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8. ¿POR QUÉ ÉDOUARD MANET LE TIENE AUTÉNTICO PÁNICO A LA SALA M DEL SALÓN?

Imagínate ahora por un momento en el París que media entre 1850 y 1870.

Mientras que Jean-Louis-Ernest Meissonier triunfa en los conservadores salones de Francia y en los no menos aburridos palacetes de la aristocracia, al pelirrojo y divertido Édouard Manet el destino le trata con desprecio. El artista que crea que su vida es dura y difícil, le recomiendo que lea con mucha atención. Me atrevo a afirmar que cualquier artista hubiera abandonado la profesión de tener que enfrentar la soledad, la inquina y escasez económica que hubo de enfrentar Manet hasta el final de su vida. ¡Además de la clamorosa falta de reconocimiento artístico!

Mal estudiante, Manet busca una salida en la marina francesa y se enrola en el Havre et Guadeloupe, mas en diciembre de 1848, apenas seis meses después de haber visitado Brasil, se le atraganta tanta agua salada.

Enamorado de la “vida moderna” comete su primer gran error: no hacer el examen de acceso a la prestigiosa École des Beaux Arts. Al igual que muchos otros pintores jóvenes de la época, consideraba con mal criterio que la augusta institución no promueve la individualidad ni la originalidad. Así es que Manet opta por entrar como alumno al estudio de Thomas Couture, situado cerca de la Plaza de Pigalle. Couture se ha graduado en la École des Beaux Arts, ostenta el tan ansiado Prix de Rome e incluso pertenece a la Legión de Honor. Es el profesor perfecto. Hace como hacen muchos de sus colegas: ganarse unos francos extra formando a futuros pintores. A pesar de que Couture tiene fama de alentar la expresividad de sus estudiantes, considera que Manet solo está dotado para la caricatura. ¿No es eso mismo lo que sentencia el crítico Félix Féneon de Las señoritas de Avignon en 1907? Reza la leyenda que Couture le espeta a Manet que no va a ser más que “el Daumier de su tiempo”. ¡Sí, aquel Honoré Daumier más conocido por sus caricaturas políticas que por sus pinturas! Supongo que Manet tiene un alto sentido para la autoflagelación porque no se entiende muy bien que siga aún seis años más bajo la tutela de un profesor que le reconoce huérfano de talento para la pintura. Mas algo bueno debe de tener esta situación para que Manet —pregunta que debe rumiar ahora el lector perspicaz— aguante ahí tanto tiempo. En efecto, las visitas diarias al Louvre y las cientos y cientos de horas que dedica a copiar a los grandes maestros y, en particular, a Diego Velázquez no caen en saco rato. Visitas que también le espolean a viajar a Venecia, Florencia, Roma, Ámsterdam, Viena y Praga en busca del arte de los antiguos maestros.

No es hasta el año 1859, con veintisiete años cumplidos, que Manet se aventura a presentarse al Salón Parisino o Exposition des Artistes Vivants. Conocida sencillamente por el sobrenombre de “Salón”, se trata de una exposición subvencionada por el estado francés que desde sus inicios en 1673 se ha celebrado en el Salon Carré o sala cuadrada del Louvre. A partir de 1855 se celebra en el Palais des Champs-Élysées, anteriormente conocido como el Palacio de la Industria, donde se hacen también competiciones ecuestres y ferias de agricultura. Es en ese preciso año 1859 cuando arranca esa carrera de desdichas, infortunios y calamidades para el artista. Manet nunca mira atrás en vida, mas desde la tumba aún hoy se estremece cada vez que alguien —en este caso yo— le recuerda ese aciago año.

El Salón lo es todo. Es allí donde el artista vende sus obras y recibe encargos del estado. Es allí donde el público se congrega año tras año hasta convertirse en una gran atracción popular: ¡el domingo, que es gratuito, llega a congregar a 50.000 personas! Es allí en la primera semana de mayo donde durante seis semanas las más de mil obras que elige el Comité de Selección labran o destrozan reputaciones. Es allí donde la crítica parisina ensalza a los artistas academicistas y se ensaña con los revolucionarios. En otras palabras: no existe vida más allá del Salón. Y triunfar en él es literalmente, y nunca mejor dicho, una cuestión de “vida o muerte”. Porque en el fondo, el Salón, las medallas, los Prix de Rome, los encargos estatales y los nombramientos para puestos en las academias y escuelas de arte constituyen un sofisticado sistema capaz de colmar las expectativas y necesidades de clase media del artista burgués.

Para el Salón de 1859 Manet ha enviado a concurso el entretanto famoso El bebedor de absenta (1859). Este año hay 3.887 envíos. El jurado no se muestra muy impresionado. Solo le dedica risas y sarcasmos. Uno de los académicos lo rechaza además por considerar que Manet rinde culto a una forma de vida depravada. Para el salón de 1861 Manet se anima a enviar El cantante español (1860) y Retrato del señor y la señora Manet (1860). Este año se reciben 4.097 envíos. El cantante recibe elogiosas palabras del famoso crítico Théophile Gautier mereciendo incluso una mención honorífica. El retrato de sus padres, por el contrario, obtiene un rechazo unánime y clamoroso. A pesar de que Stendhal ya en 1824 ha animado a todo artista a pintar personajes de la vida moderna y no a héroes que probablemente jamás han existido, los caracteres contemporáneos de Manet, y más aún sus vigorosas pinceladas, son demasiado agresivos para el gusto de la época.

Como ya he leído algunos libros sobre el tema, puedo afirmar que no hay libro como el de Ross King para adentrarse en los desconocidos y despectivos detalles que marcan la política del Salón. En The Judgment of Paris: The Revolutionary Decade that Gave the World Impressionism(2006), King nos transmite con un ritmo trepidante más propio de novela policiaca la sofisticación psicológica, política, social, económica e ideológica del sistema institucional académico cuyo resplandor y miserias se plasman en el Salón, ahora a ritmo anual, tan pronto a ritmo bienal.

Todos hemos oído hablar del Salón. Pocos sabemos verdaderamente cómo funciona esta máquina institucional que labra reputaciones como la de Meissonier mientras hunde en el fango y en la miseria a los exquisitos Delacroix y Corot, los audaces Courbet y Puvis de Chavannes o los controvertidos Manet, Monet y el resto de la banda impresionista.

En el año 1861 se introduce un gran cambio: las obras de arte se cuelgan en las consabidas categorías de pintura y escultura a lo largo y ancho de 38 salas de manera alfabética de acuerdo con el apellido de cada artista. El Grand Salon es reservado para las obras de aquellos artistas que han merecido menciones de honor, obtenido premios en ese año o concursan en la modalidad hors concours. En este privilegiado espacio dedicado a la élite del academicismo la colocación ya no sigue un orden alfabético. A Manet le corresponde entonces la Sala M. Otro detalle sumamente importante es que la colocación de la obra no es permanente. El jurado tiene la potestad de proceder a la recolocación de una obra bajo dos circunstancias. En primer lugar, si considera que está teniendo gran acogida entre el público la puede recolocar en un lugar más favorecedor. Y, en segundo lugar, si la obra resulta demasiado controvertida y es objeto de grandes acumulaciones. Esto suele ocurrir mucho más a menudo. Entonces la pintura en cuestión es desterrada a una de las galerías más alejadas y poco frecuentadas por el público o simplemente retirada del todo del Salón. Esto es lo que ocurre con la inaceptable obra de Gustave Courbet El regreso de la conferencia en la edición de 1863, donde muestra a un grupo de curas escandalosamente ebrios vagando por el camino.

En el año 1863, el règlement del Salón sufre otro cambio drástico: el número de obras que cada artista puede enviar al Salón se limita a tres. Así lo ha decidido el aristócrata Alfred-Émilien O’Hara, Conde de Nieuwerkerke, quien ha sido nombrado Director General de Museos en el año 1849. Esta decisión va sobre todo en contra de Courbet y otros realistas “cuya pintura —en palabras del Conde de Nieuwerkerke— es la de los demócratas, la de hombres que no se cambian la ropa interior”. Como es de imaginar, la decisión genera grandes protestas: 182 académicos y otros artistas firman una carta de repudio dirigida al Conde de Waleski, el superior de De Nieuwerkerke. Entre ellos figuran Delacroix, Ingres, Manet, Corot y el propio Meissonier. La petición es entregada al Conde de Waleski por Gustave Doré… y el propio Manet. Una decisión poco inteligente por su parte porque le caracteriza de repente como cabecilla de la revuelta de cara al establishment. Si le unimos a ello una pintura de difícil factura para los gustos de la época, no es difícil llegar a la conclusión de que Manet se está suicidando artísticamente. Por otro lado, la firma del propio Meissonier al inicio de la carta es muy sorprendente y hasta cierto punto incomprensible. Al fin y al cabo, él es uno de los privilegiados hors concours: aquellos artistas que han recibido como mínimo tres máximas distinciones en antiguas ediciones accediendo al Salón sin tener que someter sus obras al veredicto del jurado. ¿Qué es entonces lo que realmente está pasando? Meissonier en el fondo se siente molesto y herido en su gran orgullo francés porque considera que, como uno de los pintores más relevantes de la historia de Francia, está en su perfecto derecho de enviar el número de obras que le venga en gana: al Salón de 1861 ha enviado cinco; al de 1855, nueve; y a la edición de 1857 nuevamente nueve. Al final, la revuelta no es más que papel mojado. Todos, y especialmente Manet, se afanan por enviar sus obras al Salón.

Ahora detengámonos por un momento en el fascinante proceso de selección llevado a cabo por el jurado. La fecha de recepción de obras del Salón de 1863 es el 1 de abril, un mes antes de la propia inauguración. Los artistas aplican frenéticamente las últimas pinceladas a sus telas para luego descender sobre el Palais des Champs-Élysées cargándolas al hombro, tirando de ellas montadas sobre carretillas o, los más afortunados, mandando simplemente al criado en el carruaje para proceder a su registro. En esa época el cómodo servicio de recogida y entrega de UPS o DHL aún tiene que esperar. ¡A pesar del nuevo y restrictivo criterio se reciben unas 5.000 obras, que se han de evaluar en apenas unos diez días! Si tenemos en cuenta que el jurado, como nos recuerda King, se ve ante la difícil tesitura de juzgar unas 500 obras al día permaneciendo solo seis horas diarias en el Palais, la conclusión no puede ser más rotunda: cada hora unas ochenta obras desfilan ante sus ojos otorgando a cada una de ellas apenas un minuto de atención. Después de unas horas al exhausto jurado se le empieza a nublar la vista y composiciones a las que Manet, Corot o Millet le han dedicado meses o inclusos años apenas reciben unos miserables segundos de atención. ¿Es el funcionamiento de los jurados hoy muy diferente? Desgraciadamente, no. Mas dejémonos de lamentaciones y vayamos al performance del jurado en su acto de juzgar las obras. Pienso que esto es lo más fascinante y también la dinámica más desconocida para el lector. La tarea es muy ardua para el jurado, tanto desde un punto de vista físico como psicológico. Hay tantas obras en los pasillos y las escaleras del Palais que el jurado muy a menudo tiene que esquivarlas literalmente hablando. Las obras se valoran una a la vez. Y como es imposible mover esa ingente cantidad de miles de obras constantemente a un espacio o sala predeterminada, lo que se hace es que la obra se juzga in situ, es decir, allí donde ha sido colocada, sea una entrada, un pasillo, las escaleras o un cuarto lateral. ¿Cómo nos imaginamos entonces el procedimiento en medio de tanto caos ante una situación a todas vistas poco propicia para la evaluación de una obra de arte? Las obras, una vez registradas, han sido apiladas en montones que agrupan a los artistas según su apellido. Ubicados cada uno en un extremo de la obra enviada a concurso, dos funcionarios vestidos con impolutas batas blancas del Palais aíslan cada obra de manera individual por medio de una cuerda blanca. El presidente del jurado va pertrechado con una pequeña campana que hace sonar cada vez que hay que juzgar una obra nueva. Solicita primero los votos a favor, luego los votos en contra. Se vota simplemente a mano alzada. Basta con una mayoría simple. La decisión queda solemnemente registrada por el secretario en un cuaderno de color negro antracita. Aquellas obras que han obtenido el favor unánime del jurado reciben la calificación “número 1” en el ranking: ello les otorga el privilegio de ser colgadas en el Salón on the line o “en la línea”, es decir, a la altura ideal de la vista. Las que han recibido menos votos son colgadas “por debajo de la línea”. Las que suscitan más polémica son por lo general colgadas “por encima de la línea” y, preferiblemente, lo más cerca del techo. Así el sufrido público apenas las puede observar con detenimiento. Las obras rechazadas, entre ellas la más controvertida El baño (luego renombrada Almuerzo en la hierba, 1863) de Manet, son marcadas por detrás por uno de los funcionarios con un sello rojo con una R de refusé. ¡No solo ha sido la obra rechazada para el Salón, sino que también se la marca como ‘apestada’ y, de facto, se convierte prácticamente en invendible! La condena es doble. El règlement brinda la opción del repêchage o repesca. Cada miembro del jurado tiene la opción de repescar una sola obra, por muy indigna que sea, que los otros miembros aceptan sin rechistar.

Ya sabemos todos lo que pasa en el famoso y entretanto mítico Salón de 1863: de las 5.000 obras enviadas a concurso solo 2.217 son aceptadas; de los 3.000 artistas que han concursado solo 988 consiguen entrar. El Conde de Nieuwerkerke ha dado instrucciones expresas al jurado de ser muy duros y cortar cualquier desviación de raíz. Manet recibe pronto una carta del Ministerio del Estado cuyo contenido reza más o menos así: “El director lamenta mucho que sus tres obras no hayan sido admitidas por el jurado y le conmina a retirarlas a la mayor brevedad posible. Atentamente, Conde de Nieuwerkerke”. También The White Girl (luego renombrada Symphony in White, No. 1, 1861-62) de James McNeill Whistler sufre, como muchas otros, el mismo ignominioso destino. No es necesario indagar más. Las imparables quejas y acciones de los artistas llegan a oídos del autocrático Napoléon III, que manda montar en el otro extremo del Palais el famoso Salon des Refusés. Se inaugura el 15 de mayo. Manet alberga grandes dudas de si exponer con los rechazados es bueno para su reputación. Al final, piensa que es mejor que el público vea con sus propios ojos Le bain. Craso error. El público francés no está preparado para semejante afrenta. Sus obras son recibidas con hostilidad.

En ambos salones las obras de los artistas que empiezan con la A han sido colgadas en la primera sala, los que empiezan con la B en la siguiente y así sucesivamente. Desde la A a la Z. Lo que permite a los visitantes del Salón seguir un cierto orden o buscar las obras de determinados artistas.

Las políticas oficiales con respecto al Salón siguen siendo ambiguas y denotan la feroz lucha entre Napoleón III y las subsiguientes administraciones republicanas contra el poder de los académicos por determinar el destino del Salón. Hay presiones para dar cabida a nuevas tendencias ante las cada vez mayores críticas de esa hornada de artistas nuevos que desean pintar la vida moderna. El juego de poder se manifiesta especialmente en la composición de los miembros del jurado, que va variando según el poder de cada bando. Para conocer sus más exquisitos entresijos lean el divertido e instructivo libro de King. Lo que a mí personalmente me interesa es el caso de Manet, que es sintomático de lo que sucede a muchos artistas que osan ir en contra de los preceptos de la Academia Francesa.

El Salón es cada año o cada dos años, como es lógico, la fecha más importante del calendario para cualquier artista francés. Un poco como la Bienal de Venecia o la documenta hoy. Y, en particular, Le Jour de Vernissage, que se celebra dos días antes de la apertura general al público. ¿Alguna vez, querido lector, te has preguntado por qué a la inauguración nos referimos como vernissage o Día del barnizado? Porque ese día, una vez que los cuadros ya están colgados, cientos de pintores acceden a las salas del Salón en el Palais des Champs-Élysées con sus escaleras, pinceles y óleos para dar los últimos retoques y, sobre todo, aplicar el último barniz a la tela con el fin de mejorar su apariencia. Por cierto, la absoluta estrella del barniz era Joseph “Joe” Duveen. ¡Búsquenlo! Con el devenir de los años, este acontecimiento técnico de última hora se convierte en un evento social donde cada artista se apuesta delante de su creación rodeado de amigos, familiares, coleccionistas y otros miembros de la alta sociedad que vienen al preview de las obras. Es precisamente ese penetrante y apestoso olor a barniz que cuelga en las salas durante esos primeros días lo que finamente le otorga el nombre de vernissage al preestreno de una exposición.

El día del vernissage del Salón del año 1864, el Emperador Napoléon III está ansioso por llegar a la Sala M. Hay en ella 7 obras que ha encargado el Estado francés o que acaba comprando él personalmente. El emperador tiene particular interés en una de ellas donde aparece retratado de la mano del mismísimo Meissonier: La batalla de Solferino (1863). En esa misma sala se encuentran dos obras de Manet: Incidente en una corrida de toros (1863) y Cristo muerto con ángeles (1864). Además de varias pinturas de Millet, en la sala hay también obras del newcomer Gustave Moreau, entre ellas Edipo y la esfinge (1864), que es vivamente aclamada por críticos de prestigio como Gauthier, Saint-Victor o Maxime du Camp. También aparecen por primera vez unos paisajes de la joven Berthe Morisot, alumna de Corot. La Sala M es la mayor atracción del Salón de 1864. El público acude en tropel para ver las obras de Meissonier. Demasiada competencia para Manet que ya de por sí goza de escaso crédito entre la crítica y el público. Del Cristo se dice que es demasiado realista y vulgar, del torero que tiene errores de perspectiva y que “el toro es microscópico”. Louis Leroy en el satírico Le Charivari llega incluso a afirmar que Manet “sufre una aguda aflicción de retina”. Es evidente que la revolucionaria interpretación de la perspectiva lineal de Manet desencaja por completo con la exquisita pero más conservadora perspectiva de Meissonier. Estas dos obras pronto se erigen como las más impopulares de la exposición.

Para Manet, que hoy aún desconoce que pocas veces será admitido al Salón, presentarse a cada convocatoria supone un auténtico calvario que, en ocasiones, le hace enfermar: no solo tiene que enfrentarse al oprobio y sarcasmo de los académicos del jurado, sino que, de ser aceptado, le toca colgar en la Sala M con Meissonier, la idolatrada estrella del academicismo francés. Tampoco le va a Manet mucho mejor en el Salón de 1865, donde su Olimpia (1863) es admitida a regañadientes (después de haber sido rechazada) para convertirse nuevamente en el hazmerreír de la crítica y el público. ¡En otra ocasión, la crítica incluso le confunde con un pintor joven de apenas 24 años llamado Monet! El público en masa se apiña los gratuitos domingos ante su Olimpia suscitando reacciones de incredulidad y lanzando sonoros rechazos. La situación se vuelve tan tensa que el Salón se ve obligado a poner dos guardias delante de la obra para custodiarla. Y cuando esa medida no resulta eficiente, se decide que el cuadro sea bajado de su posición original y colgado bien alto, pegado casi contra el techo, para que el público apenas discierna la pálida desnudez de su Olimpia. Manet no solo va en contra del gusto sino también de la moralidad de la época. ¡Esta vez el público no viene por Meissonier, sino para mofarse de Olimpia!

Durante muchos años la Sala M del Palais des Champs-Élysées es la más popular del Salón, muy a pesar de Manet.

Aunque Manet nunca ha expuesto con los impresionistas, se le considera el líder de esa pandilla de lunáticos. Ni la Academia Francesa ni la crítica de arte ni el público son capaces de apreciar la radicalidad de su planteamiento artístico. O tal vez sí, y por eso lo rechazan con tanta rabia. Sin embargo, estas controvertidas pinturas crean el primer movimiento de vanguardia que alcanza éxito mundial, especialmente en los Estados Unidos, como bien nos explica Philip Hook en su magnífico, compacto y divertido The Ultimate Trophy: How the Impressionist Painting Conquered the World (2009).

Como suele ocurrir en estos casos, ni Manet ni Monet ni Pisarro ni muchos otros artistas innovadores viven para gozar las mieles del éxito en vida. Se tienen que contentar con mirar cómo la historia del arte canta sus hazañas después de muertos a través de un rácano agujero en el sótano del cielo.

Con todo, Manet no es el artista más rechazado de la larga y polémica historia del Salón. ¿El lector se imagina quién?


—Ross King, The Judgment of Paris: The Revolutionary Decade the Gave the World Impressionism (Nueva York: Bloomsbury, 2006).

—Philip Hook, The Ultimate Trophy How the Impressionist Painting Conquered the World (Munich: Prestel, 2009).  

Paco Barragán

Tiene un doctorado internacional por la Universidad de Salamanca (USAL) con residencia en la Universidad Alvar Aalto de Helsinki. Ha obtenido el Premio Extraordinario al doctorado en el año 2019-2020 por su tesis "La narratividad como discurso, la credibilidad como condición: arte, política y medios hoy." Es colaborador habitual de la revista norteamericana Artpulse. Entre 2015 y 2017 dirigió la sección de Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100 en Santiago de Chile. Prolífico curador, Barragán ha comisariado 91 exposiciones internacionales entre las que figuran "No lo llames Performance" en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2003), "¡Patria o Libertad! On Patriotism, Nationalism and Populism" en el Museo COBRA de Ámsterdam (2010), "Erwin Olaf: el imperio de la ilusión" en el MACRO-Castagnino de Rosario (2015) y "Juan Dávila: Pintura y Ambigüedad" en el MUSAC de León (2018). Barragán es autor de "From Roman Feria to Global Art Fair, From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial: On the 'BIennialization' of Art Fairs and the 'Fairization' of Biennials" (ARTPULSE Editions), publicado en noviembre de 2020.

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