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DE LA VIDA COMO OBRA DE ARTE

¿Quién tiene las llaves de las puertas de la historia del arte?
¿Quién decide quién ingresa y quién se excluye?

Carolina Ponce de León

Conocí el trabajo de Carolina Ponce de León cuando llegó a mis manos su libro El efecto mariposa. Ensayos sobre el arte en Colombia 1985-2000. Al leerlo, supe que este sería un libro importante en mis estudios sobre el campo del arte en Colombia, sobre todo si me quería aventurar a la escritura en un medio que, con frecuencia, responde frente a quién escribe, mas no se muestra muy objetivo sobre lo que se escribe en realidad. En uno de sus textos, Prontuario de un curador en Colombia (2004), advertía que el país atravesaba por uno de los momentos más traumáticos de su historia. “La corrupción política y judicial, las violaciones de los derechos humanos, el contrabando de drogas, el terrorismo y las múltiples guerras encabezadas por el narcotráfico, la guerrilla, los paramilitares, los grupos de autodefensa y el Estado, han llevado al país a vivir una cotidianidad signada por la muerte”. Hoy, 16 años después, estas palabras parecen describir el mismo amargo presente en el que se encuentra Colombia, como si poco o nada hubiese cambiado.

Sin saberlo, Carolina Ponce de León ha sido una de las mujeres que he sabido admirar profesionalmente en este gremio, en tanto que sus reflexiones sobre el estado del arte en Colombia las he considerado oportunas y agudas, sin exceptuar desde mi franqueza que he cuestionado algunas decisiones curatoriales que ha tomado especialmente cuando se trata del arte institucional de Medellín, mi ciudad. No obstante, admiro su escritura atenta, su marcado interés en dinamizar algunas ideologías hegemónicas arribadas desde un machismo rampante que siempre está dinamitando los caminos de quienes piensan, escriben y crean diferente, y su facultad de disputar aquellos que creen tener la última palabra, los que se presentan con un ímpetu imprudente de ser los validadores del trabajo de los otros, no con propuestas ni con un trabajo que alimente y refuerce los lazos de un gremio sectorizado y desquebrajado por la soberbia y los egos individuales, sino a través de afirmaciones tan irrisorias como aquellas que ha tenido que recibir la misma Carolina durante sus trayectos en este campo: “[…] la que sé soy yo, la que debe decir qué es qué, soy yo”.

Su último libro, Tantas vueltas para llegar a casa, de la Editorial Planeta, lanzado en el mes de septiembre del 2020, se presenta como una patente de vida en la que siempre defendió el derecho a la libertad; la libertad sobre aquellas imposiciones sociales que venían de la mano de un origen de clase donde debía ser y pensar como lo demandan las “buenas costumbres y las buenas formas”; libertad sobre sus sentimientos, su cuerpo y su corazón, huyendo del terror del maltrato, buscando, y a veces encontrando, la manera de reconocerse y entenderse como una mujer fuerte pero sensible al mismo tiempo, que también ha procurado tener libertad de juicio y de criterio dentro de un sistema del arte que manifestaba una particular ortodoxia frente a revelaciones artísticas, discursivas y estéticas de artistas que hoy son los directos referentes de las generaciones más jóvenes.

Dividido en cuatro capítulos, cada uno conformado de relatos llenos de desplazamientos entre Bogotá, París, Nueva York y San Francisco, estos oscilan entre su vida personal y su experiencia con el arte. Leemos a una mujer a veces bastante frágil, que ha librado batallas con su procedencia como hija ilegítima, su clase de “niña bien”, una relación tóxica con un maltratador, o el aprender a conocerse a través de las manifestaciones artísticas de una pareja, el radical artista performer Guillermo Gómez-Peña (su Border Brujo), que le destapaba sin prejuicio descarnadas realidades que constituyen la existencia del hombre encerrado en un cuerpo que se enferma, que sangra, que siente y se desgarra.


Parece que proclamamos como en un ‘nuevo Medioevo’ que hay un solo camino justo para entrar en el “reino de las artes”, que como en una fanática declama religiosa, la culpa asoma sobre aquellos que no han hecho suficiente penitencia porque el camino de la “virtud” está lleno de precariedad, esfuerzo y carencias materiales, según algunos creen. “Es más fácil que un camello…”, etc., etc., etc.


SER CAROLINA PONCE DE LEÓN

 Sygmunt Bauman advertía que cuando señalamos que “la vida es una obra de arte” no estamos imputando una premisa que nos insinúa el deber de hacer de la vida algo “bello”, “sensato” o “lleno de sentido”, como algunas obras de arte del pasado, sino que aquello constituye la declaración de un hecho específico, es decir, “la vida no puede no ser una obra de arte si es una vida humana, la vida de un ser dotado de voluntad y libertad de elección”. Por otro lado, Ernest H. Gombrich afirmaba que, “hay causas equivocadas por las cuales no nos gusta una obra de arte”, y para ser bastante francos, parece manifestarse cierta incomodidad sobre el hecho de que Carolina Ponce de León sea Carolina Ponce de León. En ese sentido, se revelan sobre las apreciaciones del libro algunas reacciones que denuncian una vida llena de oportunidades, cargos y posiciones de poder que derivan de su origen de clase.

Por un lado, el génesis de Carolina Ponce, conocida como la hija de Clara Nieto Calderón, diplomática que se movía entre un mundo de políticos y de intelectuales, venía marcado por circunstancias que cambiarían las ideas de infancia sobre su origen, pues aquel que por años había considerado como su padre, no lo era, enterándose en su juventud que Roberto García-Peña, quien en ese entonces era el director del periódico El Tiempo, fue su verdadero progenitor. Así, siendo una hija ilegítima, algo que a ciertos círculos les importa demasiado, comenzó su travesía cuando apenas tenía meses de nacida por decisión de su madre, quien para protegerse y protegerla de todo lo que aquella situación significaba, se trasladaría a Nueva York, donde vivió parte de su infancia.

En uno de sus relatos, Carolina recuerda cómo aquella realidad se veía trazada incluso con algunas bromas que le hacía su hermano: “A ti te encontraron en un basurero”, como insistiendo en el padecimiento de aquella ilegitimidad, y en la necesidad reiterada de que el lector entienda que ella ha sido una privilegiada de clase, pero que no ha estado muy halagada de ese privilegio. Sobre lo anterior, me he preguntado si sería posible en el mundo del arte que alguien sin una familia influyente y la oportunidad de tener un acervo cultural lleno de viajes, estudios en lugares prestigiosos y amistades con determinadas figuras, podría llegar a tener los cargos y la influencia que ahora posee la autora; pero, por otro lado, medité seriamente sobre si tener privilegios puede ser una razón justa de recelo frente a su trabajo, o si, quizás, éste mismo prejuicio nos induce a desconocer una carrera que por años ella ha sabido sustentar más allá de que las oportunidades le sonreían por una u otra circunstancia. Es decir, pensé mucho en que la conversación sobre su presencia en el campo del arte en Colombia no podía reducirse al declamo de que Carolina Ponce de León ha sido siempre (hija ilegítima o no) una privilegiada de clase. No obstante, se puede entender de esta situación que podríamos caer presos de un soborno emocional y de la declaración fatídica de inéditos niveles de culpabilidad social que empiezan a volverse innecesarios. “Los hombres nunca establecerán una igualdad con la que todos estén contentos”, advertía el crítico de arte Robert Hughes. Así las cosas, parece que proclamamos como en un ‘nuevo Medioevo’ que hay un solo camino justo para entrar en el “reino de las artes”, que como en una fanática declama religiosa, la culpa asoma sobre aquellos que no han hecho suficiente penitencia porque el camino de la “virtud” está lleno de precariedad, esfuerzo y carencias materiales, según algunos creen. “Es más fácil que un camello…”, etc., etc., etc.

En el libro, Carolina señala una y otra vez las incidencias sobre su rebeldía frente a la vía habitual para una “niña bien”; sobre esto, valdría la pena recordar nuevamente las palabras de Sigmund Bauman cuando escribía que “nuestra vulnerabilidad es inevitable (y probablemente incurable) en un tipo de sociedad en la que la relativa igualdad de derechos políticos, y de otro tipo, así como la igualdad social formalmente reconocida, van de la mano de enormes diferencias de poder, patrimonio y educación. Una sociedad en la que todo el mundo ‘tiene el derecho’ de considerarse a sí mismo igual a cualquier otro cuando en realidad es incapaz de ser igual que ellos”. Desde esta perspectiva, un par de relatos aparecen en las páginas del libro que enuncian las teorías sobre la superioridad basada en la falta de melanina en la piel humana; a esto le llamamos racismo. Su relato de infancia con aquellas chicas que le acosaban, y la inquietante pregunta de su madre: “¿De qué colorcillo eran las muchachas?”, reflejan la irresoluble ideología de clase que ha tenido que sortear desde su infancia Carolina Ponce de León. Su insistencia en resaltar que no le importa esa diferencia de clases, su intención de mostrarse más “abajista” y no “arribista”, parece una necesidad subconsciente y a traición sobre ella misma de volver a marcarla: “Sin embargo Carolina, te puedes poner todos los bluyines que quieras, siempre se te va a ver la clase en la cara”.


Leí aquellos episodios nefastos de maltrato y en ese momento la percibí como a otra persona; esa mujer imponente, la intelectual que yo respeto, tenía pesares que la volvían tan humana y frágil como a muchas otras mujeres del mundo, porque la violencia no hace diferencia de clases.


#LÁGRIMAS

Por momentos, el libro me impactó de una manera que no sospechaba, pues no imaginé que una mujer como Carolina Ponce de León hubiera sido presa del maltrato intrafamiliar. Pregunté sobre quién era el sujeto que en el libro lleva por apodo M y supe de un pintor con un machismo que, como todos los machistas, solo podía esconder sus celos profesionales hacia una mujer que se posaba fuerte y decidida de trabajar con el arte.

“El reto se volvió aun mayor durante los años en que viví con M, pues él repetía hasta el cansancio que la historia del arte comprobaba que no existían buenas artistas mujeres […] Años más tarde, después de leer a Linda Nochlin y de estudiar a las feministas que surgieron en las décadas del setenta y ochenta –Judy Chicago, Cindy Sherman, Barbara Kruger, las Guerrilla Girls- entendí que, a través de la historia, un intrincado patriarcado había usurpado los términos del arte y de sus instituciones. Impuso sistemas sociales que deba prevalencia al arte hecho por y para hombres y excluyó a las mujeres de la formación artística, el sistema de galerías, las colecciones de los museos y los escritos sobre arte”.

Leí aquellos episodios nefastos de maltrato y en ese momento la percibí como a otra persona; esa mujer imponente, la intelectual que yo respeto, tenía pesares que la volvían tan humana y frágil como a muchas otras mujeres del mundo, porque la violencia no hace diferencia de clases. En el libro están exhibidas muchas de las grietas de Carolina, unas grietas que como el hermoso arte Kintsugi, ella ha sabido reparar, uniendo las piezas rotas y haciendo de ella misma una mujer fuerte con un gran resplandor interior.   


El arte en Colombia debe ser mucho más consciente y sincero que aquella “persistente estetización de la violencia y la valoración del ‘arte político’ como un producto colombiano de exportación y consumo”.


VER EL ARTE COMO CAROLINA PONCE DE LEÓN

“Dicen que todo curador es un artista frustrado y en mi caso hay algo de verdad”.

Como curadora, Carolina Ponce de León comenzó a labrarse un camino en el arte colombiano cuando solicitó empleo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá a Beatriz González, conocida como “La maestra”, quien era la directora del departamento de educación del museo a comienzos de los años 80, cuando Carolina apenas cruzaba los 25 años.  Su “capital de vida inusual”, como ella misma narra, le sirvió para obtener un cargo que no habría podido tener otra persona de otra clase social y sin ninguna experiencia porque “[…] viajar, residir en el exterior, conocer y aprender idiomas eran privilegios arraigados en herencia de una familia que nunca estuvo alejada del poder”.

Trabajó en la sección de Artes Plásticas del Banco de la República gracias a que Beatriz González, su anterior jefa, y Camilo Umaña, su amigo, eran asesores de aquella institución. En la Luis Ángel trabajó durante diez años por mantener uno de sus credos esenciales: “el mandato de asumir un compromiso con la contemporaneidad, entendida en un sentido amplio (el arte, el diseño, las ideas y los cuestionamientos culturales) que daban forma a las sensibilidades de la época”; credo que compartiría con un recién graduado José Roca, quien más avanzado en edad y poder ha señalado sin tacto que: “Todo lo que hacemos alimenta al mercado, Carolina, cada curaduría, cada investigación, cada texto”.

Sobre lo anterior, tengo la seguridad de que el arte siempre puede ser una aliada para la construcción de un relato que nos recuerde que hay algo mucho más allá que un par de cuadros colgados en una feria o de aquello que se dice ser “arte político”, igualmente comercializado, vendido al mejor postor en las dinámicas del cinismo que caracteriza a muchos artistas al hacer dinero y prestigio con el dolor de los otros; es decir, el arte en Colombia debe ser mucho más consciente y sincero que aquella “persistente estetización de la violencia y la valoración del ‘arte político’ como un producto colombiano de exportación y consumo”.

Confirmé gracias al libro que aquella suspicacia que he manifestado sobre la obra de Doris Salcedo no era en vano, pues en esas páginas se revela que el ego sobrepasa la impostura retórica de su obra y su necesidad de registrar el trauma social, cuya poética inicial se ve manchada por sus evidentes brotes de soberbia alimentados por tener la fortuna de ser una de las artistas más importantes del país. “Doris ha declarado públicamente su interés en ubicar el sufrimiento de las víctimas del conflicto armado en el centro de la sociedad. La obra como un catalizador de conciencia”. No obstante, continúa Carolina: “En un contexto primermundista, la distancia entre la empatía y el voyerismo es corta. Ningún ‘nosotros’ debe darse por sentado, cuando el sujeto observa el dolor ajeno, escribía Susan Sontag”.

Por otro lado, la creación del programa Nuevos Nombres del Banco de la República y, con ello, el reconocimiento y la difusión de la obra de artistas jóvenes, ha sido sin duda uno de los importantes aportes de Carolina Ponce de León. Gracias a ello, se destacó el trabajo de artistas como Johanna Calle, Alberto Baraya, María Fernanda Cardoso, Delcy Morelos, Nadín Ospina, José Antonio Suárez, entre otros. Asimismo, su participación en Ante América en 1992, una emblemática exposición realizada en equipo con Gerardo Mosquera y Rachel Weiss, acentuó en Carolina su rol como curadora y su visión sobre cómo se puede responder desde el arte a las hegemonías culturales. Y así también su vinculación con el Museo del Barrio en 1996, con un enfoque geopolítico que inicialmente se ocupó de la reivindicación cultural del arte puertorriqueño y posteriormente se extendió a representar el arte latinoamericano, le ayudaron a definirse como curadora en Estados Unidos, donde pudo diseñar proyectos como The S-Files, una bienal latina de artistas residentes en Nueva York que aún tiene vigencia, realizar investigaciones sobre artistas como Carmen Herrera, y la primera exposición individual en Nueva York de Beatriz González.


Culpar de nuestro fracaso a una élite, también es uno de los trucos más viejos de la demagogia.


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Leí con atención su libro, y más allá de llenarlo de halagos vacíos o, por el contrario, sin el victimismo de cobrarle deudas simbólicas con los que no hemos tenido ni tendremos sus privilegios, me he identificado con muchas de sus reflexiones y textos. Me leí en sus palabras desde su obstinación sobre Fernando Botero: “Lo que opera en este fenómeno es una sustitución de valores. Se sustituye el carácter único que tiene el arte para elaborar, discernir, explorar y revelar percepciones y experiencias con la realidad, con sofismas de originalidad basados en la mitificación del artista y del acto creativo”; sobre la necesidad de revisar los monopolios del mercado, y me alentó saber que ha pensado en la importancia de la participación real del público como los llamados a generar puntos de vista que puedan dejar de perpetuar aquellos lugares comunes que siguen exaltando a unos pocos nombres.

No es necesario ser un arribista con miopía selectiva que vende su criterio a una élite para reconocer que Carolina Ponce de León ha realizado una carrera dedicada y llena de aportes para el campo de la crítica y las curadurías en Colombia; ni tampoco hay que ser un resentido para registrar una verdad que la misma autora reconoce: que el propio ímpetu y las ganas no son suficientes cuando se trata de conseguir cargos y niveles importantes de reconocimiento cultural. No obstante, culpar de nuestro fracaso a una élite, también es uno de los trucos más viejos de la demagogia. Con todo, en el libro podemos entender que el autodominio exige la capacidad de anular, o al menos, neutralizar, el efecto de fuerzas externas que se oponen al proyecto de creación de uno mismo para hacer de nuestra vida una obra de arte.

Ursula Ochoa

Vive y trabaja en Medellín-Colombia. Magíster en Estética de la Universidad Nacional de Colombia, donde obtuvo la Beca de Facultad. Tiene un pregrado en Artes Plásticas, estudió Periodismo Cultural y Crítica de Arte, Estética y Teoría del Arte del siglo XVIII en la Universidad de Cádiz, y ha estudiado sobre el pensamiento Estético en Friedrich Nietzsche y Aby Warburg en la Universidad Nacional de Colombia. Recibió la Mención Honorífica en el concurso de Ensayo sobre las Bienales de Arte de Medellín organizado por el periódico El Mundo y la Fundación Ángel Gómez en el año 2018, y en el año 2020 recibió el premio al mejor libro de ensayo “Una crítica incipiente”, con la editorial independiente Fallidos Editores.
Fue crítica de arte para la sección Palabra y Obra del periódico El Mundo (2013-2020), y curadora editorial de la revista EXCLAMA durante la realización del libro sobre arte contemporáneo colombiano PUNTO en el año 2019, donde también se desempeña como escritora de manera habitual. Actualmente escribe para la sección de Cultura de El Espectador, y se desempeña como asesora de proyectos de arte, curadora independiente y es cofundadora del proyecto Korai Art, una plataforma para la visibilización y venta de obras realizadas por mujeres artistas en Colombia.

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