santiago, Chile.

Pero los noventas no fueron solamente apertura y consumismo, y el fuerte conservadurismo latinoamericano comenzó una batalla en contra de las populares franquicias niponas importadas muchas veces sin mucha atención de los comités censores. El teórico artístico mexicano Diego del Valle explora a través del testimonio las contradicciones de la cultura latinoamericana durante la aceleración neoliberal de finales de siglo, en relación a la influencia de la japo-animación y su rechazo de parte de grupos religiosos reaccionarios:

A través de [la programación global de Televisa] me hice muy fanático de la serie animada japonesa Pokemón. (…) El chupacabras tenía parientes del otro lado del mundo: seres fantásticos de tiernas expresiones, coloridas barrigas y poderes. A pesar de ello, entre esas 150 criaturas habitaba el diablo, o al menos ese fue el cuento que mi mamá le compró a un sacerdote que predicaba en la televisión señalando a Pikachú, el roedor eléctrico de la serie animada, como una representación de Satanás por su orejas y cola puntiagudas. (…) Resistí horas llorando encerrado en mi cuarto para evitar que sucediera la purga del mal que habitaba en las sonrojadas mejillas.[5]

¿Será entonces que las semióticas orientales apropiadas por culturas distantes no son solamente oportunidad para la autoindagación disociada, sino que continúan siendo depositarias de la paranoia, miedos y ansiedades Orientalistas de las facciones sociales conservadoras?

El retorno campal de la figura del pokemón Pikachú durante la última primavera chilena significó un nuevo ícono para la transformación social. Esto se percibió no solamente en la popularidad de las pancartas, cosplay e incluso cantos relacionados con los fanatismos otaku durante el así llamado Estallido. La figura de Giovanna Grandón fue el ejemplo más claro. Sin considerar las consecuencias, el hijo de G. Grandón compró muchísimas parafernalias por internet debido a la función de pago automatizado, resultando en que la familia debió devolver los implementos. Entre ellos, un traje inflable de la mascota Pikachu el cual conservaron. Tras el inicio de las movilizaciones G. Grandón decidió comenzar a asistir a las protestas empleando el traje de Pikachu, convirtiéndose en un querido personaje entre los varios que surgieron o cobraron nueva importancia como mascotas de las protestas: me refiero, entre otrxs, al Negro Mata Pacos, El Estúpido y Sensual Spiderman, Nalcaman… Su personaje se viralizó dentro y fuera de la cultura de las protestas cuando el día de la “Marcha más grande de Chile” (25 de octubre de 2019) ella decidió asistir a marchar a la Plaza Dignidad con su marido llevando el traje inflable. Lxs protestantes rápidamente se encariñaron con el personaje, gritando el canto “¡Baila Pikachú, Baila Pikachú!…” mientras G. Grandón ―que pasó a ser conocida como la “Tía Pikachú”― bailaba y brincaba para un gran público de manifestantes. La chamana de transmutación sintética habría de tropezar y caer en la Avenida Vicuña Mackenna, cuyo registro audiovisual se viralizó por redes otorgándole gran fama, y el personaje se convirtió en ícono infaltable de cada protesta en Dignidad y también comenzó a hacer apariciones especiales en regiones, eventos y en la televisión. El 16 de mayo de 2021 fue electa como constituyente a través de la Lista del Pueblo, lo cual implica que será redactora de la constitución que potencialmente revocará la constitución corrupta instalada por el régimen militar.

El roedor amarillo proveyó la chispa, la flecha neón en forma de rayo que representó espontáneamente el animismo de unx cuerpx social en ebullición.

Marco Arias, vista de exposición ADIOSPIKACHU, Museo de Arte Contemporáneo (MAC) Quinta Normal, 4 de diciembre-21 de enero, Santiago, Chile.

V.

La exposición ADIOSPIKACHU de M. Arias, que se presentó hasta el 21 de enero en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de Chile, pierde muchísima potencialidad lectiva si es interpretada tradicionalmente como una exhibición de varias piezas de arte separadas la una de la otra. Por el contrario, la propuesta se inscribe dentro de la larga tradición de la ambientación conceptualista latinoamericana, cuyo momento de configuración visual fue probablemente La Menesunda de Marta Minujín, que fue montada en el año 1965 en el Instituto Di Tella de Buenos Aires.

La sala 7, la sala «pequeña», nos recibe con una escultura inflable del mentado roedor de seis metros de altura. Importada como manufactura especial desde China a través de AliExpr*ss, el tránsito regional del inflable sintético es materialidad tangible del tráfico semiótico Neo-orientalista en el Arte Chileno Otaku. De igual manera, la poética del aire y la retórica de la inflación guardan una connotación de aspiración y finanzas. En títulos de exposiciones como El karma de vivir al sur (Pablo “El Miedo” Valdovinos, Galería CIMA, diciembre 2021) o en el accionar de la microgalería Éxito Mundial llevada por M. Arias junto con W. Bernechea y Diego Maureira, el arte chileno otaku plantea un sentido paródico de malestar ante la marginación material de los circuitos de validación artística primermundistas. El roedor tecnochamánico, hinchado hasta el punto de máxima inflación, no logra caber del todo erecto en aquella sala de exposiciones, por lo cual se transforma en una sátira de un Jeff Koons sudaka versión disfunción eréctil.

La sala 8, la sala “grande” con anexo, nos recibe con un cuadro monumental de Pikachu de unos 12 metros de largo. Abstrayendo la figura y dejando solo un fragmento del lomo del cuerpo del roedor en gran formato, salta a la atención la rapidez con la que el ojo desnudo está entrenado para reconocer al emblemático pokemón incluso al percibir la mínima expresión de sus características. Aquí percibimos un M. Arias que se posiciona a medio camino de las limpias líneas cerradas del arte Súper Plano de Murakami Takashi y el barroquismo opulento de Juan Domingo Dávila. Del lado opuesto de la sala, en el muro izquierdo, seis pinturas en formato medio-pequeño de 30 x 30 centímetros completan el puzle semiológico y representan las patitas de Pikachu. Del lado derecho, seis cajas de luz ―cada una con una figura de juguete de Pikachu en su interior― narran una historia que comienza en octubre de 1988, mes en el cual nació el artista en simultáneo al Plebiscito, y que termina en octubre del año 2020.

Marco Arias, vista de exposición ADIOSPIKACHU, Museo de Arte Contemporáneo (MAC) Quinta Normal, 4 de diciembre-21 de enero, Santiago, Chile.

El gesto instalativo neoconceptualista se consolida con la sala de anexo, donde un minimalista plinto sostiene un monitor que exhibe el episodio 39 de la primera temporada del animé original de Pokemón, titulado “Adiós Pikachu” o “Pikachu’s Goodbye”. Este episodio desnaturaliza la dialéctica del amo y del esclavo dentro del mundo narrativo Pokemón, cuando el emblemático roedor eléctrico replantea si quiere continuar la relación de dependiente bajo su entrenador Ash Ketchum. Sumando otro estrato performativo a la exposición, M. Arias colaboró con dos diseñadorxs locales quienes realizaron prendas de indumentaria de carácter limitado en paralelo a la exposición. Nikinky, diseño de carácter andrógino o bien no-binario, creó dos atuendos para la ocasión representando a Pikachu y a su entrenador Ash Ketchum, respectivamente. Por su parte, Hanspohl creó su propia versión de la dupla.

東京、Tokio, octubre 2021


[1] Murakami Takashi, “A Theory of Super Flat Japanese Art”, Superflat, Madra, 2000 [2005], pp. 12-15.

[2] Aquí me baso en las fechas de emisión niponas, sin considerar sus correspondientes desfases de importación, doblaje y emisión en la región latinoamericana. Para más información revisar Wladymir Bernechea, Neo Tokio. Historia del animé en la cultura chilena (Neo Tokyo. History of Anime in Chilean Culture), Santiago, Chile, Zerö Ediciones, 2020.

[3] Wladymir Bernechea, ibíd., pp. 21-23.

[4] Wladymir Bernechea, op. cit., pp. 34 y 41.

[5] Diego del Valle Ríos, “Esas cosas son del diablo”, Tobías Dirty: Casa de la cultura, Buenos Aires, Isla Flotante, 2020, pp. 22-23.

Aliwen

Crítica, curadora independiente, investigadora autónoma, música, performer y tejedora mestiza. Sus intereses transitan entre las artes, el autonomismo anarquista, la descolonización cotidiana y las sexo-afectividades divergentes, y activa distintos procesos de investigación artística, archivística y escénica que le permiten entrecruzar estas problemáticas de manera fluida. Licenciada en Artes con Mención en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile, becaria Monbukagakusho 2020 del imperio nipón para realizar estudios de posgrado en curaduría de artes visuales y transculturalidad en la Universidad de las Artes de Tokio. Lucha por los derechos humanos, especialmente los de las personas trans*, las personas viviendo con VIH/sida y sus intersecciones con la lucha de los pueblos-naciones indígenas.

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