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‘AULLIDO’, O SOBRE EL INSTANTE DE LIBERTAD

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En el año 1988, el sociólogo francés Loîc Wacquant decide inscribirse en un club de boxeo ubicado en un barrio del gueto negro de Chicago. Decidido a desbancar la mitología colectiva en torno al mundo pugilístico –una mitología alimentada en gran medida por el cine y la literatura norteamericana que han hecho del boxeador una figura heroica, de vida fuera de lo común y ascenso milagroso– para desentrañar en cambio los ritos ínfimos, las rutinas grises y punzantes que anteceden a esas breves apariciones en el ring, Wacquant determina convertir su etnografía en una experiencia viva, comprender su objeto de estudio a partir de su propio cuerpo, al punto de querer abandonar su prometedora carrera de sociólogo para dedicarse profesionalmente a este exigente y duro deporte.

El resultado es su libro Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador, un libro que narra con infinitos detalles la economía corporal, material y simbólica del box: el cuerpo como arma, bala, blanco y escudo, el culto plebeyo de la virilidad, el carácter monástico y ascético de la práctica, la violencia estrictamente reglamentada, la sociabilidad protegida del gym, la lógica sensual y el cuidado del cuerpo.

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Que Wacquant haya tenido que poner su propio cuerpo al servicio de su etnografía, se explica por el hecho de que el boxeo es sobre todo una práctica corporal que no pasa necesariamente por la conciencia discursiva ni la explicación reflexiva, sino por una serie de posturas y gestos que solo existen en los actos y en las huellas que esos actos dejan en el cuerpo, un cuerpo a tal punto remodelado y disciplinado, que vuelve casi imposible su reconversión.

En Aullido, la instalación que el artista Vicente Prieto Gaggero (1989) expone actualmente en OMA Art Gallery (Centro Leñería), nos enfrentamos precisamente al mundo del boxeo, reducido esta vez a sus elementos mínimos: un cuadrilátero, cuyas esquinas están demarcadas por cuatro tótems hechos de arcilla cocida, elevados sobre plintos de concreto y recubiertos con pintura industrial (roja, amarilla, negra y rosada), además de cuerdas de acero que delimitan el entarimado. Del cielo, en medio del ring, cuelgan diez pares de guantes hechos de cerámica vaciada y bañada en pintura ocre.

En medio de esta pulcritud, contraria a la imagen más bien lúgubre de los espacios destinados a esta disciplina, lo que falta es precisamente el cuerpo, la carne, la sangre. Una ausencia curiosa si asumimos el box como una práctica intensamente corporal, profundamente cinética. No hay cuerpo, decimos, pero sí su prótesis, una extensión del cuerpo biológico y una abreviación de ese organismo convertido en una “máquina de dar y recibir puñetazos”: el guante. Opuesto a otra gran prótesis como la cámara fotográfica, el guante no aumenta la potencia del órgano que sustituye, sino que lo protege para impedir su deterioro, incluso para controlar la violencia primitiva que tendría una mano empuñada. “Hay que usar el cuerpo sin desgastarlo”, reza la paradoja del box.

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¿Qué sería una “violencia controlada y reglamentada” como mecanismo de preservación de la vitalidad del cuerpo? Aullido se inauguró dos días antes de la revuelta callejera iniciada el 18 de octubre, como si ese cuadrilátero pulido, vistoso y colorido se hubiera convertido en una cifra secreta y premonitoria del malestar acumulado por una desigualdad estructural contenido a punta de populismo empático.

A la violencia de un modelo que concentra la riqueza de un país en un puñado de familias –el par de guantes esmaltados en oro que complementa la muestra son una buena metáfora– se suma ahora la saña con la que las fuerzas de seguridad han reprimido la revuelta. Pero sabemos que la historia es una historia hecha de todos los sufrimientos del mundo, un sufrimiento tan extendido, observable y cotidiano, que la revuelta de octubre es un triste capítulo más de esta historia de abatimiento y levantamiento –dos ritmos, además, propios de la cinética del box. Una violencia de larga duración y que hoy, en medio de la revuelta, los moralistas de la pacificación intentan moderar con su consiga “rechazamos la violencia, venga de donde venga”.

Benjamin, en un texto de 1931, usó una fórmula ya conocida: el “carácter destructivo”, para señalar su desconfianza respecto del curso duradero de las cosas y de la vida, mostrándolas en cambio en su completa fragilidad. Lo que hace Benjamin es avanzar contra el derecho –un derecho que, traicionando a la justicia, hace al hombre vivir una vida indigna– y el estado público de la frase hecha, para decir que el carácter destructivo es una “vitalidad exenta de odio” y que, en tanto tal, se opone al supuesto común de que la vida debe ser vivida tal y como ella se haya dispuesta. Se trata, en otras palabras, de una violencia destructiva respecto al derecho, la ley, la propiedad, la lengua de los moralistas, pero que deja intacta el “alma del viviente”, es decir, de aquello que arrasa con la vida considerada como mera existencia, proponiendo en cambio una vida que merezca ser vivida.

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Aullido, en ese sentido, puede ser leída como una invitación a pensar la violencia. La fragilidad del cuadrilátero, la posibilidad de su inmanente destrucción (recordemos que está hecho de arcilla, una material primitivo), la memoria de unos cuerpos que se examinan e incitan, caen y levantan, nos dan algunas señales. Levantarse, dice Didi-Huberman, “significa romper una historia que todo el mundo creía concluida: significa romper la previsibilidad de la historia”. No es lo mismo, entonces, la violencia promovida por el dogma neoliberal, que aquella que se eleva en nombre de una vida digna. Como en el box, esta última es una potencia naciente, sin garantías de su propio fin, esencialmente plástica, es decir, hecha de formas en constante transformación.

Si a Aullido le quitáramos sus capas –el esmaltado de pintura y oro–,  si dejáramos a la vista sus materiales primarios –la arcilla y la cerámica–, es decir, si la desvestimos de su carácter exhibitivo y de su mera “apariencia”, lo que queda es tierra y polvo. Eso es lo que ha hecho la revuelta de octubre: desvestir este país, dejarlo desnudo, para mostrar la fragilidad de la que está hecho. Y entonces lo que queda es el grito, el aullido de un cuerpo colectivo que sufre, pero que también sabe que la libertad exige que la disfrutemos sin restricciones durante el tiempo que nos es dada.

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Paz López

Chile, 1981. Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del arte y Magister en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile. Socióloga, Universidad de Arte y Ciencias Sociales. Coordinó y luego dirigió el Magíster en Estudios Culturales de la Universidad ARCIS (2006-2015) y la Línea de Estudios Visuales de la Escuela de Arte de la Universidad Diego Portales (2017-2019) Actualmente es profesora de la Escuela de Arte de la Universidad Diego Portales y del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha publicado textos sobre arte y literatura latinoamericanos en diversos medios escritos nacionales y extranjeros, y participado en distintos proyectos de investigación en la misma línea. Dirigió el suplemento de cultura del diario El Desconcierto. Actualmente forma parte del equipo editorial de la revista digital Atlas: Fotografía e Imagen y colabora con la revista Artishock.

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