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PRECARIZAR LO PRECARIZADO. TRABAJAR EN CULTURA EN MEDIO DE LA PANDEMIA

Sin lugar a dudas, la expansión de la pandemia asociada al Coronavirus ha puesto en jaque las dinámicas económicas y políticas a lo largo del mundo. Intelectuales y políticos de cada rincón se han lanzado a la tarea de interpretar, proyectar y reaccionar a la crisis, algunos evidenciando las contradicciones del capitalismo tardío y otros, tan solo, intentando sacar la cabeza de debajo del agua. Y es que es especialmente complejo mantenerse a flote, aunque sea por unos instantes, para llenarse los pulmones antes de que el nivel del agua vuelva a subir. Esa agua que toma la forma del terror al contagio, el colapso de los sistemas de salud, la quiebra de industrias enteras y, quizá, la muerte.

En sus múltiples dimensiones de análisis, se puede percibir que el caso chileno aún se expresa en burbujas de opinión. Como si la constante fuese la revisión a los errores no forzados de un Ministro de Salud estratégicamente torpe, o si cada personaje con formación estadística compitiera por hacer la mejor de las proyecciones de la “curva” de infección y propagación por redes sociales. Con todo, el foco en el manejo desde la perspectiva de la discusión sanitaria ya no es la única prioridad, sino que han ido abriéndose camino los impactos de una segunda oleada: el golpe del martillo en la economía y en las dinámicas del trabajo. Y es que serán miles (sino millones) los que verán reducida drásticamente su capacidad de consumo producto de una serie de factores, entre los que surge el riesgo inminente de la pérdida del empleo o bien la disminución de las rentas corrientes que día a día se reciben. Sin un horizonte de término para esta depresión -la más grande de nuestra generación-, difícilmente la materialidad de nuestro diario vivir tendrá el anhelado respiro.

La precarización ha llegado a nuestro pórtico. Pero no todos los hogares están igualmente preparados, en una sociedad con grietas inmensas construidas en largos periodos de acumulación de riquezas de unos cuantos. No todos los hogares están preparados, a su vez, porque no todas las industrias que las soportan son genuinamente industrias. No todos los trabajadores gozaban antes de la así llamada estabilidad, y no todos los trabajadores mantenían una remuneración invariable. Es el caso de quienes son los agentes del sector cultural, constantemente usados como ejemplo de precarización laboral.

Excesiva formación académica que no se refleja en un ingreso inmediato. Altos porcentajes que no reciben ingresos que les permitan pagar lo básico. Baja contratación bajo criterios de relaciones laborales, sin acceso a cotizaciones, seguros de cesantía o ahorros previsionales. Dependencia de fondos concursables, muchos de ellos anuales, en donde las perversiones del sistema los hace competir mutuamente. Y un largo etcétera que nos quita de un solo golpe la idea del artista que vive de sus obras maestras para exponerlas en los grandes círculos: no, la gran mayoría no son más que trabajadores desgastando los dedos de sus manos para generar cultura.

¿Cómo golpeará la crisis a estos segmentos? Sin espacios de exposición o circulación abiertos, muy probablemente los proyectos exhibitivos de este año se verán cancelados o al menos postergados; con ello, quienes se encontraban iniciando procesos de creación y producción tendrán una incertidumbre concreta que, en muchos casos, implique la cancelación de sus honorarios. La gestión de estas instancias, la escritura de contenidos críticos y la investigación, en igual medida, vería alterado su normal funcionamiento, en una contingencia que golpea fuertemente a industrias culturales más consolidadas, como el cine y la música. Sin embargo, quedarnos en el diagnóstico de lo evidente (y seguir viendo e intentando respirar por debajo del agua) no es lo ideal, sino que debemos abordar el desafío de pensar en medidas paliativas o de solución. En este nuevo escenario, con economías que pronto entrarán a dinámicas de “guerra”, habrá que preguntarse sobre el rol de los trabajadores del arte contemporáneo.

En Chile, prácticamente ninguna medida propuesta beneficia a este segmento. La reciente aprobación del proyecto de protección del empleo en realidad no protege “este empleo” (el ampliamente precarizado), sino otros tipos de empleos institucionalmente valorados. Aquel con cierta antigüedad, con un contrato de trabajo, con un ahorro en cuentas individuales y en donde el Estado opera cooperando subsidiariamente por medio de un apoyo desde el fondo solidario del fondo de cesantía. La sola expectativa de tener dicho fondo, incluso antes de la crisis del coronavirus, era una mera ilusión para muchos trabajadores culturales. Es el reflejo de aquella precarización tan aguda, que ni siquiera alcanza los límites mínimos para abordar una política pública de “protección del empleo”.

De dichas propuestas, dos podrían beneficiar de cierta manera a estos grados de precarización. La primera es la existencia del así llamado “bono COVID-19”, el cual asciende a la bajísima suma de 50 mil pesos. Un monto que, en el fondo, no garantiza la mínima subsistencia. Y la segunda son los beneficios de pago en agua, luz y telecomunicaciones. Literalmente, beneficios de pago, lo que se traduce en empresas que permitirán no pagar durante ciertos tramos mensuales, pero que posteriormente podrán cobrar en “cómodas cuotas”. Sin mencionar, desde luego, que no se generó flexibilización para servicios básicos que realmente impactan en las rentas generales, como es el costo de la vivienda y el arriendo (como sí lo realizaron países como Francia, España o Italia), políticas todas ellas que, nuevamente, no garantizan subsistencia en modo alguno o mitigación del endeudamiento.

Y es que el desplome es importante y si la precarización se agudizará en la generalidad de la población, los desde antes precarizados también pueden caer aún más. Una caída estrepitosa que los deje, incluso, fuera del tablero de las políticas públicas del Gobierno

¿Cómo pensar una solución o contención para no llegar al abismo?

Una primera medida (en mi opinión, correcta), es la revisión y redirección de los presupuestos que ya se disponen para el sector cultural, administrados actualmente por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. El uso que normalmente se le daría para apoyar una cartelera de circulación inexistente tiene que estar, necesariamente, a disposición de la subsistencia de los trabajadores de la cultura. Los recursos deben orientarse a nutrir y mantener la humanidad que genera dicha cultura; sin ella, no habrá cultura a la cual hacer mención.

Para su adecuada destinación se debe actualizar una gestión desde hace décadas advertida como un gran pendiente: catastros lo más pormenorizados posible de quiénes son los que componen estos segmentos, con especial cuidado en evitar fraudes en el acceso a dichos beneficios o elitización a la hora de identificar a su población. Observar la vasta experiencia extranjera en esta materia ya no puede ser una tarea que quede pendiente en el escritorio de un funcionario público, sino que se vuelve una urgencia de vida o muerte. El problema es que, en la actualidad, el atraso de dicho catastro no entrega las garantías mínimas para tener certezas de la asignación de estos recursos: ¿Basta un catastro online para saber quiénes son trabajadores de cultura y quiénes no? ¿Los fondos se entregarán como subsidios directos para la manutención mensual o habrá otro mecanismo? Hasta la fecha, ninguna de esas sustanciales cuestiones tiene luz.

La segunda medida es la mutación de los mismos canales de circulación de los así llamados “bienes y servicios culturales”. Volcarse a las vías digitales puede involucrar una oportunidad, pese a que dicha variación tenga limitaciones a la hora de los soportes a los que hace referencia. Hoy más que nunca medios de difusión digitales y televisivos deben ser fomentados por las políticas públicas para mantener viva la transmisión y generación de conocimiento, fundamental también para el quehacer cotidiano de la natural reflexión cultural.

En otra arista, hoy más que nunca se requieren organizaciones de la sociedad civil que no sólo ejerzan vocería con carácter institucional (como son las escuetas menciones de Arturo Duclos, como vocero de la Plataforma de Artes Visuales, valorando y agradeciendo mezquinas políticas del Gobierno actual), sino que pongan el acento en la precarización laboral. Gremios y estructuras de organización de carácter sindical juegan una posición crucial en el tablero, en aras de evitar que los ya precarizados sean olvidados en el último vagón del tren, o que los proyectos de ley futuros no los incorporen. Avanzar, por ejemplo, en la discusión de sueldos mínimos garantizados será una obligación para el debate económico y político de los siguientes meses; quizá así podamos fijar límites para construir una sociedad de bienestar mínimo y no sólo estructuras de precarización diversas.

Pese a todo, ninguna de estas medidas tiene la claridad suficiente para dar respuesta fidedigna para dejar de precarizar lo precarizado. Sus escuetas sugerencias podrían servir para profundizar un debate del cual las burbujas de la opinión pública no se están haciendo cargo e, idealmente, incentivar a que sus protagonistas se organicen. Ya que, de los grandes aprendizajes del nuevo Chile que está en desarrollo, hemos de ser conscientes de algo: ante problemas colectivos, sólo tienen sentido las soluciones colectivas.

Francisco Villarroel

Estudió Derecho en la Universidad de Chile. Asesor jurídico de la Asociación Nacional de Funcionarios de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos (ANFUDIBAM) y del Sindicato de Trabajadores del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Miembro del comité de especialistas del FONDART Nacional de Artes Visuales.

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