CAROLINA MUÑOZ: BLANCO UNIVERSAL
Muerto a los veinticuatro años en 1870, Isidore Ducasse (Conde de Lautreamont en casi toda circunstancia) dejó una de las frases más citadas en la historia del arte: «bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas». Las pinturas de Carolina Muñoz (Santiago, 1985) podrían ajustarse a esa definición tan querida por los surrealistas de ayer y hoy. Solo sería necesario -quizás- cambiar el lugar del encuentro.
La mesa del poeta Lautreamont -con sus evidentes sugerencias necrófilas- abandonaría la morgue para instalarse en un lugar más luminoso, pero quizás igual de siniestro: la galería de arte. Porque, como ya lo ha venido mostrando en sus últimas obras, la joven artista tiene un particular interés por el mundo artístico y sus espacios de exhibición. Como si allí, en medio del blanco en todas sus variaciones, se encontrara el mejor de los escenarios posibles para su teatro de pop culterano: el encuentro fortuito de Jan Van Eyck con John Krickfalusi en una galería de arte.
Los personajes que poblaban sus primeras obras se han mudado al campo artístico, reconociendo el territorio -que habitan de manera transitoria- en las ocasiones que son exhibidos. En cierta medida una puesta en abismo de la propia situación de estas pinturas, como si los personajes se salieran de su escenario y quisieran ocupar el lugar del espectador.
La ruptura de la cuarta pared, si nos apropiamos del lenguaje teatral. O la irrupción de la teatralidad a la que se refería Michael Fried, cuando analizaba las primeras obras minimalistas. Una mención pertinente si observamos los objetos que la artista dispone en sus composiciones, como si pintara las instalaciones que, según confiesa, ella misma querría hacer. Narrativas del espacio artístico desarrolladas en su propia geografía artificial.
No es nuevo el problema. Ya en el siglo XIX -y antes también- hacen su aparición imágenes dedicadas a abordar el mundo en el que estas circulan, se disfrutan y se comercian pinturas y piezas artísticas. Está Watteau con La Galería del Marchante Gersaint (1720), y Daumier con sus coleccionistas de estampas realizados casi 140 años más tarde. En distintos registros, esas obras plantean como asunto tanto la propia imagen del arte -en tanto objeto cultural y mercancía- como los espacios que hacen posible su existencia. Arte que habla del arte.
El problema del observador y lo observado, instalado de manera rotunda por Velázquez en Las Meninas y seguido por Manet con Un bar del Folies-Bergère, parece continuar aquí de un modo particular. Los personajes de Carolina Muñoz, que merecen párrafo aparte, ocupan un lugar que nos resulta familiar: muros blancos, pasillos estrechos, objetos extraños instalados en el piso. Nada muy distinto de aquello que en el mismo instante de nuestra contemplación pudiera ocurrir en la galería que nos acoge o en otra ubicada en cualquier lugar del planeta.
Pero es evidente que no hay aquí deseo alguno de realismo, no del convencional al menos. Es, más bien, una distopía del arte, o una película clase B de la escena cultural. Como si el George Romero de La Noche de los Muertos Vivientes hubiese tomado con destreza pinceles y no una cámara de cine y se hubiese puesto a contar sus impresiones sobre todos los eventos que genera la actividad artística: ferias, inauguraciones, performances.
El MoMA, White Cube Gallery, Art Basel… Todos, de una forma u otra, son tributarios de un ideario común en el que se combinan técnicas de presentación -propias de la arquitectura y el teatro- con una mística religiosa y capitalista. El arte circula como fe y como mercancía. A veces pura fe en su precio, otras como auténtica devoción estética. Todo posible gracias a su disposición como objeto de contemplación y de consumo.
Ahí es donde el diseño y la arquitectura completan el circuito de la obra. Le dan una segunda vida. Si en los antiguos salones los cuadros colindaban unos junto a otros, en un hacinamiento pictórico apenas resuelto por los marcos, en el arte moderno se apostó -paulatinamente- por la autonomía de la obra artística. Cada obra exigía “su metro cuadrado”.
Desde aquellos tiempos el arte ha tenido su público. Una tradición contemporánea -que incluye fotógrafos y pintores- ha puesto su atención en él. Desde la naturaleza particular de su sociología a las curiosidades que generan la interacción de personas y obras. Aquí podemos encontrar una de las ramas del árbol genealógico de Carolina Muñoz.
Sus personajes deambulan por el espacio, quizás como actores de una performance, tal vez como engendros de la cultura contemporánea, y están a la espera de alguna novedad o protagonizan un incidente grotesco. Algo tan incierto como su propia condición física, su propia presencia, porque los procedimientos de corte y pegado -que caracterizan a las obras de Muñoz- se han exacerbado y sus personajes sufren las consecuencias.
Rostros de factura realista se insertan de manera violenta contra cuerpos conformados a veces por planos de color que solo describen su silueta. Personajes de animación completan la indumentaria o surgen como excrecencias indeseables en sus cuerpos. El renacimiento nórdico del que son herederas sus anatomías colisiona contra un universo pop, proveniente de la animación reciente. La fórmula extrema elementos del pop y también continúa de una manera anómala una tradición que parecía interrumpida: la neofiguración.
Las actitudes de los personajes de Carolina Muñoz poco deben al naturalismo. Sus cuerpos parecen seguir un posado anómalo, como los modelos de Egon Schiele o los actores del Dr. Caligari, pero filtrado por la comedia de los noventa. Como si la factoría expresionista de las que parecen provenir, hubiese sido intervenida por los hermanos Farrelly de la era Tonto y Retonto. El encuentro fortuito de Jim Carrey con Egon Schiele. Sin embargo, la explicación de aquello, la tiene la propia artista: la vida cotidiana se parece al arte, o al revés. Sus personajes se comportan como lo hace hoy la gente frente a la cámara. Sus figuras son hijas de las redes sociales.
La artista revisa imágenes de Instagram y otras plataformas en las que distintas comunidades, gay algunas, tributan su intimidad a la mirada pública. Pero nada es tan simple. Los sujetos no se entregan con inocencia a la mirada digital. Y lejos del naturalismo, las capturas de estas y carretes espontáneos, aparecen disueltos por poses ridículas o teatralmente amaneradas, como si la presencia del ojo de una cámara hiciera imposible -e indeseable- cualquier naturalidad. Esa afectación deliberada de los sujetos parece pauteada por aquello que la mirada de otro esperaría obtener. Lejos de una verdad lo que obtiene es la exageración de una expectativa.
En su intricado juego de referencias y citas estas obras de Carolina Muñoz afirman con humor y virtuosismo una investigación artística -que no cabe duda- hay que tomar muy en serio.
La muestra Blanco Universal, de Carolina Muñoz, se presenta hasta el 2 de octubre de 2019 en Isabel Croxatto Galería, La Pastora 138 B, Las Condes, Santiago de Chile.
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