MÓNICA MILLÁN: PENETRAR EL MUNDO
Por Lia Colombino | Curadora
En un poema del entrerriano Juan L. Ortiz, titulado Para que los hombres, se lee:
“Para que los hombres no tengan vergüenza
de la belleza de las flores,
para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles
o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo
por penetrar el mundo (…)”
El esfuerzo por penetrar el mundo. Hemos hecho de todo para tratar de hacerlo, a veces de la forma más violenta. Pero he aquí la obra de Mónica Millán que detiene el tiempo, hurga en él con las yemas de sus dedos y penetra el mundo desde la caricia, desde lo sutil del gesto de su mano.
Este no pretende ser un texto de sala. Quiero narrar en primera persona, porque no puedo abordarlo sino relatando. Lamento no poder hablar desprendidamente de la obra de Mónica Millán. Debo, también, hablar de mí.
Sigo la obra de Mónica hace exactamente 23 años. La primera vez que tuve acceso a ella fue a través de imágenes. En el año 2000, entré a trabajar en el Museo del Barro y una de mis primeras tareas fue enfrentarme a catálogos, fotografías y fichas de obra para ponerlas en orden. Entre los catálogos de artistas argentinos se encontraba uno del Fondo Nacional de las Artes, de un programa que se llamaba Ojo al País. En él, un texto de Luis Felipe Noé introducía la obra de Mónica como incitándonos a entrar a un jardín realizado a puntada y bordado.
Luego, en 2002, me inicié -sí, como en un círculo ritual- en las plácidas y a veces vertiginosas tareas de gestión del Seminario Identidades en Tránsito, de Ticio Escobar. Allí, durante varios años, todos los días, aprendía algo, no sólo del arte y la filosofía, sino también de aquel otro arte que es saber vivir, al decir de Godard.
Ticio en ese entonces trabajaba con Mónica, becada por el Seminario y el Museo para realizar un trabajo durante tres meses entre Asunción y Yataity. En esa casa de la calle Concordia, veía a Mónica atravesar el jardín todas las mañanas -un jardín bordado en la tierra-.
Primero, tratábamos cuestiones prácticas relacionadas con la beca. Luego, cada vez más cerca, quedé prendada por su voz, una voz que relataba su hacer con una delicadeza marcada por la obsesión. Y parecería un oxímoron. Pero no. Ávidamente escuchaba a veces las charlas entre Mónica y Ticio. Él, también con delicadeza, iba desovillando una madeja que ella ovillaba. Esos ovillos se convirtieron en una gran obra.
Con la misma parsimonia de sus procesos anteriores, Mónica iba a Yataity a compartir sus días con las y los dueños del ao po’i. Ella, que en su memoria guardaba las formas de ese ser y estar en el mundo que le enseñó el budismo logró, desde ese retiro de sí, una presencia sutil y respetuosa en el pueblo.
Observé desde afuera ese proceso, aprendí esa forma sin poder jamás emularla, aunque se convirtió en un ideal al que aspiro cuando me toca presenciar algo ajeno y vulnerable y hermoso. Entendí también que Mónica estaba cerca del Paraguay, no sólo por haber nacido y haber vivido cerca, en Misiones, Argentina, sino que existía una cercanía sensible, algo que se compartía.
Todo esto para decir que, cuando veo la obra de Mónica, no puedo mirarla sin escuchar su relato, su voz. No puedo no saberla cerca. No puedo más que sumergirme y abandonarme y no puedo dejar de ver cómo, una y otra vez, en cada proyecto que emprende hay un orden, y en ese orden hay belleza. Puedo, también, nombrar de nuevo el jardín, puedo enumerar interpretaciones posibles sobre la construcción de un mundo bueno y bello -aunque venga del dolor-. Puedo ver un mundo que existe gracias a ella.
La obra Situación de Estudio: El vértigo de lo lento, que realizó a partir de su relación con Yataity, es de una poesía que en esta muestra se recuerda en los tapices donde hay profusión de bordados, rastros de flora y fauna, un dibujo que es casi tejido, relatos en ñanduti y en crochet. Una composición que emula naturalezas avasallantes y la obsesión; por allí, también, anda el río atravesando su obra. Como el poema de Juan L. Ortiz, por allí anda ese paisaje que le seguirá para siempre, a veces ese paisaje será sonoro. Por allí también aparece la pintura, un antiguo amor.
Luego, pasado un tiempo, llegan los colores plenos a sus composiciones textiles. ¿Sería una forma de elaborar otro orden? Su obra, pareciera, pide ser desarmada en sus colores, pero también desarmada como cajas. O como formas que recuerdan cosas orgánicas o patrones de algún vestido para un cuerpo inexistente.
Hablé antes de ese arte de vivir al decir de Godard, porque toda la obra de Mónica me recuerda que esa, su forma de silenciosa sofisticación -como bien apuntó mi padre una vez-, es la que le sigue y que se derrama en su obra y en todo lo que emprende, en sus espacios, en su forma de hablar, en la forma como con sus manos no borda ni pinta ni dibuja, sino que emula el movimiento de aquello que borda, pinta, dibuja, compone, para arrancar del movimiento la imagen.
Esa forma de vivir amorosamente, esa es la que veo en esta exposición, hoy, después de 23 años, en el Museo del Barro. Esa su forma de penetrar el mundo.
La muestra ¿Oíste los pájaros que cantaban por el corazón de la lluvia?, de Mónica Millán (Buenos Aires, 1960), se presenta hasta el 16 de junio de 2023 en el Museo del Barro, Grabadores del Cabichuí 2716 e/ Cañada y Emeterio Miranda, Asunción, Paraguay
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