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HAY TIEMPO. GRACIELA ITURBIDE EN EL ENCIERRO

LUNES

Hace por lo menos cuatro semanas que intento escribir una nota mínima (cinco o seis párrafos, nada pretencioso) sobre la última exposición que visité. Tardar tanto en la escritura no me sorprende porque el pensamiento me funciona en dos velocidades: lento y más lento. Lo que me asombra es la insistencia en la escritura, creer que puedo sentarme frente al computador a darle sentido a algo -una exposición- en medio del caos en que se ha convertido el mundo. En el ínterin, cerraron los museos de la ciudad, volví a ver la exposición en formato online (todavía no me convencen los paseos virtuales), repasé la conversación entre la artista y la curadora en YouTube y acogí la cuarentena con la disciplina de un monje. El mundo dejando de ser el mundo y yo insistiendo en mis cinco parrafitos. Me conmueve el desespero con el que nos aferramos a ciertas actividades en el encierro: la escritura, el ejercicio, los vivos de Instagram. Uno se convence de que la escritura, el ejercicio, los vivos de Instagram son una balsa en este naufragio. Pero lo cierto es que no hay balsa. Tampoco hay días. Los enumero para recordar que existen.

Graciela Iturbide, Novia Muerte (Death Bride), Chalma, 1990. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide
Graciela Iturbide, Novia Muerte (Death Bride), Chalma, 1990. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide

MARTES

El 27 de febrero fue la última vez que estuve en un evento social. Llegué media hora antes y me saludé de beso con las dos amigas que encontré. J. hasta me dio un abrazo cuando me vio. Cuánto tiempo, dijo, descansando su mano huesuda y liviana, como un viejo cuervo, en mi hombro derecho. Los asientos estaban tan pegados el uno del otro que podía sentir el aliento de menta de la mujer a mi izquierda. Afuera el termómetro marcaba tres grados, pero adentro, en el salón principal del Instituto Mexicano de Cultura, los aromas y la calidez de los cuerpos nos transportaban sin esfuerzo a una tarde de verano. La luz de la araña central daba a nuestras caras un tono bronceado y la fuente de azulejos al fondo del salón, aunque seca, bastaba para imaginarnos en un patio del sur de México y no en una noche de finales de invierno en DC. Como en el verano, el tiempo de la conversación fue lento. Media hora después de lo previsto, Graciela, sentada en la tarima y vestida de negro, sonrió antes de decir: “Buenas noches, soy mexicana, soy Graciela Iturbide”. Junto a Graciela, también sonriente, estaba Kristin Gresh, la curadora de la exposición El México de Graciela Iturbide.

Y esa fue mi última vez en medio de una multitud.

Graciela Iturbide, El Baño de Frida, Coyoacán, Ciudad de México, 2005. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide
Graciela Iturbide, El Baño de Frida, Coyoacán, Ciudad de México, 2005. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide

MIÉRCOLES

El National Museum for Women in the Arts está en el 1250 de la New York Avenue, en el centro de DC. El museo ocupa un edificio neo-renacentista construido en 1903. En el primer piso, una escalera imperial de estilo art nouveau lleva a la mezzanina -un pasillo circular con balcón que mira al primer piso y en el que cuelgan pinturas y fotografías firmadas por mujeres. En el segundo piso están las galerías. No es de los más visitados y aquel día el número de guardias superaba al de asistentes. Respiré con tranquilidad cuando vi desde el umbral la galería solitaria. Había hecho el viaje en el X2 agazapada en mi asiento, cuidando de no ser tropezada ni tropezar el piececito diminuto de la bebé que iba a mi lado ni el brazo desnudo de la madre que la cargaba. La ciudad mantenía su ritmo habitual, el autobús estaba lleno de ancianos afro-americanos que tosían y adolescentes que escuchaban hip-hop, y en las construcciones los trabajadores centroamericanos continuaban su incesante sube y baja.

Entré a la galería por la puerta que indica el final del recorrido, que es por dónde entran los que no usan el ascensor. En la pared a la izquierda del libro de visitas, había una reproducción de la fotografía Ciudad de México (1969), en la que una mujer sentada observa la calle con los ojos cansados y un shot de tequila en la mano. Detrás de la mujer, hay un mural de una calavera. En las cavidades de los ojos y la nariz de la calavera se ven el cuarto de un hospital, la habitación de un hotel y una tumba con un crucifijo encima. Iturbide cuenta que la mujer era de cera y la habían colocado allí para promocionar el Museo de Cera de la Ciudad de México, unas cuadras más adelante del lugar de la foto. Pero a los ojos del espectador la mujer es de carne y hueso, vive, y junto a ella está la muerte, en la cama del hospital, en el hotel, en el cementerio, silenciosa. Mientras yo aventuraba razones para la mirada cansada de la mujer, la muerte se instalaba en las salas de urgencia del Elmhurst Hospital en Queens, Nueva York. Un porcentaje altísimo de los cadáveres tendrían los ojos redondos y negros de la mujer de cera de Iturbide o el cabello negro, lacio, de los hombres que suben y bajan incesantemente en las construcciones del centro de DC. 

Graciela Iturbide, Nuestra Señora de las Iguanas, 1979, fotografía, gelatina de plata. Daniel Greenberg y Susan Steinhauser © Graciela Iturbide. Cortesía: Museum of Fine Arts, Boston
Graciela Iturbide, Nuestra Señora de las Iguanas, 1979, fotografía, gelatina de plata. Daniel Greenberg y Susan Steinhauser © Graciela Iturbide. Cortesía: Museum of Fine Arts, Boston

JUEVES

No he escuchado una sola entrevista -y he escuchado muchas- de Graciela Iturbide en la que no mencione a Manuel Álvarez Bravo, su maestro. Iturbide cortó el cordón umbilical rápido para que la cercanía del maestro no le contaminara el estilo, pero repite la misma frase de Álvarez Bravo en cada entrevista: “Hay tiempo”. “No se apresure, Graciela, hay tiempo”, dice Iturbide que le decía Álvarez Bravo, que vivió hasta los 100 años.

Sean en el Istmo de Tehuantepec -entre las juchitecas- o en el desierto de Sonora -entre los indios Seris-, las fotos de Iturbide dan la impresión de que el tiempo no es una abstracción, sino un espacio habitado. Recorriendo las imágenes de Juchitán de las Mujeres o Los que viven en la arena, uno descubre que en el universo de Iturbide hay tiempo para el viaje (del DF al istmo o al desierto), para el día, para la mañana, para la tarde y la noche. Hay tiempo para ir al mercado y sentarse a vender tomates con las mujeres juchitecas, platicar y ver a la mujer que pasa con iguanas en la cabeza. Hay tiempo para preguntarle si quiere una foto, para que la mujer diga que sí y organice a las iguanas, para que las iguanas busquen un punto de luz más allá de la cabeza de la mujer que se convierte en Nuestra señora de las Iguanas. Hay tiempo para que Magnolia tome un baño, elija un vestido, un collar de concha y un sombrero, y mire al espejo posando con la delicadeza andrógina y ancestral de un muxe.

La máxima del “hay tiempo” libera a Iturbide del peligro del exotismo. En palabras del curador mexicano Cuauhtémoc Medina, en las fotos de Iturbide el que está del otro lado del lente estuvo también mirándose en la cámara de Graciela, se encontró allí, pidió la foto. Para que todo esto ocurra hace falta tiempo. Está de más decir que en la cuarentena el tiempo, como en Iturbide, es el espacio habitado de la casa, del cuarto, del salón. Hay tiempo.

Graciela Iturbide, Angelita, Sonoran Desert, 1979. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide y Museum of Fine Arts, Boston
Graciela Iturbide, Angelita, Sonoran Desert, 1979. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide y Museum of Fine Arts, Boston

VIERNES

No falta ningún trabajo importante. En El México de Graciela Iturbide están la mujer que sostiene el cuchillo con los dientes en medio de una matanza de cabras en la Mixteca oaxaqueña, el hombre de Nayarit con el rostro perdido en una bandada de pájaros, los autorretratos de Graciela (con serpientes, con pájaros, con sapos), el retrato juguetón del pintor Francisco Toledo con murciélago, la radiografía de un cuervo, los objetos insólitos y ordinarios del baño de Frida. Al pie de las fotos icónicas, como Mujer Ángel, Nuestra Señora de las Iguanas o Magnolia dispusieron la hoja de contacto, a la que el visitante puede (podía) mirar de cerca para husmear en el trabajo de selección y edición: cuál foto elegir en un grupo de cuarenta, por qué elegirla, dónde cortar. En el centro del salón principal, en un video del Boston Museum of Fine Arts, Iturbide repite, vestida de negro, historias que ya escuchamos antes sobre Álvarez Bravo, Juchitán, la muerte de su hija Claudia, la obsesión con los infantes muertos (angelitos), los pájaros, el Jardín Botánico de Oaxaca, pero sobretodo insiste en la intuición y el azar como columnas de su universo.

Tristemente, la exposición no es nada intuitiva. Las fotos fueron organizadas temáticamente y por períodos en siete núcleos: “Primeros trabajos”, “Los seris”, “Juchitán”, “Fiestas”, “Angelitos”, “Muerte”, “Jardín Botánico”. Cada uno de los núcleos está acompañado por un texto explicativo que deja poco a la imaginación y que vuelve una y otra vez al cómo Iturbide representa comunidades, costumbres, creencias religiosas, en fin, a la fotografía como etnografía.

Parece ingenuo esperar que una exposición titulada El México de Graciela Iturbide no insista en ofrecer una imagen de México. Pero el México de Iturbide es más que esa región transparente a la que llamamos México y cuyas señas de identidad pasan por Rulfo, Álvarez Bravo o Elena Poniatowska. El México de Iturbide está, frecuentemente, nombrando un espacio que no es México, que no es Latinoamérica y que no está al sur o al norte de la línea del Ecuador. La fotografía de Iturbide crea una geografía que trasciende México o la mexicanidad porque la geografía de sus imágenes es una geografía de la mirada.

Para la geografía del encierro, en cambio, basta con dibujar un plano de la casa mirando hacia dentro.

Graciela Iturbide. Mujer ángel, Desierto de Sonora, México, 1979 © Graciela Iturbide. En el Centro de Arte Alcobendas, PHotoESPAÑA 2018
Graciela Iturbide. Mujer ángel, Desierto de Sonora, México, 1979. Elizabeth and Michael Marcus © Graciela Iturbide. Cortesía: Museum of Fine Arts, Boston

SÁBADO

En la rama de un árbol cuelga un saco de hombre y muy cerca de la rama pasa un cuervo. El título de la foto no podía ser más predecible, Saco y cuervo. Pero la confirmación de lo evidente no aclara sino que acentúa el extrañamiento que produce la imagen. ¿Qué hace un saco colgando como un fruto en la rama de un árbol?, ¿quién lo colgó?, ¿por qué?, ¿qué estaba buscando la mirada que lo descubrió?, ¿y el cuervo? La sensación de extrañamiento no es menor en imágenes con narrativas más convencionales. En Mujer Ángel, una mujer desciende una pendiente con un radio en la mano derecha. La lectura crítica tradicional destaca la influencia de la modernidad estadounidense en la vida de los indios Seris: la imagen de la mujer con la radio contradice el lugar común que aísla y estanca a los indígenas en un tiempo pasado. Sin embargo, hay un aire de levitación en la mujer que parece que se anunciara, al estilo bíblico, en medio del desierto. Es una mujer, pero también podría ser un ángel. El espacio vacío, el en medio de la analogía, la existencia de algo no dicho, la intuición de algo incompleto, producen el extrañamiento. Para los formalistas rusos, el lenguaje poético es un lenguaje extraño. En Iturbide, el extrañamiento es una forma -informe- del conocimiento, de ver el mundo, de aprehenderlo.

Todo lenguaje, toda lengua, todo código, cualquier alfabeto conocido es insuficiente en estos días. El encierro nunca fue, al menos no en la memoria de quienes lo padecemos; el encierro es, está siendo. ¿De qué modo escribir la analogía, la metáfora, la hipérbole de una experiencia para la que no hay lenguaje?

Graciela Iturbide, Carmen, La Mixteca, 1992. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide
Graciela Iturbide, Carmen, La Mixteca, 1992. Impresión en gelatina de plata. Cortesía de la artista © Graciela Iturbide

DOMINGO En la cronología del encierro, el domingo puede ser miércoles, martes o lunes, así como el lunes podría ser domingo, jueves o viernes. ¿Cuál es el día en el que termino este texto?, ¿es viernes o domingo?, ¿o jueves, miércoles, lunes? De cualquier modo, el domingo era un día para no hacer nada.


Nohora Arrieta Fernández

Candidata a doctorado en Georgetown University. Investiga sobre arte contemporáneo en Brasil y El Caribe. Escribe sobre literatura, poesía y artes visuales.

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