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5. ¿CÓMO UNA INOFENSIVA VISITA DE HITLER A LOS UFFIZI MARCARÍA EL DESTINO DEL ARTE?

Hay regalos envenenados que dejan huella en los anales de la infamia. Así contaba el historiador Xabier Irujo que el Reichsmarschall Hermann Wilhelm Göring le quiso hacer un regalo muy especial a Hitler para el día de su cumpleaños el 20 de abril de 1937: el bombardeo de la ciudad vasca Guernica. Al parecer hubo problemas de orden logístico que impidieron que se cumpliera tal deseo en el día de la efeméride del Führer. Al final Göring tuvo que tragar saliva y esperar unos días más: el 26 de abril la indefensa ciudad de Guernica sería bombardeada por la Luftwaffe y la Aviazione Legionaria Italiana.

También hay visitas inofensivas que dejan huellas inimaginables en los anales de la historia del arte. La inocente visita de Hitler a la galería de los Uffizi el 9 de mayo de 1938 es sin duda una de ellas. Después del aburrimiento que había sentido Hitler en Nápoles y Roma, la visita de estado organizada por Mussolini le llevaría a Florencia apenas durante unas horas. Uno de los lugares elegidos para impresionar a Hitler fue la Galería de los Uffizi (Recordemos rápidamente que Hitler ya había visitado la Biennale di Venezia en el año 1934, pero que había huido espantado de tanto arte degenerado). Para la segunda visita de estado Mussolini sí había hecho los deberes. Efectivamente, Hitler se quedó petrificado ante la fastuosa e interminable colección de arte que habían atesorado los Medici. La atención que Hitler ponía a las detalladas explicaciones que iba desgranando el prestigioso arqueólogo e historiador de arte Ranuccio Bianchi Bandinelli contrastaban con la cara de fastidio de Il Duce, que no paraba de rascarse la cabeza y toquetearse la generosa panza. A medida que el cortejo avanzaba por las suntuosas salas, Hitler observaba el parsimonioso desfile de Caravaggio, Leonardo, Raphael, Miguel Ángel y Mantegna en enigmático silencio. En ese instante una imperceptible mueca de fastidio se le escapa del rostro: como ferviente admirador de la historia del arte justo en ese mismo momento se percata de cuán equivocado estaba.

Mas ese estado de plácido y reverencial ensimismamiento en el que se hallaba sumido el Führer llega bruscamente a su fin: al otro lado de la sala el aburrido y desinteresado Mussolini se encaminaba con enérgicos pasos hacia la salida mientras le recordaba medio gritando al traductor y Obersturmbannführer de las SS, Eugen Dollmann, que las más nobles familias de Italia, al igual que los miles de gentiles compañeros italianos que coreaban sus nombres cansados de tanto esperar, les aguardaban en la Piazza Della Signoria. Después de saludar a las más de 100.000 enfervorecidas gargantas reunidas delante del Palazzo Vecchio, Mussolini y Hitler se alejan perezosos como el atardecer por el famoso corredor de Vasari.

La incluso para Hitler un punto excesiva visita de estado que había durado toda una semana había concluido por fin. Esa misma tarde regresaría a Alemania a bordo del poderoso Focke-Wulf Fw 200 Condor, también conocido bajo el nombre Immelmann III. Unas horas después Hans Bauer, el piloto personal de Hitler, depositaría la aeronave con suma delicadeza sobre la pista n° 3 del impresionante Tempelhof berlinés (ésta era la pista preferida del Führer). Esa misma mañana Hitler, aún entusiasmado por la visita, le confiesa a Berthold Konrad Hermann Albert Speer: «Este es el presagio que esperaba para hacer mi sueño realidad».  

¿Qué fue lo que pasó en los Uffizi que hiciera que Hitler se sintiera de repente tan eufórico? ¿Y qué pudo haber pasado allí para marcar el destino del arte para siempre?

Nadie nunca sabrá lo que pasó exactamente por su cabeza, como mucho alcanzamos a balbucear misericordiosas conjeturas. Y, sin embargo, sí que somos capaces de medir las devastadoras consecuencias que esa accidental visita tuvo para el destino de decenas de miles de obras de arte.

El que explica de manera ingeniosa y con un despliegue de documentación apabullante las consecuencias de esa drástica decisión tomada por Hitler es el autor y periodista cultural boricua afincado en Estados Unidos Héctor Feliciano. El libro fue publicado primero en francés en 1995, luego en inglés en 1997 y, la edición en castellano que aquí presento, para variar, no aparece hasta el año 2004, lo que da una buena idea de la lentitud de los ‘lectores’ que trabajan para las editoriales en habla hispana.

Con un estilo ágil e intrigante de novela de espías, Feliciano nos adentra en El museo desaparecido: la conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundialen los entresijos de la fascinante trama orquestada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial para robar las obras más importantes de arte de toda Europa.

El 21 de junio de 1939 Hitler crea en Dresde la Sonderauftrag Linz o Comisión Especial Linz: el robo sistemático y venta forzosa por parte de sus propietarios de obras de arte para decorar las paredes del futuro museo de Linz. Con la precisión característica que le presuponemos a la ingeniería alemana, decenas de miles de obras maestras de Vermeer, Rembrandt, Rubens, Cranach, Goya, Van Dyck, Picasso, Renoir, Manet, Gris o Matisse empiezan a partir de esa fecha su peregrinación con destino a Alemania. Apiladas en vagones de primera clase de trenes especiales, proceden de grandes y pequeños museos, pero sobre todo de las residencias y galerías de muchos coleccionistas y galeristas judíos como los Rothschild, Goudstikker, Bernheim-Jeune, Rosenberg o Kahnweiler. Muchas de ellas estarían destinadas al futuro Führermuseum de Linz, la ciudad natal de Hitler. Su megalómana idea no solo era convertir a la provinciana Linz en el corazón cultural del Dritte Reich,sino también en una metrópoli capaz de competir con París, Londres o Nueva York. A cargo del proyecto estaría el reconocido historiador de arte Hans Posse.

A la hora de materializar el proyecto, Hitler funcionaba de una manera muy Undeutsch, lo que igual se deba a que era austriaco, pero no dispongo, por ahora querido lector, de pruebas suficientes que me permitan asociar un tipo de comportamiento a una determinada nacionalidad, como sí era habitual opinión entre los filósofos romanos como Catón el Viejo y Séneca. This clearly exceeds the scope of my research (como diría un académico eufemísticamente cuando ignora un determinado asunto). Esta manera poco alemana significaba que, muy a menudo, el Führer encargaba una tarea a varias personas a la vez sin que ninguna de ellas lo supiera. Es de suponer que aspiraba a fomentar la sana competitividad entre los altos oficiales nazis, mas lo que de facto acababa ocurriendo es que a menudo se hacían las tareas por duplicado o triplicado generando peligrosas rivalidades entre las partes ejecutantes. Con el Sonderauftrag Linz ocurrió algo parecido, pues tres departamentos del Reichestaban directamente involucrados en la confiscación de obras de arte: la Kunstschutz de la Wehrmacht o ejército alemán; la embajada de Alemania en París, que dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores bajo Joachim von Ribbentrop; y la Einsatzstab Reichsleiters Rosenberg für die Besetzten Gebiete (ERR) o Destacamiento Especial del dirigente del Reich Rosenberg para los Territorios Ocupados. Y, sobre todos ellos, flotaría la abultada sombra de Hermann Göring de la Luftwaffe.

Número dos del régimen nazi, Göring era un ávido coleccionista que a través de suculentas intrigas y directas amenazas lograría al final una de las colecciones más impresionantes que decorarían los altos y tristes techos de su residencia Carinhalle, situada a las afueras de Berlín. Hermann jugaba con ventaja. Condecorado héroe de la Primera Guerra Mundial, había pertenecido a la escuadrilla del famoso Barón Rojo, el barón von Richthofen. Además, sería uno de los pocos aristócratas en percibir tempranamente en Hitler el genio de orador y madera de líder. En el fallido putsch de la cervecería en Munich en noviembre de 1923, Göring había sido gravemente herido en el muslo, mas supo escapar del país hacia Suiza. Desde entonces había recurrido a la morfina para aplacar los dolores que le causaban las heridas. Al final, acabaría convirtiéndose en un adicto. A medida que el Reich se expandía por Europa, su obesidad iba en aumento en la misma medida que su exquisito apetito por las obras de arte. Había conseguido, como diríamos hoy, el right of first refusal, o derecho preferente a las obras confiscadas, seleccionando para sí aquellas que le interesaban, fueran degeneradas o no. Feliciano calcula que Göring hurtó unas mil obras. Así, el Reichsmarchall le escribe el 21 de noviembre de 1940 con tono un punto ufano a Alfred Rosenberg:»Hoy por hoy, gracias a las adquisiciones y los intercambios, poseo quizá la más importante colección privada de Alemania, acaso de Europa». Es fascinante comprobar cómo Göring, incluso en un intercambio epistolar privado, se cuida mucho de usar la palabra ‘confiscación’.

El museo nunca se llega a construir: una parte de las obras de arte va a parar a manos de Hitler, Göring y otros jerarcas nazis, mientras que el resto alimentará el turbio y suculento mercado del arte de la guerra y la posguerra. Los nazis llegan a ser tan meticulosos que ni siquiera reniegan de las obras de «arte degenerado»: muchas de ellas son intercambiadas en el mercado internacional a través de marchantes como Georges Wildenstein, Feliciano dixit, por otras más acordes con el ideal clásico grecorromano o que reflejaban el ideal de «arialidad» o pureza racial que tanto perseguían los estetas nazis.

La obra que con mucha diferencia más fascinaba a Hitler era el Astrónomo de Vermeer. Desde 1886 había pertenecido al barón Alphonse de Rothschild. En junio de 1940, un miembro de la Einsatzstab Reichsleiters Rosenberg consigue finalmente el tan ansiado Astrónomo:presidía ceremoniosamente la pared azul antracita del salón de una de las casas que Édouard Rothschild, hijo de Alphonse, tenía cerca de la Place de la Concorde. Con todo, no es hasta el 13 de noviembre que Alfred Rosenberg le escribe con mal disimulada satisfacción a Martin Bormann, el secretario y conservador de la colección de arte del Führer, las siguientes palabras: «Me agrada poder informar al Führer que la pintura de Jan Ver Meer [escrito así en el original] de Delft, que él había mencionado, ha sido encontrada entre las obras confiscadas a los Rothschild».

El interés de Hitler por esta obra tiene una explicación muy lógica. El Führer creía denodadamente en lo paranormal, lo oculto y en los presagios. He aquí un detalle muy revelador: en noviembre de 1932 las elecciones al Reichstag arrojan una pérdida de casi dos tercios de los votos para el Partido Nacional Socialista, generando grandes dudas y descontento entre los barones acerca de su liderazgo. ¿Qué es lo que hace Hitler entonces? De manera secreta convoca al vidente de moda Erik Jan Hanussen para una sesión en el Hotel Kaiserhof. En el encuentro secreto Hanussen coloca a Hitler (que desconocía que éste era judío) en una silla en el centro de la habitación, examina sus manos, cuenta los bultos de su frente para a continuación sumergirse en un profundo trance místico. Las palabras que entonces pronuncia el vidente embriagan a Hitler de euforia: «¡Veo la victoria para ti —exclama Hanussen—, nada ni nadie te va a poder parar!»

El libro que complementa de manera idónea el relato del saqueo nazi es Loot! The Heritage of Plunderde Russell Chamberlin. Escrito en 1983, en él Chamberlin nos da un repaso histórico de los grandes saqueos de Occidente que aún hoy en los países de origen generan acaloradas disputas: los bronces de Benín (British Museum, The Metropolitan Museum of Art y el Louvre, entre las 160 instituciones que poseen bronces nigerianos), el busto de la reina Nefertiti (Ägyptisches Museum und Papyrussammlung de Berlín), la piedra de Rosetta (British Museum), los mármoles de Elgin (British Museum), además del expolio napoleónico. A poco que uno se haya fijado, querido lector, se da perfectamente cuenta de quiénes comandan los primeros puestos del campeonato mundial del saqueo.    

La mayoría de los así denominados universal survey museums occidentales, desde el Louvre, el British Museum hasta el Metropolitan, El Prado o el Rijksmuseum, son el fruto de años de saqueo, pillaje y ventas forzadas de obras de arte y otros objetos que acaban al final decorando sus vitrinas. Se trata de un simple fait accompli para el ciudadano occidental que disfruta de esos tesoros en sus respectivos museos nacionales sin haberse jamás preocupado por su oscura procedencia. Tampoco vamos a exigirle al sufrido ciudadano occidental (¡y menos aún al tan comprometido mundo del arte del mainstream!) que se pare por una sola vez a reflexionar acerca de cómo, históricamente, el bienestar y la democracia en Europa Occidental y Estados Unidos solo fue posible gracias a la explotación de regiones como América Latina, Oriente Medio, Asia, Oceanía o Australia. Existe una insidiosa relación simétrica entre bienestar y explotación: a mayor bienestar en el mainstream, mayor explotación en el Global South. No lo digo yo. No me echen a mí la culpa. Lo argumentaba de manera convincente el ya fallecido filósofo italiano Domenico Losurdo en El pecado original del siglo XX (2015, Ediciones del Oriente y el Mediterráneo).

Ahora bien, ¿y qué ha ocurrido con los museos? Nada ha cambiado apenas, solo nos llegan de vez en cuando los ecos magnificados de algunas buenas intenciones de presidentes occidentales como Macron. Para mí que siguen siendo de cariz lampedusiano visto el escaso avance de las retribuciones de las confiscaciones nazis y la nula cooperación de los museos occidentales 80 años después. En resumen: la operación de pillaje de los nazis superaría tanto en sofisticación, osadía como en ambición cualquier intento de saqueo anterior, incluso el llevado a cabo un siglo antes por los ejércitos de Napoleón Bonaparte.

Todo ello hace que, aún hoy, miles de obras robadas que no han sido retornadas a sus legítimos dueños sigan decorando las salas y figurando en los inventarios de museos en Francia, Alemania, Austria, Suiza, Holanda y Bélgica, pero también en países como Estados Unidos y Japón (y seguro que mi lista es poco espléndida). Sus directores y conservadores jefes no están muy interesados en su procedencia. Y cuando decimos museos, lo mismo vale para los miembros de casas de subastas y galerías de arte.

La declaración firmada por los directores de 18 museos en el año 2002 titulada Declaration on the Importance and Value of the Universal Museum (DIVUM), entre los que figuraban el Louvre, el Metropolitan, el Art Institute de Chicago, el J. Paul Getty Museum, el Solomon R. Guggenheim, los Museos Estatales de Berlín o el Hermitage, maniobrados en la sombra por el British Museum, constituye un perfecto ejemplo del hipócrita y vergonzoso comportamiento de Occidente con respecto a las obras robadas, saqueadas, adquiridas de manera sospechosa, ilegal o en condiciones de imposición. ¡La política-del-todo-vale con tal de convertir una situación de hecho en derecho!

Rodeado por aquellos tesoros de grandes maestros del Renacimiento y el Barroco en las majestuosas salas de los Uffizi, aquel fatídico 9 de mayo de 1938 Hitler cae en la cuenta de que la colección de artistas realistas alemanes de finales del siglo XIX que él con tanto mimo había reunido desde los años 30 era poco más que una bagatela. Desde ese mismo instante estaba decidido a que su Reich solo diera cabida a las figuras más emblemáticas y excelsas de la historia del arte.

¿Qué hubiera pasado si Hitler no hubiera visitado los Uffizi en 1938?

Esta pregunta permite otra igualmente fascinante hipótesis de ejercicio de ‘contra-historia’: ¿Qué hubiera pasado si el Führer hubiera aprobado el examen de ingreso a la Academia de las Artes de Viena a principios de septiembre de 1907 cumpliendo así el sueño de convertirse en pintor? 


—Héctor Feliciano, El museo desaparecido. La conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundial (Barcelona: Destino, 2004)

—Russell Chamberlin, Loot! The Heritage of Plunder (Londres: Thames and Hudson, 1983).

Paco Barragán

Tiene un doctorado internacional por la Universidad de Salamanca (USAL) con residencia en la Universidad Alvar Aalto de Helsinki. Ha obtenido el Premio Extraordinario al doctorado en el año 2019-2020 por su tesis "La narratividad como discurso, la credibilidad como condición: arte, política y medios hoy." Es colaborador habitual de la revista norteamericana Artpulse. Entre 2015 y 2017 dirigió la sección de Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100 en Santiago de Chile. Prolífico curador, Barragán ha comisariado 91 exposiciones internacionales entre las que figuran "No lo llames Performance" en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2003), "¡Patria o Libertad! On Patriotism, Nationalism and Populism" en el Museo COBRA de Ámsterdam (2010), "Erwin Olaf: el imperio de la ilusión" en el MACRO-Castagnino de Rosario (2015) y "Juan Dávila: Pintura y Ambigüedad" en el MUSAC de León (2018). Barragán es autor de "From Roman Feria to Global Art Fair, From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial: On the 'BIennialization' of Art Fairs and the 'Fairization' of Biennials" (ARTPULSE Editions), publicado en noviembre de 2020.

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