Sobre “de la Tierra al Cielo”, de Wladymir Bernechea
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De la tierra al cielo: arte, cultura japonesa y escenas locales, publicación del artista visual Wladymir Bernechea (textos suyos ficcionales, editados por Filacteria), cumple un objetivo descuidado por muchos artistas actuales: el de unir el arte con la escritura. Que un artista visual escriba ficciones –además de crónicas y de análisis visuales de sus amigos y pares– constituye un logro estético destacable. Recordemos algunos eventos anteriores que hablan de la relación entre arte y escritura: en el siglo XIX, los artistas modernos debían escribir poéticas de sus propias obras. No había críticos actualizados para interpretar las obras de artistas como Gustave Courbet, Édouard Manet o Paul Cézanne. La crítica oficial del momento sólo podía dar cuenta de un arte académico infestado de seres mitológicos greco romanos, ninfas obesas, ajamonadas –según Cézanne–, retratos burgueses, o seres divididos entre diferentes poderes (militares golpistas, políticos corruptos, mujeres carnales, filisteos o tenderos arribistas).
En la modernidad, los artistas estaban obligados a escribir acerca de sus obras. Junto a sus escrituras, muchos poetas y literatos se encargaron de escribir textos paralelos a la modernidad de las artes visuales. Citemos algunos poetas y escritores: Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Guillaume Apollinaire, André Breton, Filippo Tommaso Marinetti, Tristan Tzara, entre otros. Las artes visuales y la literatura iban, en las vanguardias, de la mano a nivel formal y simbólico. Escribir era pensar visualmente y producir arte era escribir de modo literario (de una literatura experimental y renovadora).
En Chile, este proceso tuvo consecuencias fundamentales a la hora de revisar el avance de la estética modernista. Muchos escritores de avanzada fueron dándole sustento a las artes visuales contemporáneas. Un ejemplo siempre citado: Jean Emar (escritor y defensor de las vanguardias pictóricas del siglo pasado). Sus textos en defensa del grupo Montparnasse, publicados en el diario La Nación en los años 20, dan cuenta de un retraso de la crítica oficial chilena de aquellos tiempos. Emar defendió las obras de Camilo Mori, Vargas Rosas, contextualizándolas a partir de producciones extranjeras como las de Cézanne, Pablo Picasso y Kazimir Malevich (algunos críticos locales conservadores decían que Cézanne pintaba mamarrachos de figuras humanas y aberraciones de objetos de diversa índole).
Unas décadas después, siguiendo con el legado de la gente venida del campo literario, tenemos a Enrique Lihn, Juan Luis Martínez, Diamela Eltit, Raúl Zúrita, analizando obras de la llamada escena de avanzada, ficcionada por la teórica Nelly Richard, en los años más crudos de la dictadura militar encabezada por el Capitán General Augusto Pinochet (a quien obviamente le seducían los blasones militares y los libros de historia basados en Napoleón Bonaparte).
Últimamente, esta relación entre arte y literatura ha ido, en la actualidad, desapareciendo en la escenas de las artes visuales. Ahora los artistas visuales ya no se juntan con la gente del campo literario. Los artistas en el presente son profesionales del arte: estudian en universidades y son específicos en términos disciplinarios. La gran mayoría no lee, no ven cine y tampoco se ensucian las manos en la trama cultural de la ciudad. Tampoco los teóricos del arte se ensucian las manos a nivel citadino. Tienen las manos limpias porque nunca han circulado por lo urbano. A ambos les falta cuerpo. La visualidad y la palabra ahora son impolutas.
Sin embargo, hay excepciones. Algunos se interesan por los efectos abyectos de la cultura de masas: la TV, la prensa escrita, el deporte, el periodismo cultural y político, etc. Estos teóricos escriben sobre arte desde los medios masivos, una experiencia existencial cargada de estímulos de la vida concreta. Citemos un ejemplo: en el capítulo Negro óptico, juego verdadero, Bolocco y pisco frappé (página 31/53), Bernechea relata una anécdota acaecida en una exposición bipersonal llamada Combo Breaker en una galería alternativa de la comuna Pedro Aguirre Cerda. Después, en un carrete nocturno, un paracaidista jugoso se trenzó a golpes con el propio Bernechea, quien debía viajar, dos días después, a Japón, luego de recuperar sus lentes ópticos, quebrados tras la refriega y desinflamar un moretón ocular (su rostro quedó literalmente ajaponezado).
El libro de Wladymir Bernechea (Rancagua, Chile, 1989) recoge, en suma, esta clase de experiencias de habitar un mundo escindido entre la realidad concreta y la realidad abstracta. En este libro coexisten desde experiencias locales y otras experiencias de culturas internacionales: la japonesa, como se dijo antes, de manera privilegiada. La mayoría de los chilenos nos parecemos a los japoneses, sin asumirlo ni saberlo. Somos seres bajos de estatura, pelo oscuro, lijoso y liso, de cuello corto y mirada altiva.
Hay una evidente japonización de la cultura chilena y occidental (en Chile: los otakus, los visuals, las redes sociales, los nostálgicos noventeros, entre muchas otras referencias). Al parecer, somos descendientes nipones. Citemos a un periodista inglés que presenció la marcha de unos militares chilenos de la armada en los años sesenta, que desfilaron frente a la reina (la armada chilena ha tenido siempre la pretensión de creerse inglesa y tomar whisky). De manera displicente, y sin saber que eran chilenos, el reportero inglés dijo: “Qué gallarda desfiló la delegación nipona”.
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