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IDA Y VUELTA: CECILIA VICUÑA EN LONDRES

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A casi un año del reconocimiento a Cecilia Vicuña por su trayectoria con el León de Oro entregado por la Bienal de Venecia, terminará la exhibición de su Brain Forest Quipu en la Tate Modern de Londres. Un año que ha sido un momento pródigo para la circulación, visibilidad y reconocimiento del trabajo de Cecilia Vicuña, en que como ya nos tiene acostumbrados a quienes estamos atentos a su trabajo, se viene articulando desde una curiosa asincrononía con todo lo que de arte contemporáneo podría ser identificado e incluído con sus ritos y modos de hacer, cuando deviene en el desborde de un oficio multidisciplinar, participativo y expansivo, cuya comunidad de referentes son un permanente oxímoron temporal y espacial: ancestros que son los niños de la humanidad, humanidad que tiene en otras especies su misión salvífica, y una humildad de monumentalidades precarias.

Por eso fuimos a experienciar y observar algunos elementos de contexto de la intervención Brain Forest Quipu, comisionada por encargo para el espacio Turbine Hall de la Tate Modern, proyecto que ha sido curado por Catherine Wood y su equipo integrado por Fiontan Moran y Hellen O’Malley.

Ir a ver siempre es una carrera cuesta arriba. Tal vez por eso la gran rampa de acceso del espacio arquitectónico refuncionalizado de este patrimonio industrial que es la Tate Modern, se abre como la boca de una ballena que en su plano inclinado condicina los pasos de quienes somos la audiencia del arte. La artista lo sabe y por eso diseña una proxémica que orienta los cuerpos hacia unos esbeltos y niveos vellones de lana, que como pelos infinitos flotan en la espuma de los días amarrados a sus cálidas pieles de origen. Un bosque peludo de lanas sin hilar. Un bosque mamífero de heteróclitas basuritas recogidas en las orillas fluctuantes del río Támesis.

Cecilia Vicuña, Brain Forest Quipu, vista de la instalación en la Tate Modern, Londres, 2022. Foto: © Matt Greenwood/Tate

Frente a ellos, inmediatamente tendemos a reconocer una suerte de tipología del identitario “Quipu” de Cecilia Vicuña. Pero estas dos “esculturas” -como las define la señalética de la Tate- no son “otros quipus más”. No hay repetición posible, porque no hay fórmula y no hay “estilismo”, ni menos copiarse a sí misma. Porque ella sabe que el quipu fue un registro sobre la responsabilidad y no la propiedad de la tierra. Por eso no es una copia. Por eso ese sistema de notación fue considerado altamente subversivo y potencialmente iconoclasta.

Por lo demás, en este lugar la distancia entre uno y otro se devela como un “claro” en el bosque. Ese espacio en donde los árboles sí dejan ver al bosque, en el cual se instalan como un dispositivo que no solo interpela la arquitectura industrial devenida museo, sino que se instituye como una arquitectura otra, esa que de tan precaria no distingue la ruina de su estado funcional.

Cecilia Vicuña, Brain Forest Quipu, vista de la instalación en la Tate Modern, Londres, 2022. Foto: © Sonal Bakrania/Tate
Cecilia Vicuña, Brain Forest Quipu, vista de la instalación en la Tate Modern, Londres, 2022. Foto: © Sonal Bakrania/Tate

Cuando pasamos por debajo de la estructura que conecta los dos grandes espacios de la Tate -el plebeyo Natalie Bell Building y el patricio Len Blavatnik Building-, y asoma el segundo claro de un bosque esquelético, aparece un osario vertical sostenido en la urdiembre de la precariedad que lo sostiene. Esqueletos de un bosque muerto cuyos níveos fantasmas recorren la sala para conjurar el sufrimiento de sus cuidadores. Transespecismo performativo mediante.

Estos dos quipus de más de 25 metros de altura irradian sinestésicamente un paisaje sonoro. Un Sound Quipu, propuesto por Cecilia Vicuña en colaboración con los músicos Ricardo Gallo y Ariel Bustamente, quienes diseñan una experiencia continua de ocho horas de registros de sonidos naturales y articificiales, en donde podemos distinguir claramente el canto y la música de conocidos colaboradores chilenos de la artista, como son Claudio Mercado y José Pérez de Arce.

Cuando tornamos la vista, que se nos cae desde la altura de estos dos monumentales quipus enredados en los sonidos que vibran en flujo desde ellos hacia los cuerpos que los merodean, nos damos cuenta de que un monitor nos reclama. Ese es el dispositivo del Digital Quipu, en que la artista junto con su colaboradora Miranda Samuels, despliega un atlas transcontinental de voces defensoras de los bosques.

Aquí el activismo en el trabajo de Cecilia Vicuña no se resta de la pregunta que dejan vibrando en la retina estas imágenes urgentes ¿Quién defiende a los defensores? La respuesta articulada en esta exhibición es que todo lo precario es migrante, lo que desde una perspectiva transespecista evicencia que los verdaderos cuidadores son los propios bosques. Esos que han estado ahí antes que nosotros y los necesitamos para sobrevivir, más allá de la conciencia que sobre la condición humana nos es impuesta por los tiempos de nuestro deambular por el planeta.

Cecilia Vicuña, Violeta Parra, 1973. Colección Tate

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Hace diez años la historiadora del arte Dwan Ades observó lúcidamente cómo las pinturas de Cecilia Vicuña tienen una vinculación con la pintura colonial mestiza, lo que en ningún caso tiene algo de naïve, como se le etiquetó hace 51 años con un atrabiliario entusiasmo por el crítico Antonio Romera, cuando ella las expusiera por primera vez en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile. Ades se refiere a ellas en relación con las estampas que, como calcomanías, se sitúan en la frontera del estencil, que en realidad son pinturas muy bien construidas en base a todo lo que de técnica podría haber aprendido Cecilia Vicuña en sus años formativos adolescentes, y luego en la Universidad de Chile con maestros como Sergio Montecinos, que incluso rubricaron su tesis. Lo colonial aquí es la superposición de la copia, forzada por una matriz no solicitada. De ingenuidad, nada.

Debemos recordar en este punto que la obra de Cecilia Vicuña entró a la colección de la Tate a partir del impacto de su participacion en documenta14 de 2017 en Kassel y Atenas. Desde ahí su instalación monumental Quipu Menstrual es incorporada a la colección e incluso confrontada en una misma sala con la obra de Beuys. Luego, su pintura Violeta fue expuesta en el display A Year in Art:1973. No podemos tener la ingenuidad de pensar que todo esto viene solo por un carisma o empatía forzadas con una agenda que se desprende de la calidad, o se desentiende del valor de un tipo de arte que ello representa hoy en las ecologías de los sistemas que se reconocen cuando invocamos su sentido funcionalista, ese de cuando los objetos y las prácticas funcionan como arte.

Es por eso que ni basta con ir a mirar. Hay que darle sentido a volver. Volver a mirar, leer y conversar para que lo visto, leído y hablado hagan funcionar eso que pretende movilizar el arte; enunciados de un retorno en que no da igual si es desde Nueva York o Londres. No por el Guggenheim o la Tate, sino que por todo lo que sus contextos anidan.

En este retorno es importante caer en cuenta de que sobreponerse a lo primitivo, a través de su conocimiento y control, atribuyendo a un pensamiento mágico todo lo que de animista le da agencia espiritual a una piedra, será activado y recepcionado de manera distinta en un país en donde los druidas están metidos en un museo por obra de la arqueología. Un museo en donde todo se concentra a partir de los primeros gestos de una colonización, que no es sólo geopolítica ni económica, sino también de la consciencia, erradicando memorias y cooptando indentidades.

Estamos en el país del primer museo del mundo moderno, que titula su primera sala como “Englightment”. Una razón sostenida por la explícita voluntad de exploración, conocimiento e imperialismo, recordándonos que la arqueología y la historia del arte son las nóveles disciplinas de rápidamente avanzan sobre el fin del siglo XVIII en complicidad con esa agenda. Mismo museo en que se encuentra en exhibición permanente el Moai Hoa Hakananai’a (“amigo robado”), lo que nos debería recordar que de tanto creernos los ingleses de Sudamérica, terminamos anexando y colonizando a un pueblo, su isla y su cultura, poco tiempo después de que partiera esa imagen tallada en una piedra en un barco hacia Londres.

Cecilia Vicuña, Brain Forest Quipu, vista de la instalación en la Tate Modern, Londres, 2022. Foto: © Sonal Bakrania/Tate

Hasta fines del siglo XX nos asomamos al mundo del arte con algunas certezas históricas y otros mitos más o menos obsecuentes, a la hora de dedicar atención a lo que creeíamos importante de él. Una de estas evidencias nos describía la situación de que “la idea de arte moderno” se la había robado Nueva York. Sin embargo, lo que ya vamos comprobando en este primer cuarto de siglo XXI es que la idea de la modernidad fue robada por “cuarenta ladrones”, y que estos no necesariamente tenían la misma cueva, ni menos la misma contraseña para entrar a ella. Atesorar las obras, custodiarlas para el futuro y dar acceso controlado a ellas eran las tareas genéricas de museos que se las apropiaron. Y estos crecieron desde sus lugares habituales e incluso desde otros más improbables, producto de las fugas inesperadas del proceso de decolonización.

La emancipación de los sujetos y sus identidades es una faena muy compleja que discurre en paralelo a lo que ciertos grupos de poder y sus élites pretenden para los demás. Esos otros que no son ellos, claro está. Así las cosas, podríamos considerar que toda la energía epocal de los artistas boomers, en lo que a sus prácticas experimentales y críticas se refiere, pivotó en torno a ciertas maneras de hacer arte que estaban concentradas en los procesos, la experiencia y la participación. A grosso modo, si es que convenimos que el formalismo y sus especulaciones más comerciales fueron cooptados por el mercado. Y esa es otra genealogía.

No deja de ser sorprendente que este argumento se reafirme de una curiosa manera si recordamos que mientras en Nueva York el cohabitante de Cecilia Vicuña fue Kandinsky, ahora en la Tate Modern comparte créditos con Cézanne. De este modo, lo que en todo el sur global o las periferias del tercer mundo -como se gustaba decir en momentos sesenteros- se pudo identificar, compartir e incluso movilizar, esto tuvo un contundente aporte desde las transhumancias, exilios y migraciones de una diversidad de artistas de tierras lejanas.

Cuando me refiero a colonial, no sólo nuestro imaginario debería concentrarse en cómo “fuimos” colonizados en el territorio sudamericano que nuestros límites deslindaron en lo que el mapa de los estados nacionales denomina Chile, sino que también esta pujante República se embarcó -literalmente- en una aventura colonial hacia Oceanía. Entonces, es una cuestión de poder.

Cecilia Vicuña, Brain Forest Quipu, vista de la instalación en la Tate Modern, Londres, 2022. Foto: José de Nordenflycht

Volviendo al arte y sus asuntos, esto ha hecho coincidir en Londres de manera muy oportuna y didáctica al Brain Forest Quipu con la exposición Spain and the Hispanic World, basada en las colecciones de la Hispanic Society (EEUU) en la Royal Academy of Arts. Una curaduría que sigue repitiendo las mismas estructuras historiográficas de los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando los historiadores del arte estadounidenses y algunos europeos tuvieron que venir a hacer trabajo de campo a Latinoamérica, lejos de sus fetiches epistémicos medievales y renacentistas que estaban siendo bombardeados, destruídos y saqueados.

Qué mejor que salir a buscar esos restos de un “canon” en un arte “dialectal”, “provinciano” y “colonial”, en donde las categorías taxonómicas se trasladaron analógicamente desde apenas un descalce cronológico. El arte de españoles y sus “dominios”, como rezaba el título de uno de los clásicos de la colección de Historia del Arte de la británica editora Penguin. El arte de los “spaniards”, uno sólo y homogéneo, donde daría lo mismo que si estaba al sur de Europa o en un exótico lugar como Quito o el Cuzco.

Una conclusión apresurada de este retorno es que si en Venecia lo que vimos fue una Cecilia Vicuña global que se hizo un espacio local, en Nueva York vimos a una artista instalada desde un local que es forzadamente global. En Londres hemos visto una Cecilia decolonial. Lo que no es poco, si consideramos que la capital imperial emblemática de la primera modernidad, esa de una industrialización revolucionaria en base a la matriz de combustibles fósiles, es la evidencia de las antropocénicas consecuencias que hoy nos afligen.


Cecilia Vicuña: Brain Forest Quipu se presenta en la Tate Modern, Londres, hasta el 16 de abril de 2023

José de Nordenflycht Concha

Nace en Chile en 1970. Es Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Granada y miembro correspondiente de la Academia Nacional de Bellas Artes de Argentina. Director del Departamento de Artes Integradas de la Universidad de Playa Ancha (Chile). Investigador formal, curador ocasional y autor disciplinar, donde destacan sus libros "Patrimonio Local" (2004), "Post Patrimonio" (2012), "Patrimonial" (2017) y “Variaciones Patrimoniales” (2022).

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