Tarsila do Amaral. La Inventora del Arte Moderno en Brasil
“Quiero ser la pintora de mi país,” escribió Tarsila do Amaral en una carta a su familia en 1923. Perteneciente a una clase social aburguesada que desalentaba a las mujeres a continuar su educación, y en un país poscolonial que buscaba su propia identidad, Tarsila -como es popularmente conocida en Brasil- nació a fines del siglo XIX y comenzó su exploración artística en escultura, dibujo y piano.
Pero no fue hasta los años 20, cuando emprendió varios viajes entre São Paulo y París, que se sumergió en la vanguardia europea y comenzó a construir una red artística intercontinental, una inquietud por representar a su país y un lenguaje visual prácticamente sin precedentes en pintura y dibujo, abriéndole el paso para coronarse como la pionera del modernismo en Sudamérica.
La actual exposición en el MoMA, Tarsila do Amaral: Inventing Modernism in Brasil, se concentra en estos fundamentales años de su quehacer artístico -los 20 y comienzos de los 30-, sumergiéndonos en la etapa en que su práctica se vuelve trascendental y fija las bases para el modernismo brasileño.
Los motivos y referentes de su trabajo fueron revisitados por los más reconocidos artistas de su país, como Lygia Clark y Hélio Oiticica, y por una generación de artistas asociados al movimiento Tropicália, como Caetano Veloso y Gilberto Gil. En el 2012, su trabajo fue usado como escenografía de la inauguración de los Juegos Olímpicos en su país. Tarsila, pese a no haber tenido la visibilidad debida, cambió para siempre el curso del arte en Brasil.
La muestra ha sido organizada conjuntamente por el MoMA y el Art Institute de Chicago y se encuentra abierta hasta el 3 de junio, siendo la primera vez que un museo de tal calibre en Estados Unidos le dedica una exposición individual. Largamente esperada por el público y la academia brasileña y latinoamericana, Tarsila do Amaral tomó siete años en concretarse, partiendo del surgimiento de la idea en la mente de Stephanie d’Alessandro, quien luego unió al equipo al bien reconocido curador Luis Pérez-Oramas.
La exhibición ocupa un espacio relativamente pequeño para las magnitudes de las que dispone el MoMA, pero el espíritu de las obras, la manera en que se organizan y el entusiasmo por parte de la audiencia logran sobrepasar las escuetas salas, que reúnen alrededor de ciento veinte piezas, entre pinturas, dibujos, fotografías y archivos.
Comenzamos introduciéndonos a Tarsila con sus frecuentes viajes entre São Paulo y París entre 1922 y 1927, los cuales resultan en una serie de cuadros y bocetos insípidos en sensualidad, pero eficientes en manifestar la influencia del modernismo europeo sobre su obra. Vemos composiciones cubistas que representan la figura humana y paisajes brasileños por medio de figuras y fórmulas seudo-matemáticas. En Palmeiras (1925), por ejemplo, un paisaje naïf contiene cinco palmeras, cinco montes y cinco figuras de cruz, junto con una distribución magistral de colores.
A negra (1923), sin embargo, es la obra más radical de la primera sección; es el retrato de una esclava que Tarsila supuestamente conoció de pequeña (recordemos que Brasil fue uno de los últimos países de América en abolir la esclavitud), dotada de un pecho exuberante y labios carnosos que sobresalen del contorno de su rostro, y emplazada sobre un fondo sencillo de figuras horizontales y diagonales.
La voluptuosidad de la mujer genera un efecto de amplificación: Tarsila dota a un sujeto -el sujeto de subordinación por excelencia- de monumentalidad y, por ende, de resonancia, celebrando a la raza negra, el género femenino y, finalmente, la maternidad. Comenzamos a ver que une, de forma deliberada, el modernismo europeo con uno considerado de ‘mal gusto’ por la burguesía de Brasil, pero su motivación no es la de un polemicista o reaccionario: ella quiere representar lo brasileño.
Esto la lleva a incorporar un amplio rango de figuras y temáticas en su trabajo: desde paisajes urbanos y avances industriales y tecnológicos, a favelas, mitos y tradiciones indígenas, paisajes tropicales y animales y plantas exóticas, creando imágenes que hoy paradójicamente nos parecen tanto atemporales como sintomáticas de su época.
En la segunda sección somos arrojados a Brasil, donde la obra definitivamente se vuelve más interesante, ya que Tarsila regresa con la manufactura vanguardista desarrollada en París y decide ejecutarla en pos de la representación de signos y temáticas brasileñas, ahora instalada en su propio país. Así, la corta pero significativa influencia que recibió de parte de Albert Gleizes, André Lhote y Fernand Léger -Tarsila le dio una imagen al modernismo brasileño en el mismo estudio que Lygia Clark, años más tarde, le daría cuerpo- se encuentra con el redescubrimiento de su tierra.
Tarsila realizó viajes en tren por el interior de Brasil, recorriendo pueblos y ciudades con su pareja, el poeta Oswald de Andrade, y otros amigos, entre ellos Mário de Andrade y Blaise Cendrars, permitiéndole observar el potencial simbólico y poético de su país y pensar en sus paisajes como el reflejo del “alma primitiva”.
Una sección de archivos al centro de la sala exhibe algunos dibujos que realizó en esta etapa, los cuales acompañaron trabajos literarios de sus amigos, que recuperaban el folclor, los proverbios y coloquialismos brasileños en una prosa evidentemente moderna.
Tarsila y Oswald de Andrade fueron rebautizados por Mário como “Tarsiwald”. Otro amigo de la pareja, Brancusi, les envió un dibujo de su famosa escultura El beso (1907-08) con sus nombres inscritos, reafirmando la existencia fusionada de la pareja, producto, a su vez, de una síntesis ideológica.
También servía como metáfora de la acción de devorarse mutuamente, anticipando el motivo de la tercera sección, la Antropofagia, el movimiento artístico brasileño en la que relacionaron el canibalismo practicado por ciertas tribus indígenas con la ingestión simbólica de influencias externas, característica de todo país colonizado (y tal vez, hoy, de todo país conectado).
En 1928, para el cumpleaños de su marido, Tarsila le regaló un cuadro en que retrataba a un individuo sentado en una posición reminiscente de Melancolía I de Durero y Desayuno sobre la Hierba de Manet. Sus extremidades hinchadas, género no identificado y cabeza desproporcionadamente pequeña, sin embargo, ponían de cabeza las mismas representaciones tradicionalistas. Sentado, a su costado, se yergue un cactus con una potencial connotación sexual y, arriba, una rodaja de limón hace de sol radiante. Esta obra sería titulada más tarde como Abaporu, la fusión de las palabras Tupi y Guarani abá (hombre), poro (personas) y ‘u (comer): el hombre que come personas.
El cuadro fue inspiración e ilustración del Manifiesto Antropófago que un año después escribió su marido Oswald. La figura ‘humana’ era más cuerpo que cabeza; la hinchazón de su cuerpo era el resultado del trauma colonial, pero también de la ingesta de un otro; la naturaleza había sido antropomorfizada, volviéndose indisociable de la de humanidad; el cactus es pintado básicamente de la misma manera que el cuerpo humano: mediante líneas limpias, figuras claras, colores brillantes.
Esto último reafirmaba, en palabras del curador Pérez-Oramas, que “en Brasil no existe la división esquizofrénica entre cuerpo y naturaleza”. Por otra parte, el sujeto era sometido a un lenguaje caricaturesco, lo que hacía referencia a la festividad del carnaval brasileño, un aspecto juguetón y alegre de varias obras brasileñas que ha sido largamente reprimido por historiadores del arte.
El interés por digerir y asimilar también fue aplicado a sus mismos trabajos: Abaporu y A negra formaron parte de una nueva pieza, derechamente llamada Antropofagia (1929). Esta imagen reúne a las dos figuras y las sitúa en un paisaje tropical que exhibe con orgullo sus especies locales, como el cactus y los plátanos, en un lenguaje fuertemente surrealista.
Este movimiento, que también se habría originado en Europa, se vuelve crucial en Sol poente (1929): la composición abstracta y fantástica representa un atardecer por medio de formas cilíndricas, colores cálidos y ritmo pulsional.
Ya en la última etapa de la muestra, somos trasladados a Más Allá de la Antropofagia, donde lastimosamente dejamos atrás los ricos términos culturales y simbólicos antropófagos, pero observamos la cristalización de una ideología consecuente, íntimamente conectada con los pesares de su tiempo. Poco después de que surge la Antropofagia, sucede el colapso financiero de 1929 que lleva al derrumbe del mercado del café en Brasil y a una seguidilla de gobiernos autoritarios. Tarsila enfrenta la bancarrota y el fin de su matrimonio con Oswald de Andrade y decide redirigir sus energías al activismo político.
La obra que más refleja este nuevo compromiso probablemente es Operários (1933), la cual produce un quiebre visual abrupto dejándonos confundidos y extrañando lo anterior. Mediante una estética sutilmente soviética sobre la tela más grande de la muestra, Tarsila representa la clase obrera de su país: un conjunto de rostros de diversas razas y facciones que nos miran de frente, de espalda a una fábrica industrial.
Ya acercándonos a la salida, venimos a entender que lo que finalmente ha hecho este recorrido temporalmente corto, pero simbólicamente largo es exponernos a nosotros a su obra. Caen las fundamentales e inevitables preguntas: ¿Cómo sentimos lo local e imaginamos lo universal? ¿A qué recurrimos para recuperarnos del trauma colonial? ¿Cómo pensamos y nos enfrentamos al otro? ¿De qué modo asimilamos lo externo para crear lo interno?
Si bien nos gustaría que la producción antropófaga durara infinitamente en Tarsila, nos quedamos con que, al fin y al cabo, su obra funciona como un puente de conexión: entre su generación, la siguiente y la anterior; entre el viejo y el nuevo continente; entre el interior y el exterior; entre la masa y la élite; entre la razón y la intuición.
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