Avelino Sala:the Global Symbol
Por Fernando Gómez de la Cuesta, curador
Quizás empezará una nueva era en que los intelectuales y las clases cultas soñarán con el modo de evitar la utopía y volver a una sociedad no utópica, que sea menos perfecta pero más libre
Nikolái Aleksándrovich Berdiáyev
La arquitectura de Oscar Niemeyer resulta tan atractiva como inquietante, tan fascinante como desasosegante. Un creador que tuvo la capacidad de materializar unas construcciones concebidas para una utopía que, como todas las (buenas y nuevas) utopías, nunca se cumplió. La diferencia con otras arquitecturas también utópicas, como por ejemplo los planteamientos expresionistas de Bruno Taut o como aquella Torre de Tatlin para la III Internacional (casi tan quimérica como la de Babel) es que los edificios de Niemeyer no se quedaron en el papel de sus bocetos, planos, maquetas y ensayos, sino que sus ideas se realizaron físicamente pensando en esa utopía que jamás llegó.
Esta desubicación, esta fricción que se produce entre una arquitectura pensada para un contexto ideal y ejecutada en una situación real, es la que sitúa a sus edificios como iconos emblemáticos de lo contemporáneo, pero también como ruinas de todas esas quimeras que terminaron siendo frustradas. El Centro Niemeyer de Avilés, en Asturias, no escapa a esa dialéctica entre el símbolo y la ruina que genera la visión avanzada de un genio frente al subdesarrollo de un tejido profesional (referido a la creación) que se encuentra absolutamente sumergido en la precariedad. Un edificio singular que ha llegado antes de que nuestro sistema político-económico vinculado a lo cultural esté preparado para recibirlo, aceptarlo, dotarlo, acompañarlo y hacerlo (y hacernos) crecer. Paradojas de la contemporaneidad y de estas superestructuras de poder que dejan a la cultura sin recursos, vaciándola de posibilidades y contenidos, mientras le anteponen unos objetivos que le son ajenos, que la alienan y la desnaturalizan, que impiden su desarrollo más auténtico.
El proyecto The Global Symbol, de Avelino Sala (Gijón, España, 1972), debe verse como una gran metáfora del momento en el que nos hallamos, una exposición que toma la forma de un enorme site-specific ubicado en las entrañas de la cúpula que ideó Niemeyer para esta ciudad asturiana.
El anti-icono dentro del icono, el anti-símbolo dentro del símbolo. El artista vuelve a aprovechar las fisuras de una estructura de aspecto pétreo, para infiltrarse y hacer palanca, mientras que las piezas que componen esta propuesta se incorporan a la sobrecogedora arquitectura que las recibe, dejando en evidencia las fallas del sistema que generó, entre otras cosas, todas estas construcciones para la cultura que tanto nos está costando dotar.
Avelino Sala (como el filósofo enmascarado) avanza ocultándose con la voluntad de introducirse y detonar lo establecido, de activar el cambio desde la demolición de lo inútil, remarcando lo perverso y lo estúpido de una estructura sociopolítica y económica que, en lugar de habilitarnos, nos oprime y nos corrompe.
La media esfera que da forma a esta cúpula (con la polivalencia que Niemeyer siempre deseó) asume en esta exposición el resplandor obnubilante de ese símbolo global que lleva tiempo cegándonos, unas formas sencillas y curvas que componen la figura reconocible de un signo en el que muchos vieron la cuadratura del círculo del estado del bienestar, la red de conexiones de la que casi todos éramos parte y que nos estaba haciendo prosperar: un mundo lleno de posibilidades que era la llave para vivir mejor que nunca. Pero esa red estaba construida con un material que es noble solo en apariencia, la corrupción del sistema ha ido revelando la esencia que subyacía, aquella que deja claro que las cosas no son tan sencillas, aquella que surge de su mal uso, del abuso, de la podredumbre, del exceso y de la desmesura. La red esférica del símbolo global ha terminado siendo una trampa de escala mundial, una jaula dorada que encierra el colapso y la miseria en su interior, una cárcel cuyos barrotes toman la forma de amplias autopistas por las que solo transitan con libertad los vehículos (de alta gama) de una élite dirigente que sigue manipulándonos, controlándonos y enriqueciéndose.
Justo en el penúltimo destello de este falso brillo (del espejismo deslumbrante) viene el momento de despertar del sueño, de darnos cuenta de que nada de lo que vivimos es verdad, de que todo es una enorme ficción donde el especulador encuentra el espacio idóneo para medrar, el político para mal mandar y la mentira pulula a sus anchas. Avelino Sala ha decidido alzar el velo que tapaba la superestructura que escondía el verdadero mecanismo (artificial y manipulado) para mostrarnos el sometimiento, la demagogia y ese engaño que provoca que todo parezca perfecto. En realidad, no sabemos dónde estamos, quizás nos encontramos ante un nuevo pase de magia, un truco asombroso de esos prestidigitadores que gobiernan el mundo, de ese aquelarre de demiurgos que controla el planeta, de esos tipos que siguen tejiendo aquel símbolo global casi invisible, aquella tela de araña de la que nadie se zafa, unos manipuladores extraordinarios, sin cara, ni pies, ni corazón, pero con mucha mano, tanto izquierda como derecha.
El artista se hace fuerte (los verdaderos artistas siempre se hacen fuertes) en un momento de desconcierto y de desazón, abre los ojos y trata de abrírnoslos, plenamente consciente del punto crítico en el que andamos sumidos, en ese continuo ir y venir entre las expectativas de la utopía y el flagrante choque de la distopía, entre la realidad, la verdad, la mentira y la incertidumbre, un momento de ruptura de ciclo económico, de agotamiento del sistema, de desmantelación de las estructuras, de punto de inflexión, de cambio de paradigma, donde la violencia se infringe desde el conocimiento y el poder. Una época de injusticia social, de anulación de las formas de pensar que difieren del dogma globalizado y globalizador, una era anestesiante donde el signo y el símbolo más básico (el emoticono, la onomatopeya, la mera grafía) se han convertido en las unidades de significación por excelencia, entrenando cerebros simples, sin criterio, sin espíritu, sin profundidad, encerrados en la cárcel reluciente y pulida del deslumbrante símbolo global.
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