CARLOS SALAZAR-LERMONT Y LA URGENCIA DE NOMBRAR LO QUE SOMOS
Existen creaciones humanas que signan la historia de manera decisiva, incluso hasta convertirse en imagen representativa del tiempo en que se develan. Contrariamente a lo que pueda pensarse, no son inventos como la bombilla, el teléfono o la locomotora, sino invenciones un tanto desapercibidas pero aun así definitorias para el transcurso de la narración histórica, todavía hoy presentes como elementos cotidianos de nuestros escenarios de vida. Tal es el caso de la alambrada, que patentada y masivamente popularizada a partir de 1874, se hace responsable de un buen número de bajas en la ofensiva de trincheras del siglo XX, hasta volverse un elemento clave en la Primera Guerra Mundial. Años después, el alambre de espino (también llamado alambre de púas) se ubica en nuestro imaginario colectivo como elemento base de una estructura topológica abstracta, hecha de líneas abiertas y cerradas que demarcan límites y fronteras.
Asumidos como regla, los límites se hacen territorios localizados políticamente, trazos que impiden el movimiento libre a través de ellos, como membranas asimétricas que, si bien permiten la salida, también controlan la entrada no deseada de unidades procedentes de otros lados. Con el paso del tiempo y la radicalización de dichos obstáculos proyectados, muchos son los problemas que enfrentamos como individuos ‘pertenecientes’ a un espacio delimitado, impuesto por naturaleza o por circunstancia. Abandonar este lugar, bien sea por motivos de inconformidad, necesidad o rechazo convierte a un individuo en un refugiado, figura en la que hallamos una forma de explicar nuestra actualidad, en la que –según datos de la Agencia de Refugiados de la ONU (ACNUR)– 25,9 millones de personas buscan protección fuera de su país de origen en calidad de refugiados, y de estos, una cifra de 4,7 millones corresponde a venezolanos, cuyo conjunto conforma el mayor éxodo de la región latinoamericana en su historia reciente.
En búsqueda de mejoras de la calidad de vida, servicios esenciales, alimentos y medicinas, pero también en huida de la violencia, la inseguridad y las amenazas gubernamentales, millones de venezolanos se desplazan errantes a través de zonas grises, en las que se enfrentan a condiciones extremas como el frío, la lluvia y las largas caminatas por inhóspitos senderos, en los que, para protegerse, muchas de estas personas utilizan el objeto que representa lo que somos como individuos contemporáneos: una manta isotérmica, imagen de nuestro oscuro presente fugitivo, como la alambrada es a nuestro oscuro pasado bélico.
Interpelar esta oscuridad heredada del otrora es labor de artistas como Carlos Salazar-Lermont (Caracas, Venezuela, 1987), quien aborda una situación de vulnerabilidad a partir de la certeza de que el cuerpo es el objeto central de toda política, y por ende, toda política será política de los cuerpos. Así, con su corporeidad como soporte material y una manta isotérmica como recurso discursivo, Salazar-Lermont realiza una serie de acciones performáticas entre 2018 y 2019, cuyo tema central es la reflexión sobre la deriva del refugiado como individuo portador de pocas certezas y mucha incertidumbre.
Así, en la vida de un desplazado, tránsito y permanencia se vuelven conceptos supuestos, pues aunque se mantengan estacionarios durante un tiempo, “se hallan embarcados en un viaje que nunca llega a su fin, porque su destino (de llegada o retorno) se muestra permanentemente confuso, y la línea que podrían llamar ‘de meta’ se mantiene eternamente inaccesible” (Bauman, 2008). La inestable búsqueda de dicho destino es representada por Salazar-Lermont en su performance Regional Crisis (2019), en el que el artista realiza una serie de acciones con elementos recurrentes en su obra reciente como lo son la manta de emergencia y la harina de maíz, ingrediente base del plato típico venezolano. De esta forma, saltos, deslizamientos y desequilibrios se convierten en interpretaciones de Salazar-Lermont sobre la lacerante sensación de fugacidad, de lo no definitivo y lo provisional de todo asentamiento del refugiado.
Con el desasosiego como condición natural, pocas son las probabilidades de los desplazados de ser asimilados e incorporados al nuevo entorno social al que arriban, tildados como población excedente, flotante y –en drásticos casos– ‘residual’, bajo la noción de que un residuo es aquello que cae cuando se fabrica una cosa. Pero, ¿qué cosa se ‘fabrica’ en una actualidad en la que el otro es destinado al vertedero? ¿La sociedad moderna dominada por el hombre blanco occidental? ¿La demarcación de espacios a los que el excedente social no puede acceder?
Tanto los procesos migratorios como los procesos de exclusión e inclusión se posicionan como un intercambio pendular y constante a lo largo de la historia. En esta dinámica, con lugar en la frontera entre unos y otros, la energía social resultante entre polos produce un residuo, “generando zonas marginadas en las que se apiñan en completo desorden el proletariado, los explotados, la cultura popular, lo inmundo y lo inmoral: el conjunto subvaluado de todo lo que no se podía ver” (Bauman, 2008). Realidades visibilizadas en noticieros o informes, pero de importancia subordinada en la cotidianidad de muchos. Sin embargo, sabemos que los asuntos despreciados por la sociedad, forman, desde inicios de la modernidad, la materia por excelencia del arte, y es allí donde el cuerpo de Carlos Salazar-Lermont plantea una situación exformal:
Para Nicolás Bourriaud, la exforma designa a “la forma atrapada en un proceso de exclusión o de inclusión”; es decir, a todo signo que transita entre el centro y la periferia y flota entre la disidencia y el poder, recorrido en el que el migrante refugiado visto por Salazar-Lermont, residuo de procesos históricos de difícil comprensión y producto desechado de circunstancias inexplicables, se convierte en el lazo orgánico entre la estética y la política, entre la inclusión y la exclusión, llena de fronteras y alambradas trazadas por “el gobierno de los cuerpos humanos, en el seno de la sociedad” (Bourriaud, 2015).
Intentar borrar estas líneas –en algunos casos invisibles, pero igualmente limitantes– es una de las premisas del arte que se pretende ‘realista’, aquél cuyas obras “levantan los velos ideológicos que los aparatos de poder instalan sobre el mecanismo de expulsión y sus vertederos, materiales o no” (Bourriaud, 2015). A partir de esta premisa, muchas son las estrategias utilizadas por el arte del presente, que encuentra en el espectador algo más que un observador contemplativo y que, en casos como el performance, se vuelve interpretador activo de un elemento tercero e intangible. Así, artista y espectador establecen un diálogo a través de la ‘tercera cosa’: aquella a la que ambos pueden referirse para verificar en común lo que han visto, lo que dicen y piensan de ello, “esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión de lo idéntico, toda identidad de la causa y el efecto” (Rancierè, 2010).
Basado en esta relación esencial para el arte de la performance, en su acción Relief (2018) Salazar-Lermont crea un vínculo íntimo con el público espectador, que supera el borde de la contemplación hasta hacerlo participar y mezclar la harina de maíz en el espacio resultante entre la manta que lo envuelve y su abdomen como recipiente, su cuerpo como medio y espacio único de reconocimiento, proyección y encuentro. Convertida en masa homogénea, tras verter agua y sal sobre ella, la acción continúa hasta dar forma y cocción a las arepas que tanto el público como el artista comparten al final del acto. En la obra, se recupera momentáneamente la existencia social perdida por el refugiado, es decir, todo un conjunto de personas, cosas y acciones corrientes pero portadoras de significados tales como ‘país’, ‘casa’, ‘posesiones’, ‘trabajo’ y otras referencias cotidianas.
Ser un refugiado significa perder todo lo anterior, para incorporar en su imaginario otros escenarios compuestos por carpas, muros, controles en las puertas, alambres y mantas térmicas. “Todos esos elementos definen de manera combinada la identidad de los refugiados, o mejor dicho, echan por tierra el hecho de éstos a definirse a sí mismos” (Bauman, 2008). Y es allí, en la imposibilidad de la autodefinición donde surge la urgencia de nombrar lo que somos “tanto en términos de la conformación o la afirmación de una identidad personal y cultural, como en términos de la crítica o evaluación de cómo hemos vivido y de lo que hemos realizado como sociedad o personas” (Pinardi, 2000). Ante esta necesidad, el arraigo aparece en los planteamientos de las artes visuales venezolanas desde el siglo XX, para demostrar que lo que ‘somos’ es algo de lo que no estamos muy seguros. Visto como pregunta y problema, o como presencia a través de imágenes y signos oriundos, nombrar lo que somos se vuelve una necesidad de reconocerse como individuo perteneciente a un ente mayor.
De esta forma, en Venezuelan Relief (2019), Carlos Salazar-Lermont se vale de las estrategias mencionadas para hablarnos a través de una imagen intertextual, que crea múltiples asociaciones visuales a la vez, dentro y más allá de la producción de la propia imagen, que, independiente de todo cuerpo se convierte en cuerpo a sí misma, como masa viva de maíz, aquella que según las tradiciones latinoamericanas más arcaicas dio origen al ser humano (“De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre”, extracto del Popol Vuh). De esta manera, la mezcla envuelta en la frecuente lámina plateada –como en anteriores casos el artista se envuelve a sí mismo– es ahora convertida en escultura y metáfora del cuerpo refugiado, aferrado al reflejo de su propio calor, en una obra donde lo impreciso y lo imprevisible de la materia orgánica se incorpora al proceso, para posteriormente incorporar el proceso al discurso.
Como pregunta y problema, las formas de arraigo presentes en la obra de Carlos Salazar-Lermont son una búsqueda de entender lo que se es y cómo se es, para entonces “poder asignarle nombre, (…) como una opción para encontrar imaginariamente nuestras raíces” (Pinardi, 2000). Venezolanos, migrantes, desplazados, refugiados; mezcla homogénea de aspiraciones y frustración que se aleja de sí misma a medida que disipa temperatura. Ante esta pérdida, aparecen entonces cuestionamientos como, si es la emergencia y la manta que la cubre una imagen representativa de nuestra identidad, más que el maíz, más que su harina o incluso más que el plato típico. Aunque más importante aún sería preguntarse, ¿qué representa un refugiado, individuo ‘residual’, para Occidente?
Finalmente, así como la cara interna de la manta refleja su calor en contacto con el cuerpo, mientras el individuo migrante busca constantes puntos de fricción con otros, se reconoce mejor en su reflejo. En este proceso, lograr que la sociedad se reconozca también en la figura del otro es el objetivo de obras como las presentadas por Carlos Salazar-Lermont, en las que una interacción efímera pero contundentemente sensible, es más fuerte que cualquier alambrada en una frontera de paso.
Referencias
- Bauman, Zygmut (2008): Archipiélago de Excepciones. Katz Editores, Buenos Aires.
- Bourriaud, Nicolás (2015): La exforma. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires.
- Pinardi, Sandra (2000): “Ámbitos de la Plástica: entre el lugar y la enunciación”, en: Venezuela Siglo XX. Visiones y Testimonios. Fundación Empresas Polar, Caracas, pp. 49-77.
- Rancierè, Jacques (2010): El espectador emancipado. Ediciones Manantial, Buenos Aires.
Para más información sobre la situación de los refugiados venezolanos: https://www.acnur.org/situacion-en-venezuela.html
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