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LA ‘IMMAGINI INFAMANTI’ EN EL ARTE CUBANO

Como expresa el académico Mark Falcoff, aun sabiendo que la Revolución en sí misma está muerta, el Estado cubano y el peregrinaje político continúan enalteciendo su consecuente revolucionarismo: siguen viviendo en él y gracias a él. Al respecto, señala: “El régimen cubano se ha beneficiado del final de la Guerra Fría, permitiendo que personas irresponsables o políticamente ignorantes en países ricos adoren (o al menos admiren, vicariamente) una versión del comunismo que no representa una amenaza concebible para su forma de vida” (Falcoff, 2008).

Estereotipar el revolucionarismo implica para dichos Estados y peregrinaje mantenerse en guardia por si aparecen representaciones que puedan empañar su pertinencia y eficacia: un estado de alerta ad infinitum que procura la violencia políticamente necesaria y anula toda responsabilidad.

No me refiero exclusivamente a linchamientos radicales, sino a circunstancias en las que la violencia física cede espacio a la no fatal: a la violencia de las presiones psicopedagógicas, a las correspondencias entre intimidación y reverencia, y a la fusión entre la pedagogía del mimetismo y la permisibilidad autoritaria, cuyos efectos, no porque resulten menos evidentes, dejan de generar daños irreversibles.

Hago referencia a la administración de la violencia divina, es decir, a la instrumentalización de las dependencias, reciprocidades y justificaciones entre la violencia revolucionaria y la violencia represiva, que durante sesenta años han instituido un mecanismo victimario. Violencia cuyo carácter estructural domina al Estado cubano de un modo implacable, en la misma medida que éste se cree capacitado para dominarla (Hernández, 2017).

Del mismo modo que la imagen de la Revolución ha constituido una razón de Estado, la censura se ha emplazado como una condición sine qua non para su existencia. Entiéndase que la naturaleza totalitaria de reclamar asiduamente a la sociedad una víctima que consienta su culpabilidad y su invariable condena, persiste hoy en Cuba como forma de afiliación.

Tal reclamo continúa siendo potenciado por líderes y burocracia política como una “forma revolucionaria” de unanimizar a todos en contra de alguien o de algo. La tendencia a crear chivos expiatorios por el hecho de disentir, pensar con libertad o concebir espacios de autonomía, quiero decir, sin responder a coerciones burocráticas, ha sido la lógica imperante de la política cultural cubana (Hernández, 2019).

Para los cuadros políticos de la cultura, la censura es un mal menor cuyas buenas intenciones exaltan lo consabido, esto es, según Isabel, agente de la Seguridad del Estado que atiende al CNAP (Consejo Nacional de las Artes Plásticas), “el destino histórico de la Revolución”, y para Jorge Fernández, cuadro en función de director del Museo Nacional de Bellas Artes, “el momento frágil que vive la Revolución”.[1]

Por ser clichés del alegato burocrático, estas frases traen a colación el estigma: esa marca ideológica con la que la burocracia política cultural no solo advierte la inferioridad de lo censurado, sino que, además, lo convierte en el peligro inmanente para tales destino y fragilidad.

El totalitarismo no se permite debates intelectuales que afecten su credo correccional; su burocracia cultural no digiere el libre pensamiento por vivir aferrada al fetichismo ideológico; el peregrinaje político[2] no cesa de reproducir su imaginario, lo cubano revolucionario, que por ser parte identitaria de la imagen política de izquierda, todavía funciona como una coraza contra la imagen del mal.

En tanto coautores de lo cubano revolucionario y bienhechores de dicha imagen política de izquierda, los peregrinos han prestado su incondicionalidad política, corrección moral, autoridad intelectual y conocimiento cubanista para producir un cúmulo de representaciones que, aunque no todas resultan censorias explícitamente, sí favorecen la censura burocrática al no condenarla como elemento fundamental de la violencia represiva, ni llevarla a discusión como condicionante capital de la política cultural (Hernández, 2013).

En ambos casos se trata de la immagini infamanti: una representación, atendiendo a David Freedberg (1992), que pretende destruir la honra de lo censurado, normalizándolo como poco fiable, desleal o enemigo. Una immagini que, aun cuando no precisa del sacrificio físico, determina la aniquilación de la reputación de un individuo, el vilipendio de las cualidades culturales de una obra de arte y la banalización de un evento o tema puesto en cuestión.

Juan Sí González, Me han jodido el ánimo, 1988. Acción Pública, 23 y G, Vedado, La Habana. Foto: Adalberto Roque. Cortesía del artista
Juan Sí González, Me han jodido el ánimo, 1988. Acción Pública, 23 y G, Vedado, La Habana. Foto: Adalberto Roque. Cortesía del artista

De la misma manera que The Cuban Image se erige como historia fundacional de la producción cinematográfica institucional, New Art of Cuba lo hace para las artes visuales; ambas representaciones se instituyen a través de la voz autorizada y portadora de confianza del peregrino político; las dos transnacionalizan una imagen que se autentifica con las demandas de la cultura de la imagen política de izquierda.


EUFEMISMO Y SUPRESIÓN: FUNDAR LA IMMAGINI

La immagini infamanti arrastra un detalle crucial: si el creador de la misma es un similar al reprobado, es decir, un artista, un crítico u otro especialista de la comunidad cultural, “la degradación y la caída en desgracia implícitas en esta particular forma de castigo se acentúan” (Freedberg, 1992: 289).

En su libro New Art of Cuba, el artista y pedagogo Luis Camnitzer coopera con la censura políticamente necesaria formulando un tipo de immagini infamanti centrada en la supresión.

Cito, antes de continuar, la reflexión de la artista e investigadora Coco Fusco (2017: 97) respecto al desinterés de Luis Camnitzer sobre la obra de Juan Sí González y el Grupo Ritual ART-DE:

Aunque Camnitzer entrevistó a González como parte de su investigación, se basó fundamentalmente en reportes de segunda mano sobre la obra de González, pero no identificó sus fuentes.[3] Su valoración de los performances callejeros de González es breve y algo contradictoria. Sin ofrecer ninguna descripción detallada de la obra de González, declara en el desarrollo de su texto que los profesionales del arte la consideraban falta de mérito artístico y que los no profesionales la encontraban ofensiva. Esta era la misma opinión expresada en la carta de los artistas utilizada como evidencia por un miembro del aparato del partido y en el comentario de Soledad Cruz, la periodista de Juventud Rebelde y protegida de Carlo Aldana, el entonces jefe del Departamento de Orientación Revolucionaria del Partido Comunista de Cuba. Camnitzer relega el reconocimiento de que González haya recibido críticas favorables a una nota al pie de la página. Luego, en otra nota al pie, parece tratar de ablandar las implicaciones de la represión política, notando que mientras el artista fue censurado por sus performances en la calle, no se le impidió realizarlos en un museo. La impresión creada fue que González era un mal artista sin seguidores, más que un artista político que fue perseguido y marginalizado por la policía.

Pese a esto, ni en el postscript de 1991 ni en el de 1992, Luis Camnitzer (2003) toma en cuenta la censura y encarcelamiento del artista Ángel Delgado, ni las respectivas represiones y encarcelamiento que padecen Juan Sí González y sus colegas del Grupo Ritual ART-DE (véase Madrigal, 2017). Menos aún incluye en la contextualización de uno y otro postscripts el hostigamiento contra los intelectuales firmantes de la Carta de los Diez que tuvo lugar en 1991 (véase Díaz Martínez, 1996).

Hago estas observaciones, porque entre ambos postscripts hay tres puntos que, si bien Camnitzer no los indica como conclusiones, se muestran meridianamente como tal.

En el primer punto, Camnitzer expresa que el socialismo no-represivo es mejor conductor hacia el buen arte que el capitalismo no-represivo, dando por sentada la influencia del arte y por extensión de cualquier proceso intelectual en la vida social y política cubanas.

Seguidamente, Camnitzer reduce la censura en Cuba como “algo ambiguo”: un asunto que tratara con anterioridad en su texto de presentación para la exposición The Nearest Edge of The World (1990), describiendo la censura como una continua polémica entre halcones y palomas sin victoria para ninguna de las partes, y precisando que pese a tan desafortunados episodios censorios, era un éxito de la Revolución que existieran en Cuba artistas que contribuyeran a mejorar el sistema con sus críticas (Camnitzer, 2006).

Por último, tomo la referencia de Camnitzer a la emigración de medio centenar de artistas entre los años terminales de la década de 1980 y los iniciales de la siguiente, argumentando que no abandonaban el país por desacuerdos ideológicos, sino por dificultades económicas.

Confluyen en Luis Camnitzer los estereotipos que cimentan la representación de peregrinaje político: la predisposición del intelectual de izquierda para viajar a espacios utópicos sobre los que instituir sus afinidades ideológicas, posturas políticas y juicios morales; la aversión hacia su contexto originario, el capitalismo, y la confianza acrítica hacia las circunstancias que “descubre” el socialismo; y la tendencia a velar porque no surjan dicotomías en el imaginario del bien, o dicho de otra manera, la anteposición de su fe política al compromiso humanitario.

Luis Camnitzer inicia sus viajes a Cuba para participar en el Primer Encuentro de Intelectuales Latinoamericanos en 1981, y decide escribir su libro después de ser invitado al IV Congreso de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) en 1988, debido a la insistencia de Sandra Levison. El espíritu hierofánico del credo expresado por Sandra Levinson y Carol Brightman en su libro de peregrinaje Venceremos Brigade: “We had arrived: revolutionary Cuba, a dream in progress in the Western hemisphere” (Levinson y Brightman, 1971: 75), parece atravesar el trabajo de campo de Camnitzer.

Únicamente el crítico cultural Kevin Power, desde el correlato del arte cubano, llama la atención sobre este asunto:

El libro New Art of Cuba (1994), de Luis Camnitzer, nos proporciona un texto útil, aunque quizás excesivamente apologético, en el que el arte cubano es visto a través de los ojos de un izquierdista que no quiere abandonar un sistema de creencias y donde el posmodernismo se representa como una forma de neocolonialismo, como exportación de un estilo americano. […] Camnitzer ve a los artistas cubanos de los ochenta imbuidos de la mística romántica de la revolución, produciendo un “arte preocupado por los problemas mayores de una sociedad ideal y con la necesidad de proporcionar una articulación visual de la misma”. Para tal punto de vista, el posmodernismo evidentemente sería un anatema. Continúa afirmando que estos artistas no comparten el escepticismo sobre el progreso que existe en Occidente y que todavía tienen vivo el impulso del proyecto modernista. Esto me parece puro pensamiento ilusorio. (Power, 1999).

Las apologías de New Art of Cuba están matrimoniadas con las del libro The Cuban Image (1985) de Michael Chanan. De la misma manera que The Cuban Image se erige como historia fundacional de la producción cinematográfica institucional, New Art of Cuba lo hace para las artes visuales; ambas representaciones se instituyen a través de la voz autorizada y portadora de confianza del peregrino político; las dos transnacionalizan una imagen que se autentifica con las demandas de la cultura de la imagen política de izquierda.

El peregrinaje político genera una episteme en la medida en que las élites intelectuales, al compartir ciertos tipos de saberes y apegos políticos e ideológicos –los cuales presentan como modelos de una experiencia colectiva–, configuran un tipo de conocimiento cuya sistematización expone la realidad de acuerdo con los intereses que se consideran urgentes y trascendentales con relación al contexto.

Vale resaltar entonces que no porque se consideren representaciones referenciales de la historia del arte y la cultura cubanas, The Cuban Image y New Art of Cuba resuelven las aporías vinculadas al carácter mnemónico del relato peregrino.

Dicha “referencialidad” no puede enmascarar la responsabilidad peregrina de Luis Camnitzer por iniciar el camino a través del cual el análisis de la censura deja de ser significativo para convertirse en anatema. Sucede similar con Michael Chanan, quien al exponer la iniciática censura del documental P.M. en 1961, más que profundizar en cuestiones básicas como la libertad de expresión, la violencia política implementada contra los directores Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, o el carácter autoritario que adopta la política cultural a partir de dicha censura, normaliza la misma y califica dicho documental de emotional blackmail.

Al suprimir de la historia del arte cubano la discusión sobre la censura, siendo ésta una condicionante capital de la política cultural, Camnitzer silencia el disentir; al repetir que la censura es un desafortunado episodio de carácter ambiguo, Camnitzer satisface una educación política que se explaya más allá del contexto nacional y se dirige a la comunidad imaginaria de izquierda.

Chanan y Camnitzer encarnan una actitud y una opinión desde, para y por una comunidad imaginaria determinada, muestran su inconsistencia respecto a no velar por la democracia y reproducir la ortodoxia antes que encarársele. Un acto constitutivo –parafraseando a Edward Said– de las estratagemas mezquinas del intelectual, cuando reconoce determinadas libertades en unos contextos y las pontifica arbitrariamente en otros.

Los índices de contenidos cristalizan un conocimiento a partir del cual se determina lo pensable y clasifica lo decible. De esto que la censura también se vea relegada como anatema en publicaciones peregrinas como To and from Utopia in the New Cuban Art (2011), de Rachel Weiss, y Planet / Cuba. Art, Culture and the Future of the Island (2015), de Rachel Price.

Estas representaciones de reencuentro suelen convertir lo representado en tropus (Hernández, 2017): transforman la Revolución en la construcción imaginada de la Revolución. Producidas por el intelectual peregrino durante y después de su estancia en Cuba, el lugar/acontecimiento sagrado, las representaciones de reencuentro no sólo se prestan a mitificarlos, sino que este proceso condiciona al peregrino venidero a distinguir en tal lugar un espacio/tiempo privilegiado, en el cual reinterpretarse y reencontrarse como parte de una comunidad políticamente culta e ideológicamente concienciada.

La representación produce representación; sin ésta no habría peregrinaje y viceversa; en ello reside el sentido epigonal de la identidad peregrina. Por eso, del mismo modo que la representación de Sandra Levinson y Carol Brightman condiciona la de Luis Camnitzer, la de éste media con igual trascendencia en la de Rachel Weiss, incluso literalmente, al compartir ambos el epílogo en la reedición de New Art of Cuba en 2003.

Pese a que el espíritu de incondicionalidad política e identidad ideológica de la representación peregrina de Levinson y Brightman muta hacia un carácter culturalista en la de Camnitzer –por estar enfocada en las artes visuales–, el cual se mantiene en la representación de Weiss, las tres producciones entrañan viajar a la meca del revolucionarismo. Viaje que conlleva la predisposición a encontrarse con la utopía nunca vivida y elaborar representaciones de sus representaciones, o sea, reproducir una manera de soñar con la acción militante obviando reflexionar sobre determinadas condiciones contextuales: totalitarias.

Se trata de una experiencia de pauta culminante común a los intelectuales peregrinos, sean activistas como Levinson, artistas como Camnitzer o académicos como Weiss. Una experiencia que no solamente los inspira a crear representaciones de reencuentro sino, además, a mostrar al peregrinaje futuro, como por ejemplo la académica Rachel Price, cómo alcanzar tal identidad mediante la función narrativa de las mismas.

A diferencia de Luis Camnitzer, Rachel Weiss publica en su libro dos imágenes capitales: la primera, resultado de la iconoclasia política, es la documentación de una acción en el parque 23 y G (El Vedado) del artista Juan Sí González, quien se empaquetó hasta la asfixia para protestar por la censura y destrucción de las obras del Grupo Ritual ART-DE durante otra intervención callejera anterior. La segunda, vista por unos pocos en secreto durante años debido a su estigma de imagen ofensiva, es la documentación del performance de Ángel Delgado defecando sobre un ejemplar del periódico Granma (órgano oficial del Partido Comunista de Cuba) en la inauguración de la exposición colectiva El objeto esculturado (1990), en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales.

Si a la altura de 1994 Ángel Delgado era para Luis Camnitzer un simple visitor que defecaba en una de las salas de dicha exposición, Rachel Weiss, en el año 2011, le pone nombre, aclara que es un artista que en el momento de dicha acción estudiaba en el Instituto Superior de Arte de La Habana, reconoce la misma como performance y publica su documentación.

No obstante, Weiss sustituye el eufemismo con el que Luis Camnitzer enmarca la censura como algo ambiguo, por otro referido a la condena a prisión de Ángel Delgado como un golpe visceral para la comunidad artística. Y, al igual que Camnitzer, Weiss alude al cese y expulsión de la directora de dicho centro de arte, Beatriz Aulet, por permitir el performance de Delgado, antes que subrayar la autonomía del artista para arrebatar a la burocracia cultural y al Estado que representan, e incluso al resto de los artistas participantes en la exposición, sus derechos cívicos y artísticos.

Ángel Delgado, La esperanza es lo último que se está perdiendo, 1990, performance realizado durante la inauguración de la exposición colectiva "El objeto esculturado", Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana. Foto: Evel González. Cortesía del artista
Ángel Delgado, La esperanza es lo último que se está perdiendo, 1990, performance realizado durante la inauguración de la exposición colectiva «El objeto esculturado», Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana. Foto: Evel González. Cortesía del artista

La relación entre la ilusión por el porvenir y la reiteración del sacrificio de la más mínima de las libertades a causa de la misma, es una de las razones por la que en la sociedad cubana el poder se disuelve con la pasión de quien detenta la autoridad. Por lo cual, las susodichas cuestiones se convierten en objetivos cruciales ante cualquier intento de imaginar el futuro de la isla, tanto como sacrificar el debate sobre las mismas calificándolas de ambiguas y tabú, como hacen Camnitzer y Weiss respectivamente, o no tomándolas en cuenta al menos para contextualizar el tema de la prisión, como hace Price, significa, una vez más, menospreciar tales libertades.


SUPRESIÓN POR ELUSIÓN: UN RECAMBIO DE LA IMMAGINI

Rachel Weiss habla en su libro sobre la concientización de las cuestiones extra-artísticas como algo enriquecedor para el arte cubano, y sin embargo atropella el reclamo visual a página completa de la antedicha acción de Juan Sí González, al no abrir de una vez la discusión en torno a la censura como una condicionante de la producción artística en Cuba.

Esto supone abrirla en dos direcciones: aprovechando la visibilidad que reportan los textos peregrinos y todavía más los que como el suyo inciden desde el medio académico en la conformación y autentificación de criterios sobre los estudios cubanos; y ocupándose de las problemáticas que acarrea la censura en una política cultural autoritaria, sacando de paréntesis el tema de los derechos humanos y el activismo para extenderlos más allá del eufemismo de que son tabúen Cuba.

Weiss conversa con Juan Sí González para escribir su libro: persona –antes que artista– reprimida, denigrada y expulsada de su país. Con lo cual, ¿por qué el descarte, por parte de Weiss, de datos y experiencias que darían cabida a tan relevante elemento “extra-artístico” como la desobediencia civil, estrategia de las acciones de González y el Grupo Ritual ART-DE, cuyo radicalismo supera a los demás grupos de la década de 1980, pero sobre todo, es un legítimo antecedente de prácticas artísticas y cívicas del arte cubano y latinoamericano actual?

¿Por qué desechar que los otros dos miembros de ART-DE, Marco Antonio Abad y Jorge Antonio Crespo, cumplieron condenas de dos años en prisión entre 1991 y 1993; que después de haber sido detenido y reprimido varias veces por la Seguridad del Estado, Juan Sí González logra emigrar y evadir una condena similar gracias a que su amiga María Montero, una escritora costarricense, viaja a La Habana para casarse con él y legalizar su salida del país, aunque obtienen su visa a través de Amnistía Internacional; que la colaboración de dicho grupo con esta organización –que en buena medida consistía en realizar videos testimoniales de disidentes–, y en específico la película Un día cualquiera (1990), constituyen los detonantes por los que son condenados?

E inclusive, ¿por qué excluir la contextualización y relación entre las actividades de ART-DE y las de los firmantes de la Carta de los Diez, si justo cuando la intelectual María Elena Cruz Varela es repudiada en su casa de Alamar, Marco Antonio, quien documentaba este acto represivo, es detenido, expropiado de la cámara y el material fílmico, y luego su casa y la de Jorge Antonio, quien también es detenido, requisadas?

Entrecomillo extra-artístico para subrayar la correspondencia entre las diferenciaciones que hacen la crítica y la burocracia cultural, respecto a qué actitudes y prácticas considerar extras o ajenas al entorno artístico. Un tándem imaginario que además de limitar la historia del arte como área de estudio, sugiere que tal diferenciación, con relación al crítico peregrino, depende de su apego político al contexto, condicionando esto su tendencia a velar porque no surjan dicotomías en el imaginario del bien.

Por más que Rachel Weiss atiende la producción artística como proceso de contestación social y política, expandiendo su representación con criterios culturalistas, abona una deuda crítica al no dar a tales desobediencia cívica y activismo la misma relevancia extra-artística que otorga a presupuestos y métodos del arte popular, la escatología, la antropología y la sociología.

Si hablamos del sentido trans del ejercicio crítico, dicha desobediencia podría analizarse como (in)experiencia social, incorporando a propósito de la represión gubernamental que se vuelve inherente a ella, materias de las ciencias políticas y jurídicas; pero, no siempre el quehacer transgresor del artista es leído desde un espectro ampliamente cultural. Pues las conductas, métodos y saberes de la cotidianidad ciudadana y de otras zonas del conocimiento que asume para hacer más eficaz su obra –la repercusión de sus poéticas e incursión social–, pueden quedar, como en esta ocasión, disociadas por el pensamiento crítico.

Rachel Weiss tampoco escapa de los efectos de lo cubano revolucionario y la identidad peregrina que provoca: su representación se torna censoria, delinea una evolución de la immagini infamanti al reemplazar con su elusión la supresión empleada por Luis Camnitzer. Tal immagini de la elusión es también favorecida por Rachel Price, cuyo libro se publica durante el reciente “deshielo” entre Cuba y Estados Unidos con un título que termina pensando en, o si se prefiere, enunciando el futuro: …and the Future of the Island.

El desenlace de la labor crítica de Price se ve arropado por tal cobertura política y mediática, las expectativas de la sociedad cubana –incluyendo los exiliados– respecto a la apertura y el cambio, y por supuesto, el revival del espíritu cubanista. Pese a esto, al analizar en el subcapítulo Beyond the Panopticon obras en torno al sistema penitenciario, Price tampoco toca las antedichas cuestiones: censura, desobediencia civil, presos de conciencia y violación de los derechos humanos.

La relación entre la ilusión por el porvenir y la reiteración del sacrificio de la más mínima de las libertades a causa de la misma, es una de las razones por la que en la sociedad cubana el poder se disuelve con la pasión de quien detenta la autoridad. Por lo cual, las susodichas cuestiones se convierten en objetivos cruciales ante cualquier intento de imaginar el futuro de la isla, tanto como sacrificar el debate sobre las mismas calificándolas de ambiguas y tabú, como hacen Camnitzer y Weiss respectivamente, o no tomándolas en cuenta al menos para contextualizar el tema de la prisión, como hace Price, significa, una vez más, menospreciar tales libertades.

El poder de representar se diluye entonces con la pasión peregrina, consolidándose un tipo de presentismo acrítico que remitifica tal ilusión, no solo al considerarla verdadera, sino al incapacitar a todos, a cubanos, cubanistas y peregrinos políticos, a señalarla en tanto tal.

El sociólogo Boaventura de Sousa Santos. Foto: Pilar Mejía

Definitivamente, Sousa Santos sublima el unipartidismo cubano y la violencia represiva que lo perpetúa. Sousa Santos no acepta la realidad totalitaria para evitar tener que asumir el fracaso, bien el suyo, personal y político; bien el de la comunidad de izquierda, intelectual e imaginaria; bien el de Cuba, revolucionaria y particular.


LA IMMAGINI COMO AQUIESCENCIA POLÍTICA

Harto conocido es que la censura, la desobediencia civil, los presos de conciencia y la violación de los derechos humanos, son asuntos forzosa y constantemente revertidos por el Estado cubano a modo de immagini infamanti, para estigmatizar prácticas cívicas espontáneas y condenar a artistas, escritores, activistas y opositores, bajo el pretexto de que “son instigados y pagados por el gobierno estadounidense”.

Asimismo, sabemos que la conquista de una sociedad civil democrática, aunque se llegue a una pluralidad plasmada constitucionalmente –la que en Cuba no tendrá lugar según la carta magna de 2019–, consiste en sacar de la mentalidad de los ciudadanos la fijeza del dominio del partido único, además de apartar los métodos del mecanismo victimario que la omnipresencia de dicho partido provoca.

Por eso resulta importante destacar la contribución de las representaciones peregrinas al descrédito totalitario de iniciativas cívicas propias y espontáneas. Sobre todo, cuando dichas representaciones reinstituyen la relación entre unipartidismo y mecanismo victimario.

Al referirse a la emigración de los artistas de la década de 1980 por dificultades económicas antes que por diferencias políticas e ideológicas, Luis Camnitzer mimetiza su discurso al de cuadros políticos de la cultura como Abel Prieto, presidente de la UNEAC durante el período de escritura de New Art of Cuba.

A día de hoy, Prieto, quien ha desempeñado función de ministro y asesor gubernamental, continúa declarando cualquier movida migratoria como económica disfrazada con el adjetivo “política”, e igualmente sigue llamando “traidores” y “pagados” a artistas e intelectuales que, hayan emigrado o residan en la isla, expresen sus discrepancias con el Estado. Semejante a Prieto, Camnitzer anula en su correlato la posibilidad de desear dichas iniciativas, invalida la epopeya individual de emanciparse contra lo que coarta el regirse a uno mismo por sí mismo, y desautoriza imaginariamente lo que da sentido a la existencia.

Esto guarda relación con la respuesta del intelectual Boaventura de Sousa Santos a la pregunta que le hicieran a raíz de su conferencia sobre la reinvención de las democracias en América Latina, durante la jornada académica celebrada en la Universidad Mayor de San Andrés en 2007: “Quisiera que usted se refiera a la democracia intercultural y su relación con el partido único que existe en Cuba, y que también se quiere aplicar en Venezuela” (Sousa Santos, 2009: 40).

Sousa Santos comienza retirando cualquier duda respecto a su solidaridad con Cuba y explica que se trata de un contexto histórico particular, “que cada sociedad tiene su pasado histórico y tiene que resolver sus problemas”.

Yo no pienso que Cuba va a resolverlos de la misma manera que Bolivia o que Venezuela; tiene que resolverlos en su propio escenario y así los está resolviendo. Hay mucha más discusión en Cuba en este momento de lo que uno puede pensar respecto a cómo va a moverse de aquí en adelante. Ustedes tienen razón: no solamente el embargo ha golpeado a esta sociedad durante treinta, cuarenta años. Es más que eso: es la amenaza contra cualquier intento. Por ejemplo, ustedes están aquí intentando llevar adelante la Asamblea Constituyente; esto en Cuba es casi inimaginable que se pueda lograr porque va a ser inmediatamente contaminado por encontrarse a setenta kilómetros de los Estados Unidos, con una comunidad fuerte en Miami. Entonces, estas son situaciones propias de Cuba (Sousa Santos, 2009: 43-44).

Decir “inimaginable” es extremar la imposibilidad; no imaginar es no admitir tan siquiera el intento o la eventualidad. Pero, el asunto más perverso, es la causalidad de tal resolución: la contaminación, por parte del enemigo estadounidense, de cualquier intento de democratizar Cuba.

Sousa Santos aplica un manto fantasmático al contrario para justificar lo que debería acusar: el absolutismo; o a tono con sus criterios: el inapelable unipartidismo.

Nuevamente, el criterio peregrino y burocrático hacen yunta expandiendo el miedo hacia lo desconocido; ambos cultivan la percepción de determinados eventos como extraños, alrededor de los cuales desear el miedo; pero no el miedo a enfrentar enemigos y aniquilar eventos, sino a reconocerse en ellos: a querer ser o formar parte de ellos.

Lógicamente, Boaventura de Sousa Santos puede recurrir a la soberanía, alegando como la mayoría de los peregrinos políticos que él no se inmiscuye en la cuestión cubana, y que de parecer que lo hace es a causa de su solidaridad con la Revolución. Sousa Santos puede inclusive rematar con este adagio escrito por Jean Paul Sartre: “Los cubanos deben triunfar o lo perderemos todo, hasta la esperanza” (citado en Hernández, 2017: 228).

Pese a ello, admitiendo o no Sousa Santos tal oficiosidad, la crítica racional que instituye queda suspendida por el obsceno éxtasis de la comunicación, a consecuencia de la implosión de significado que él mismo provoca al ilustrar por qué no es posible ambicionar e intentar cambios en Cuba. Sousa Santos hace que sus diferenciaciones sobre el bien y el mal se vean aplastadas por una hiperrealidad donde el simulacro de la imagen desfigurada sustituye el modelo por lo real. Después de esto, la imagen sólo puede significarse a sí misma.

Pongamos que el modelo es la exigencia de pluralidad, horizontalidad e interculturalidad que exige Sousa Santos al pensar caminos democráticos alternativos para Latinoamérica, y veamos como lo real el carácter indistinguible que atribuye a Cuba en tanto contexto histórico “particular”. Decir indistinguible conduce a la experiencia peregrina de vivir Cuba, la Revolución y la militancia, como un lugar privilegiado cuyo tiempo sagrado enaltece el sentimiento de heroicidad intelectual: la experiencia de existir en un reducto simbólico a partir del cual apreciar la carencia democrática como una necesidad humana, ya no cubana, sino latinoamericana, mundial.

De eso se trata: de construir Cuba como una singularidad incomparable. Sousa Santos reactualiza la imagen de lo que denomina particularidad, ritualizando el hecho de salirse de la temporalidad ordinaria para recuperar el acontecimiento sagrado y reintegrarlo al tiempo mítico, el cual se vuelve recuperable ad infinitum gracias a su ontologismo intrínseco. El conservadurismo de Sousa Santos delinea una dinámica imaginaria que detiene cíclicamente la temporalidad profana, es decir, el día a día antidemocrático, para insertarle un evento ejemplar: ser víctima del bloqueo estadounidense y el ultraje miamense.

Así refunda Boaventura de Sousa Santos el espacio de tiempo santificado, aun cuando éste no pertenezca al presente histórico. Asunto crucial para discernir el carácter sagrado conferido a Cuba por el peregrinaje político, sobre el cual se sacralizan las devociones, moralismos y preceptos ideológicos de una izquierda que no quiere dejar de ser melancólica: que prefiere no revisar sus anacrónicos pensamientos y prolongar su apego al objeto del deseo perdido, llámese Revolución, utopía o militancia.

Relacionado con esto, la profesora Jodi Dean recupera la disertación de la politóloga Wendy Brown, anotando estar de acuerdo con su descripción sobre la izquierda melancólica, pero acentuando que procede del imperativo categórico lacaniano: el superyó que “se niega a aceptar la realidad como explicación del fracaso” (Dean, 2014).

Definitivamente, Sousa Santos sublima el unipartidismo cubano y la violencia represiva que lo perpetúa. Sousa Santos no acepta la realidad totalitaria para evitar tener que asumir el fracaso, bien el suyo, personal y político; bien el de la comunidad de izquierda, intelectual e imaginaria; bien el de Cuba, revolucionaria y particular.

Looking for Fidel, still de película de Oliver Stone. Cortesía: Morena Films
Looking for Fidel, still de película de Oliver Stone. Cortesía: Morena Films

La justificación de la hegemonía del unipartidismo por Sousa Santos, apelando a que cualquier intento de pluralización sería contaminado desde y por Estados Unidos, conjuntamente con su sacralización de la historicidad cubana, son formas renovadas de las estratagemas mezquinas del intelectual.

Por convencimiento o por devoción hacia lo cubano revolucionario –sea el juicio de Fidel Castro calificando de equívoco cualquier contacto con los opositores, o sea la arenga antiimperialista de la izquierda latinoamericana advirtiendo en Cuba su bastión–, lo importante es que Stone y Sousa Santos no quedan libres de responsabilidad ante el mal totalitario. No porque ensalcen al Estado cubano y contribuyan a trivializar sus actos violentos, sino porque desde su militancia peregrina y su poder mediático, aportan representaciones fanáticas, proselitistas e imperialistas.

A esta renovación y en su papel de peregrino tardío y mediático, también se suma el director cinematográfico Oliver Stone. En su documental Looking for Fidel (2004), Stone dedica una corta escena a los representantes del mal según el imaginariocubano revolucionario quienes, en palabras de Fidel Castro, no merecían que se les encumbrara.

Oliver Stone charla con algunas de las esposas de los periodistas y opositores represaliados y encarcelados durante la Primavera Negra en 2003 (véase AA.VV., 2003). Después de explicar dos de las esposas que sólo los familiares más cercanos fueron autorizados por el gobierno para asistir a los juicios sumarios efectuados contra dichos periodistas y opositores, Stone pregunta a Blanca Reyes, esposa del periodista Raúl Rivero, de qué vivía. Reyes explica que Rivero era articulista de El Nuevo Herald y que este periódico continuaba pagándole la remuneración correspondiente. Stone insiste: “¿Aunque ya no escriba?”. Después de un “sí” convencido, Blanca Reyes argumenta que se trata del pago de artículos de Rivero colgados permanentemente en el sitio web del Herald. En ese momento, comienzan a escucharse los ladridos de perros callejeros que opacan el sonido de su voz, Reyes mira hacia el lugar de donde vienen dichos ladridos –el extremo izquierdo de la pantalla– con la intención de continuar explicando una vez terminen los mismos, siendo éste instante el seleccionado por Stone para hacer un corte de edición a plano general de las tres esposas y poner fin a la escena.

Evidentemente, Oliver Stone comparte la tesis gubernamental cubana de que Estados Unidos paga a dichos periodistas y opositores por su disentir. Más allá de esa intención y del hecho de que el documental esté dedicado a Fidel Castro y no a quienes discrepan de su mandato, Stone despliega detalles distintivos entre el bien y el mal: primero, el paupérrimo tratamiento del sonido, es decir, la despreocupación –locaciones al margen– respecto al sonido a la hora de entrevistar a los representantes de la oposición; segundo, la inconclusión exprofesa de los argumentos opositores, o sea, la subestimación autoral al editar sus voces sin tiempos de respiro; y tercero, dedicar el menor tiempo posible a los opositores, algo que si se hizo fue debido a las exigencias de mercado de HBO.[4]

Pongamos que tal anulación de la oposición es consecuencia de la regañina que le diera Castro a Stone, cuando al ver su insistencia por entrevistar a los opositores –como señala uno de los productores de Looking for Fidel durante la rueda de prensa previa al estreno del mismo en el Festival de San Sebastián de 2004–, le dice recriminatoriamente: “Te estás equivocando”. Sin embargo, debemos creer en la autonomía de Stone y percibir su mimetismo tópico con fines acrónicos: esos que dan cuenta de la redundancia mítica.

Esto queda meridianamente claro durante la presentación de Looking for Fidel en el mencionado festival, donde Oliver Stone expone su mimetismo peregrino al refinar su segregación del bien y el mal. Me refiero al comportamiento de Stone ante la pregunta de una periodista sobre la crítica de una fracción intelectual hacia el escritor Gabriel García Márquez y a él, por no condenar la represión y encarcelamientos implementados contra la setentena de intelectuales durante la Primavera Negra.

Stone dice no estar informado sobre si García Márquez se ha quejado, resalta que algunos intelectuales europeos no piensan en la causa y el efecto de la situación, y desvela su apasionamiento mimético para embestir contra el gobierno estadounidense haciendo apología del ideario de Fidel Castro: “América quiere que tú te rindas”. Stone justifica las arbitrariedades y la represión exponiendo que si Castro dejara pasar “un centímetro cúbico” –incluyendo el gesto de sus dedos indicando tal medida–, perdería la batalla ante Estados Unidos. Siendo sarcástico con la democracia que prevalece en su país, Stone responsabiliza a Estados Unidos por promover las migraciones cubanas, y aprovecha para defender el imaginario de la inminente agresión a Cuba.

La viscosidad discursiva de Oliver Stone perfila un pensamiento que no distingue, sino que se conforma de variaciones confusas sobre un mismo imaginario, promueve apologías y titubea ante la oportunidad de zanjar y exponer antítesis a la violencia. Luego de mostrarse satisfecho por haber experimentado cierta amistad con Castro, Stone retoma una de las obsesiones peregrinas: utilizar las circunstancias que le ofrece el otro para arremeter contra la suya propia, contra su sociedad originaria.

Semejante a Luis Camnitzer, Stone compara el socialismo cubano y el capitalismo estadounidense, considerando éste un medio causante de ignorancias, y como era de esperar, sobrevalora la situación cubana respecto al resto de Latinoamérica repitiendo elogios sobre su asistencia médica gratuita y alagando incluso la libertad de expresión.

Queda así la lógica de supervivencia del unipartidismo, igualmente autorizada por el cuadro político Abel Prieto y los peregrinos Luis Camnitzer, Oliver Stone y Boaventura de Sousa Santos. Las representaciones peregrinas elaboradas por los dos últimos, una desde el ámbito cinematográfico en 2004 y la otra desde el académico en 2007, y ambas posicionándose en la aquiescencia política ante una circunstancia antidemocrática como el unipartidismo y su invariable represión, mediatizan el tipo de conocimiento que anhelan escuchar las comunidades imaginarias de izquierda.

Las immagini infamanti de Stone y Sousa Santos son componentes afines de un único proceder legitimador: los dos peregrinos no solo responden a las réplicas del foro sobre sus producciones artísticas y académicas, sino que, además, radicalizan a través de sus respuestas la mediatización del sentido acrítico. Con toda autoridad intelectual, Stone y Sousa Santos plantan una verdad absoluta sobre –parafraseando a Camnitzer– el socialismo no-represivo.

Por convencimiento o por devoción hacia lo cubano revolucionario –sea el juicio de Fidel Castro calificando de equívoco cualquier contacto con los opositores, o sea la arenga antiimperialista de la izquierda latinoamericana advirtiendo en Cuba su bastión–, lo importante es que Stone y Sousa Santos no quedan libres de responsabilidad ante el mal totalitario. No porque ensalcen al Estado cubano y contribuyan a trivializar sus actos violentos, sino porque desde su militancia peregrina y su poder mediático, aportan representaciones fanáticas, proselitistas e imperialistas.

Sobre todo si tenemos en cuenta que, paralelamente a la confirmación de las mismas como signos de creencia en la militancia del otro, viene la consolidación y transmisión de una identidad autoritaria. Con lo cual, se delinea un entorno comunicacional e informacional cuyas relaciones de coacción se tornan transculturales y transnacionales.

Las responsabilidades que apunto, es decir, la de Boaventura de Sousa Santos por defender el unipartidismo y la de Oliver Stone por justificar la represión que engendra, quedan certificadas con la réplica del intelectual Guillermo Mariaca al primero durante la antedicha jornada académica:

Ayer en la noche me ha incomodado una respuesta que podíamos justificar en Cuba o Venezuela, y ahí no hay pluralidad. La idea del partido único es un valor autoritario. Según yo, no hay explicación válida alguna para la idea de un partido único, aunque haya imperio o lo que sea. Partido único no, no sólo porque la pluralidad es fundamental para una de las características del mundo nuevo, que es la interculturalidad, sino porque la pluralidad tiene un valor ético que obliga al debate, que obliga a esta historia sin fin de la libertad, a la expansión permanente de los derechos. Sin pluralidad esto no es posible (Sousa Santos, 2009: 108).

Después de este análisis, sería una necedad no aceptar que, aun cuando Luis Camnitzer, Rachel Weiss y Rachel Price sacralizan la memoria escribiendo parte de la historia del arte cubano, cada uno, desde su circunstancia peregrina, la hace estéril al mismo tiempo “olvidando” asuntos esenciales, atribuyéndose la facultad de legitimar cierta selección de lo que debe o no ser conservado.

Si somos conscientes de que construir la memoria no se opone tajantemente al hecho de olvidar, el cual, en tanto acontecimiento, encierra un tipo de conocimiento, entonces debemos ser coherentes y aceptar que suprimir –como hace Camnitzer– y eludir –como hacen Weiss y Price respectivamente– no es conservar.

E igualmente, no solo debemos admitir que Boaventura de Sousa Santos y Oliver Stone siguen la estela mimética de Luis Camnitzer respecto a la arenga burocrática, sino que, además, desde una postura de izquierda y empeñados en proteger lo cubano revolucionario, dan un giro de tuerca a la immagini infamanti como aquiescencia política del autoritarismo.

Tania Bruguera en su apoyo a la #00Bienal de La Habana

La ausencia de disertación sobre la censura ha canonizado la misma como una materia sin importancia para la historia del arte. Críticos y cuadros políticos convergen estableciendo un imaginario coactivo: lo que el cuadro prescribe y censura en su función de gestor cultural, el crítico lo omite en su gestión como escritor de la historia.


LA IMMAGINI COMO INDULGENCIA IMAGINARIA

Quienes analizan el arte cubano no quieren entender que observan un sistema totalitario a cuya entidad vertebral, el partido único, pertenece el cuadro político de la cultura: figura a estudiar, más por su implementación de diversas formas de violencia represiva que por su gestión cultural y saber intelectual.

La función básica del cuadro es controlar la obediencia política; se le distingue como cuadro profesional del partido: ese individuo–según la definición guevariana– cuya disciplina ideológica y administrativa le permite practicar el llamado “centralismo democrático”. En cualquier ámbito de la sociedad cubana, el cuadro hace valer su autoridad política combinando tal disciplina con su capacidad para el sacrificio y sus cualidades como vigilante.

En el entorno del arte y la cultura, donde dominan las producciones simbólicas, el cuadro y la cadena de mando a la que pertenece, compuesta por sus cuadros superiores y sus subordinados –los especialistas de la institución que dirige–, tienen asumido el papel de censor. La voluntad del censor político está encantada por un sentimiento de beneficencia: él cree ciegamente en las intenciones purificadoras de sus actos censorios, a la vez que insiste en su generosidad y compasión respecto a la víctima.

De esto se retroalimenta la política cultural cubana, que no escatima en disponer arbitrariedades condenatorias ante las que nada ni nadie es imprescindible, y en sistematizar la idea de que individuos, objetos y eventos, conforman una totalidad sacrificial: todo puede ser intercambiado, sustituido y destruido.

Tales arbitrariedades sirven para señalar faltas regularmente sin tener que demostrar causas ni considerar efectos; connaturalizan una de las características del autoritarismo: la creación de chivos expiatorios.

Razón lleva Claude Lefort (2007) cuando indica que el enigma del totalitarismo consiste en presentar continuamente su autoritarismo como una emanación del pueblo y como su agente depurador a la vez. Esclarecer tal enigma conlleva admitir el secuestro de la unanimidad, en cuyo nombre el autoritarismo dicta y ejecuta tal o más cual cosa; lo que no exime a cada cubano de su responsabilidad por consentir el apremio de decisiones como si fuesen unánimes. También conlleva señalar el hecho de fiarse de los cuadros políticos una vez que determinan dónde, cómo y cuándo, pero sobre todo contra qué o quién, implementar la antedicha unanimidad.

La “superioridad” de sociedades estrictamente disciplinadas y colectivizadas como la cubana, se basa en la garantía del mimetismo del porte, ademanes y despotismo del soberano, por parte de los cuadros, quienes son la correa de transmisión entre dicho soberano y la sociedad.

Mimetismo que se instruye y aprende en las Escuelas de Formación de Cuadros: instituciones que potencian el abuso de dicha confianza por la burocracia política; pero abuso en el sentido más avieso, pues se trata de la confianza que la sociedad deposita en ellos. Hablo de escuelas que legitiman el castrismo como modelo de liderazgo y su autoritarismo como método de gobernabilidad.

En definitiva, la renuncia de cada miembro de la sociedad al gozo de su individualidad jurídica, política y cívica, es lo que ha provocado el desentendimiento social en cuanto al uso y abuso que hace el cuadro de la confianza que en el se deposita, permitiéndose propiciar ciclos de desconfianza.

Pienso en el ciclo de desconfianza creado por la burocracia cultural a raíz de la Primera Edición de la 00 Bienal de La Habana en 2018,[5] en la que el colectivo de artistas Celia-Yunior y yo participamos con una obra en colaboración.

Días antes de realizar nuestra intervención pública, el padre y el hermano de la artista Celia González, coronel jubilado y teniente coronel cesado de la Seguridad del Estado respectivamente, profesan su autoridad en nombre de lo que llamaron “Operación 00”. Los oficiales citan a la madre de González en el parque de H y 21, en El Vedado, para informarle que su hija “estaba metida en actos contrarrevolucionarios”, por lo que ella tenía que persuadirla para que no participara en dicha bienal, pues “podría terminar en prisión como Tania Bruguera”.

La madre cuenta a Celia González el incidente. González llama a su hermano por teléfono y le prohíbe molestar a su madre para tal tema; el hermano le explica: “Lo que pasó fue que Jorge Fernández habló con Gladys Collazo” –presidenta del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y ex-esposa del hermano– “para que ella me dijera que hablara con tu mamá y que entonces ella te aconsejara”. González replica a su hermano que en todo caso era Jorge quien tenía que haberla llamado. Sin venir a cuento y gritándole, el hermano responde: “No seas boba, que Jorge es de la Seguridad del Estado. Él es un subordinado de Gladys y también pertenece a la Seguridad”.

Luis Manuel Otero Alcántara, Miss Bienal de La Habana, como parte de su perfomance "Welcome to Yumas". Cortesía del artista
Luis Manuel Otero Alcántara, Miss Bienal de La Habana, como parte de su perfomance «Welcome to Yumas». Cortesía del artista

Es válido reflexionar sobre el Caso González, pero no porque el clímax chismográfico de la Seguridad del Estado haya hecho evidente que Jorge Fernández es uno de sus colaboradores o agentes, pues está claro que todo cuadro político cumple con su deber como vigilante e informante. De hecho, el mérito de cuadros como Jorge Fernández no radica en que ame el arte, sino en que su precepto ideológico y cometido político están por encima de todo, lo que incluye cualquier pasión por el arte.

La validez del Caso González responde al ensanchamiento de las convenciones sociales, políticas y legales, en cuanto a lo que es un caso. Constituye un caso –atendiendo a la escuela foucaultiana– el individuo tal como se le describe, juzga, mide y compara con respecto a otros individuos o colectivos: el individuo cuya conducta hay que encarrilar o corregir. Atendiendo a esto, en el contexto cubano un caso es alguien a quien clasificar y excluir por imperativos políticos e ideológicos.

El Caso González se legitima por su índole preventiva; saca a relucir complementos sustanciales de las buenas intenciones de la reprobación totalitaria: la anteposición incondicional del obrar político a la familia; la prepotencia de la Seguridad del Estado para intervenir a su antojo en cualquier ámbito social; la implementación de presiones psicopedagógicas hasta calar el amor más incondicional, como suele ser el dado entre congéneres; la activación del odio diferenciador del enemigo y la utilización del chisme político para formular censuras y racionalizar castigos.

Certifica, el Caso González, la restauración de la desconfianza para secuestrar la unanimidad y supeditar a su fallo el gozo de la autonomía. Con lo cual, refresca el legado fundamental del archiconocido Caso Padilla: la institucionalización del tándem victimario compuesto por la burocracia cultural y la Seguridad del Estado.

Tándem cuya misión es intervenir en el entorno cultural para controlar qué se dice y se hace, e intentar reeducar a quien es prevenido, censurado o condenado, antes de reanudar su vida pública. No obstante, la Seguridad del Estado tiene la potestad para utilizar al cuadro, en tanto portador de un “criterio autorizado”, como patente de corso para persuadir, coaccionar y encarcelar a artistas e intelectuales.

Por eso, lo importante no es si Jorge Fernández realmente le pidió a su superior Gladys Collazo que le dijera a su ex-esposo, hermano de Celia González y oficial de la Seguridad del Estado, que violentara a la madre de la artista para que la instara a no participar en la 00 Bienal de La Habana. Aquí lo relevante es que, lo haya pedido o no, Fernández tiene que asumir que lo hizo porque la Seguridad del Estado utiliza su nombre para salvaguardar “el destino histórico de la Revolución”.

En 1996, a propósito del perfil historiográfico de la obra de Alberto Casado respecto a la censura en el arte cubano, el crítico Orlando Hernández finaliza su texto con el eslogan: “Abajo la censura en todas sus formas” (Hernández, 2006). Así invitaba Hernández a los especialistas a pensar en la censura si es que querían emprender “una verdadera y real investigación de la cultura”, proponiéndoles además dimensionar el chisme como elemento eficaz para comprender la misma y su trascendencia en el entorno artístico; pero no fue escuchado.

De esto que, si miramos el índice de antologías cubanas de corte colectivo como Déjame que te cuente (2002), Antología de textos críticos (2006) y Nosotros los más infieles (2007), o leemos los índices de compilaciones de autoría individual como Más allá de la crítica (2008) de Llilian Llanes, Mirada del curador (2009) de Corina Matamoros, Agua bendita (2009) de Rufo Caballero y Fuera de revoluciones (2016) de Mailyn Machado, no solo queda claro que la censura es un anatema, sino que el cuadro político, figura esencial de la política cultural cubana, es sagrado.

Tanto los historiadores cubanos como los cubanistas mantienen cierta indulgencia imaginaria respecto al cuadro político. Dígase Omar González y Marcia Leiseca, quienes fungían respectivamente como presidente del CNAP y viceministra del Ministerio de Cultura durante el Proyecto Castillo de la Real Fuerza; o sean Beatriz Aulet ante el Caso Ángel Delgado, o Abel Prieto, presidente de la UNEAC, durante el Caso ART-DE.

Una indulgencia que continúa con relación a cuadros políticos como Rubén del Valle Lantarón, Fernando Rojas y Jorge Fernández, respectivamente presidente del CNAP, viceministro de dicho ministerio y director del Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam, durante el Caso Tania Bruguera, y que sigue enquistada a raíz del Caso Luis Manuel Otero, en el que dicha trinca de funcionarios sustituye a Del Valle por Norma Rodríguez Derivet.

La ausencia de disertación sobre la censura ha canonizado la misma como una materia sin importancia para la historia del arte. Críticos y cuadros políticos convergen estableciendo un imaginario coactivo: lo que el cuadro prescribe y censura en su función de gestor cultural, el crítico lo omite en su gestión como escritor de la historia.

Las dos acciones reforman continuamente el mecanismo victimario; ninguna se resiste al mimetismo de reproducir la violencia represiva; ambas se vuelven artífices de la culpabilidad del violentado. Otra variante de unanimidad imaginaria que no fuerza debate alguno, ni en el de la esfera pública ni en el ámbito del conocimiento; antes bien, estrecha y endurece los límites en que se ejecutan los ritos censorios, vayan complementados con marginación, expulsión, hostigamiento, encarcelamiento, exilio u otros.

Integrantes del Movimiento San Isidro. Cortesía Movimiento San Isidro

Infundir el miedo es consustancial a la existencia de la sociedad totalitaria. Para el crítico y otros especialistas del entorno cultural cubano, el miedo inducido es un motivo connatural que paraliza; esto se traduce en cuidarse de no ser advertidos o requeridos sobre lo consabido: que las críticas han de hacerse dentro de la Revolución y reservadamente a sus cuadros.


¿Por qué tal dependencia entre el discursar del crítico y la acción del cuadro político? ¿Por qué los críticos connaturalizan la anomalía de no considerar la violencia política y lo explícito que acarrea, desde las formas de censura hasta la violación de los derechos humanos, o si se quiere, los principios de la dignidad humana? ¿Por qué continuar otorgándole a la historia de las artes visuales la exclusividad de no elaborar antítesis críticas ante las formas del mal dispuestas por la burocracia cultural?

Menciono, sin intención de responder estas interrogantes, causas elementales de tal indulgencia imaginaria. Para cubanistas y peregrinos políticos se debe a la nostalgia por experimentar la utopía nunca vivida, lo que entraña cuidar la imagen que de ella imaginan y reproducen. Cuidado que, desde una perspectiva crítica, responde al temor a represalias por determinadas discrepancias, sea la denegación de entrada a Cuba, la acusación de servir al gobierno estadounidense o la declaración de persona no grata.

Pensemos en la denegación de entrada a Cuba a la investigadora y artista Coco Fusco, o en experiencias semejantes vividas por los críticos y curadores Holly Block y Kevin Power, a quienes en su momento también se les negó la entrada.

Infundir el miedo es consustancial a la existencia de la sociedad totalitaria. Para el crítico y otros especialistas del entorno cultural cubano, el miedo inducido es un motivo connatural que paraliza; esto se traduce en cuidarse de no ser advertidos o requeridos sobre lo consabido: que las críticas han de hacerse dentro de la Revolución y reservadamente a sus cuadros.

Dichos especialistas deben velar por no ser igualmente censurados en los medios de publicación y promoción estatales, o ser expulsados de las instituciones en las que laboran, padeciendo la difamación sobre su persona y el descrédito profesional a cargo de los cuadros políticos, sus colegas de trabajo y las organizaciones políticas y de masas correspondientes.

También están quienes remedian el miedo contrayendo pactos fácticos y narrativos, sea porque han sido censurados antes y luego aceptan una reinserción profesional condicionada, porque se imaginan en la experiencia de algún colega violentado, o porque desde el principio eligen conservar el imaginario crítico establecido.

Percibir la ritualización de la violencia disciplina el pensamiento de tal manera que, aun siendo publicados y compilados sus textos fuera de Cuba, ciertos críticos cubanos, cubanistas y peregrinos prefieren no tocar anatema alguno, predispuestos por la inquisidora lectura de la burocracia cultural. Así surge la paradoja de la representación: no poner en discusión lo que te coacciona a no hablar de ello, es mitificar tal coacción ad infinitum.

La indulgencia imaginaria hasta aquí revisada, compuesta por la supresión, la elusión, la omisión y el olvido, no solo resulta igual de instrumental que la violencia, sino que se vuelve el instrumento de ésta por excelencia: la indulgencia exige y produce el mismo protagonismo y justificación que la violencia.

Por supuesto que es sensato equiparar la representación a la violencia, no solo porque lacera el conocimiento y la memoria, sino porque sus imágenes se vuelven tan hostiles para la víctima como el acto violento en sí. Pues, una vez pasada la violencia, los discursos que manifiestan las imágenes siguen haciendo caso omiso a las secuelas que acompañan a la víctima, al drama que viven sus allegados y al recuerdo que perdura en la sociedad.

A la opinión ilustrada corresponde discernir la culpabilidad política y moral, y las responsabilidades éticas y profesionales del cuadro político de la cultura. Sobre todo, porque concebir corpus textuales como el antes citado, es establecer modelos de entendimiento, disponer pautas críticas e historiográficas, y lógicamente, conformar públicos y comunidades imaginarias.

A estas comunidades –sean estudiantes de artes visuales e historia del arte; sean estudiosos, coleccionistas, curadores y otros gestores que viajan a Cuba o se interesan por el arte cubano desde otros lugares– se les debe mostrar que el funcionario de la política cultural es designado por el partido único, nunca surge de una convocatoria pública basada en un currículo profesional y otros procesos democráticos.

Las aptitudes y actitudes del cuadro político cultural responden a su capacidad para representar al aparato ideológico del Estado ante el entorno cultural, y no los intereses de las élites que componen éste ante aquél; aun siendo intelectuales que devienen cuadros.

No hablo de una denuncia al uso de dichas responsabilidades y culpabilidades; me refiero también a cuestionar la impunidad estatal que ampara al cuadro político, no solo al formar parte de procesos represivos, sino al abrirse camino profesionalmente gracias a estos, apartando a especialistas más cualificados. Pues, de no ser designados por dicho aparato ideológico y responder a él, la mayoría de los cuadros políticos de la cultura no harían una carrera como directores, curadores, profesores, especialistas o gestores de arte. Tampoco ganarían influencia hasta crear una red profesional que, una vez terminada su función en el sistema totalitario –pensemos en expresidentes del CNAP como Rafael Acosta de Arriba y Rubén del Valle Lantarón–, les permita insertarse en actividades de contextos internacionales simulando estándares democráticos.

Simulación que también activa el cuadro cuando es anfitrión de algún visitante extranjero interesado o especializado en arte. Pienso nuevamente en Jorge Fernández durante la conferencia de la curadora e investigadora Chus Martínez en el Museo Nacional de Bellas Artes en julio de 2018.

Después de que los artistas Hamlet Lavastida y Reynier Leyva Novo intercambiaran públicamente con Martínez un par de preguntas y respuestas concisas sobre la actualidad cubana, la necesidad de dialogar democráticamente y el peligro que corren los artistas de ser censurados y estigmatizados como disidentes, Fernández –sentado junto a la conferenciante y entonando voz de cuadro–, asume su papel de ideólogo y cierra la sesión diciendo: “Bueno, quedó muy bien el debate”; y apostilla: “Tenemos que hacer más debates como éste”.

He dicho que a la burocracia totalitaria le cuesta digerir el libre pensamiento por permanecer aferrada al fetichismo ideológico; ahora subrayo que a sus cuadros políticos les incomoda debatir porque actúan como inquisidores. Motivos de sobra para que Fernández imaginara un debate que nunca fue y para que tal imaginación cancelara la discusión que debió ser. Así es como la voluntad del funcionario Fernández domina el deseo del Fernández intelectual para encauzar diálogos públicos.


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Material audiovisual

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[1] Grabación de mis conversaciones con Isabel y Fernández, quienes respectivamente, me citaron a “conversar” con ellos después de mi expulsión del Instituto Superior de Arte de La Habana en 2017 y debido a mi participación en la 00 Bienal de La Habana en 2018 (Archivo personal/Grabación: 03-2017; 06-2018).

[2] Considero peregrinos políticos a los productores de pensamiento –es decir, cineastas, artistas, periodistas, activistas, escritores, académicos y científicos– que militando o no en partidos y agrupados o no en organizaciones políticas, culturales y humanitarias, a partir de la década del veinte comienzan a ser huéspedes políticos e ideológicos de los procesos revolucionarios y sus regímenes unipartidistas. [E]l peregrinaje político implica un desplazamiento del lugar en el que se vive habitualmente hacia otro cuyos acontecimientos militantes lo convierten en un lugar sagrado, siendo precisamente a partir de tal sacralidad, que se instituyen los preceptos ideológicos y morales que rigen a su vez las devociones del peregrino. […] como sostiene Paul Hollander, se asienta en términos de tradición, recurriendo por una parte a la predisposición intelectual para discutir otras realidades y buscar constantemente utopías sobre las que instituir juicios morales, estableciendo a raíz de ello relaciones de extrañamiento y conformidad entre la razón de su existencia y la del otro, es decir, de aversión hacia su sistema y ataque hacia sus circunstancias originarias, y de atracción triunfalista y confianza acrítica hacia las circunstancias de lo que “descubre” (Hernández, 2017: 13-14).

[3] Creo importante subrayar que Luis Camnitzer no entrevistó al artista Juan Sí González durante su investigación. En una de las conversaciones sostenidas con González para un libro en proceso, él me explica: “Camnitzer nunca fue a la esquina de 23 y G, nunca presenció ninguna de nuestras acciones y mucho menos habló con nosotros” (J. González, correo-e, marzo 12, 2019). Véase además Madrigal, 2017: 97.

[4] HBO exigió a Oliver Stone regresar a Cuba para filmar Looking for Fidel, porque su documental Comandante realizado en 2003 no mostraba los procesos sumarios efectuados por el gobierno cubano contra tres jóvenes cubanos fusilados por secuestrar una lancha de pasajeros para emigrar a Estados Unidos, y las desmedidas condenas a prisión impuestas a una setentena de periodistas, intelectuales y opositores, por el simple hecho de disentir. Véase al respecto mi análisis en Hernández, Henry Eric (2015), “El juicio sumario. Un mitema de los intelectuales de izquierda”, en Otro Lunes. Revista hispanoamericana de cultura, 30, [online].

[5] Primera bienal independiente celebrada en Cuba, impulsada por el artista Luis Manuel Otero Alcántara y la crítica de arte Yanels Núñez Leyva. Véase Menéndez-Conde, Ernesto, Alonso Gómez, Sara y Núñez Leyva, Yanelys (2019), “Un arte público en ciernes. Diálogo sobre arte e intervenciones públicas en la Cuba contemporánea”, en Greiner, Clemens y Hernández, Henry Eric (eds.), Pan fresco. Textos críticos en torno al arte cubano, Almenara Press-Reinbeckhallen Foundation, Leiden-Berlín, 303-341.

Henry Eric Hernández

Cuba/España. Artista interdisciplinar, investigador independiente y editor. Es Doctor en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid y Licenciado en Bellas Artes por el Instituto Superior de Arte de La Habana. Ha sido becario de The John Simon Guggenheim Memorial Foundation, The Pollock-Krasner Foundation, The Christoph Merian Foundation-International Exchange Studio Program, The Shigaraki Ceramic Cultural Park y la Fundación Botín. Ha publicado los libros “La revancha” (2006), “Otra isla para Miguel” (2008) y “Mártir, líder y pachanga. El cine de peregrinaje político hacia la Revolución cubana” (2017), y co-editado las compilaciones “El fin del Gran Relato” (2019) y “Pan fresco. Textos críticos en torno al arte cubano” (2019), la cual será publicada en inglés en 2021.

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