Juventud, o Saber y Saberlo Demostrar es Valor Dos Veces
Hace unas semanas vi Clouds of Sils María (2014), una de las últimas películas de Oliver Assayas (París, 1955). Protagonizada por Juliette Binoche, trata de una actriz francesa exitosa a nivel internacional llamada María, a quien un joven director le propone participar en una reposición teatral de la pieza que la lanzó a la fama: un drama lésbico entre una empresaria de entrados cuarenta y su asistente de dieciocho años, rol que había realizado ella. Ahora, el papel de esta chica seductora y fatal pasaría a una it girl del momento, mientras María tiene que encarnar a esa mujer reprimida, doblegada por una joven calculadora, a quien desprecia y no empatiza en casi nada. Para preparar el rol, se envuelve en una relación tortuosa y manipuladora con su asistente Valentine (interpretada por Kristen Stewart), a quien la experiencia desasosiega enloqueciéndola poco a poco.
La exposición Juventud, que se desarrolla entre octubre y noviembre de 2018 en la sala Nemesio Antúnez de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE), o el Pedagógico –para los padres– o “el Peda” –para los amigos–, tiene algo que ineludiblemente se relaciona con este film: la proyección del deseo. En ella, los artistas Constanza Alarcón Tennen, Claudia Bitrán, Cristóbal Cea, José Pedro Godoy, Felipe Muhr y Paz Ortúzar, bajo la curaduría de Jorge Tacla, proponen una serie de interrogantes desde quienes se sienten cerca de la juventud, pero ya la han pasado. Entonces, ¿cuál es el momento en que ya no nos sentimos dentro de la juventud? Como los artistas señalan que son un conjunto “que no busca exhibir un discurso monolítico”, yo tampoco escribiré desde ese ángulo –espero que nadie quiera o pueda hacerlo.
La juventud es una forma retórica para demarcar un momento de la vida, un momento entre la niñez y la adultez, donde la inocencia se pierde, pero al mismo tiempo sigues dependiendo legal y económicamente (muchas veces) de tus padres. El adulto, creo entenderlo de esa manera, es quien ya puede solventarse solo, y se escinde del núcleo familiar. En enero de 1996, cerca de los 2000, Pamela Cavieres, Álvaro Montecinos, Jorge Opazo y Mario Zeballos (Mario Z) realizaron la exposición El tesoro de la juventud, con textos de Constanza Acuña y Francisco Sanfuentes. Todos ellos, estudiantes recién egresados, realizaron también un ejercicio de señalar cuál es el arte que proponen los jóvenes cuando se han distanciado de sus padres, es decir, de su tradición. Sin entrar en los bemoles de la exposición, la juventud nuevamente aparece como un problema tipológico humano, no de las obras, mucho menos de la historia del arte, sino de la circulación. Sería entonces: crees que puedes ser artista, eres “artista joven”, eres artista. Sin más, no sabemos si es una falta de categorías o –tal vez– un exceso.
En abril de 2017 –perdonen lo autorreferencial, pero es ineludible–, curé una exposición llamada Primavera de la Juventud en el GAM. El mismo ejercicio, pero otorgándole una causalidad histórica. ¿Cuál es el arte que producen hoy los jóvenes en la segunda década de los 2000? ¿Cuáles son sus motivaciones y universo de referentes? Pero particularmente, ¿cuál es el espíritu juvenil que los vinculaba a ellos con los jóvenes de fines de los 60? Porque, si bien la noción de juventud es anterior a la segunda mitad del siglo pasado, en la retórica política la encontramos recién en las elecciones de 1964, donde Eduardo Frei Montalva sale electo con el llamamiento a la “Patria Joven”. Es decir, el joven, no el niño ni el adulto, será el porvenir de un proyecto nación más amplio.
Lo que tienen en común estas tres propuestas, Juventud (2018), Primavera de la Juventud (2017) y El tesoro de la juventud (1996), es aquello que hoy señalan los artistas que exponen en la sala Nemesio Antúnez: “(…) desarrollar una perspectiva crítica y simbólica sobre la juventud ahora, antes de que la distancia del tiempo y la nostalgia emocional revoquen una reflexión coherente sobre lo que significa ser joven”. Porque de nostalgias estamos llenos, llenísimos en nuestra historia del arte reciente.
La exposición inicia con Alfabeto, de Paz Ortúzar, donde descubre la magia que realizan las estatuas humanas de los centros urbanos, esas que parecieran levitar. Su obra es una estructura de hierro con piezas intercambiables que vibra en el jardín de acceso al Peda, cambiando la trama de colores en función a unos polerones que –al parecer– estuvieron muy de moda durante los 2000. Entonces, en un ejercicio arbitrario compone una pieza que remite a los jóvenes ampliado, puesto que en esa bolsa de gatos que fue el principio de los 2000 entramos muchos; y una estructura oculta, que llena las plazas principales de las ciudades (otras piezas con el mismo juego de colores están dentro de la sala).
Cuando ingresamos a la galería, a la izquierda se encuentra una serie de trabajos en carbón, grafito y lápices de color sobre papel de Claudia Bitrán, titulada Pelos y pelucas. Indefectiblemente un título como Juventud y la obra de Claudia Bitrán harían un match perfecto, esperando ver uno de sus cortos sobre Titanic o Britney Spears, sin embargo, no fue tan obvio. Los dibujos, técnicamente perfectos, simulan pelos o pelucas con fondos –nuevamente– arbitrarios, que funcionan con la paleta de colores del pelo. Lo interesante del ejercicio de Bitrán no es cuánto apela a la juventud de los otros, sino cuánto apela a su propia juventud, a su propia tradición como artista y a la misma tradición del arte en tanto el procedimiento seleccionado.
Siguiendo en el mismo muro de Bitrán está la obra de Constanza Alarcón Tennen A veces lloro sin querer, una instalación inmersiva donde todo está cubierto por un carmín potente, mostrando en varias pantallas marchas realizadas este año en el contexto de las movilizaciones feministas, además de una pieza sonora con consignas que se reproducen alrededor de la obra. Mientras, en una madera están transcritas una serie de preguntas que le hizo la artista a jóvenes menores de 25 años (los legales según la OMS), sobre el amor, el sexo, la política y, sobre todo, la juventud y cómo se sienten dentro de ella. Desde una cuestión técnica e iconográfica se hermana con otra instalación justo al frente, Fuente de Juventud, de Cristóbal Cea, quien a partir de una animación digital y un texto LED construye realidades alternas, donde la catástrofe web se funde con un paisaje trastornado de lo real, desde la descabezada en el patio hasta las ya pasadas de moda molotov con botella de vidrio.
Junto a Cea están los dinosaurios de Felipe Muhr, haciendo cosas asombrosas. Estas esculturas de arcilla cruda se titulan El fin del mundo, totalmente pasado por el imaginario de Jurassic Park –que hasta el día de hoy nos da películas muy mediocres y muy entretenidas–, donde los dinosaurios aparecen en posiciones que nunca han sido representadas, como dos tiranosaurios rex teniendo sexo o un diplodocus (dinosaurio de cuello largo, lo googlié) mirándose el ano. Siguiendo por la sala, con tanto humor pero más sensualidad que Muhr, están las pinturas de José Pedro Godoy con la serie Reggaetón lento, piezas que trabajan el erotismo con paisajes gráficos afavelados y naturaleza indómita, todo sobre un muro rosado que unifica las piezas.
Tras esta pequeña descripción de la sala, no habría gran diferencia entre aquello que se puede leer cómo “la exposición a ver” en este medio o El Mercurio un domingo, pero su gracia está justamente en su localidad. Porque si bien estos artistas están mirando la juventud próxima pero pasada, cómo ya señalamos, exponen en una sala universitaria, un lugar hermoso pero que una vez que dejas de ser “artista joven”, incluso poco después de salir de la facultad, lo olvidas por completo. Ellos, con estudios de postgrado en el extranjero y muestras asombrosas en los espacios institucionales más caros de nuestro país, vuelven con sus amigos a una sala en El Peda. Y no es volver desde un gesto punk anti sistema: simplemente la sala es buena, es bueno estar con los estudiantes y tener toda la libertad creativa y exhibitiva posible (¡Bendita autonomía universitaria!), y en ello, en hacer lo que quisieron, está –en mi opinión– su juventud.
Porque la juventud es el desparpajo, el desenvolvimiento sensual, la comodidad corporal, los gestos naturales y graciosos en el rostro, es hacer lo que se quiere mil y una vez probando, jugando, equivocándose un montón, y que todo te siga pareciendo un misterio; Juventud en la sala Nemesio Antúnez tiene eso desde el inicio. Es tan poco pretenciosa e inmensamente divertida, en su multiplicidad antes dicha, pero también en lo muy diferentes que son estos seis casi jóvenes que se relajan y se dejan ver ellos mismos. Juventud es mediante su soltura una invitación al apetito, así como María transformó su relación con Valentine en deseo –más que reprimido– misterioso, para finalmente, volver a sentirse joven y justificar su rechazo a este rol de mujer desvencijada. Es también, sin miedo a equivocarme, la victoria de estos jóvenes respecto a su definición de la juventud: no es un problema de categorías, no es un problema epistemológico, ni histórico; la juventud es carne, es soltura. Finalmente, y parafraseando otro título indispensable de la historia del cine: siempre se es joven mientras se siga siendo ese oscuro objeto del deseo.
*Imagen destacada: Cristóbal Cea, Fuente de Juventud, 2018. Cortesía del artista
**Juventud estará abierta hasta el 16 de noviembre de 2018
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