LA OLLA. SOPA DE REVUELTAS, LETRAS Y ARTES
La olla es un juego en el que dos equipos extraen, por turnos, papeles de una cacerola. En cada papel está escrita una palabra; la persona que lee el papel debe en un minuto conseguir que su equipo la adivine sin jamás pronunciarla. Para eso, según las etapas del juego, se realizan diferentes descripciones y actuaciones.
El texto que sigue se inspira en ese juego: partiendo de un conjunto de entrevistas que realizamos a artistas chilenas y mexicanas durante una residencia en la Ciudad de México y de la bibliografía que surgió durante esas conversaciones, llenamos una olla de citas textuales relacionadas a las revueltas sociales, sus representaciones y sus posibles relaciones, directas o analógicas, con el mundo de las artes.
Luego de revolverlas y cocinarlas, las extrajimos una por una y las probamos combinadas de diferentes maneras; finalmente, durante un tiempo limitado, cada una de nosotras elaboró un breve texto relacionando algunas de estas citas con reflexiones personales a propósito del Estallido Social.
Nuestra estrategia, que puede resultar un tanto caótica o errática, se debe por un lado a que no tenemos conocimiento especializado en la materia y no venimos del campo de las ciencias sociales (abordamos el contenido de forma material, como componiendo una imagen) y, por otro lado, a que una revuelta, de acuerdo con nuestra opinión, produce a su vez un conocimiento caótico y errático, nunca ordenado o definitivo, y nos pareció consecuente (a la vez que conveniente) honrarlo a través de las características formales e informales de nuestro texto.
COMO UN GUANTE, COMO UN PONCHO, COMO UN ANILLO
Por Emilia Costabal
Nada es más extraordinario que los primeros escarceos de un motín, escribió Victor Hugo en Los Miserables. Todo estalla a la vez y por doquier. ¿Estaba previsto? Sí. ¿Estaba preparado? No. ¿De dónde sale? De las piedras de las calles. ¿De dónde cae? De las nubes. Aquí, la insurrección tiene el carácter de un complot; allá, de una improvisación. El primero en llegar se apodera de una corriente de la multitud y la lleva donde quiere. Comienzo lleno de espanto, con el que se mezcla una especie de colosal alegría. Clamoreos, en un principio: las tiendas cierran, los tenderetes de los vendedores desaparecen; después, disparos aislados; gente que huye; culatazos que dan contra las puertas cocheras; en los patios de las casas se oye reír a las domésticas […] Todo lo que referíamos aquí lenta y sucesivamente sucedía a un tiempo en todos los puntos de la ciudad, en medio de un vasto tumulto, como una multitud de relámpagos en un solo trueno.[1]
A excepción de motín, tenderetes, puertas cocheras y domésticas, estas palabras escritas en París en 1850 parecen poder reutilizarse sin mayores problemas para describir lo ocurrido en Santiago de Chile en 2019. Dos teorías se me vienen a la mente para explicar este curioso fenómeno: la primera es que la revolución francesa, transformada en un arquetipo o ciclo de la naturaleza, siguió y seguirá repitiéndose, con variaciones menores y sin importar la época o el lugar del mundo, hasta conseguir las prometidas “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”; esto explicaría que cualquier descripción de una insurrección ocurrida a partir de 1789 sea relativamente intercambiable con otra.
La segunda es que, ante la imposibilidad de describir un fenómeno tan absolutamente caótico y simultáneo como lo es una revuelta, mi amalgama de impresiones, impaciente por adoptar una forma fija, se adapta a este fragmento como una mano que se contorsiona para meterse adentro de un guante más chico que ella. Y pensándolo con mayor detención, antes de leer las palabras de Hugo y de varios otros autores, antes de hablar y escuchar toda clase de testimonios e interpretaciones, antes siquiera de llamarlo “revuelta” o “estallido”, este fenómeno fue para mí de naturaleza principalmente corporal; más parecido a un potente estado de desorganización física[2] que a una seguidilla de eventos narrables o a la participación razonada en una queja o exigencia colectiva.
Una noche de fines de abril o principios de mayo de 1720, alrededor de veinte días antes que el buque Grand-Saint-Antoine arribara a Marsella, coincidiendo con la más maravillosa explosión de peste de que haya memoria en la ciudad, Saint-Rémys, virrey de Cerdeña, […] tuvo un sueño particularmente penoso: se vio apestado, y vio los estragos de la peste en su estado minúsculo. Bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba. El virrey asiste a todos los quebrantamientos de la moral, a todos los desastres psicológicos; oye el murmullo de sus propios humores; sus órganos, desgarrados, estropeados, en una vertiginosa pérdida de materia, se espesan y metamorfosean lentamente en carbón.[3]
Este fragmento de Antonin Artaud, que no remite a una manifestación social sino a una epidemia de peste negra, reviste, lógicamente, de un carácter más mórbido y funesto que el de mis recuerdos, pero guardando las proporciones, me parece que se ajusta bastante a la febril sensación de ver derrumbarse, por un lado, el límite entre el propio cuerpo y el cuerpo social y, por otro, las estructuras que los sostienen a ambos.
El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho[4], se rige de acuerdo con Artaud según leyes análogas a las de la peste: la acción de la peste (…) mata sin destruir órganos, y el teatro, (…) sin matar, provoca en el espíritu, no ya de un individuo sino de todo un pueblo, las más misteriosas alteraciones[5]. La revuelta, que no es precisamente un padecimiento pero tampoco una práctica, tendría que situarse, según mi opinión y dentro de esta analogía, en un punto medio entre la peste y el teatro. No alcanzó a coincidir Antonin con los conceptos de performance, happening o situación, que tal vez le hubieran resultado simpáticos; aprovecho de situarlos a su vez entre la revuelta y el teatro, quedando el todo graficado en mi cabeza de la siguiente manera:
En 2021, la artista mexicana Sofía Cabrera realizó por primera vez su performance Bailando mientras me como una torta, en la que se presenta frente al público escuchando música con audífonos, bailando y comiendo torta. Nos dijo: la abordé desde el activismo gordo, en ese momento estaba trabajando en mi proyecto que se llama “enunciar el peso”. Me gustaba la idea de presentarlo así, como una revuelta. Me divertía pensar que eso pudiera ser una revuelta. Pienso que la revuelta viene desde la gordura, desde el goce. En lo personal me gusta mucho que el goce sea un arma, (…) yo creo que el goce también puede incomodar y eso me gusta.[6] Hay en el teatro, como en la peste, algo a la vez victorioso y vengativo[7] (esta última frase es de Artaud). Entonces, puede suceder que dos o más de estos términos se intersecten, lo que en casos extremos se vería graficado de la siguiente manera:
(Lo que me hace pensar que quizás una revuelta siempre contiene en su interior estas prácticas aglomeradas, junto con muchas otras, en cuyo caso mi primer esquema sería una falacia.)
Me parece más urgente determinar qué es ese lenguaje físico, ese lenguaje material y sólido que diferenciaría al teatro (a la revuelta) de la palabra[8]: los gritos, los disfraces, los gestos, los bailes, los golpes, las caligrafías, las consignas declaradas una y otra vez, no tanto por su significación como por su ritmo que induce al trance. Ese lenguaje es todo cuanto ocupa la escena (la calle), todo cuanto puede manifestarse y expresarse materialmente en una escena (la plaza Dignidad en Santiago de Chile, la Avenida Revolución en Ciudad de México), y que se orienta primero a los sentidos en vez de orientarse primero al espíritu.[9] Estoy, una vez más (y me disculpo por eso), usufructuando de las palabras del dramaturgo francés; y es que estas se adaptan a mis recuerdos no como un guante sino como un poncho, debajo del cual mis manos pueden moverse cómodamente. Si el teatro la revuelta ha sido creado creada para permitir que nuestras represiones cobren vida, esa especie de atroz poesía expresada en actos extraños que alteran los hechos de la vida demuestra que la intensidad de la vida sigue intacta, y que bastaría con dirigirla mejor.[10]
Las antimonumenta, por ejemplo, nos dijo Alma Camelia en Ciudad de México, surgieron también a partir de ese momento. La ciudadanía respondió de esa manera; poniendo antimonumentas, interviniendo los monumentos, quitándolos o haciéndolos propios, y creo que eso sí es una pauta que para mí se hace particular de aquí, de México: cómo algunos espacios de la ciudad se están resignificando a partir de agentes políticos y no tanto de agentes artísticos. Hay un rebase total de un interés creativo.[11]
Estamos, una vez más, hablando de límites que se desdibujan: entre creación y destrucción, entre el lienzo y la ciudad, entre el símbolo y el valor que representa, entre arte y política. Sin duda, botar un monumento, escupirlo, modificarlo o reemplazarlo son procedimientos análogos —si no idénticos— a los utilizados por un gran número de artistas contemporáneos: la masa (el artista) manipula de diversas maneras su entorno físico y simbólico (la práctica), para generar nuevos sentidos, símbolos, reflexiones o diálogos (la obra).
El viejo totemismo de los animales, —otra vez Artaud— de las piedras, de los objetos cargados de electricidad, de los ropajes impregnados de esencias bestiales, brevemente, todo cuanto sirve para captar, dirigir y derivar fuerzas es para nosotros cosa muerta, de la que no sacamos más que un provecho artístico y estático, un provecho de espectadores y no de actores.[12] Durante la revuelta, me gusta pensar, se retorna a este viejo totemismo, no de los animales y las piedras, pero de los elementos materiales que conforman nuestro entorno urbano; así, cuando se atacan o prostituyen los bronces de Colón o de Baquedano, lo que se desfigura, en el plano mágico o simbólico, es el colonialismo, los regímenes militares, el patriarcado o el fascismo (y no deja de ser escalofriante la insistencia con que las autoridades protegen estos monumentos y se empeñan en devolverlos a sus formas originales). En pocas palabras, encarnando simultáneamente los roles de actores y espectadores, utilizamos objetos para captar, dirigir y derivar fuerzas.
Ya teníamos decidido que íbamos a trabajar con la frase [la frase es “Quemar el Miedo”, nuestras interlocutoras son Carla Motto y Milena Moena], entonces empezamos a pensar cómo se iba a mover esta frase, qué escala iba a tener, cuál iba a ser su volumetría, porque ya estaba la decisión de que iban a ser velas […] Queríamos jugar con la retórica de la palabra y la acción. Convocar un juego alrededor de esta retórica que, según la comunidad, el contexto, las personas que intervinieran se rompiera, se especificara o resignificara.[13]
Viajaron de Chile a México y, acompañadas por diferentes grupos, Quemaron el Miedo en diferentes puntos del Distrito Federal: en Avenida Reforma con familiares de desaparecidas, en Tlatelolco con un grupo de mujeres que improvisaron un sahumerio alrededor de las velas, en Neza junto al Observatorio de Literatura Hispanoamericana CELAEI, y en Popotla con mujeres y niñas del barrio. Si un antimonumento comparte a la vez que desbarata características propias del monumento, las velas de Quemar el Miedo podrían considerarse también dentro de esa categoría: son simbólicas (las palabras son sustancialmente símbolos) y se disponen en puntos estratégicos del espacio público; sin embargo, son portátiles (al menos dos variables afectan su lectura: los intérpretes y el emplazamiento) y concebidas para su pronta destrucción. La trascendencia es para los vivos, no para los muertos, dice el Manifiesto Destructivista de Rafael Montañez Ortiz. Es el sacrificio simbólico que nos libera del peso de la culpa, el miedo y la angustia. Es la acción de sacrificio que nos alivia y nos eleva a las alturas. El proceso de sacrificio en arte es uno en el que un acto simbólico es realizado con objetos simbólicos y propósitos simbólicos, iniciado por la necesidad de mantener la integridad del inconsciente.[14]
En un gesto semejante al de Quemar el Miedo, Montañez Ortiz realiza en 1996 un Concierto de destrucción de piano en el que, en vez de usar los dedos, utiliza un hacha para tocar un piano que cuando concluye la canción está prácticamente molido (habiendo aprendido a tocar en la estricta escuela clásica, me parece a mí que un piano es también un símbolo apropiado para el miedo).
Tal sería la tarea de una cultura capaz de la astucia necesaria que consiste en escapar —aunque sea un momento— a la ternura que el Estado prodiga a “su” cultura, ternura paternalista en que justamente se requiere que las imágenes, en situación de libertad condicional o vigilada, sean “calmas”[15], escribe Georges Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes. La quema y destrucción (material o simbólica) parecen ser los medios predilectos escogidos por masas, artistas, feministas, vándalos, revolucionarios, anarquistas y disconformes en general para desmantelar esa calma que el Estado exige a “su” cultura, que no es sino la ficción de una cultura única.
Cuando el pueblo significa la unidad del cuerpo social —el demos griego, el populus romano— y funda la idea de nación, su representación es obvia e incluso se impone a todos. Pero cuando denota la multiplicidad hormigueante de los bajos fondos —polloi en griego; turba, vulgus o plebs en latín—, su figuración se convierte en el ámbito de un conflicto inextinguible[16]. Entonces, valiéndome de los términos del señor Didi-Huberman, durante la revuelta el populus se metamorfosea repentinamente en vulgus, proceso durante el cual destruye unos cuantos pianos.
La conjunción es agenciamiento de singularidades, escribe Kekena Corvalán. La conexión es interoperatividad con la máquina. La conjunción es devenir otro. En cambio en la conexión cada elemento permanece distinto e interactúa funcionalmente.[17] Sumando las palabras rapiñadas de Kekena, podría decirse algo así: Durante la revuelta, la conexión que sostiene al populus hace cortocircuito: los elementos heterogéneos que lo constituyen, repentinamente en conjunción, forman un vulgus que, por medio de la destrucción de pianos, raja la —en realidad muy delgada— capa de calma para descubrirse como lo que es: una masa, sin forma, sin nombre, sin nación, sin género, sin identidad, pero coagulada a pesar de todo.
¿Qué es, pues, un campo operatorio considerado en ese contexto? —otra vez Didi-Hubermann, en esta ocasión a propósito del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg—. Se trata de un lugar determinado —encuadrado como templum en cualquier extensión posible, el cielo, el mar, una piedra plana, un hígado de carnero…— capaz de hacer coincidir órdenes de realidades heterogéneos y de construir después ese encuentro como lugar de sobredeterminación.[18]
Tomando al pie de la letra “cualquier extensión posible”, no sería disparatado considerar que durante una revuelta es la calle que se torna templum: una “mesa” donde decidimos reunir algunas cosas dispares, cuyas múltiples “relaciones íntimas y secretas” tratamos de establecer; un área que posea sus propias reglas de disposición y transformación para vincular cosas cuyos vínculos no resultan evidentes[19]. No quiero decir con esto que los manifestantes seamos equivalentes a cartas de tarot o imágenes de la Historia del Arte dispuestas sobre una mesa con fines adivinatorios (a lo cual estaba destinado el Atlas de Warburg), pero es para mí infinitamente tentador proyectar expresiones referidas a este aparato (la extravagancia de encuentros insólitos[20]; la proximidad de los extremos[21]; la repentina vecindad de cosas sin relación[22]; una connivencia inesperada […] entre razón e imaginación[23]; el recurso inagotable de una relectura del mundo[24]; el gran troceamiento del mundo[25] etc.)sobre ese conjunto de seres heterogéneos reunidos en un delirio callejero por razones igualmente heterogéneas y que, como una heterotopía, crean un espacio de ilusión que denuncia como más ilusorio aún todo el espacio real, todos los emplazamientos en cuyo interior está compartimentada la vida humana.[26] Y con esta cita de Michel Foucault —que me queda como un anillo al dedo— se acaba el tiempo y se vacía la olla.
LAS CALLES PIXEL
Por Martina Citarella
Sonidos metálicos, silencios, disparos y, a lo lejos, el sonido creciente de una multitud. Son protestantes haciendo sonar murallas, semáforos y cacerolas; ha comenzado y de pronto estamos ahí, en medio de la gente. En medio de una revuelta, completamente confundidos y en una euforia colectiva de terror y alegría, somos personas con cámaras, personas produciendo imágenes. ¿Es esta la misma ciudad que habitábamos? ¿Dónde estábamos antes?
Una ciudad se puede amar, sus casas y calles se pueden reconocer en los recuerdos más remotos y secretos; pero sólo en el momento de la revuelta la ciudad se siente realmente ciudad propia, escribe Furio Jesi en Spartakus. Propia, porque pertenece a uno mismo y al mismo tiempo a los «otros»; propia, por ser campo de batalla elegido y que la comunidad ha elegido; propia, porque es el espacio circunscrito en el que se suspende el tiempo histórico y en el que cada acto vale por sí mismo, en sus consecuencias absolutamente inmediatas. Nos apropiamos de una ciudad huyendo o avanzando en la alternancia de ataques, mucho más que jugando, como niños, en sus calles. En el momento de la revuelta, dejamos de estar solos en la ciudad.[27]
La imagen que suscitan las palabras de Jesi me traslada a mi participación en la revuelta del 18 de octubre de 2019 en Santiago, en donde la percepción de la ciudad y de sus calles, recorridas miles de veces, se vieron completamente distorsionadas, como si una nueva ciudad se levantara de la tierra sumergiendo la anterior. Embriagados de una euforia colectiva, la represión parecía solo activar aún más la resistencia y, a medida que aumentaba la participación en las calles, la ciudad se comportaba como parte de nuestra casa; así, estábamos, entrábamos, en ella, con ella, para reconocerla, destruirla, armarla y amarla de nuevo. Éramos millones de personas agrupándonos, coordinándonos y dispersándonos en los focos activos de protesta. Por entre los grupos volaban lacrimógenas, balas, chorros de agua tóxica; en las manos de los manifestantes había piedras y cacerolas.
La revuelta no tiene planificación (fue el caso del Estallido en Chile). Rápidamente, se estructuran, por repetición o instinto, diversas estrategias de subsistencia que responden a este fenómeno explosivo e imprevisto. Mientras la revolución implica una estrategia de largo plazo y está inmersa en el curso de la historia —otra vez Jesi—, la revuelta no es solo un repentino estallido insurreccional, sino una verdadera “suspensión” del tiempo histórico. Y es en la suspensión donde se libera la verdadera experiencia colectiva.[28]
El Estallido Social fue la primera revuelta social en Chile bajo el régimen de las pantallas e imágenes digitales: las manifestaciones tomaron lugar no solo en las calles de la ciudad, sino también en las redes digitales que estas albergan. En efecto, fue a través WhatsApp, de Instagram, que estudiantes del Instituto Nacional difundieron primeramente el descontento por el alza de 30 pesos en el valor del transporte público, lo que desencadenó un acuerdo entre alumnos de distintos liceos y colegios de la capital para evadir de forma masiva el pago del servicio. Mientras el número de evasores aumentaba aceleradamente, se registraron varios incidentes de represión dentro de las estaciones subterráneas. Comenzó entonces la difusión, también a través de redes sociales, de fuertes imágenes de estos enfrentamientos entre jóvenes y policías; imágenes que fueron reenviadas, esparcidas y seguidas de miles de otras que frenéticamente eran filmadas y compartidas. En ellas, las calles ardían, incendios consumían estaciones del metro y otras infraestructuras públicas, policías disparaban, guanacos acechaban el centro de la ciudad, helicópteros sobrevolaban, bombas lacrimógenas aparecían por entre las masas; también balas, cacerolas. Estábamos ahí, produciendo estas imágenes sin tener la menor idea de dónde iban a ir a parar ni cuáles eran los efectos que podían desencadenar.
En la actualidad nuestros vínculos y conexiones se rigen por imágenes que se multiplican y viajan a velocidades extremas. Existe una ciudad paralela y digital en donde todo se transforma constantemente, se comparte y se pixelea. En efecto vivimos, sin apenas percatarnos, entre inmensas montañas de desechos digitales; es imposible dimensionar la cantidad de información que se almacena actualmente ya que esta crece desenfrenadamente junto con la población. Por ejemplo, si grabáramos CDs con el flujo de datos mundial de tan solo un día y los apiláramos unos sobre otros, llegaríamos hasta el planeta Marte y de regreso a casa. Cada minuto que pasa, los millones de personas que tenemos acceso a Internet enviamos millones de correos electrónicos, realizamos millones de consultas a Google, cargamos millones de horas de video a YouTube, escribimos millones de mensajes en Twitter y millones de fotografías a Instagram y Flickr. Internet lo permea todo. ¿Y qué pasa entonces con la revuelta? Hoy, las manifestaciones están también sobrecargadas de imágenes. La revuelta es también digital, se construye también con pixeles y en ellos la resistencia se manifiesta más rápido, con noticias alternativas, mensajes, enlaces, virales, historias, dms, IGTV y muchos grupos que se constituyen y organizan.
Hace un año empecé a ser parte de una red de mujeres con discapacidad, nos dijo Nur Matta en Ciudad de México. La red se llama Femidiscas, sí hay algo de feminismo ahí, pero platicamos mucho eso: desde dónde nos situamos. Porque hay ciertas prácticas, como las marchas, en las que ciertos cuerpos o ciertas mujeres no pueden participar, y no solamente por discapacidades visibles; hay también cosas de ansiedades que generan esos espacios […] La pandemia nos vino a facilitar un montón de cosas a nosotras específicamente, como charlas y todo eso a lo que no podíamos asistir. Cuando se abrió la virtualidad nos empezamos a conectar y fue como “sí, aquí estamos, presentes”. Entonces, desde ahí hacemos carteles virtuales, activamos foros virtuales, podcast.[29]
Así, la virtualidad no sólo potencia y coordina la reunión física de los manifestantes, sino que además abre la posibilidad de una nueva manera de reunirse, de organizarse, de protestar. Desde la cama y la virtualidad también se lucha, decía el cartel que Nur llevó a la manifestación feminista del 8M 2022 en Ciudad de México.
Las plataformas de redes sociales se han convertido en un espacio efectivo de protesta ciudadana, brindando a ésta la oportunidad de debatir las fallas del sistema, al tiempo que permiten que las autoridades tomen medidas para evaluar y controlar el sentimiento público[30], escribe Trinh Minh Ha en Lovecidal. Sin embargo, estos datos son libres a la vez que manipulados, son usados para difundir información clandestina al mismo tiempo que se utilizan como herramientas de censura y vigilancia, a través de la tecnología y algoritmos de recomendación que, como cajas negras, son imposibles de penetrar. Aun estando adentro, no entendemos cómo se articula todo esto. ¿Quién está decidiendo esta circulación? ¿Qué están haciendo estas imágenes? ¿Cuáles y cómo llegan a los medios oficiales? ¿Quiénes las emiten y para qué?
Una cámara enfrenta su lente a lo que quiere encuadrar y mueve instintivamente su mirada en la protesta. Las imágenes que produce se evaporan en píxeles, elevándose en una nube de circulación hiperquinética donde las capturas, envíos, reenvíos y eliminación son una constante de velocidades salvajes. La conglomeración de cámaras entre la multitud se ve reflejada en la variedad de imágenes, tanto dominantes como espontáneas. Celulares, réflex, drones, GoPro, videocámaras de TV. Mientras las pantallas dominadas por los medios oficiales se caracterizan en su mayoría por el uso de la imagen HD, la producidas por manifestantes son borrosas, pixeladas y se fragmentan en su recorrido, en cada reenvío.
Imágenes de dominio, por un lado; disidentes por el otro. Hito Steyerl presenta una definición que podría ayudarnos a entender las segundas: imágenes pobres o imágenes basura que presentan una instantánea de la condición afectiva de la muchedumbre, su neurosis, paranoia y miedo, así como su ansia de intensidad, diversión y distracción. La condición de las imágenes habla no solo de las infinitas transferencias y reformateos, sino también de las incontables personas que se preocupan por las imágenes tanto para convertirlas una y otra vez, subtitulándolas, reeditándolas o subiéndolas online.[31] Las revueltas tienen su duplicación digital en imágenes pobres, borrosas, confusas; también en imágenes dominantes y estratégicas. ¿Qué sucede entre esas imágenes? ¿Se intersectan en algún lugar? ¿Quién las produce? ¿Dónde van a parar?
Entonces eso se nos hace muy impresionante, saber que nosotras no somos llamadas para cubrir nuestra propia historia, nos dijo Alma Camelia. Cada vez somos más fotógrafas y documentalistas que estamos ahí, pero de pronto se nos olvida; se nos olvida desde la trinchera que necesitamos este material y necesitamos ese alguien que asuma ese riesgo. Ir, poner la cuerpa, grabar y empezar a construir ese archivo, una especie de repositorio, un espacio que diga: esto pasó, esto lo tenemos acá.[32]
Podemos, una vez más, reconocer que también aquí se trató de un fenómeno dominado por imágenes digitales, las cuales quedan suspendidas en el aire mientras que solo unas pocas llegan a los medios oficiales. Son millones las que quedan almacenadas (u olvidadas) en algún celular o disco duro y, habiendo tantas, nos es difícil darles un sentido. Los elementos y momentos articulados tienen su importancia y cobran sentido sólo en el seno de dicha articulación, dependiendo de la posición en la que se los sitúa[33], escribe Hito Steyerl. Es decir, que por sí solas y abandonadas, las imágenes no nos significan, pero su articulación sí puede proporcionarnos algo. La instantaneidad de las redes sociales ha hecho de las imágenes un producto de consumo rápido, de no más de algunos segundos de duración: una imagen sigue a la otra en un orden aleatorio o algorítmico.
Podrían, sin embargo, existir nuevas formas de articular medios de circulación, nuevas formas de activar las imágenes abandonadas, de forma que aparezcan nuevos significados e historias. Las imágenes proporcionan figura no solo a las cosas y a los espacios sino a los tiempos, escribe Georges Didi-Huberman. Las imágenes configuran los tiempos a la vez de la memoria y el deseo. Poseen simultáneamente carácter corporal, mnemotécnico y votivo.[34]
Parece ser este un momento en el que queremos ver menos imágenes y más significados; pero, para eso, tenemos quizás que estar dispuestos a, una vez obsoletos, desecharlos rápidamente y aventurarnos al cambio constante. Como Steyerl, deberíamos preguntarnos: ¿Qué tipo de montaje de dos imágenes/elementos produciría algo más allá y fuera de estas dos imágenes/elementos, algo que no representara un acuerdo sino en su lugar perteneciera a un orden diferente, aproximadamente del modo en que alguien golpearía con tenacidad dos piedras para producir una chispa en la oscuridad? Que se pueda producir esta chispa, que podríamos denominar también el chispazo de lo político, depende de su articulación.[35]
Entonces, podríamos construir desde los espacios marginales; encontrar esas chispas y destruirlas una vez que sean absorbidas por los espacios dominantes, olvidar la necesidad sin sentido de crear un relato de los hechos, de buscar la falsedad o la verdad en las imágenes. Podríamos, en cambio, poner atención a sus operaciones en búsqueda de lo que estas hacen o pueden hacer. Podríamos entonces resistir a las formas preestablecidas, a la creación de imágenes con fines de consumo, a la prisión perpetua en discos duros o nubes de las imágenes con las cuales sería posible operar.
Tenemos que poner atención en cómo nos estamos auto-documentando y todas tendríamos que ser agentes activos de comunicación —otra vez Alma Camelia—. Tenemos que poner la cuerpa pero también tenemos que poner el documento y generar nuestro archivo. Creo que tendríamos que estar haciendo una gran archiva de nuestra historia, este material está guardado en nuestros teléfonos y tiene que empezar a circular.[36]
Juguemos entonces con esas estrategias. Ya que no hay formas definitivas para contar historias o crear significados, podríamos jugar a combinar imágenes que hagan aparecer algo nuevo; podríamos poner una tras otra, una sobre otra o una simultáneamente con otra y ver qué sucede. Reutilización, transformación, fragmentación o compostaje de imágenes. Podríamos volver a buscar a aquellas que cayeron por los riscos, a las que se perdieron entre las grietas del pavimento o que se partieron en mil pedazos al chocar con el final de la carretera.
Warburg comprendió bien que el pensamiento no es asunto de formas encontradas, sino de formas transformadoras. Asunto de «migraciones» perpetuas, como gustaba decir.[37] Entonces, habría que ser lo suficientemente astutos como para transitar en espacios marginales, en sus intersticios, donde no hay una forma correcta o incorrecta, ni verdades absolutas; donde no hay una historia sino muchas historias. Habría que transitar espacios de resistencia, utilizar sus estrategias y saltar rápidamente al siguiente.
Este texto es parte de los resultados del Programa Educativo de la residencia en SOMA, Ciudad de México, realizada por las autoras. Proyecto financiado por el Fondo Nacional del Desarrollo Cultural y las Artes, Convocatoria 2022.
[1] HUGO, Victor. Les Misérables (1845-1862) (1985), en Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Georges Didi-Huberman, 2012, edición manantial 2018, p. 104
[2] ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble, 1938, edición Edhasa 1978, p. 28
[3] Ibid., p. 17
[4] Ibid., p. 27
[5] Ibid., p. 29
[6] Entrevista con Sofía Cabrera, artista y activista gorda, en Ciudad de México durante octubre de 2022
[7] ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble, 1938, edición Edhasa 1978, p. 30
[8] Ibid., p. 42
[9] Ibid.
[10] Ibid., p. 11
[11] Entrevista con Alma Camelia, artista y activista feminista, en Ciudad de México durante octubre de 2022
[12] ARTAUD, Antonin. El teatro y su doble, 1938, edición Edhasa 1978, p. 12
[13] Entrevista con Carla Motto y Milena Moena, artistas chilenas que realizaron, durante la residencia en ERROR Proyecto en Ciudad de México durante julio de 2022, el proyecto “Quemar el Miedo”
[14] MONTAÑEZ ORTIZ, Rafael. Manifiesto Destructivista (Destructivism, a manifesto.), 1962, exhibición en Museo Tamayo, CDMX, noviembre 2022
[15] DIDI-HUBERMAN, Georges. Pueblos expuestos, pueblos figurantes, 2012, edición manantial 2018, p 99
[16] Ibid., p. 106
[17] CORVALÁN, Kekena. Curaduría Afectiva, Cariño ediciones, 2021, p. 47
[18] DIDI-HUBERMAN, Georges. Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Ediciones Museo Reina Sofía, 2010, p. 40
[19] Ibid.
[20] Ibid., p. 51
[21] Ibid.
[22] Ibid.
[23] Ibid., p. 45
[24] Ibid., p. 19
[25] Ibid., p. 201
[26] FOUCAULT, Michel. De los espacios otros, conferencia dictada en el Cercle des études architeturals en 1967, publicada en Architecture, Mouvement, Continuité en octubre 1984, p. 6
[27] JESI, Furio. Spartakus, 2015
[28] Ibid., p. 21
[29] Entrevista con Nur Matta, artista mexicana, en Ciudad de México durante octubre de 2022
[30] MINH HA, Trinh. Lovecidal, 2016, p. 192
[31] STEYERL, Hito. Los condenados de la pantalla, 2014, p. 43
[32] Entrevista con Alma Camelia, artista y activista feminista, en Ciudad de México durante octubre de 2022, a propósito de las masivas manifestaciones feministas ocurridas en México durante 2020
[33] STEYERL, Hito. Los condenados de la pantalla, 2014, p. 94
[34] DIDI-HUBERMAN, Georges. Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Ediciones Museo Reina Sofía, 2010
[35] STEYERL, Hito. Los condenados de la pantalla, 2014, p. 94
[36] Entrevista con Alma Camelia, artista y activista feminista, en Ciudad de México durante octubre de 2022
[37] DIDI-HUBERMAN, Georges. Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Ediciones Museo Reina Sofía, 2010
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