
DIEGO FIGUEROA: TODOS ESOS RECUERDOS SE PERDERÁN COMO GOTAS EN LA LLUVIA
Por Joaquín Barrera | Curador
Hace unos días leía a Marina Mariasch proponer en Twitter que abandonemos de una vez por todas la falsa dicotomía ficción-no ficción, y citando a Vivi Tellas señalaba que hay una zona gris, un umbral, mínimo y máximo, donde la realidad es escena y al revés. Un punto lo suficientemente equidistante de cualquier formalidad que permita etiquetarlo que está adentro de lo que está afuera. En ese borramiento de los límites, hay una mano invisible que mueve los hilos de esta función, y que por su ubicuidad, es parte actora, fundante, público y relator en simultáneo.
Un alambrado separa lo privado de lo público, lo doméstico de lo terrenal. Poner los pies adentro implica ingresar al teatro de operaciones desde el cual Diego Figueroa presenta su más reciente producción, en donde hay un decidido elogio a situaciones y costumbres propias de algo que podría asemejarse a un neo-barroso realismo mágico chaqueño. Acceder a la muestra como entrar al patio de tu casa, por la puerta del gallinero, golpeando las manos para no asustar a nadie. Si en los jardines de Mi Reina (Hache, 2018) el artista proponía satirizar sobre las elegantes fuentes que adornan los palacios de una época dorada en Francia y que se replican a escalas bizarras en los country argentinos, en esta exposición Figueroa se pregunta, también de un modo burlón, sobre el propio repertorio de objetos fungibles que decoran nuestras casas, sobre las funcionalidades de su uso y sobre el gesto desenfrenado de acumular tesoros del olvido.


La auto-referencialidad de Figueroa en el proceso de trabajo es una constante en sus últimas producciones. Pero esa situación espejo nada tiene que ver con las imágenes que proyectan sus obras sino con la obstinada construcción de un método de trabajo, una lógica de ensamble fortuita, una cadena de movimientos aleatorios. Ya desde El tiempo entre las cosas (Braga Menéndez, 2011), hay una voluntad velada de convertirse en curador de sus propios artefactos,de quebrar con la solemnidad intrínseca del artista que proyecta siempre una misma imagen. Lo reconocible en la producción de Diego Figueroa, y que en esta muestra se exacerba con agudeza, no son los resultados poéticos sobre un repertorio de recursos formales sino el gesto desnudo de poder reunir obras aparentemente disímiles que funcionan en el espacio expositivo más allá de su organicidad plástica. Algo así como un mecanismo autónomo, que en la unidad de sus partes conforman un engranaje de fuerzas que funcionan como motor del deseo de producción del artista.
Las obras que Diego Figueroa distribuye en sala conforman un mapa arqueológico, un sendero sin salida aparente, un recorrido por una trama atemporal de accidentes geográficos construidos sobre los restos de una civilización perdida. El atractivo formal de sus obras está mediado por la precariedad y la rudeza propia de la comunión aleatoria de los materiales. Ahí: en ese intersticio entre lo casero, la excelsa cualidad técnica y esa desfachatez tosca en la hechura que transforma las piezas en preciosas joyas ornamentales que deslumbran por su belleza. La acumulación, el desorden y la reconfiguración de objetos cotidianos es una constante en su trabajo, como ya se pudo ver en la instalación (y también en las pinturas) de Cuando todo el ruido se duerma (Centro Cultural Haroldo Conti, 2014). Ese gran caudal de figurines del descarte hoy está mediado por los desvaríos del agua y por las inclemencias del clima. El agua que avanza sobre las fuentes corroe los objetos que la decoran para ir borrando los restos de las huellas que están marcadas en la memoria. Donde había paso del tiempo, usos y querencias, solo queda el olvido filtrado por los ríos que se cuelan por las hendijas y vuelven sedimento los archivos de la historia.


En la otra sala, el adentro del adentro. En una de las paredes color verde dólar, un rompecabezas gigante con cantidades de dibujos en grafito conforma un gran lenguaje inconcluso de señas. Manos dicientes, que en su apariencia son anónimas, marcan los destinos de una comunidad ensoñada. Las manos, como toda gestualidad, son poseedoras del don de camuflarse, de ser fuentes de ternura como así también de violencia, de compañía o de firmeza. Estas manos, son hechos comunicacionales. Es que son las manos que manejan los hilos de la vida y de la muerte, del hambre y la riqueza, de la inundación o del naufragio.

Como un pequeño museo de la orilla del río, este adentro atesora también retratos alojados en electrodomésticos, utensilios, zapatillas y objetos de uso cotidiano. No sé si importa quiénes son, al igual que las manos. Pero a diferencia de ellas, tienen rostro, una novela secreta, una afectividad, un relato inacabado que aún está por contarse. Y esa historia es una historia del descubrimiento, de una aproximación, del ojo puesto a la distancia perfecta, esa que Diego planeó para nosotros. Algo mágico sucede entre estas pinturas y el espectador, una especie de oralidad relatada al oído que activa el pathos en la mirada del visitante a través del hallazgo minucioso del recurso callejero del que Figueroa se vale para construir estas ficciones inacabadas sobre el tiempo, sobre el derrotero de la vida, sobre la memoria afectiva y sobre los modos del olvido.




En Todos esos recuerdos se perderán como gotas en la lluvia, Diego Figueroa se revela como un cuentista caprichoso y mordaz, y utiliza tecnologías visuales de la gestalt para poner en escena situaciones teatralizadas de un dinamismo en estado permanente de latencia que ubican al espectador en el centro de la escena. El ingreso a ese telón o cuarta pared o relato en tercera persona o literatura libre del yo, es en esta exposición un recurso esencial para evitar el diluvio.
En las paredes gastadas por el clima húmedo, supura el calor humano que alguna vez tiñó estos paisajes. De arriba, tres pícaros monos empoderados por el fuego nos relojean, como si el fin de los ciclos y el recomienzo continuo no estuviese tan lejos.
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