DANIELA RIVERA: DONDE EL CIELO TOCA LA TIERRA
Vida mía nada te debo, vida mía estamos en paz.
Mujer trabajadora de Chuquicamata.
Donde el cielo toca la tierra es una expresión poética que nos remite a una imagen nítida y transparente del norte de Chile. Es donde el azul del cielo se fusiona con los distintos tonos de marrones, ocres, rojos y anaranjados de la tierra y los cerros. Es donde el desierto no tiene fin y nos descubrimos en nuestra fragilidad y finitud.
En la exposición del mismo nombre, presentada en la Galería Concreta del Centro Cultural Matucana 100, la artista chilena Daniela Rivera (1973) nos invita a ser parte de una experiencia que conjuga la poética del paisaje extendido con historias de vida, identidad, migración y territorio, a la vez que indaga en las interconexiones que se crean entre la tierra, el trabajo minero y su propio trabajo artístico.
La artista explora y se sumerge en las historias y experiencias vitales de los habitantes de la ciudad minera de Chuquicamata, construida junto a una de las minas de cielo abierto más grandes del mundo. En una serie de entrevistas realizadas por la artista, observamos un vínculo profundo entre la vida, el territorio y la explotación minera de cobre.
Mediante un dispositivo estético complejo, preciso y poético, la artista nos invita, en la primera sala, a observar un paisaje de gran formato, constituido por pinturas de manos. Son las manos de las personas entrevistadas. No vemos los rostros. La artista pinta las manos como una estrategia de representación que muestra a través de lo que oculta. Nos ofrece una ausencia —de rostros— que, no obstante, provoca una presencia contundente.
Así, a través del realismo, el claroscuro y la fineza del oficio, las manos representan el trabajo de las distintas mujeres y hombres en las que se inspira esta muestra, así como las manos con la que la artista crea sus obras.
Siguiendo las ideas de Marx, podemos entender el trabajo no sólo como la creación de objetos útiles que satisfacen determinada necesidad humana, sino también como “el acto de objetivación o plasmación de fines, ideas o sentimientos humanos en un objeto material, concreto y sensible.” Entendido así, el trabajo no sería solo el medio que tienen el hombre o la mujer para afirmarse en los objetos que produce, sino que estos objetos evidencian también su propia humanidad, y mediante ellos, se sitúa en la sociedad.
En la segunda sala, la experiencia es inmersiva. Las y los visitantes pueden recorrer el suelo cubierto de tierra, activando así los sonidos que surgen del acto de caminar y del propio devenir por el espacio. La experiencia de la tierra bajo los pies, sus texturas, su olor y su humedad, nos sumerge en un paisaje orgánico y vivo. Mientras avanzamos, escuchamos el sonido fragmentado y distorsionado de voces; es el sonido metálico de las voces que emergen desde la tierra, al igual como emerge el mineral que dio sustento a la reproducción y desarrollo de esas vidas.
Finalmente, en la tercera sala, la línea del horizonte se define por una secuencia de fotografías donde nuevamente aparecen las manos de las y los habitantes de Chuquicamata. Esta vez, las fotografías llevan grabados extractos de sus testimonios.
Este gesto revela una visión de mundo que habla del movimiento de la migración. Al igual que la artista, estas personas se mueven entre dos mundos, transitando de ida y vuelta entre la tierra/territorio, la identidad que se construye a partir del territorio y la experiencia diaspórica, que finalmente descompone la idea de comunidad forjada.
Lo que en la sala anterior era imposible de descifrar se aclara en las frases grabadas sobre las fotos. Además, se exhiben las imágenes que sirvieron de referencia para las pinturas de la sala inicial.
En este sentido, podríamos decir que la exposición produce un movimiento circular, que se hace eco de historias locales arraigadas en experiencias vitales. Como hemos mencionado anteriormente, observamos un vínculo profundo entre la vida, el territorio y la explotación minera del cobre.
Este vínculo, que podríamos caracterizar como una tensión entre el capital/explotación y la vida, nos invita a examinar las relaciones contradictorias que surgen del conflicto entre economías de muerte y economías que apuntan a la reproducción de la vida. Asimismo, estas contradicciones iluminan las fracturas de un sistema capitalista, colonial y extractivista, invitándonos también a reflexionar sobre qué/cómo es la crisis que merma nuestras condiciones de vida y qué es/significa una vida digna.
Surgen entonces preguntas necesarias: ¿Cómo podríamos leer esta relación de vida/muerte que causa el capital? ¿Cuáles son las narrativas que están de fondo? Podríamos ensayar que las narrativas de desarrollo y progreso incesante del proyecto moderno/colonial han calado de manera profunda en la subjetividad contemporánea, dando lugar a una concepción de desarrollo y crecimiento que cosifica a ciertas poblaciones y a la naturaleza como recurso inagotable. Por otro lado, en el caso específico de Chuquicamata, la idea de fortalecer una “formación de país” ocupaba un lugar central.
Esta idea se trasluce en los testimonios de los habitantes de la ciudad minera, quienes encontraron la forma de ser feliz, o de sentirlo así, pese a una serie de problemáticas, como la estratificación social de la ciudad, la precariedad de las viviendas, las condiciones climáticas extremas, los problemas ligados a la contaminación ambiental, el olor metálico en el aire producto de la fundición, la sensación de sequedad en las fosas nasales y en la piel, y el ruido constante de la tronadora, entre otras.
Sin querer criticar las formas de vida y los imaginarios de los habitantes de Chuquicamata, es crucial señalar, como una problemática global, que el proyecto moderno, capitalista y extractivista en el que vivimos tiende a desviar la atención, naturalizando cuestiones que amenazan la vida y su reproducción. El capitalismo se presenta como la única opción viable, como si no hubiera otro aire posible que respirar. Lo que es aún más preocupante es que a menudo no lo reconocemos, como si fuera un fenómeno invisible, al igual que la contaminación que afecta los cuerpos de los mineros.
En este escenario se imbrica un conflicto capital-vida. En el marco de esta crisis ecológica de dimensiones planetarias, las élites económicas y políticas intentan mantener la lógica del crecimiento económico y de la acumulación de riqueza. Esta lógica está traspasando los límites biofísicos del planeta. No es posible continuar con la explotación ilimitada de los territorios, sus bienes, sus poblaciones, humanas y no humanas, en un planeta limitado.
Según los testimonios, una de las razones más importantes para sobrevivir en tales condiciones fue la idea de comunidad. A lo largo de varias décadas, las trabajadoras y trabajadores y sus familias forjaron un sistema de amistad y solidaridad que dio forma a una gran comunidad. Esta idea, en cierta medida, se contrapone a las lógicas avasalladoras del capital.
Donde el cielo toca la tierra propone zonas de aproximación a cuestiones complejas del mundo actual, como son las crisis medioambientales, la migración y la dignidad de la vida. Esta exposición es una reflexión estética que conecta las biografías, las relaciones con el territorio y las dinámicas comunitarias.
Daniela Rivera nos presenta su obra como un lugar de experiencias y de pensamiento, entendido históricamente como un ente en relación con un pasado activo, donde las memorias silenciadas juegan un papel fundamental en su fundación. Al mismo tiempo, ilumina un (mal)orden que atenta contra la vida. Por tanto, afirmar la vida y la comunidad nos permite enfrentar una realidad que domina, controla y mercantiliza a los sujetos y la naturaleza.
Afirmar la vida supone también resistir a las tendencias dominantes, produciendo una ruptura y des-sujeción del orden que conocemos, potenciando el acto creativo y la imaginación radical como movilizadores de nuevas formas de colaboración y construcción colectiva, propiciando la creación de otros mundos.
Donde el cielo toca la tierra, de Daniela Rivera, se presentó en el Centro Cultural Matucana 100 hasta el 21 de abril de 2024. Colaboraron Museo Taller, Nave, Wellesley College, el artista argentino Javier Bustos, la arquitecta chilena y experta en adobe Paula Araya, Millaray Solano y el barítono chileno Sebastián Muirhead.
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