UN CUERPO DESBORDADO DE MATERIA ENCERRADO EN UNA CAJA DE LUZ
La Fábrica excede sus límites tradicionales y se desborda hacia casi todo lo demás. Penetra en los dormitorios y en los sueños por igual, así como se infiltra en la percepción, el afecto y la atención. Transforma en cultura, cuando no en arte, todo lo que toca. Es una a-fabrica, que produce afectos y efectos. Integra en sí la intimidad, la excentricidad y otras formas de creación no oficializadas. La esfera pública y privada se entremezclan en una zona difusa de hiperproducción [1]
Hito Steyerl
Amores de Mercado fue una teleserie de TVN de principios de los 2000 donde Álvaro Rudolphy interpretó a dos personajes idénticos en aspecto (distinguidos uno de otro por sus expresiones corporales y peinado), pero opuestos en su psicología y procedencia. El “Pelluco” (garzón del Mercado Central) suplanta a su símil, el exitoso empresario Rodolfo Ruttenmeyer, infiltrándose en su vida íntima y profesional sin que nadie lo perciba, al menos por un tiempo. El último episodio de la teleserie mantuvo durante años el mayor rating de la televisión chilena. Esto quiere decir que el Álvaro Rudolphy duplicado se siguió reproduciendo exponencialmente, apareciendo dos veces en cada televisor (hogar) que lo sintonizó a lo largo del país.
Instituto Telearte es un espacio de arte independiente ubicado en el barrio 10 de Julio de Santiago. Tiene dos salas, un poco como siamesas. Contiguas, invertidas, muy parecidas. El muro que las separa es como una membrana rígida que las convierte en una especie de reflejo físico. Decidimos situar en una de las salas una ambientación tipo escenografía -con un elemento testimonial- de Amores de Mercado. En la otra, se dispuso un monitor que reproduce la imagen televisada de lo que sucede en su sala gemela. Sobre el montaje ya volveré más adelante.
Carlos Leppe es un fallecido artista nacional con una extensa producción de obra, la que, en importante medida, produjo durante la dictadura. Ha sido muy revisitado por estos días (triplicado). Jugó a vivir una doble vida; su obra artística la firmaba como “Carlos Leppe”, mientras que en su rol de director de arte en teleseries y reality shows se identificaba como “Carlos Lepe” (con una sola P). Resulta curioso este gesto de querer ser otro, pero, en el fondo, esa identidad nueva no sirva para ocultar la anterior. Cambiar de identidad, pero usando un alias casi exactamente igual al nombre real es un gesto que parece ambiguo, aunque tal vez no lo sea.
Esta doble vida es una que no quiso ocultar, más allá del uso de un poco encubridor seudónimo. Y es que el artista, tal vez, no deseaba ocultar su identidad como director de arte. Tal vez el Leppe que trabajó en teleseries era, un poco, una continuación mediatizada del Leppe artista de la Avanzada, un proyecto de él mismo. Como si en este rol hubiese inventado un personaje de ficción que se infiltraba por medio de su trabajo en las escenas de las teleseries y, por acto encadenado, también en nuestras casas. Sabemos que le interesaban las políticas de lo doméstico, lo familiar, y que nunca mostró aversión por la cultura popular de masas (como sí la manifestaron algunos de sus colegas y coetáneos).
Sospecho que Leppe quiso generar ciertos gestos críticos e instalarlos, no en el espacio institucional del arte, sino más bien en el espacio íntimo de nuestras casas, desde las 20 horas, al sintonizar TVN (luego canal 13), mediado por una pantalla de televisión. Y es que este pintor de cuadros de oficina inventado, un personaje de teleseries anónimo, del que solo conocemos las obras que colgó en las escenografías de la televisión de la vuelta a la democracia, alguna filiación tiene con el territorio crítico del Chile de ese entonces. Sin ir más lejos, pensemos en este cuadro en el que vemos una casa inclinada porque una de sus esquinas se apoya en una silla, donde claramente hay una cita a la figuración Dittborniana.
La casa (el hogar, el espacio que resguarda las interacciones familiares, íntimas y domésticas) es puesta en situación de inestabilidad por su propio mobiliario, el que, en vez de ofrecerse servil se expresa con una capacidad disruptiva. Ese pintor de teleserie, que es un personaje de ficción que nunca conocemos, conserva algunas maneras del imaginario nacional. Sus cuadros, una vez instalados en escenografías, luego viajaban como imagen a nuestras casas, los espacios de la intimidad chilena de fines de los 90. Si Leppe en el museo vomitaba y se revolcaba en caca y pelo, en el mundo inventado de las teleseries decoraba casas y oficinas.
Años antes, Dittborn se había inventado un sistema de circulación material que le permitió alcanzar, con su trabajo, territorios lejanos. Leppe, de alguna manera también conquistaba el desplazamiento de su trabajo a múltiples territorios por medio de su infiltración en la dirección de arte. El gesto de independencia de Dittborn fue denominado “Pintura Aeropostal”. Leppe inventó a un pintor de cuadros decorativos (tal vez un poco perverso) y lo situó en el terreno de la ficción televisiva, la cámara lo captó y lo puso en nuestras casas, multiplicando su presencia, colándose silenciosa en nuestras vidas.
Leppe se volvió medial, lumínico, popular, cebollero. Habitó muchos territorios sin nunca dejar de ser cercano. La Pintura Aeropostal volvió a Dittborn un artista internacional. Las teleseries incrustaron a Leppe (o Lepe) en el imaginario popular y emotivo de un extenso Chile que buscó en las teleseries un espacio de ficción familiar, una narrativa copuchenta y afectiva, como un relato doméstico, a veces ordinario, que nos acompañaba como si tuviésemos una vida virtual a la que nos asomábamos por tramos diarios de una hora. El personaje siempre tímido, pero insistentemente presente, fue este artista, decorador, inventado por Leppe.
La cita formal a Dittborn no solo permeó la oficina de personaje Rodolfo Ruttenmeyer (y, por consiguiente, nuestras intimidades); posiblemente, también era un gesto en el que se entrecruzan una suerte de reverencia a modo de homenaje con una leve actitud desafiante. Colgar un cuadro con alta influencia Dittborniana en la oficina del empresario ficcional es también proponer a esa figuración que, en el espacio del arte chileno, asociamos con una disposición crítica y analítica, como una con un claro rendimiento decorativo (término altamente resistido en el medio).
Ahora, no creo que Dittborn se pueda sentir ofendido. Por el contrario, me parece un interesante homenaje crítico y mediático, muy en la línea de sus intereses, de los que da cuenta en proyectos como Satelitenis en colaboración con Carlos Flores y Juan Downey, donde usan cintas de video como una especie de documento para un diálogo por correspondencia entre territorios distantes.
De alguna manera, el trabajo de Dittborn se propone un alcance multidimensional, tanto en el plano de la figuración como el de su propagación. Su trabajo aspira a un desplazamiento viral (tanto de distintas influencias gráficas hacia su producción, como de esta hacia espacios institucionales diversos), asunto que la reproductibilidad televisiva ejecuta con efectividad exponencial.
El propio Leppe propone su ejercicio de traspaso viral (haciendo referencia al SIDA u otras virulencias contagiosas por medio del encuentro corporal) en trabajos como Prueba de Artista, de 1981, donde una palabra impresa (activo) en el pecho de una persona es luego traspasada al cuerpo de otra por medio de un fuerte abrazo imprimante.
Dos manchas históricas
En 1982, Dittborn derrama 350 litros de aceite quemado en el desierto de Tarapacá, situación que registró como parte de una pieza audiovisual que tituló Historia de la Física. Este gesto material, el encuentro físico entre las sustancias que componen la superficie seca del desierto y la viscosidad obscura y reluciente del aceite, producen un contacto que tiene una parte significante, como un relato poético.
La pintura (aceite) llega al paisaje manchándolo, interviniéndolo. Esta ya no es un medio para la representación, que se asocia al territorio en la medida que este le sirve al artista de modelo representacional para la producción de imágenes pictóricas. La pintura visita al paisaje, lo toca derramada, amorfa, física. El desierto manchado por la viscosa substancia nos propone una visión que hace inevitable pensar en ciertos asuntos relativos a la ecología en la actualidad.
De alguna manera, esta inversión de la relación humanidad-naturaleza (de la contemplación a la intervención) presagiaba el futuro contaminado de desechos de humanidad en el que vivimos. Hemos pasado de una naturaleza como modelo, como ambiente, a asumir una actitud interventora, de la pintura representativa al contacto modificador. Esta disposición hacia el paisaje (territorio) que Eugenio Dittborn vaticinó, o bien, supo leer, es la que nos ha llevado algunas décadas después a un estado tan crítico en el vínculo Hombre (uso el masculino con conciencia simbólica)-Naturaleza.
Quisiera hablar de otra mancha. Alrededor de 1980, Diamela Eltit generó una serie de acciones de convivencia personal en “lugares de dolor”. Una acción titulada Maipú consistió en limpiar la vereda inmediatamente contigua a una casa en la que se ejercía la prostitución. Este gesto se enmarca en una serie de actos vitales en los que la artista se involucra de manera física y también emocional con espacios y personas relegadas, con quienes estableció contactos de cuidado, demostraciones de preocupación y afecto como gestos cargados de simbolismo.
Pero, este acto de limpieza, ¿produce una mancha o más bien lo opuesto? Pareciera ser que el lugar ya estaba manchado, y lo que Eltit hace es más bien retirar una porción de la mancha, encontrándose que, por debajo de esta, solo hay más rastros materiales de la presencia invasiva de lo humano. En este estado de la situación solo nos queda destruir la ciudad en un intento radical como gesto de devolución del espacio usurpado a la naturaleza, o bien limpiar la mancha que se expresa en un espacio indeterminado (entre lo físico y lo espiritual), la ética y dignidad humana. Retirar toda la “mancha” es una empresa utópica que la artista nos permite visualizar al hacerse cargo de una mínima porción, donde la materia es metáfora del espíritu.
Mientras Diamela delata esa suciedad (material y espiritual) que inevitablemente produce nuestra actividad, Dittborn parece señalarnos nuevos territorios hacia los que esta se podría extender. Nos propone que esos espacios prístinos, no tocados por nuestra mano interventora, no se saben defender y están a disposición de nuestro actuar intoxicante.
En algún momento pretérito, todo territorio estuvo bajo el dominio de los procesos biológicos propios de la naturaleza, los que se han acelerado con la hipertrofia de las estructuras de progreso humano. Esto nos señala que, ahí donde hay un espacio libre de humanidad, hay también un espacio a disposición de esta. Todos los territorios ocupados por ciudades fueron en algún momento bosques, llanuras o desiertos.
No puedo dejar de hablar del barrio 10 de Julio (donde se ubica Instituto Telearte). Este es un lugar de la ciudad repleto de prostíbulos y talleres mecánicos, centros de actividad humana, potenciales fábricas propagadoras de manchas multidimensionales, siguiendo a Eltit y Dittborn. Si pensamos en los centros de actividad humana (de la naturaleza que sean) como células con la capacidad de acelerar y propagar nuestra presencia sobre el territorio, debemos reconocer que, como especie, hemos desarrollado desde la televisión (y los medios en general) un aparato sistémico muy efectivo.
Los medios reproducen la presencia de la humanidad y la diseminan por los territorios más impensados, teniendo un alcance planetario e incluso extraterrestre. Leppe entendía esto muy bien; se infiltró en el terreno medial, encriptado, como tuvieron que expresarse las voces críticas y sensibles en años de dictadura.
Estos tres artistas (Leppe, Eltit y Dittborn), cada uno a su manera, se propusieron, con su actividad artística, trascender al museo. Dittborn logró internacionalizar su presencia en el circuito de arte, Eltit se incrustó catalizadora y depurante en la ciudad misma, Leppe llegó a nuestras habitaciones.
Un cuerpo manchado (material y simbólicamente)
“…el cuerpo de Carlos Leppe se postula como un cuerpo de citas: una zona intersticial de referencias cosméticas, fotogénicas y teatrales a modelos corporales que deconstruyen y reconstruyen su identidad en la diferencia y alteridad” [2].
¿Dónde está Carlos “Lepe”? ¿Qué espacio ocupa? ¿Se parece más al artista de la Avanzada o al agregado cultural en Buenos Aires? Pareciera ser que Carlos Leppe, por medio del personaje “Carlos Lepe” se produjo un alter-ego descorporeizado, mientras que el Carlos Leppe se produjo como un artista hiper-corporal, con una presencia hiper-matérica e hiper-simbólica. Luego de ese peso sobre su identidad e imagen física, no es casual que, en su doble vida, se quisiera producir sin forma (pero con gestos públicos).
Este personaje sin apariencia logró instalarse (como ya he dicho hasta el cansancio) ante nuestra mirada desprevenida, que ve la tele al final del día en el refugio de intimidad que representan nuestros hogares. Quién diría que los medios de difusión de imágenes podrían salpicar, sostener y transmitir sustancias pictóricas; manchas, en definitiva. El flujo acuoso es ahora luz, se desmaterializa mediático. Leppe lo devuelve a la materia por medio de la pintura.
El montaje en este espacio doble (o duplicado) cuenta con un circuito cerrado, en donde reprodujimos (materialmente), en una de las salas, la “Dirección de Arte” que Leppe diseñó para la oficina de Ruttenmeyer. Esta ambientación escenográfica es filmada y transmitida en un televisor en la sala contigua.
El monitor entonces nos muestra un encuadre que ignora el resto de la sala, haciéndonos ver un recuadro que parece provenir del pasado (material y técnico). Pero este recuadro existe físicamente a pocos metros. Los visitantes pueden entrar en escena, aparecer en el monitor, así como si estuviesen dentro de la teleserie Amores de Mercado. El gesto construye una escultura mediática e interactiva, en donde el decorador, Carlos Lepe, aparece como infiltrado, discreto y protagónico, una vez más.
No puedo dejar de agradecer a Sebastián Salfate y Enrique Flores, directores de Telearte, por los años de amistad y de colaboración. Esta exposición es una nueva estación en un vínculo creativo en el tiempo que se proyecta al futuro. Quiero también agradecer especialmente a mi amigo y socio en la dirección de Local Arte Contemporáneo, Ignacio Murua, que es quien ha conservado la pintura original desde 2001.
Dirección de arte. Carlos Lepe (Carlos Leppe) es un proyecto de Instituto Telearte en colaboración con Local Arte Contemporáneo. Se presentó en Instituto Telearte (Serrano 686, Santiago Centro) hasta el 28 de julio de 2024.
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