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LA MEMORIA DE JEPIRACHI

Por Juan Diego Pérez Moreno y María del Rosario Acosta López

Outushii wayaa ma’akaa katuule wouu.
(Morimos como si siguiéramos vivos).

Vito Apüshana [1]


El espacio geográfico y cultural del desierto de La Guajira que se expande entre las proyecciones enfrentadas y la textura de sus paisajes sonoros es uno al que entramos sin entrar nunca completamente: a la vez nos invade y nos impide acceder a él. El viento retumba, atronador, tomándose la galería sin que entendamos del todo de dónde proviene su sonido; lo vemos en las telas rojas que agita, en la hoguera que atiza y alimenta, en las figuras que deja sobre la arena y que esculpen la memoria de su paso. Rojo fuego, fuego rojo, mientras el sonido de voces y tambores resuena entre las tomas de un viento cuyo movimiento nos sumerge en la inmensidad de un desierto blanco, denso. Los surcos sutiles de las dunas se pierden ahora bajo las marcas ruidosas, intempestivas, de unas huellas que hienden, horadan y borran con su peso la forma de otras huellas, aquéllas que guardan las historias trazadas en la arena.

Las marcas de las llantas reemplazan ahora los trazos del viento que, incesante y potente, las sigue habitando como una presencia latente—la presencia estremecedora de lo que calla. El rugido de una camioneta se repite, se multiplica en proyecciones y sonidos que así abren el espacio de la galería a la extensión vertiginosa de lo que vemos y de lo que no podemos ver. Viento y ruido se funden hasta hacerse indistinguibles en ensamble de imágenes visuales y sonoras de un mundo cuyo testigo—un niño, un burro, un mono, una araña—nos interpela con el silencio de su mirada. El niño huye y huimos con él hasta perderlo, hasta perdernos mientras sus pasos se extinguen bajo el estruendo de las llantas y la amenaza de las luces de una camioneta, ni vaca ni caballo, que se prenden y se apagan al fondo [2].

Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.

En el desierto que esta videoinstalación de Clemencia Echeverri presenta y evoca (el desierto no es solo lo que vemos sino también la galería por la que caminamos sin rumbo), todo es fragmento, atisbo, secreto: cada instancia del recorrido a través de las salas interconectadas—cada plano y cada detalle, cada sonido y cada eco—es una entrada a la inmensidad del mundo wayuu cuya presencia, sin embargo, interrumpe toda promesa de acceso. Entramos sin entrar porque caminamos sin referencia, sin dirección, sin llegar nunca. Aquí no hay punto de partida ni de llegada, así como no hay relato que ordene; la extensión vertiginosa del desierto—del desierto que es la obra, de la obra que evoca el desierto sin descifrarlo—se impone en la sensación repetida, tan íntima como extraña, de estar siempre en la búsqueda de una pista orientadora, de una clave que revele las coordenadas de este mundo—de sus tiempos y sus ritmos, de las prácticas-de-hacer-mundo que tienen lugar en él [3], que son ese lugar que habita y se escapa a la vez de las imágenes resonantes de Deserere, de su encuadre desierto.

Como lo sugiere la raíz latina que le da título a la obra [4], el desierto es aquí, entonces, un lugar que no puede ubicarse con certeza en el espacio y el tiempo de lo conocido y lo propio, que queda siempre fuera de campo y que así burla el presunto poder de la mirada: el lugar de un mundo abandonado, desertado, olvidado, pero también un mundo que esquiva la fuerza del olvido con sus propias modalidades de recuerdo. La obra resiste las jerarquías que gobiernan de manera hegemónica el régimen de lo sensible al presentar la resistencia de ese mundo en acción: el desierto abandona, olvida, desierta la imagen que lo expone en su fuga. De ahí que la única forma de acercarse al mundo wayuu sea, como bien sugiere la experiencia de entrar en Deserere, renunciar a la búsqueda, aceptar la distancia desorientadora de esta fuga y todo lo que ello implica: perderse en su exhortación a ver, a escuchar, a sentipensar de otro modo “la diferencia de todo orden” [5], entre el mundo de este lado y el mundo que elviento protege en las formas secretas en las que se hace (in)visible. Solo así la obra permite ofrecer una entrada al territorio wayuu como lugar de resistencia de su memoria en el doble sentido del genitivo [6]. Resistencia, por un lado, a ser memorializado, esto es, a transformarse en el lugar de un evento que se deja traducir como recuerdo, en tiempo pasado. Resistencia, por otro lado, que ejerce la memoria que el desierto como lugar guarda y acoge, pero no revela, la memoria que Deserere recoge siguiendo las huellas y los ritmos velados de su latencia en (el) presente.

Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.
Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.

Esta resistencia, que se despliega a través de la resistencia del lugar dentro de la galería, se opone, tanto en su medio como en sus efectos de sentido, a la invasión del territorio que los trazos en carboncillo de Echeverri relatan en la animación que nos recibe a la entrada—animación que, significativamente, no entra en la galería. La silueta de la península de La Guajira que componen las cuatro pantallas es el telónde fondo monocromático de una secuencia de escenas fragmentarias en las que la aparición y desaparición de las figuras entre cuadro y cuadro, entre trazo y trazo, desfigura la imagen muda del territorio. Los cuerpos de hombres armados—sus pasos, sus miradas, sus sombras—invaden el espacio visual con sus figuras intimidantes, cuya inscripción literalmente fisura, desdibuja, desmiembra el cuerpo de la península y su paisaje ante nuestros ojos. Hacia el final de la secuencia (que no es el final, pues la animación se proyecta en bucle), las líneas que forman el rostro reconocible de un hombre barbado se imponen sobre los últimos grises del fondo; la mirada de Jorge 40 nos mira de vuelta mientras su presencia invasiva se expande, satura y termina por ahogar el territorio que al fondo permanece sumergido por un par de segundos, en la densa oscuridad de una pantalla negra: la sombra de su borradura.

Aunque la animación puede invitarnos a reconstruir una secuencia de hechos violentos específica—la entrada forzosa de un grupo de paramilitares al territorio ancestral wayuu que desembocó en el horror de la masacre de Bahía Portete— [7], su representación indirecta, fragmentaria y repetida en las pantallas evoca, más que un relato ordenado u ordenable, la atmósfera amenazante y la temporalidad trunca de un recuerdo traumático. La inminencia de los trazos, el ritmo de su inscripción que somete, borra y desgaja el territorio, recuerda elípticamente el trauma de la masacre en el presente continuo de la animación; un presente marcado por los efectos afectivos de esta violencia de todo orden—cultural, política, epistémica, ontológica incluso —en el territorio wayuu, en su comunidad herida y en el tejido resquebrajado de su mundo. Es así como la acción del lápiz de Echeverri sobre el papel—antesala de la obra, boceto de una obra que no está, porque el relato que anuncia es aquel que la obra se rehúsa a presentar en el interior de la galería—pone en escena, y así denuncia, una voluntad hipermasculina de dominación: la voluntad de quien se siente señor y dueño de la tierra que pisa, y que se cristaliza, con un acento macabro, en la violencia traumática de la invasión paramilitar. El terror acechante que se filtra entre los cuadros de la animación no es otro, en efecto, que el terror de la violencia patriarcal y colonizadora de lo que Rita Laura Segato ha llamado dueñidad, de su “pedagogía de la crueldad” [8]: sus formas macabras y ejemplarizantes de ocupación y sometimiento de la tierra, de los cuerpos y de todas las esferas de la vida en nombre del señorío sobre un mundo vuelto propiedad disponible, recurso explotable, vida desechable.

Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.

En contraste con esta clausura violenta del mapa, y de la impronta traumática del poder paramilitar que ella encarna, el espacio que se expande entre las trayectorias visuales y sonoras de Deserere nos ubica, al desubicarnos, en la extensión de un territorio cuya radical apertura responde sólo a una voluntad: la voluntad del viento. No es casualidad que sea justo la fuerza tenue y poderosa del viento de la Alta Guajira la que recorre, y así anuda con su movimiento y vibración, todas y cada una de las imágenes visuales y sonoras que se despliegan a medida que caminamos sin destino por la videoinstalación. Gracias al agudo y punzante trabajo de edición de Echeverri, a su atención cuidadosa a la densidad y las latencias de la imagen audiovisual, el ensamble entre lo que vemos, lo que escuchamos y lo que sentimos en el cruce entre ambos registros hace palpables las texturas inagotables del viento guajiro. Desde el estruendo imponente que aviva el fuego y agita las túnicas rojas de las mujeres wayuu, pasando por el rumor callado de su paso sobre las dunas y la playa, hasta el susurro delicado de su aliento entre los hilos de una telaraña o sobre la piel de una ruina, el viento todo lo toca, todo lo habita.

En el mundo wayuu el viento es una persona múltiple: cada una de sus manifestaciones se asocia con una fuerza mitológica diferente que se hace palpable gracias a sus intervenciones en el territorio, tanto en la materialidad del desierto como en los ritmos y ciclos de la vida de sus habitantes. La más influyente y dominante de estas manifestaciones es el viento alisio del nordeste que corresponde a la persona de jepirachi, cuyo nombre alude a la dirección de sus huellas a lo largo de la península: jepirachi sopla haciala región de jepira, el mundo sagrado de los muertos cuya entrada está en el Cabo de la Vela [9]. Después del primer velorio en los días posteriores a la muerte, cada espíritu o yoluja comienza su viaje hacia el nordeste acompañado por los ritos funerarios de su comunidad, que responden a los favores que el muerto pide en su último camino bajo la guía de jepirachi. Sólo las mujeres mayores pueden tocar los cuerpos de los muertos y prepararlos para su exhumación en el segundo y último entierro; sólo entonces, años después, cuando los huesos se entierran en el territorio de la madre, los espíritus pueden encontrarse con los ancestros en el tiempo y el espacio originario de jepira—allí donde su viaje termina, allí donde el equilibrio entre la vida y la muerte así se reestablece y el espíritu se transforma en lluvia nueva [10]. La interrupción indefinida de los rituales de duelo en ausencia de los cuerpos profanados, así como la agresión premeditada contra las mujeres en tanto líderes y mediadoras espirituales, suspende la posibilidad de reestablecer este equilibrio [11]. Así pues, la tortura, humillación y desaparición de los cuerpos de las mujeres wayuu en el espectáculo macabro de la masacre de Bahía Portete implica la rasgadura radical del tejido de la comunidad que resquebraja el orden profundo de este mundo.

Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.

No es esta—o no sólo esta—la historia a la que la videoinstalación se acerca; la mirada de Deserere no reduce al mundo wayuu a ser, sin más, una víctima de nuevo. Las escenas de la vida cotidiana que Echeverri hila con cautela y delicadeza en el tejido audiovisual de la obra nos presentan, más bien, una serie de eventos a partir de los que este equilibrio cósmico busca reestablecerse antes y después de su quiebre. Tanto las prefiguraciones de los sueños como en la danza ritual de la yonna o en la escucha de los relatos ancestrales de las matronas, la comunidad entra en contacto, recuerda y así actualiza el orden cósmico de wayuu sumaiwa, el presente continuo de su transformación [12]. En la repetición de cada acto ritual—y en su repetición en bucle en la videoinstalación, cuyo ritmo se acerca acaso a ese presente, lo toca intacto desde lejos—, ese tiempo continuo, originario y futuro, se reactiva en su resistencia al presente repetido, en su compulsión destructiva, del trauma de la masacre y sus múltiples capas de violencia. Llega la noche y la extrañeza de su silencio trae de vuelta una voz, el sonido del agua y la crepitación del fuego entre las voces de mujeres mayores. El niño que vimos antes es testigo, como nosotros, de una escena que nos lleva de vuelta al principio de la pieza: una niña se prepara para vestir de rojo y entrar en el círculo—que aquí es también el cosmos—de la yonna. Allí dejará que sea el fuego el que guarde su historia y la del mundo que con ella encuentra su balance; allí dejará que el tejido que la envuelve, como los hilos finos y tenaces de una araña, la anuden a la fuerza del viento que ya no aturde, sino que más bien acompaña y sostiene, resguarda y recuerda, la memoria de quienes caminan, como ella lo hará algún día, siguiendo los trazos de jepirachi entre la arena. Pese a todo, pese al peso del horror de lo ocurrido, el murmullo ligero del viento que estuvo allí—que está allí, que estuvo y estará ya siempre allí—sigue resonando ahora entre las dunas en su andar hacia el Cabo.

Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.
Clemencia Echeverri, Deserere, 2022, videoinstalación multicanal (13 proyecciones) editada junto a Víctor Garcés. Sonido: Juan Forero. Galería Espacio Continuo, Bogotá. Cortesía de la artista y la galería.

¿Cómo escuchar, cómo responder al llamado de cada yoluja que sobrevive en el estruendo de jepirachi, acaso su único testigo? Deserere se pregunta y nos pregunta cómo entrar en sintonía con la forma de memoria, tan ancestral como futura, que sobrevive y respira en este viento del desierto; cómo escuchar sus reclamos de justicia, cómo acompañar el llamado de los muertos que viajan en su estela hacia jepira, honrando la distancia entre un mundo y otro. ¿Cómo habitar el espacio de esa diferencia? ¿Cómo acompañarla, atestiguarla, escucharla en su llamado obstinado sin traducir lo que evoca? ¿Cómo recordar—esto es, cómo sentir: cómo traer de nuevo (re) al corazón (cordis)—la memoria de los cuerpos insepultos que aún esperan su segundo entierro para, como dice el verso de Apüshana, poder morir por fin como si siguieran vivos? La presencia visual, sonora, casi háptica del viento se hace espacio en la galería mientras la resonancia de su rumor nos obliga a escuchar las imágenes en su materialidad enigmática, a oír sin descifrar, a reconocer en la distancia un dolor y una pérdida irreparables: un dolor y una pérdida a la que ningún ejercicio de escucha puede llegar a hacer justicia. Dejar que la imagen que se desierta ante nuestros ojos nos desoriente sin renunciar por ello a su encuentro; dejar que las frecuencias inauditas de su mundo nos habiten y habiten nuestro presente con el reclamo de su diferencia; dejar así que nuestros cuerpos acaso empiecen a escuchar bajo su sordera el relato de un viento cuyos trazos acompañan, y así denuncian, la memoria de aquello que no debió haber sido y del mundo que lo sobrevive: quizás sea esta la única manera de acercarse al desierto que es la obra, que la obra evoca y al que da forma al rehusarse a su representación—esto es, al recordar desde el imperativo que esa renuncia entraña.


[1] Apüshana, Vito, “Vivir-morir / Apüshii namaiwajana” en En las hondonadas maternas de la piel / Shiinalu’uirua shiirua ataa (Bogotá: Ministerio de Cultura de Colombia, 2010), 67-68.

[2] En la escena del niño y el burro frente a la camioneta resuena el relato oral wayuu “Ni era vaca ni era caballo” de
Miguel Ángel Jusayu, en el que un joven pastor le prende fuego a su burro en el intento de hacer que funcione con gasolina y no se canse, tal y como, según le explican sus mayores, lo hace una criatura extraña, ni vaca ni caballo, que encuentra al buscar una oveja perdida: una camioneta de los alijuna, las personas “blancas” o no wayuu. Echeverri superpone el terror inesperado del choque cultural en el relato con la entrada brutal de las camionetas en el desierto— emblemas de la presencia amenazante de los paramilitares en la zona—, y así introduce implícitamente la reflexión sobre el lugar de la violencia cultural en la masacre de Bahía Portete, y su memoria, que atraviesa a Deserere.

[3] En su trabajo con sociedades marginales y marginadas por la racionalidad occidental, como las comunidades afrodescendendientes e indígenas en América Latina, antropólogos como Marisol de la Cadena, Arturo Escobar y Tim Ingold, entre otros, describen las prácticas-de-hacer-mundo (worldling practices ) como las acciones cotidianas en las que se encarna y actualiza la red de relaciones entre todos los cuerpos, humanos y no-humanos, que constituyen el mundo que la comunidad habita: su territorio. Cf. Escobar, Arturo. “Sentipensar con la Tierra: las luchas territoriales y la dimensión ontológica de las epistemologías del sur” en Otro posible es posible (Bogotá: Desde Abajo, 2018), 97-107.

[4] La palabra desierto proviene del latín desertus (abandonado, solitario, desierto), participio del verbo deserere: desertar, abandonar, olvidar.

[5] La expresión es de Echeverri (conversación personal).

[6] Cf. Acosta López, María del Rosario, “Gramáticas de la escucha como gramáticas descoloniales: apuntes para una descolonización de la memoria”, Eidos (No. 34, 2020), 33-36.

[7] El 18 de abril de 2004, alrededor de 50 paramilitares del Frente Contrainsurgencia Wayuu del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), liderados por Jorge 40, entraron a la costa de Bahía Portete en la Alta Guajira e invadieron la zona asesinando y desmembrando a sus víctimas—entre ellas cuatro mujeres lideresas de la comunidad wayuu, que fueron torturadas sexualmente en público—después de saquear sus casas y profanar el cementerio. La ruta del terror de los paramilitares dejó al menos 12 muertos, dos mujeres desaparecidas y el desplazamiento forzado de m ás de 600 miembros de la comunidad, quienes se escondieron durante días entre cardones y manglares antes de empezar su éxodo por el desierto. Cf. La masacre de Bahía Portete: mujeres wayuu en la mira, Informe de Grupo de Memoria Histórica (Bogotá: Taurus, 2010).

[8] Dice Segato: “Llamo pedagogías de la crueldad a todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. En ese sentido, esta pedagogía enseña algo que va mucho más allá de matar, enseña a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas residuos en el lugar del difunto”.Cf. Segato, Rita Laura, Contra-pedagogías de la crueldad (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2018), 11.

[9] Cf. Guerra, Weidler, Ontología wayuu: categorización, identificación y relaciones de los seres en la sociedad indígena de la península de La Guajira, Colombia (Bogotá: Tesis doctoral de la Universidad de los Andes, 2019), 249-254.

[10] Cf. Finol, José Enrique, Mito y cultura guajira (Maracaibo: Ediciones Universidad de Zulia, 2007), 265-285.

[11] En palabras del informe citado del Grupo de Memoria Histórica: “en su papel de comunicadoras con el mundo de los espíritus y facilitadoras de los trabajos del duelo y de que los muertos emprendan el viaje por el camino de los muertos hacia jepira, las mujeres tienen una función central en la restauración del desequilibro que eventos de violencia ocasionan en sus familias y comunidades. Esta función no la han podido ejercer porque los cuerpos no han sido encontrados. El trabajo del duelo, en consecuencia, también ha sido alterado por la violencia paramilitar” (97).

[12] Según explica Guerra, “la expresión wayuu sumaiwa puede verse como un presente continuo: claramente sin pasado aunque en una relación sugerente de futuro” (43). La yonna, los sueños premonitorios o sanadores y otros eventos rituales, añade, “se conectan con la dimensión transhistórica de wayuu sumaiwa que, en su sentido más profundo, no se localiza en el pasado sino en una especie de dimensión temporal paralela que puede converger a través del ritual o ser evocados a través de los hitos que actualizan el orden del territorio” (331).


Deserere, de Clemencia Echeverri, se presenta del 19 de octubre al 14 de diciembre de 2022 en Galería Espacio Continuo, Cl. 80 # 12 55, Chapinero, Bogotá.

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