POR AMOR AL ARTE. O EL TRABAJO DEL AMOR
Actualmente, en medio de una fuerte crisis económica y una pandemia global, si algo marca con fuerza el medio artístico argentino es el silencio de la mayoría de las personas del mundo del arte al desmantelamiento estructural de las condiciones laborares de las personas que trabajan en instituciones culturales.
Hoy no solamente enfrentamos muchos despidos y gente que tiene que aceptar condiciones abusivas para mantener su puesto laboral, sino que se hacen públicas en medios periodísticos o medios artísticos, incluso de manera obscena, notas onanistas que celebran la reapertura de galerías. Al parecer, la noticia está en saber a cuánto los artistas venden sus trabajos y qué obras se están creando con la pandemia. Y, sobre todo, de alguna forma, suavizar la conmoción de un futuro impredecible, intentando invocar el regreso a un estilo de vida estable, al diseño artístico de visibilidad glamoroso y orientado al mercado. Desde esta perspectiva, el entorno intelectual y artístico parece ignorar la necesidad de revisar sus herramientas críticas para poner en tela de juicio ciertas normas neoliberales de comunicación, en pos de un mayor espacio de reflexión y juicio en torno a las llamadas instituciones de arte.
Sostengo que la mayoría de los trabajos en instituciones culturales o lugares afines al campo del arte son trabajos “feminizados”. Ocupo el término feminizado pensando en la descripción que hace Donna Haraway de la estructuración laboral, donde lo feminizado no excluiría, en principio, un trabajo realizado por hombres. Ser feminizado para Haraway significa ser extremadamente vulnerable, tanto así que uno puede ser desmontado, reensamblado, explotado como mano de obra barata, rayando en la obscenidad inapropiada y fácilmente reducible al sexo.
Los trabajos en instituciones culturales suelen estar asociados a responsabilidades mal reguladas, trabajo extracurricular, incluido el estudio y creación de textos de soporte, técnico, legal, educacional, o de comunicación. Esta realidad se sustenta en un mercado donde hay una gran cantidad de competencia y demanda, lo que hace que muchas instituciones den por buenas políticas laborales injustas, donde la falta de una infraestructura sindical obliga a una precariedad sensible. Además, tenemos que sumar que la mayoría de los trabajadores de instituciones culturales, hoy por hoy, son mujeres paras las que las condiciones sexistas se hacen notar en salarios más bajos en comparación con sus compañeros hombres.
El giro corporativo y neoliberal de las instituciones de arte ha producido que todo trabajo cultural sea visto como una mera prestación de servicios. Por lo tanto, desde el punto de vista de la institución de arte contemporáneo, un coordinador o educador es un empleado que realiza una función universal y, por lo tanto, es reemplazable. Realiza trabajos administrativos y operativos. No tiene acceso al trabajo sobre el contenido y solo puede influir en el proceso de la organización superficial de la institución.
Las relaciones laborales en este campo se dan bajo una forma de contrato que estipula de qué manera el trabajador ha de limitarse a cumplir cierto tipo de demandas o tareas. Pero la institución, para que se cumplan esas demandas, crea una ficción donde muchas veces al trabajador se le promete un lugar de conocimiento para que pueda ampliar su campo semántico en el área específica de su interés. Esta estrategia de «seducción» muy pocas veces encuentra realización en la propia institución, ya que la cantidad de horas, demandas, tareas y responsabilidades organizativas y burocráticas limitan toda capacidad creativa, así como la posibilidad de que se pueda dedicar en específico a un proyecto deseado. Esto significa que la limitación está en su propia responsabilidad principal impuesta por la institución.
Para la socióloga Katja Praznik, otra de las razones que marcan la economía precaria de los trabajadores culturales es el nexo que une el trabajo artístico a un contexto de trabajo doméstico o reproductivo no remunerado en las sociedades capitalistas. Silvia Federici, en tanto, señala que el hecho de que si el trabajo doméstico no es remunerado es porque se trata de una herramienta poderosa, a través de la cual se perpetúan los supuestos de que el trabajo doméstico no es trabajo. Si dicho trabajo se realiza es porque se trata de un deseo inherente de las mujeres, y por tanto es aceptable que no sea remunerado o mal pagado. Si en ese sentido consideramos el trabajo artístico como un don o talento, en paralelo a la forma en que el trabajo doméstico se considera un llamado natural e inherente propio de las mujeres, es decir, como «el trabajo del amor», entonces los artistas y los trabajadores del medio cultural no necesitarían ser pagados por su trabajo, que por otra parte no es tan relevante como otros llamados elementales para la sociedad. De este modo, se justifica la ausencia de pago en algunas áreas frecuentada por becarios y pasantes que llevan a cabo ese trabajo invisible que requiere la reproducción capitalista, donde el nexo salarial es precisamente aquello que reconocería al artista o al trabajador cultural como un trabajador.
Para reafirmar una posición política ante la situación precaria de los trabajadores de instituciones culturales, así como de los artistas y productores culturales, se debería asumir estratégicamente la defensa del arte como trabajo. Desmitificar su estado excepcional, que es la consecuencia de que el valor del arte, en tanto campo autónomo, se ha haya establecido sobre la base del valor artístico conectado al objeto de arte en lugar del trabajo artístico (proceso), lo que plantea un problema para el valor del trabajo y su remuneración en el contexto de la producción artística. Como dice Pierre Bourdieu, el medio cultural y del arte está marcado por una economía «negada» o «paradójica». El campo del arte, así, se ha asegurado una autonomía relativa para que los artistas determinen los parámetros de su trabajo como profesión especializada, lo que a la vez ha fomentado un sistema de explotación caracterizado por el empleo irregular, la desigualdad salarial y la seguridad laboral poco confiable. El prestigio y la excepcionalidad percibida del trabajo artístico tienden a eclipsar la injusticia del trabajo precario, a menudo no remunerado, que sostiene el arte como institución.
Dicho de otra manera, desconcierta la razón económica que gobierna al sistema del arte, una forma de producción marcada por una separación/distinción entre talento artístico y trabajo artístico. La paradoja del trabajo artístico no remunerado se basa en el presunto talento artístico o creatividad que oscurece el trabajo mismo. Por amor al arte y/o la autoexpresión del talento artístico, los artistas y los trabajadores culturales a menudo renuncian a todo pago por su trabajo, como si no pertenecieran a la economía salarial, es decir, al mundo en el que la mayoría de la población gana su dinero, trabajando para vivir y siendo pagado/compensado por la entrega de su tiempo de trabajo. Por lo tanto, asumir la perspectiva del arte como trabajo significa reconocer que debe ser valorado en términos económicos y reconocido como trabajo y no como una intervención divina ofrecida en beneficio de la sociedad.
Desde este lugar crítico, pienso que como forma de resistencia debemos hoy más que nunca incluir en nuestros argumentos un conjunto de restricciones asociadas con la romantización del campo cultural, con los bajos salarios y la falta de voz en los procesos de las instituciones, ya que si dejamos que el mercado regule todo es mejor aceptar que ya directamente estamos en el infierno. Y aunque la mayoría de las instituciones de arte no son los ejemplos a seguir, estamos en un momento crucial en el que toca defender con fuerzas a la red de trabajadores y artistas que trabajan en ellas y dan forma con su trabajo invisibilizado a nuestra frágil institucionalidad artística.
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