Skip to content

LOS SUEÑOS DE LA MUJER ARAÑA

Al circuito artístico del barrio La Boca de Buenos Aires se ha sumado desde noviembre del año pasado un nuevo e inédito espacio, la Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana, que gestiona una colección fundamental de la fotografía latinoamericana del siglo XX. La iniciativa concreta el deseo de dar acceso público a la colección de Jean-Louis Larivière, compuesta por más de 3.000 fotografías de fines del siglo XIX hasta la actualidad, con énfasis en el periodo de 1940 a 1990.

La gran cantidad de artistas que integran la Colección abordan –desde sus latitudes, perspectivas y propuestas estéticas– el espacio urbano y sus actores como problema central. Así, la ciudad se convierte en escenario de profundas transformaciones y conflictos histórico-políticos en los que toman parte sujetos sociales diversos.

En el marco de las urbes retratadas y sus márgenes conviven temporalidades y culturas disímiles que yuxtaponen y tensionan símbolos, arquitecturas, memorias y rituales. A su vez, abarcando desde retratos de estudio tradicionales hasta obras experimentales y críticas contemporáneas, los rostros y los cuerpos tienen un lugar destacado.

Alejandro Kuropatwa (Argentina, 1956-2003), Sin título, de la serie Mujer, 2001, copia cromogénica de época, 60 × 84 cm. Cortesía: FLFL

Es a partir de ese rico acervo que Alexis Fabry, experto en fotografía latinoamericana, ha seleccionado 200 imágenes para construir el seductor relato de Los sueños de la mujer araña, la exposición inaugural de la Colección, que estará abierta hasta el 16 de abril.

En el título de la muestra resuena la novela más célebre de Manuel Puig, El beso de la mujer araña, ficción clave de los años 70. Los ejes de la exposición, y del libro-catálogo editado para acompañarla, giran en torno a la violencia política, el rol de la mujer y la identidad sexual, temas que marcaron a fuego aquellos años.

También, al igual que Puig en su obra, la intención de esta colección es combinar, cruzar y entremezclar voces y registros que rompan las fronteras entre la “baja” y la “alta” cultura, o entre lo popular y lo culto, o entre la rotunda distinción entre una cultura de masas que trabaja con lo kitsch, lo cursi del folletín sentimental o las películas clase B y el canon y el glamur del clasicismo tradicional.

Compartimos* el prólogo de la publicación escrito por Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), que abarca una memoria visual sorprendente por su diversidad testimonial y técnica, por su intensidad y carga epocal, por la enorme presencia de fotógrafos conocidos, desconocidos e incluso carentes de datos biográficos que han explorado, documentado o denunciado aspectos e historias de América Latina.

Nair Benedicto (Brasil, 1940), Carnaval en Río, 1980, copia cromogénica de época, 8,8 × 13 cm. Cortesía: FLFL

¿QUÉ ES UNA ÉPOCA?

Por Alan Pauls

Mejor dicho: ¿qué era una época antes de que existiera la fotografía? ¿Cómo se la reconocía? De cortar y periodizar se encargaban las batallas, las invasiones, los golpes palaciegos, la paciencia de hormiga de los historiadores. Pero ¿cómo lucía una época? ¿Cómo se hacían visibles sus ardores, sus heridas, sus impaciencias, sus olvidos? Algo tenían que ver los pintores, probablemente; y los escritores también. Pero ¿dónde, en qué superficie, en qué archivo quedaban inscriptos su frenesí, su atmósfera, sus proezas y sus culpas, sus maneras de desear y de morir —todo ese pluriverso que toda época es y encarna un poco a pesar de sí, con la inocencia salvaje de la que sólo el presente puede jactarse? ¿Quién coleccionaba las tajadas de vida de una época antes de que existiera la fotografía?

Algo de esa complicidad radical —el sincro instantáneo entre una experiencia histórica y la curiosidad técnica intrínseca de un medio— palpita en esta muestra. Podemos imaginar cómo era el mundo latinoamericano sin Daguerre, no lo que hizo de ese mundo la intensidad de la Historia en los años 60 y 70, transformándolo en esa fiesta turbulenta, a la vez eufórica y desgarradora, de la que estas fotos son el trofeo y la evidencia, las ruinas y el testimonio.

No son exactamente “retratos” de una época; por atinada que sea, esa función las volvería representativas, y eso es justamente lo que la fotografía como medio deja atrás cuando se mide con una época, irrevocablemente. Cada foto es una cita de la época, y como tal un resto suyo y una reliquia. La dimensión epocal de estas imágenes no deriva sólo de la lucidez o la precisión con que desempeñan su misión testimonial; deriva del hecho —siempre problemático, siempre admirable— de que fueron y son parte de la época que vibra aún en ellas, igual que el mechón de pelo o el sudario participaron del cuerpo del santo del que fueron robados.

Aun antes de ser coleccionadas, pues, las fotos de una época ya constituyen una colección, así como el fotógrafo es un coleccionista amateur que va por el mundo identificando, extrayendo muestras y compilándolas. Dispersas, todavía huérfanas, las fotos recogen —como un herbario o una antología de frases célebres— ciertos especímenes significativos de una época, fósiles bidimensionales en los que sobrevive la luz que los hizo nacer.

Alguien las colecciona después, con lo que la colección pasa a ser esa extraña colección de colecciones que es toda colección de fotos. De ahí la relación llamativa que la fotografía mantiene con las palabras, incomparable con la que mantiene con ellas un medio como la pintura, también acosado por el mandato de representar. Los cuadros pueden sobrevivir a la falta de leyendas; hasta parecen reclamarla, a tal punto las leyendas, con su vulgaridad informativa, ofenden la elocuencia de su autonomía artística.

Las fotos, no. Las fotos —como los insectos insólitos, como los huesos que descubren y exhuman los paleontólogos— se sienten como en casa entre palabras. Incluso las necesitan, pero no para aclarar qué es lo que muestran o de qué están hechas, sino para nombrar el acontecimiento del que participaron y del que son, años luz más tarde, la huella.

Alejandro Hoppe (Chile, 1961), Fiscalía militar, Santiago de Chile, 1987, gelatina de plata. Copia de época, 18,5 × 27,4 cm. Cortesía: FLFL
Adriana Lestido (Argentina, 1955), Manifestación de taxistas, Buenos Aires, 1986, gelatina de plata. Copia de época, 15,6 × 21,1 cm. Cortesía: FLFL

Hay pocas ficciones más “de época” que El beso de la mujer araña, la novela de Manuel Puig que resuena en el título de esta muestra. Puig, escritor genial en muchos sentidos, lo fue sobre todo por la inteligencia, la originalidad deslumbrante con las que problematizó la relación de la literatura con el presente.

Novela clave de los años 70, El beso fue el tour de force claustrofóbico con el que Puig reescribía la tradición sex-pol en clave queer-pol: el tête-à-tête digamos que socrático entre un guerrillero lleno de ira y una loca soñadora que, encerrados en una celda, zarpan del prejuicio y el recelo mutuo y llegan —al cabo de un largo, conversado aprendizaje— a la invención de una intimidad única. Una especie de “hombre nuevo” —nuevo incluso, o sobre todo, para el viril ideal guevarista.

Es cierto que en el libro no hay mucho que festejar: los dos personajes terminan muertos: la loca Molina abatida en la calle, víctima de la lógica de la sospecha que Puig conocía como nadie; Arregui, el guerrillero, torturado en la cárcel. Pero es fácil deducir por qué el título del libro apadrina también estas fotos poderosas.

Publicado en 1976, en el punto exacto en que la década de la revolución colapsaba en la del terror, El beso de la mujer araña pasó a la historia como un ícono del setentismo, radiografía desviada de una pasión de conflicto capaz de engendrar todos los sueños y todos los monstruos. Pero si su sombra planea sobre esta muestra es sobre todo porque Puig vio en qué medida esa época se dejaría pensar —y también vivir, al punto de darnos la posibilidad de seguir viviéndola después, ahora, hoy mismo, cuando está muerta— si y sólo si se la interrogaba en su lógica profunda, es decir: en la postulación compleja, desafiante, incansable, de que todo deseo, aun el más personal, idiosincrático y extravagante, desea siempre una sociedad (de deseos), y de que toda sociedad se define (define su vitalidad y su horizonte) en función de lo que haga con los deseos que la atraviesan.

Miguel Rio Branco (Brasil, 1946), White Shoes [Zapatos blancos], 1979, copia Cibachrome posterior, 60 × 90 cm. Cortesía: FLFL
Luiz Alphonsus (Brasil, 1948), O Sonho [El sueño], 1986, collage a partir de copias en gelatina de plata, 15 × 36 cm. Cortesía: FLFL
Miguel Ángel Rojas (Colombia, 1946), de la serie Sobre porcelana, 1979, gelatina de plata. Copias de época, 48 × 69 cm / 20,2 × 25,1 cm. Cortesía: FLFL

Menos trágicas que la novela de Puig, las imágenes de Los sueños de la mujer araña exhiben un vigor y una entereza que sorprenden. La prostituta mata el tiempo entre clientes desafiando; el manifestante embanderado encabeza la marcha en trance; las víctimas —del bastón policial, de la exclusión— aparecen siempre en un instante de contracción muscular, nunca entregadas. Mezcla de resiliencia y entusiasmo, sin embargo, no hay en ellas una pizca de ingenuidad, nada que se parezca a la necedad o la negación.

A prueba de aguafiestas, saben bien, con todo, de qué oscuridades está hecha una fiesta, qué catástrofes la acechan, cuál es el lado B atroz que esconden o, a menudo, que convocan. El deseo, que lo atraviesa todo, como el hilo de oro de lo social, es lo que anuda una y otra vez la felicidad y la barbarie, la otra vida posible y la esclavitud, la alegría y el desastre.

Como en Puig, aquí también hay divas del cine, vamps, chongos, chiques de la noche, travas, drags, culturistas, misses, íconos del porno para valijeros, estampitas de un culto queer polimorfo que la colección, con el oportunismo perspicaz de un militante del flyer, disemina como pétalos tóxicos entre postales de represión, cargas de caballería, plazas gaseadas y retratos de la familia militar.

Esa promiscuidad es estimulante, pero más lo es la idea de que la bisagra que enlaza esas dos dimensiones es el cuerpo. Eso es lo que narran estas fotos: las aventuras del cuerpo en ese País de las Maravillas Sangrientas que es América Latina. Perseguidos, golpeados, baleados, desnudos, posados, exhibidos, formados, adiestrados, esculpidos, son los cuerpos los que hablan en estas fotos: a media voz, entre líneas, para no levantar la perdiz ni alertar al que manda, o a voz en cuello, en la crispación de un grito capaz de matar tres pájaros de un tiro: furor, dolor, goce.

Vista de la exposición “Los sueños de la mujer araña”, en Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana, Buenos Aires, 2022-2023. Cortesía: FLFL
Vista de la exposición “Los sueños de la mujer araña”, en Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana, Buenos Aires, 2022-2023. Cortesía: FLFL
Vista de la exposición “Los sueños de la mujer araña”, en Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana, Buenos Aires, 2022-2023. Cortesía: FLFL
Vista de la exposición “Los sueños de la mujer araña”, en Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana, Buenos Aires, 2022-2023. Cortesía: FLFL

Es por el cuerpo por donde empieza la muestra; y por un lugar en particular, que es el lugar del grito: por la boca (que es por donde podría empezar también el cuerpo). Catálogo de cuerpos intervenidos por la Historia, las fotos de Los sueños de la mujer araña hacen zoom y celebran la boca como órgano, agujero negro, máquina de decir, signo de hambre, simulador, instrumento pictórico—porque si son bocas, como enseñó Puig, casi seguro son boquitas pintadas.

Hay cuerpos con nombre y cuerpos anónimos, celebrities y desconocidos, íconos pop y estrellas de una noche. A menudo los segundos brillan más que los primeros, o tienen más tiempo, en la foto, para mirar a cámara y decir lo que tienen que decir, mostrarse como quieren ser vistos, posar como son; a menudo los primeros pasan inadvertidos en escenas de rodaje, o languidecen en paredes descascaradas, o se deshacen junto con el papel podrido de los afiches que los promocionan. Lo mismo pasa con las piezas de la muestra.

Las hay anónimas, rescatadas de puestos callejeros o de oscuros archivos de familia, ajadas por el tiempo y el descuido, decoloradas, rotas (la foto como objet trouvé); y también hay fotos “de autor”, piezas artísticas, “obras” cuyas firmas lo dicen todo. Y aquí, una vez más, Los sueños de la mujer araña elige el camino sucio: la contigüidad insalubre, el tropel social.

Como antes el cuerpo, soporte del deseo y las afecciones de la Historia, es la foto misma —el objeto foto— la que aparece aquí a la intemperie, no preservada sino expuesta, y expuesta de manera radical, a la vez vulnerable y activa: resuelta (porque confía en lo que tiene que decir) y en peligro (porque no lo dirá en el museo sino en el mundo).

No son sólo fotos lo que vemos aquí; son fotos en situación, y, por lo tanto, muchas veces, fotos de fotos: son fotos usadas, fotos que decoran espacios, fotos al servicio de alguien o de algo, fotos-joya pero también fotos-rehén, fotos que identifican, buscan o delatan, fotos que venden, que sufren, que otros han pintado o arruinado.

Calvario y a la vez invención, las aventuras del cuerpo son también las de la foto. Y si lo son es porque ambos, cuerpo y foto, son lugares comunes, en el doble sentido de clisés y de refugios, de estereotipos y de puntos de unión, de repetición y de promesa. Es en ellos donde esta muestra parece leer y desplegar eso que a falta de una palabra mejor, menos escolar, menos temerosa del deseo del que está cargada, seguimos llamando una época.


*Agradecemos a la Fundación Larivière. Fotografía Latinoamericana por permitirnos la republicación de este texto

También te puede interesar

BERNI ERÓTICO. ARTE Y PORNOGRAFÍA

El erotismo fue un interés recurrente en gran parte de la producción de Antonio Berni. Los doce dibujos encontrados hace poco tiempo en el acervo familiar del artista que se exhiben en Galería Vasari...

SALES Y VINO

[...] ¿Qué vemos en esta lista de artistas minilocuencistas? En principio, lo poco relevante del contenido (entendiendo relevante como categórico, narrativizado, moralizante, escrutiñador, etc, para nada una falta de vínculo con esas montañas o...

Natalia Sosa Molina, Arrastre, 2020, acción en la ciudad de Buenos Aires. Foto: Sofía Mele

NATALIA SOSA MOLINA: ARRASTRE

En este video, Natalia carga una y otra vez con su identidad de mujer, así como el caracol carga a sus espaldas su propia casa, o como nosotros cargamos cada día con nuestras propias...