LAS LUCHAS POR EL ARTE NUNCA ACABAN
La cobertura mediática en torno al Museo Nacional de Bellas Artes de Chile ha sido particularmente intensa durante las últimas semanas. Esto es singular, ya que dicha institución no suele ser el centro de atención de la prensa, y podríamos decir que las artes visuales en general tampoco lo son. El motivo de este repentino cambio es la exposición Luchas por el arte. Mapa de relaciones y disputas por la hegemonía del arte (1843-1933), curada por Gloria Cortés y Eva Cancino, que se convirtió en el centro de una polémica liderada por los sectores más conservadores del país, que han llegado incluso a pedir el cierre de la muestra y la remoción de sus curadoras.
Normalmente la crítica de exposiciones llega para evaluar aspectos de sus montajes, planteamientos curatoriales o incluso el estado de las obras usadas, pero en esta ocasión ha aparecido un cuestionamiento más profundo y autoritario: el derecho a que el museo desarrolle curadurías críticas y experimentales. Las diferentes cartas, columnas y entrevistas que han circulado fundamentalmente en el diario El Mercurio abogan por un museo higienizado de cualquier “interrupción ideológica”, donde se restituya su carácter de templo del arte, y que, de ese modo, ninguna de las ideas actuales logre corromper el espíritu atemporal de las obras. Sabemos que, para el conservadurismo chileno y global, cuando se dice “ideología” están diciendo “todo-lo-que-no-sea-hegemonía-neoliberal”, es decir, cualquier planteamiento que vaya a contrapelo de las ideas ya añejas sobre el arte, la política y la historia.
La periodista Elena Irarrázabal (subeditora del suplemento Artes y Letras de El Mercurio) consignaba con horror que durante una visita que había realizado una guía del museo se refería a esta institución y su fundación como “clasista, racista y machista”. Aquellos apelativos no suponen ninguna afrenta para cualquier persona medianamente educada tanto en la historia del arte local, como en la historia de la república de Chile y la propia historia del museo como institución.
Ciertamente, los paradigmas culturales que dominaban el pensamiento de la época cuando el MNBA fue fundado eran clasistas, racistas y machistas; y aunque sea doloroso para quienes hoy ostentan el rol de élite (que, además, son las mismas familias que dieron origen a la institución republicana), es importante que la ciudadanía lo sepa. Es de hecho, una cuestión que los grandes museos del mundo están haciendo hace años. ¿Por qué habría que esconder el origen oligárquico del museo? ¿Es que acaso enunciar hechos constituye algún “desliz ideológico”?
Basta mirar la lista de nombres que en 1902 constituyeron la “Comisión de Bellas Artes”, todos ellos grandes apellidos de la élite chilena, y de los ocho miembros artistas (un arquitecto, un escultor y seis pintores), dos eran europeos. Ninguna mujer, ningún descendiente de pueblos originarios y en general, nadie que no perteneciera a la oligarquía gobernante.
Reconocer este tipo de cuestiones es solo conocimiento histórico y no podemos decir que integrarlo como aprendizaje para los visitantes del museo sea ningún error. De hecho, cuando el museo como institución es capaz de identificar aquellos aspectos que le han dado históricamente un carácter de espacio de élite, este puede trabajar a futuro para convertirse en un espacio democrático y que logre representar a toda la ciudadanía, y no solo a aquella que por razones políticas o familiares puede encontrar a sus propios antepasados allí.
Pero todo este asunto fue primero difundido con un mensaje falaz y dañino: acusaron al museo y sus curadoras de no cuidar apropiadamente su colección al exponer las pinturas sin los tradicionales marcos que tienen. Despectivamente, el diario se ha referido al montaje como un “collage”, y supuestos expertos, como el exdirector Roberto Farriol, intentaron mentir afirmando que los marcos son parte integral de las pinturas.
A él se sumó la voz de un nieto de Camilo Mori, quien espantado reclama la vulneración de los “derechos morales” de su antepasado a raíz del uso ideológico que se hace las obras, así como también el potencial daño que habría al faltar sus respectivos marcos. Esta última parte es quizá la que más desnuda las intenciones restauradoras de los sectores conservadores, quienes no pudieron lidiar con la ausencia de aquel componente que está diseñado única y exclusivamente para dar realce y valor a las pinturas: el marco dorado (algo así como el equivalente al plinto en la escultura).
Las pinturas del s. XIX, en casi todo el mundo, suelen estar colgadas con este tipo de molduras y estas tienden a ser exageradas y grandiosas, de modo que cada pieza siempre luce más impresionante de lo que realmente es. Tenemos que destacar aquí que aquel formato dorado y decorado ya en el s. XIX era considerado antiguo, pero que por motivos comerciales se siguió utilizando, ya que fomentaba la compra de pinturas innovadoras, como lo fueron a mitad del s. XIX las impresionistas. En general, a ningún artista le preocupaba qué marco era usado en sus obras, salvo que ellos mismos lo diseñaran, como ha sido el caso de múltiples maestros modernos.
El ojo acostumbrado al canon museográfico tradicional tiende a identificar al marco como una condición sine qua non para la contemplación y, con ello, la adquisición de los valores superiores (?) que siempre estaría entregándonos el arte. Dejar al descubierto las piezas, entonces, desnuda y debilita dicha función, ya que nadie podría realmente acercarse a las imágenes representadas del modo correcto, es decir, teniendo claridad sobre el rol superior del arte en la sociedad.
Una columna llegó a usar conceptos metafísicos para referir a la experiencia artística, afirmando que el arte es “algo que eleve el alma y que permita que la inmanencia humana toque el cielo al menos por un instante. Debe ser, necesariamente, la expresión del gran deseo humano de trascender”. Todos estos conceptos no significan realmente nada, son palabras vacías que aparecen en los relatos de las ultraderechas globales, donde el afán restaurador busca instalar el miedo al cambio (cuando estamos en décadas de cambios radicales y acelerados como nunca se había visto, desde hace por lo menos 60 años). Es preocupante el modo en que la mentira y la agenda política convergen en esta ocasión para debilitar la autonomía del MNBA, y de sus trabajadoras.
También han instalado la idea de que el MNBA no puede exponer arte contemporáneo o “asuntos” actuales, ya que estaría faltando a su misión que sería la de cuidar su patrimonio, manteniéndolo exactamente como fue ideado. Esta última idea es el equivalente a pensar en el museo como una gran lata de conserva donde las obras de arte van a simplemente ser taxidermizadas para ser contempladas de manera idéntica por los siglos de los siglos. ¿Qué noción de cultura y patrimonio manejan estas personas? ¿Cuál sería el sentido de mantener anquilosada una colección que a través de sus piezas es capaz de contarnos la historia de nuestros orígenes republicanos, pero también de ayudarnos a entender mejor el por qué somos como somos?
El rol actual del trabajo patrimonial busca precisamente reactivar aquellos objetos y prácticas que por su antigüedad han perdido vigencia en la cultura. Aquellos valores (la ideología estética, diría Ranciére) no es otra cosa que una forma situada históricamente de comprender y acercarse al arte. Es lo que también se ha llamado “tradición de las Bellas Artes”, con todos los rituales, cánones, relatos y próceres que esto implica.
Tratemos de comprender aquí que los más de cien años que nos separan del momento fundacional del MNBA no han pasado en vano, y gran parte (si no es acaso todo) de lo que significaban sus obras en ese tiempo ya no puede restituirse, ni siquiera imaginarse. Por ello, el enfoque de prácticamente todos los museos del mundo es el contemporáneo, que aspira a mirar de modo actual todo aquel pasado que se les ha encargado resguardar.
¿Pero qué es eso de “ser contemporáneo” en un museo de bellas artes? ¿Se puede mirar mediante un anacronismo toda una colección? Ciertamente, tal como indica Didi-Huberman, toda historia del arte parte de un anacronismo que es el propio de cada obra de arte, que por su condición misma está constituida de múltiples temporalidades apiladas. Esto es similar a lo que hacen los geólogos cuando toman muestras en formato de un “testigo de hielo” (esos largos tubos de hielo que se extraen para estudiar los cambios geológicos y climáticos), que dan cuenta del pasado -mientras más hondo, más antiguo-, pero para llegar a él debemos pasar indefectiblemente por el presente. No existe una mirada que, por el solo hecho de desear ser “fiel” al tiempo original en que fueron producidas las obras, pueda mágicamente conjurar dicho pasado. Todo es observado desde el presente y, más aún, desde configuraciones específicas del presente.
La labor que han desarrollado Cortés y Cancino en Luchas por el arte debe ser entendida como un esfuerzo por comprender el contexto que permitió el surgimiento de lo que hoy llamamos “arte chileno”. A esto podemos vincularlo con múltiples modos de estudiar el pasado, aludiendo a las estrategias usadas para analizar las fuentes y las obras, ya sea sociología del arte, historia feminista del arte, historia social del arte, historia institucional, etcétera.
A estas perspectivas en general no les interesa hablar sobre las teorías (y retóricas) tradicionales, que solo se dedican a hablar del arte como un conjunto de obras y estilos autónomos de cualquier realidad social concreta. Es decir, la curaduría somete a revisión crítica al sistema del arte en Chile entre los años 1843-1933 comprendiéndolo como práctica social.
Si la élite piensa que comprender cabalmente el pasado es “destruir” los valores decimonónicos, claramente han llegado tarde a identificar dicho proceso, puesto que el fin del modelo de las bellas artes es de larga data, y no fueron los historiadores del arte o los curadores quienes se encargaron de ello, sino que los propios artistas con su trabajo.
Más allá de los juicios de valor que cada uno puede tener de manera individual acerca de las decisiones museográficas (todas ellas pertinentemente justificadas por las curadoras), no podemos desestimar, así como así, un ejercicio proveniente de la investigación historiográfica y la mediación artística. Es cierto que la imagen de pinturas con puntos de vista más bajos, pegadas una al lado de la otra y con largos textos de sala puede ser sorprendente y a ratos un tanto abrumadora, pero eso es quedarse en la superficie.
Una de las cuestiones clave a la hora de transformar la relación tradicional que tienen los públicos con los museos pasa por dinamizar el formato convencional contemplativo. Hace años que los museos dejaron de ser iglesias donde las personas deben estar militarmente sometidas a una determinada etiqueta. Hoy en día, estos espacios deben ser acogedores y lo suficientemente innovadores como para atraer a nuevos públicos que no poseen las mismas formas de relación con el mundo que generaciones pasadas.
Y, finalmente, algo que inquieta cada cierto tiempo a los grupos conservadores es el progresivo avance de una agenda contemporánea en el MNBA, que se constataría en la gran cantidad de exposiciones de arte contemporáneo que actualmente hay en dicho espacio (Asir la vida. Mujeres artistas en Chile 1965-1990, Miradas sobre el Wallmapu. Territorios, afueras y disputas, Eugenia Vargas-Pereira. Volver a nombrar, Vanity Fauna y Formas políticas. Escultura contemporánea en Chile 1965-2005).
Esto alarma porque pareciera que el museo es tan solo el albergue de exposiciones temporales, sin poder llevar adelante una agenda propia que se dedique íntegramente al trabajo sobre obras vinculadas a las “bellas artes”. Los comentaristas conservadores afirman que esto no ocurriría si el MNBA y el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) tuvieran definidos claramente sus roles y arcos temporales a trabajar. Sin embargo, tal afirmación no comprende que este último museo no pertenece a la Subsecretaría de Patrimonio, sino que a la Universidad de Chile, por lo que difícilmente el MAC podría venir a relevar en funciones al MNBA.
Si históricamente ha cumplido el rol de ser EL museo de arte contemporáneo en el país, es porque la política pública de fomento a este tipo de producción ha sido enteramente deficiente. Sin ir más lejos, el Centro de Arte Contemporáneo de Cerrillos tiene una periodicidad de exposiciones francamente triste, dando cuenta del progresivo abandono que vive dicho espacio que fue originado justamente para dar un “respiro” al MNBA para que este pudiera enfocarse de mejor manera en el grueso de su colección.
El comportamiento del MNBA con respecto al arte contemporáneo simplemente da continuidad a su misión histórica, que tiene que ver con la producción artística nacional (sin fechas de cierre). Y como tal, la producción de hoy requiere herramientas analíticas contemporáneas (¿cómo podríamos seguir usando el arsenal teórico de hace 100 años para entender las obras de hoy?).
Los miedos y amenazas son el reflejo de la total actualidad de un museo que bien podría seguir siendo reducto de conservadurismos y pasar a la absoluta irrelevancia tanto nacional como internacional (no es casual que las dos exposiciones que el museo hizo itinerar sean de dos artistas mujeres contemporáneas). Los temas que trae a colación con cada una de las intervenciones en la colección parecen generar escozor en sectores de élite hace tiempo ya. Y las excusas que promueve El Mercurio con relación a “moderar” discursos “refundacionales” son la prueba de que aún hoy el museo sigue siendo una de las trincheras más importantes de las “luchas por el arte”.
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