
SANGRE
“Solamente la muerte es la compuerta que deja salir del mundo el dolor”.
M. Yourcenar
Hay artistas que exageran hasta la extenuación la necesidad de explicarse, de decirse todo el tiempo, de exponer los recursos secretos de sus gramáticas de ejecución. Hay otros que, en cambio, hiperbolizan un cripticismo conceptual que esconde la deformación y la carencia. Pero también existen otros, como el caso del brasileño Éder Oliveira (1983), que sin la exposición exagerada de la intimidad del proceso ni la apelación a argumentos cifrados, consigue el diagrama -diáfano y contundente- de una realidad cultural atravesada por las retóricas del poder y de la profanación.
Éder es un relator de lo latinoamericano que habla en primera persona. Al contrario de los malentendidos que desde siempre ha generado la mirada occidental como lógica extensión de su “benevolencia”, la obra de este artista evita la ficción en nombre de lo real, rechaza la imagen disociada del texto en función del juicio clarividente y preciso, apuesta por el territorio y no por la cartografía. Mientras que el occidente colonial cuenta la historia de los otros, el artista cuenta su propia historia. Una narración que sustantiva los signos de lo étnico, lo periférico, lo mestizo y lo lateral. La obra, por tanto, deja de ser un texto de corte antropológico para convertirse en la radiografía de una experiencia de vida tan íntima como colectiva.


La pintura de Éder Oliveira se articula sobre dos inequívocos ejes de actuación: el contexto de la violencia en el espacio cultural latinoamericano y el de la dialéctica del subalterno. Se trata de una narrativa pictórica que gestiona, con igual grado de lucidez, los principios activos del drama y de la seducción. Hablamos de una pintura que sangra, que advierte de los síntomas del desasosiego humano y que señala las heridas del malestar social. Una pintura que activa la búsqueda del despertar y cuestiona la ingravidez de la política. El ámbito de lo pictórico se traduce así en un espacio de autoafirmación y de autoconciencia. Sus piezas disfrutan de una perspectiva especular y proyectiva. Especular porque medita, sin ánimo teórico alguno, sobre las particularidades de una identidad poliédrica y harto compleja; proyectiva porque expande los rasgos de esa misma identidad en un espacio de consagración menos pervertido y menos jerárquico.
No es casual que el término oposición sea el título de esta primera exposición suya en Galerie Voss. La obra de Oliveira, precisamente, constituye una gran infracción, un gesto de oposición y un acto de denuncia. El activismo no solo es programático como tampoco el arte político se reduce a la performance y al uso del cuerpo en sus variantes expandidas. Su pintura entraña la gramática de resistencia al tiempo que afronta una interpelación sistémica. Habla en nombre del otro (y del yo) sin que el dolor ajeno se convierta en panfleto o en garantía de éxito mediático. De hecho, el autorretrato se ensaya como imagen expansiva y de consenso. No habla de ese costado narcisista o de esa fragilidad del yo asociada a ciertos discursos estructurales, sino de una identidad cubista de signo periférico. El rostro de Éder es el rostro de muchos actores sociales con los que el artista comparte hoja de vida y parecidos (o cercanos) itinerarios afectivos y emocionales.



El retrato, en época de selfie, se ha convertido en el centro de atención de su propuesta. Éder entiende el género del retrato como materia poliédrica, como un espacio facultado para hablar del yo y de los otros, un ámbito de investigación que permite -desde el asombro y la curiosidad- indagar en la arbitrariedad de los cánones y en los regímenes de lo permisible/aceptable. Sus obras revelan una preocupación por esos rostros contemporáneos de ascendencia amazónica e indígena que integran el panteón de la subjetividad lateral. Se trata de superficies punzantes, de una versatilidad casi arrogante y de un sentido libertario fuera de serie. Es, en definitiva, un canto a la soberanía y al impulso poscolonial de la historia.
Desde sus intervenciones en el muro urbano, pasando por sus sugestivos site-specific, hasta las pinturas de caballete, sus piezas todas denotan algo que conmueve y es el vértigo confesado de la violencia expandida. Sus piezas advierten de una belleza que es política y afirmativa, pura vehemencia necesaria. La perplejidad de esos rostros agigantados y su cualidad reflectante hablan de una cultura anclada en el éxtasis de la banalidad que extravía el sentido de lo verdadero y de lo oportuno. Esos planos rojos enormes se traducen como las venas abiertas de un hemisferio cultural que ha sido siempre el otro, la cuna de la alteridad, el sitio en el que la sonrisa y el llanto pueden ser la misma cara de la moneda de cambio. La obra de Éder bien podría ser un monumento a la legalidad de lo alterno y de lo marginal.


En obras recientes el artista introduce la barca como metáfora del desplazamiento y epítome de la contemporaneidad, pero también como extensión corporal, otra suerte de instancia muscular que nos define como eternos sujetos migrantes. La barca relata la conexión; también, y mucho, el aislamiento, la soledad y el exilio. La barca es el espacio heterotópico por excelencia en el que se cumple la realidad dramática del viaje. Ella es la reina simbólica de una cultura que, como la latinoamericana, se instala desde el fragmento, la superposición y la discontinuidad. La barca de Éder es física, alegórica y ritual. Es, de algún modo, ese no lugar en el que las búsquedas y los encuentros alcanzan una transparencia que va desde la mirada al cuerpo. Ella abre otros interrogantes y estimula otras lecturas.
En cualquier caso, tanto en sus retratos habituales como en estas nuevas piezas, se reitera la hegemonía del color rojo y sus cualidades discursivas. Color del martirio y del poder que entraña todas las contradicciones y paradojas. El rojo, indiscutiblemente, tiene una gran importancia en el proyecto estético general de este artista, lo mismo que en el pensamiento de una historia crítica sobre la violencia estructural y el castigo. Su polivalencia simbólica es infinita: representa la vida, la alegría y la fertilidad, al tiempo que refiere la muerte, el desastre, la guerra y el inframundo. En su justa medida puede ser veneno y elixir. En el conjunto de prácticas religiosas y rituales de ascendencia popular, el color rojo adquiere un significado espiritual relacionado con los ritos de sanación y purificación. Seguramente sea esta acepción la que interese más al artista. Las superficies de Éder resultan la crónica de una denuncia en la misma medida en que ejercitan una performance de restitución y de dignificación. Acontece en ellas la demanda de la protesta y con ella -creo- se otorga sentido a la reconciliación.

Oposición, de Éder Oliveira, se presenta del 24 de junio al 30 de julio de 2022 en Galerie Voss, Mühlengasse 3, Düsseldorf, Alemania.
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