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MARISA CAICHIOLO. MORFEMA FEMENINO

El discurso estético de Marisa Caichiolo (Argentina, 1974 – vive y trabaja en Los Angeles, EEUU) acontece en un plano semántico regente (el de los significados de la voz femenina) y se organiza sobre una estructura sintáctica muy específica que da cuenta de la relación (tácita) entre los múltiples signos de ese mismo discurso. Por tanto, cualquier aproximación interesada en comprender -aunque sea parcialmente- los sentidos de su narrativa visual, debe asumir la premisa axiológica que señala la relación congruente entre los criterios morfológicos, semánticos y sintácticos. Su obra, al término de tantos malabares, es, en puridad, un morfema. Si convenimos en aceptar, a tenor de la lingüística, que un morfema es la unidad más pequeña de la lengua que tiene significado léxico o gramatical y no puede dividirse en unidades significativas menores, entonces habría que leer y entender la obra de Caichiolo como ese fragmento mínimo capaz de expresar/revelar un gran significado.

Resultaría imposible afirmar, dado que me alejaría de la verdad, que Marisa es una hacedera prolija. Sin embargo, sí que es posible (y obligatorio) señalarla como una artista eficaz y efectiva. La veracidad contrastable de este último argumento reside en esa habilidad suya para tensar la agudeza conceptual de las obras en relación con los contextos enunciativos y la contingencia de los juicios de valor. Su propuesta no se desentiende de la complejidad del mundo ni de la fragilidad de este, pero tampoco hace abdicar la naturaleza del signo estético a las demandas y a la tiranía del discurso social dominante. De hecho, me temo, no sería siquiera viable. Y esto ocurre porque la asimilación de la experiencia no se da en ella como respuesta a la aprehensión de conceptos, sino como el fluir consuetudinario de las emociones que transitan entre los órdenes ónticos y metafísicos. No se puede entender la gramática de esta artista sin considerar sus implicaciones con las prácticas espirituales que conectan el cuerpo con el cosmos, al sujeto con el universo y la mente con la materia gravitacional. La coyuntura no determina el signo de su discurso, pero tampoco le hace indiferente.

¿Qué quiero decir con ello?, pues que el enunciado de las obras no se articula a partir de la búsqueda de la fortuna convincente o del coqueteo más o menos astuto con las exigencias de la dominante discursiva; sino, muy al contrario, nace de una floración muy íntima que pone a prueba los índices de subjetividad y los planos sensibles de ella misma en tanto que mujer, madre y artista. Para decirlo de otro modo: los trabajos de Marisa no responden a un activismo programático, sino a un emocional-activo personal e intransferible. Las obras no pretenden el panfleto, como bien ocurre con las de muchas artistas que se llaman a sí mismas feministas y cuyas predisposiciones estéticas no superan, con mucho, el estadio de la tautología. Marisa busca, por encima de todo, sellar el reencuentro de los opuestos y alcanzar una suerte de sanación mediante la concepción y ejecución de la obra. Conozco lo suficiente a la artista como saber de sus zonas erróneas, así como de sus fortalezas y virtudes. Creo incluso conocer, sin dar por hecho lo que pudiera ser un supuesto, muchos de sus grados de implicación con el hecho estético desde una postura esencialmente cubista. Es muy consciente de que el camino que va desde el lugar de uno hacia las instancias del otro, traza un mapa de evidencias (y de desavenencias) afectivas que revela las costuras de la identidad.

Marisa Caichiolo, No more blood in your clothes, 2015 – 2016. Performance por Rachel Loba Roble. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, No more blood in your clothes, 2015 – 2016. Performance por Rachel Loba Roble. Cortesía de la artista

Con extrema agudeza y con el ánimo de desautomatizar un credo, afirma la artista que “la obra feminista ha sido un instrumento eficaz para construir y denunciar los mecanismos represivos del sistema cultural dominante. El arte feminista, que no es lo mismo que arte hecho por mujeres, es un arte que se compromete con la búsqueda de la identidad plástica/visual femenina”. No podría estar más de acuerdo con esta afirmación, toda vez que siendo suyo este argumento, pareciera mío. No es poca la provocación que contienen estas líneas, especialmente para quienes cultivan el equívoco de semejante paralelo. Ser mujer no te hace obligatoriamente feminista, como tampoco ser gay te hace necesariamente militante de carroza. La obra feminista, incluso, podría -por qué no- estar sellada baja la autoría masculina. La obra feminista no es extensión protésica del cuerpo mujer, sino la articulación sistémica de una denuncia que expone y problematiza el lugar de la mujer dentro de un campo axiológico dominado por la ignorancia y la exclusión. La obra feminista redunda en un espacio de resonancia que asume y establece diálogos, en primera instancia, con el tiempo del signo mujer. Es más un ejercicio de auscultación que el muestreo de una condición sexual. El significante (el cuerpo) cede paso a la jerarquización de significados sociales y políticos que discuten la conciencia de sí mismos en el marco de un sistema excluyente y segregacionista.

Por tanto, y habida cuenta de ello, la operatoria discursiva de Marisa recurre al concilio y no al exterminio del otro diferente (y opuesto) a ella. Esa posibilidad de intersección diferencia su trabajo del de otras artistas que asientan su voz sobre diligencias de desintegración y enajenación. Quizás por ello, advierto que su propuesta desarticula un modus operandi y promueve otras lecturas acerca de esta disyuntiva de época y de tendencia. En nada cuesta aceptar que su obra rezuma una preocupación ontológica que, si bien afirma una perspectiva feminista, supera cualquier cerco reductor en beneficio de un horizonte mayor. Su piel se ha convertido en el lindero de otras transgresiones renovadoras y de otras afirmaciones. El punto de partida -creo- no reside en una discusión de género, sino en el deseo de sanación de la sustancia (in)mutable de lo humano-universal. Descubro una fuerte voluntad por sanar y purgar las raíces constitutivas de muchos males contemporáneos, un deseo de convertir el gesto artístico en una acción transformadora.

Marisa Caichiolo, The skin: A land of discoveries, 2015 – 2016. Performance por Sanae Arragas. IFITRY Artist Residency, Marruecos. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, The skin: A land of discoveries, 2015 – 2016. Performance por Sanae Arragas. IFITRY Artist Residency, Marruecos. Cortesía de la artista

En un comentario, oportuno y preciso, sobre los signos estéticos identitarios del discurso de esta artista, la crítica cubana Elvia Rosa Castro afirma que “su obra es, desde todo punto de vista, una plataforma de denuncia que abandona el ego. No existe el alarde falocéntrico-monopolista en ella. El argumento -su as bajo la manga- está en ser portadora de la conciencia de lo femenino: la naturaleza de un género que genera generosamente”. Entiéndase entonces, o así lo entiendo yo, que “ser portadora” no implica, de facto, ser mujer o habitar el cuerpo mujer; implica, al contrario, problematizar los límites de esa misma condición y de esa conciencia. El argumento de Elvia es, en este sentido, tremendamente lúcido y suspicaz, toda vez que, a su modo, desautoriza el juego legitimador que certifica como feminista toda la producción generada por artistas mujeres. La crítico tiene claro que “lo feminista” no resulta de una condición sino de una gestión política de la conciencia y de la revelación instrumental de ese mismo índice de gestión. Curiosamente, esta precisión llega cuando tantas artistas asumen la deriva de lo femenino y de lo feminista como racero de auto-legitimación y pasaporte para la inserción en espacios curatoriales y publicaciones asociadas. El canon regionalista y reductor de un feminismo panfletario se pone en evidencia en el momento en el que la axiología crítica revela la fragilidad de los argumentos y lo (in)sustancial de las posturas estéticas y de los discursos organizados en torno a la ideología de la trinchera.

Ciertos frentes de la creación y de la producción artística contemporánea, han devenido en espacios totalitarios en tanto que geografías de la exclusión, la miopía y la violencia. El totalitarismo gestiona para sí la permanencia (y regencia) de un mapa único y estable en el que la opinión del otro se advierte, per se, como amenaza. Esa voz alterna se convierte en objeto de la criminalización y en diana de una maniobra vejatoria. En España, por ejemplo, he asistido a discusiones mediáticas sobre este asunto que me han parecido el colmo de la mediocridad y del esencialismo más pobre y reductor. Algunas “figuras” del ámbito de la curaduría y de esa otra cosa que llaman “gestión cultural” han pasado por hecho lo que no son más que puros supuestos. La máxima de “conmigo o contra mí”, ha rebajado el nivel de la discusión para convertir en barricada de la opinión lo que bien podría movilizar ideas y debates de máxima abstracción en el pensamiento. Ha ocurrido, incluso, que muchos críticos se sustraen del contexto de estas necesarias disertaciones como precaución ante la inminente (y palmaria) acusación de misoginia. La cuestión se ha tornado tan violenta y compleja que, para según que personajes de la escena pública del arte, el solo hecho de revisar una propuesta, ya sea curatorial o artística, desde la pertinencia del disenso, te convierte en misógino y opositor. Siguiendo esta línea de razonamiento, considero el trabajo de Marisa como una puesta en escena que tributa los valores de la horizontalidad y pone a prueba los derroteros de esa misma vertiente esencialista.

Marisa Caichiolo, ¿En qué más puedo servirle?. Objetos de plata bordados con el cabello de la artista / Caligrafía Capilar. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, ¿En qué más puedo servirle?. Objetos de plata bordados con el cabello de la artista / Caligrafía Capilar. Cortesía de la artista

Sin ir más lejos, en su pieza¿En qué más puedo servirle?, se advierte una declaración de principios. Se trata de una instalación de objetos de énfasis discursivo eminentemente feminista que sustenta un comentario crítico acerca de las nociones de servilismo y alteridad desfavorable. En ella, y guiada por una suerte de re-significación del utensilio en su doble condición semántico-lingüística, la artista despliega un tejido, a modo de extraña enredadera con su propio cabello sobre el cuerpo que define este repertorio de cubiertos de plata. La pieza es hermosa en sí misma, en su más radical autonomía, pero es el título el que viene a cerrar (lo mismo que a amplificar) el contexto discursivo de la interpretación y los posibles sentidos. Aun en su frontalidad enunciativa, esta pieza remite al contrato social conflictivo que sustantiva la desigualdad entre hombres y mujeres, subrayando el vasallaje de las relaciones de poder y de sus estructuras regentes. Es una suerte de apunte para una geografía de la furia. No obstante, su propuesta trasciende la mera interpretación feminista para alcanzar otros elementos discursivos de amplia implicación simbólica y narrativa. En efecto, el enunciado de la pieza remite de facto a la sustantivación de ese rol servil al que “el signo mujer” ha estado reducido en la trama de vejaciones y silenciamientos del relato falocentrista y de sus amplios mecanismos de dominación y de control. Sin embargo, ese mismo enunciado y esos mismos objetos, replican discursivamente sobre esa constante condición de alteridad y de estratificación cubista del sujeto contemporáneo.

Y no pretendo afirmar con ello que sea errática la lectura y la consideración de la dimensión feminista de la pieza (de hecho, resulta bastante obvio ese engranaje semiológico), pero creo que, en virtud de una ampliación del sentido real o figurado, debería atenderse al principio de que estos objetos son por fuerza mayor de la retórica el espejo de muchas realidades subalternas y de muchas subjetividades laterales. La propia artista ha experimentado en carne propia, como yo y muchos, esta situación de repliegue y violenta distribución del derecho. Hace relativamente poco, luego de suficientes años en suelo estadounidense, vino, por fin, a detentar el “poder” de la tenencia de un pasaporte americano. Lo que supone, hasta donde sé, la conquista de una nacionalidad a condición de perder otra. Una vez más los mecanismos de control nos sirven de una ventaja que implica, a larga, una pérdida y desarraigo. Creo, con mucho, que esta pieza remueve en su núcleo duro un comentario crítico hacia todas esas operatorias de autoridad, segregación y pérdida, sin que esto suponga, ni por asomo, contradecir un ápice esa toma de conciencia feminista que se ordena en ella.

Marisa Caichiolo, The house, 2019-2020, vista de la instalación en el Museum Thousand Oaks, California, EEUU. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, The house, 2019-2020, vista de la instalación en el Museum Thousand Oaks, California, EEUU. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, The house, 2019-2020, vista de la instalación en el Museum Thousand Oaks, California, EEUU. Cortesía de la artista

En ocasiones he reiterado que la conflictividad de la historia no reside en la historia en sí, sino, por el contrario, en los sujetos que la escribimos, que damos cuenta de ella en cada acto, en cada gesto, en cada obra. En su proyecto La casa/ The house, por ejemplo, Marisa se aproxima, con declarada sensibilidad, a un acontecimiento reciente ocurrido en la ciudad Thousand Oaks, ubicada en el sureste del condado de Ventura, California, en los Estados Unidos. Como es habitual, y respondiendo a la operatoria discursiva de su trabajo, esta hermosa instalación vuelve sobre temas que resultan de máxima preocupación para ella. De tal suerte, el incendio devastador que ocurriera en la ciudad y que sirve de pretexto argumental para la muestra, se convierte, al mismo tiempo, en otra razón de peso para que Marisa decida reflexionar sobre los roles de la mujer a través de la historia dentro del ámbito doméstico. Qué duda cabe acerca del hecho irrefutable de que cada hogar, cada casa, cada espacio familiar está marcado por la existencia de mujeres que son madres, esposas, hermanas, amigas. Es la mujer ese centro gravitacional desde el que se escriben las verdaderas historias de sobrevivencia, de amor, de perpetuación afectiva, de reproducción, de legados que se conservan y se multiplican.

Estas casas, por tanto, devienen homenaje a todas esas víctimas, una metáfora congruente y precisa del valor de la mujer y un gesto de amor/ reconciliación frente al dolor y la pérdida. Lejos de hacer énfasis en el carácter dramático o de postular elaboraciones emergentes y oportunistas de estrategias de empatía más o menos forzadas con la realidad del otro, la artista se involucra en la trama desde la misma autorreferencialidad que su condición impone. De ahí́, precisamente, que la pieza se orquesta como fina alegoría de un gran cuerpo femenino en el que la casa quemada y los vestidos refieren –por medio de la recreación ficcional y de la elipsis– a la identidad, la memoria y el legado de las mujeres que habitaron esos espacios arrebatados por el incendio y la insensatez. La gama cromática y las derivaciones formales que orquestan esta puesta en escena resultan fundamentales para intentar comprender la cadena de sentidos que se involucran en la instalación y que afectan, por completo, distintos órdenes de la memoria colectiva local.

Escribir la historia es un afán que se escabulle, un gesto que peregrina en los frondosos bosques de la mentira cuando sus textos narrativos se construyen sólo desde unos centros que focalizan la virtud de los héroes o de los vencedores. Su fijación como tejido, como relato de verdad y de honestidad consumada, ocurre solo y únicamente cuando su escritura responde a la pertinencia de estos micro relatos y accidentes que dibujan un todo. Marisa sabe de esto, y tanto que sabe, cuando ella misma es artista, es madre, es desplazada, es inmigrante, es sujeto narrador y narrativo a un tiempo. Frente a la invención de la verdad en manos de fabuladores y diestros narradores, Marisa lanza una mirada de advertencia que, como es ella misma, se convierte en un reclamo de amor y de perdón. Estas casas y estos vestidos dejan de ser entonces un ejercicio de representación para traducirse en poética de la interpelación.

Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista
Marisa Caichiolo, Sacred Seed, 2021, performance, video. Cortesía de la artista

Valgan estos dos ejemplos para señalar ese carácter de morfema que subrayé al comienzo de estas líneas y que afecta por igual a toda la producción simbólica de la artista. Hay momentos en los que el lugar de enunciación de la voz y el modo en que se dispone el núcleo morfológico-sintáctico duro de la obra, hacen que la puesta en escena adquiera una formidable fuerza de significación. Estas dos piezas, junto al resto de su abecedario artístico, evidencian una clara posición frente al objeto-arte y a su amplísimo ramillete de interpretaciones. De esa naturalidad con la que legaliza su investigación sobre la condición/conciencia femenina y la manera en que gestiona la búsqueda afanosa de cierto principio y razón universal, nace una propuesta en la que se cruzan y montan los órdenes de lo político y los de la poesía. El comentario crítico y la reflexividad nunca están ajenos al desnudamiento poético y el enrarecimiento metafórico. Sus piezas, por tanto, trazan los puntos de una geografía emocional que, siendo esencialmente feminista, no se convierte en reducción ni en anatema de sí.

El problema de la determinación lingüística de los discursos y de sus posibles filiaciones ideológicas es un tema que preocupa más a los que deben su existencia a la militancia furibunda. A los que nos importa un bledo el modo en el que nos dicen y nos nombran, nos interesa más la plenitud de la honestidad con la que podemos hacer y producir en la imperfección de este mundo. La certeza de las etiquetas y la idea imputable de pertenencia, es algo que no parece preocupar demasiado a Marisa. Ella está allí, en su espacio, ejecutando su obra y tendiendo puentes a los otros. La cólera ajena no le perturba y el despliegue de la rabia le es indiferente, mientras que el amor y la reconciliación reclaman su urgencia.

Andrés lsaac Santana

Matanzas, Cuba 1973; actualmente trabaja y reside en Madrid. Crítico, ensayista e investigador de arte visuales. Graduado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Autor del libro de ensayos "Imágenes del desvío: la voz homoerótica en el arte cubano contemporáneo", editado por J. C. Sáez Editores, Santiago de Chile, 2004. Corresponsal en Madrid de la prestigiosa revista latinoamericana ArtNexus y colaborador del suplemento cultural de ABC. De manera sistemática colabora con publicaciones especializadas en estética, pensamiento y arte contemporáneo como Atlántica, ArtNotes, ArteContexto, Descubrir el arte, ABCDARCO, la Revista CURARE en México. Miembro del consejo editorial de la revista española Museomanía. Ha escrito introducciones a catálogos, un importante número de textos críticos sobre arte contemporáneo y artículos para libros sobre temas relacionados con sus áreas de investigación y escritura.

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