Zapata Gay o del Elogio a las Diferencias
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CIUDAD DE MÉXICO. Es domingo al mediodía y el sol de invierno pega como plomo en la explanada del Palacio de Bellas Artes. Formado en la fila para entrar a ver la exposición Emiliano. Zapata después de Zapata, curada por Luis Vargas Santiago, aprovecho la espera para buscar, sin éxito, algún rastro del enfrentamiento que el pasado 11 de diciembre se dio entre campesinos acarreados de la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas y activistas de la comunidad LGBTI+.
El níveo mármol y la enceguecedora cantera refulgen como lo han hecho desde hace décadas. Su brillo no permite apreciar alguna huella de la confrontación, la turba, los golpes, las patadas, los empujones, la sangre derramada. En su lugar, medio centenar de personas espera (esperamos) para entrar a ver la exposición. La extendida polémica que ha generado la obra de Fabián Cháirez, La Revolución (2014), muestra una vez más que la censura es la más eficiente herramienta de promoción.
La imagen de un Zapata desnudo con cuerpo feminizado, enfundado en tacones con punta de pistola y galopando un corcel blanco con una ostentosa erección, es el atractivo que convoca masivamente al público. La espera no incomoda a los visitantes a pesar del inclemente sol. Las filas que se repiten dentro y fuera del Palacio de Bellas Artes son un precio justo para poder admirar al “Zapata Gay”.
Porque hay que decirlo desde el principio: la polémica y la tardía censura al “Zapata maricón” se sucedieron por prejuicios homofóbicos y de género. La figura del héroe nacional, han dicho una y otra vez los familiares y forofos de Zapata, fue mancillada porque se representó como mujer. Sus torneadas y entaconadas piernas no corresponden con el estereotipo del macho mexicano y menos si se contrastan con la desbordada virilidad de la bestia que cabalga.
La homofobia y la misoginia son el leitmotiv en esta discusión. No hay forma de que el debate pueda ser entendido desde otra perspectiva; lo que perturba no es la “deformación” de la imagen del héroe, sino su vuelco sexual. Por eso los campesinos acarreados en el Palacio de Bellas Artes gritaban eufóricos “maricones no”, “putitos” o “gays no”, previo a sacar a golpes a los activistas LGBTI+.
Un descendiente de Zapata, Hilario Salazar, deja claro el punto: «Esto nos afecta en lo moral a la familia, Zapata es hombre y le puso cuerpo de mujer, mire nada más las caderas de dama, el caballo tiene una erección, yo soy ganadero, sé de caballos y esa erección es porque lo va a penetrar, ¡ese pendejo se pasó de huevos!», (Reforma, 11/12/2019).
Ante esta realidad, mal haríamos en obviar que esos prejuicios rápidamente encontraron eco en el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien no sólo intervino en la discusión, sino que desde su tribuna diaria en la conferencia mañanera tiró a golpe de declaraciones la tímida defensa que había hecho la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes, Lucina Jiménez.
Tras los reclamos de Jorge Zapata, otro de los muchos descendientes del caudillo, Jiménez escribió en redes sociales: «En la defensa de la libertad de creación y de expresión, en el ejercicio del derecho a la diversidad se dirime nuestra democracia. Bienvenida la discrepancia y el diálogo. La violencia, la intolerancia y la imposición nunca serán el camino».
Pero la bienvenida a la discrepancia y al diálogo no duró ni 24 horas, ya que ese mismo día, por instrucción presidencial, se acordó entre la Secretaría de Cultura y los familiares del caudillo que la exposición incluiría una cédula que a la letra dice: “Descendientes de Emiliano Zapata expresaron su desacuerdo con esta imagen, por considerar inadecuada la representación de Zapata”.
Adicionalmente, la Secretaría de Cultura se comprometió a retirar la imagen de Cháirez de toda la publicidad y comunicación oficial de la exposición. Es decir, si bien se mantiene la obra en sala, su difusión es censurada en todo tipo de anuncio institucional.
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Salomónica para muchos, la medida que tomó el gobierno mexicano abre un funesto precedente para la libertad de expresión, ya que permite que en un futuro cualquier persona o grupo que se sienta ofendido por alguna obra artística, pueda interferir en la misma con el aval del Estado. Como señaló el artista Antonio Gritón, la cédula aclaratoria a la obra de Cháirez instauró la “era del arte por consenso de la 4T”.
El crítico de arte Cuauhtémoc Medina puntualiza las implicaciones: “Lo que hizo el presidente (al intervenir) abre la posibilidad a que cualquier desacuerdo cultural deje de ser materia del campo cultural y se vuelva un problema a contener, reprimir y erradicar por parte del aparato cultural. De modo que ahora, en lugar de un aparato de promoción artística, tenemos un aparato de contención y represión artística. Porque evitar que el desacuerdo emerja del campo cultural es tan grave como censurar las obras” (El Universal, 13/12/2019).
Y es que cuando se habla de censura hay que entender que ésta se ejerce con diversas intensidades y desde cualquier trinchera. Afecta lo mismo el burdo acto de cancelar o retirar una obra, que la “censura suave” de mantener una exposición u obra, pero rompiendo todos los puentes para su difusión, cosa que intentó hacer el gobierno mexicano con la obra de Cháirez.
Sin embargo, como lo demuestran las filas en el Palacio de Bellas Artes, la tardía censura institucional carece de efecto y gracias a la gran publicidad que medios nacionales e internacionales han dado a la polémica por el “Zapata Gay”, la obra no sólo se ha reproducido exponencialmente en internet, sino que además es la más buscada y fotografiada dentro de la exposición.
Su ubicación, detrás de un muro falso dentro de la sala, acentúa su capacidad de atracción, ya que lo reducido del espacio genera una acumulación tan elevada de personas, que el público se ve obligado a hacer otra fila adicional para poder apreciarla.
Si bien aún son muy preliminares, el INBA reportó que las visitas a la muestra casi se duplicaron tras la polémica. Si tomamos como referente el domingo, cuando el acceso es gratuito, la asistencia pasó de 2 mil 823 personas, el 8 de diciembre, a 4 mil 486, el 15 de diciembre, y aún no arranca el periodo vacacional que seguramente volverá a la exposición Emiliano. Zapata después de Zapata un éxito en el número de visitas, tal vez no al grado de otras taquilleras en el Palacio de Bellas Artes como las de Frida Kahlo o la de Leonardo y Miguel Angel, pero seguramente sí mucho más de las que se esperaban antes de la polémica.
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Vale la pena hacer un alto para llamar la atención sobre el peso específico que tuvo el Palacio de Bellas Artes como caja de resonancia para generar la polémica. Porque la obra de Cháirez ya se había mostrado, sin escándalo de la familia Zapata, en otro museo administrado por el gobierno mexicano, la Galería José María Velasco; además de que la misma imagen del “Zapata Gay” se exhibe como mural coronando el bar gay Marrakech, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
El Palacio de Bellas Artes es el recinto más representativo del aparato cultural del estado mexicano, donde se consagran las más grandes retrospectivas de artistas nacionales e internacionales y donde también se rinde homenaje póstumo a los mayores representantes de la cultura (lo mismo el escritor Carlos Fuentes que el cantautor Juan Gabriel). Esta aura de consagración genera evidentemente un mayor control y censura por parte del gobierno, el cual siempre se ejerce, pero pocas veces es reconocido.
Por esta razón quiero aprovechar la confesión pública que hizo el pasado 14 de octubre, durante una conferencia en Guadalajara, el curador cubano Gerardo Mosquera, quien en 2011 padeció una censura “muy a la mexicana” con su exposición Crisisss… América Latina, arte y confrontación 1910–2010, que se inauguró con un año de retraso en el Palacio de Bellas Artes, como parte de los festejos por el Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución.
Mosquera relató que, al ser en el Palacio de Bellas Artes, “un espacio extraordinariamente oficial”, el contenido de su proyecto curatorial empezó a entrar en contradicción con las expectativas mexicanas que había alrededor de dicha exposición. “Muy a la manera mexicana, se hizo la exposición, se hizo un extraordinario esfuerzo organizativo y financiero, se publicó un catálogo, pero a la vez se le dio un bajo perfil y se manipuló o se hizo todo lo posible para que la exposición, que estaba lista para 2010, se corriera hasta 2011, cuando ya habían pasado las conmemoraciones. La exposición no entró en la programación conmemorativa. Además, como ocurre con casi todas las exposiciones de importancia en Bellas Artes, el Presidente va a visitarlas, es una costumbre, pero al final no fue (Felipe Calderón) ni la exposición formó parte de estas conmemoraciones”.
Si bien Mosquera asegura que no se queja por estas circunstancias, también narró que no le permitieron instalar una pieza de Teresa Margolles, la cual se había presentado en 2009 dentro del Pabellón de México en la Bienal de Venecia, y que consistía en lavar con agua mezclada con sangre de personas ejecutadas las escaleras del palacio de mármol el día de la inauguración. “Pero entonces me dijeron: ‘Oye, Gerardo, afloja, porque ya fue demasiado’. Yo comprendí perfectamente esto, porque además todo el resto se hizo. Es decir, fue una exposición llena de contradicciones, que me dio mucho gusto hacer”.
Como si hiciera falta encontrar más coincidencias entre la censura a Mosquera y la actual censura a la obra de Cháirez, salta el dato, casi anecdótico en su momento, de que Crisisss… América Latina, arte y confrontación 1910–2010 incluyó la obra El libertador Simón Bolívar, de Juan Dávila, que en 1994 abrió un debate similar en Chile porque mostraba a un “Simón Bolívar travesti”, lo cual provocó un reclamo de la Embajada de Venezuela, dirigido al Ministerio chileno de Relaciones Exteriores.
Como recientemente lo recordó el historiador del arte Daniel Montero, citando a Nelly Richard, la obra de Dávila “(des)encadenó racionalidades y argumentos en torno a varios aspectos de la polémica: la libertad de creación o censura artística; financiamiento estatal del arte; discriminación homosexual o respecto de las diferencias; pluralismo ideológico y modernidad cultural”.
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Históricamente, por lo menos en México, valorar una obra que ha sido protagonista de una gran polémica resulta una empresa compleja y en muchos casos injusta, ya que al ser el objeto de posiciones confrontadas, en su mayoría ajenas del campo artístico desde el que opera, el juicio carece de matices y la pieza se pierde entre juicios absolutos.
El caso arquetípico lo dio Rolando de la Rosa, quien en 1988 presentó en el Museo de Arte Moderno la instalación El real templo real, que incluía tres altares: uno dedicado a la Virgen Marilyn (la Virgen de Guadalupe con el rostro de Marilyn Monroe); otro, a Cristo-Infante (una versión de La última cena que era presidida por el cantante Pedro Infante); y un tercero con un Santo Niño de Atocha con cara del futbolista Hugo Sánchez.
La ultraderecha católica mexicana, encabezada por un polémico personaje llamado Jorge Serrano Limón y su reaccionaria organización ProVida, reunieron a cerca de 600 manifestantes que literalmente cerraron el Museo de Arte Moderno, además de que se hicieron marchas y misas públicas que llegaron a las primeras planas de los periódicos, ocasionando que la obra fuera retirada y que el director del recinto, Jorge Alberto Manrique, presentara su renuncia.
En la era de los memes, ver las imágenes creadas por De la Rosa resultan ingenuas y burdas, lo caricaturesco de la instalación pierde su efecto subversivo, pero emitir este tipo de juicios desde el presente resulta un despropósito, ya que pierden cualquier relevancia ante el peso específico que dichas obras tuvieron para el campo artístico local. Para decirlo con claridad, El real templo real, de De la Rosa, forma parte de la historia del arte en México.
A la luz de esta problemática, es un verdadero juego de cuchillos valorar formalmente la obra La Revolución, de Cháirez, ya que tenemos encima el escándalo mediático. Pero sí se puede decir que su factura no ofrece grandes aportes en términos plásticos, aún cuando tiene los suficientes atributos para conectarse genealógicamente con una corriente muy exitosa en México a finales del siglo XX, la cual fue desplazada por el arte conceptual de los años 90.
Me refiero a la pintura neomexicanista, que no sólo fue muy prolífica y exitosa económicamente, sino que varios de sus exponentes más importantes desarrollaron una producción que hoy podría definirse como queer. El caso obvio es Julio Galán (1959–2006), quien también está presente en la exposición Emiliano. Zapata después de Zapata con una pintura ejemplar, MAR GARA (2001). Pero la lista es larga y aparecen nombres como Nahum B. Zenil, Enrique Guzmán, Gustavo Monroy, Alejandro Colunga, entre un largo etcétera, con los cuales se puede abrir un diálogo con la obra de Cháirez y, tal vez, encontrar sus virtudes y carencias.
La cercanía de los hechos obnubila cualquier juicio, por lo que me limitaré a retomar un comentario del artista y curador Guillermo Santamarina, quien en redes sociales sintetizó el punto: “Julio Galán es queer art. Nahum B. Zenil es homoerotismo clasicista freudiano. El de la Zapatilla (Cháirez) es postjoterismo naive”.
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