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ELLA USÓ MI CABEZA COMO UN REVÓLVER

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En 1979, el estado del arte chileno era diferente. Las coordenadas culturales, sociales y políticas eran diferentes. Estábamos en una dictadura militar brutal. El estado de las cosas había afectado profundamente el alma de la nación. Una vez más, luego de unos pocos años de tranquilidad relativa, la sociedad chilena estaba inmersa en un nuevo proceso de cambio radical, que acumulaba energía, rabia, y desasosiego en todos sus estratos culturales y políticos.

En esos años, yo estaba comenzando la serie de obras titulada A la carne de Chile, surgida bajo el gran paraguas de los “desplazamientos del grabado”, y que se estructuraba alrededor de una de mis preocupaciones recurrentes: la estética de la violencia.

No diré que esta toma de conciencia siguió una pauta predefinida, puesto que solo terminé de aclarar estas ideas una vez que pasaron algunos años, y luego que las obras habían tenido una exposición pública en diversos escenarios de Chile y Europa.

Del análisis retrospectivo de ese período y de las obras que circularon, es que me surge esta reflexión, acerca de la similitud de algunos aspectos de los movimientos sociales, y de cómo yo pienso que el arte puede hacerse cargo de esa realidad, mirándola con la mayor lucidez y distancia estética posible.

El arte no tiene que ser una herramienta de la política contingente, pero tampoco puede abstraerse de ella puesto que en algún grado debe intentar dar cuenta de su tiempo, desde una mirada estético-política que ponga en perspectiva tanto el estado de los lenguajes como los formatos de difusión y su relación con el lugar que queremos ocupar en el relato cultural, intentando hacerlo con la mayor fidelidad y eficacia que nuestras capacidades nos lo permitan.

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Dentro de la estética de la violencia

Trabajar en arte durante el periodo oscuro de la dictadura militar en Chile fue una experiencia compleja y arriesgada. Nos propuso desafíos para los que no teníamos preparación alguna, y debimos llegar desde nuestras plataformas individuales a soluciones desplazadas y renovadas, puesto que el material que nos proporcionaba el día a día era más impensado que cualquier mal sueño.

Pensar en cuánto se parecen aquellos tiempos a los actuales me inquieta y me llena de esperanza. En aquel momento, ese enorme sacudón cultural produjo una extraordinaria variedad de propuestas nuevas, de manera que ahora debemos estar muy atentos, puesto que se nos abre una ventana para la renovación que no podemos dejar pasar.

Lidiar con la dialéctica de lo bello en medio de un ambiente de alta inestabilidad institucional es lo opuesto al ideal soñado de cualquiera que se interese en el arte. Y así como el secuestrado termina identificándose con su captor, los ciudadanos y los productores de arte corremos el riesgo de terminar normalizando el conflicto impuesto a sangre y fuego por las fuerzas reaccionarias durante el período oscuro.

Una de las leyes básicas de la mecánica dice algo así como que “a cada acción le corresponde una reacción igual y opuesta”. Y desde la intuición yo sabía que aquello podía ser válido también para la condición humana, y que de un modo u otro esa ley ha cruzado todo mi trabajo de creación artística desde los primeros años de mi formación allá por los 70, hasta estos días cargados de promesas de cambio.

Hoy siento nuevamente que toda esta agitación e incertidumbre tiene una extraña belleza, una sensación difícil de explicar, como de estar viviendo muy dentro de la historia. Para mí es la belleza del desastre, la misma que percibo después de un terremoto, de un tsunami, o de las grandes catástrofes. Esto nos pasa muy pocas veces en la vida, y estos días han sido así de intensos desde las primeras horas de la mañana, hasta que nos dormimos muy tarde en la noche.

Pero esa belleza inusual de la violencia no desaparecerá, y la podemos percibir con nitidez acumulándose con cada día que se suma a la esperanza de que esta incerteza no puede durar para siempre.

Aun así, esta realidad comienza poco a poco a volverse demasiado importante dentro del imaginario colectivo, y se anida en cada rincón de nuestra humanidad penetrándonos como la humedad que se filtra en la arena.

Nos debemos ir acostumbrando a hacer la vida diaria, sin que esto signifique normalizar la presión o las dificultades que depara la inmensa tarea de cambiar a Chile por un mejor país, sino que debemos conservar la mayor claridad posible para mantener esta conciencia protagónica como un mecanismo que nos permita sobrepasar todos los obstáculos.

La protesta se nos pegó a la piel, se nos metió en los huesos, pobló nuestros sueños y ha sido el tema obligado de conversación durante estas pasadas semanas. Por ahora, nos resulta muy difícil navegar esta realidad tan cargada de incertidumbre y esperanza.

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Similitudes 

La crisis de los años 70s y 80s era una cuestión cuyo origen principal era ideológico, su génesis se enraizaba en las profundas desigualdades sociales que afectaban transversalmente a los ciudadanos de este país, pero se llegó al quiebre puesto que se enfrentaron dos visiones de mundo que eran irreconciliables.

Aquí surge, desde mi punto de vista, la primera similitud, y quiero hacer énfasis en ello, puesto que la actual crisis también tiene su origen en profundas desigualdades sociales, culturales e ideológicas. Estamos inmersos en un modelo despiadado que está intentando aferrarse al poder por cualquier medio a su alcance, enfrentado a una ciudadanía hastiada de las corruptelas, los acuerdos de cocina, las colusiones y el despojo. Todo esto, sostenido en los valores de mercado, machacados con majadería por un aparato publicitario y propagandístico que no tiene contrapeso. En estas circunstancias, cualquier posibilidad de negociación se vuelve volátil, y explota a la más mínima señal de intolerancia o sordera política.

Aunque los escenarios son totalmente diferentes (70s y 80s versus 2019) es el mismo clamor popular el que se deja oír fuerte y claro. Pero ésta es una crisis cuya movilización social surge del corazón de un colectivo híper-conectado, que se asocia, comparte y difunde intenciones e ideas con una velocidad y una eficacia extraordinaria, que solo es posible gracias a la masificación de internet y las redes sociales. Es un guion parecido al de los 70s, pero en un escenario millennial.

Acuden a mi memoria los acontecimientos de la Primavera Árabe, los que avalan la eficiencia de este movimiento y su capacidad de coordinación, permitiendo enormes manifestaciones sociales de apariencia acéfala. No quiero decir que no existan ideas que las sostengan y aglutinen, puesto que basta revisar las pancartas de la calle para ver cuáles son las razones manifestadas en las marchas por los diferentes colectivos que participan, para enterarse de cuáles son las causas que abraza este enorme colectivo movilizado. El comentario intenta explicar la total ausencia de liderazgos políticos tradicionales, y la falta de “rostros” que personifiquen los petitorios sociales y políticos es una cuestión que tiene vueltos locos a los personeros del gobierno de turno, puesto que su enemigo tradicional no aparece, y la masividad de las manifestaciones solo permite suponer que el malestar es absolutamente transversal.

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A quienes usan como revólver 

Los aparatos de dominación tienen mecanismos de adoctrinamiento que se basan en la repetición, en copar todo el espectro de las comunicaciones y del consumo con sus eslóganes, y en usar para la defensa de estos valores impuestos a sangre y fuego durante el período de la dictadura a los organismos de control público como son las policías y, en casos extremos, a las fuerzas armadas de la nación. 

Estos organismos, que deben estar subordinados al poder político como garantes del orden y la seguridad externa de la nación, son quienes de manera más fuerte sufren el adoctrinamiento, sometiendo a sus miembros bajo conceptos tales como cadena de mando, obediencia debida, y otros que desconozco. 

Se adoctrina usando ideas relacionadas a los símbolos de poder de la nación, a saber, la bandera, los himnos, el escudo, o la idea de nación y territorio. Una vez realizados estos adoctrinamientos, los miembros de esta fuerza obediente y brutal son puestos a disposición de los gobiernos para hacer la represión en nombre de la bandera, del territorio, o de los altos valores permanentes de la patria, pero una segunda lectura revela que se defiende el poder económico y la propiedad por sobre los valores más fundamentales, como son la equidad, el bienestar y la participación ciudadana. 

Una fuerza ejercida contra el propio pueblo, es contra la familia, es contra los valores supremos de la humanidad y es contra toda noción de libertad y buena convivencia.

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Una obra en la escena 

Es teniendo presente estas ideas -que en verdad no tienen nada de nuevo puesto que son la raíz de casi todos los conflictos sociales-, que el año 1979 realicé la obra Bandera vaciada. Esta obra se estructura a partir de un autorretrato movido sobre fondo negro, que es un homenaje a la fotografía de Robert Capa del 5 de septiembre de 1936, durante la guerra civil española, a la que se sobrepone el trazado del lay out de la bandera de Chile en líneas blancas. La obra pretende cuestionar la legitimidad del uso de un símbolo patrio para reprimir, para apresar, torturar o matar a los ciudadanos en su nombre. Y aquí aparece una nueva similitud, en estas protestas, ya que los ciudadanos enarbolan una bandera de batalla re-diseñada que consiste en un trazado del lay-out en blanco sobre un fondo negro, y yo la veo y me digo: conozco esa bandera desde hace 40 años.

Entonces sucedió que este año, en el mes de agosto (dos meses antes de este conflicto), en la ciudad argentina de Córdoba, realicé un performance en el Museo Genaro Pérez, desplazando un paso más esta idea de la bandera vaciada, desde su bidimensionalidad hasta la experiencia viva del performance, que escenifica un tejido de significación mucho más denso, puesto que involucra al cuerpo vivo del artista, el tiempo, el sonido y la gestualidad.

En el performance, cada elemento escenificado pone en marcha su propia red de elementos de significación, de manera que el resultado final es una obra tan diferente de su referencia que solo puede ser entendida como una nueva propuesta. En esta oportunidad, usé como referencia o materiales de trabajo la obra Bandera vaciada y la canción popular de Soda Stereo llamada Ella uso mi cabeza como un revolver, que no obstante hablarle al corazón de los jóvenes latinoamericanos, podía ser forzada a re-significarse, producto del desplazamiento a un lugar relacionado con mi obra, y así permitirme el lujo de hacer un comentario sobre el adoctrinamiento y cómo las consignas relacionadas a la bandera, nación o territorio nos obligan a cometer algunos de los actos más repudiables en su nombre. En este caso, “ella” es la bandera de Chile.

Es en nombre de la bandera que no tantos años atrás también reprimimos, secuestramos, torturamos, desaparecimos y matamos. Ya lo he dicho en otros escritos sobre mi trabajo. Y, por cierto, todo esto es posible porque hemos sido educados en la rivalidad, en la competencia, y el egoísmo.

Esta nueva generación tildada de autismo por su excesiva exposición a las pantallas nos está enseñando que es posible un tipo de conciencia del colectivo cuando se trata de las ideas grandes, de la educación, el futuro del planeta, la salud, la vivienda, la vejez, y que todas estas ideas solo es posible protegerlas adecuadamente con un nuevo conjunto de normas robustas que nos den total garantía, sin letra chica, para que no sea posible baipasearlas usando trucos legales. Este movimiento nos ha mostrado que hay honor en la defensa de los valores comunes, que el mundo lo heredaran los jóvenes que salieron a la calle a decirlo con toda claridad.

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Imagen destacada: Carlos Gallardo, Bandera vaciada, 1979. Foto a color de doble exposición. Cortesía del artista

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Carlos Gallardo

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