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JAVIER RODRÍGUEZ. RUINAS: RASTROS DE VIDA

Por Miguel Ángel Martínez


“No obstante existen, en el fondo de las distintas ruinas que intento rescatar cuando miro a la cordillera, pedazos desunidos y dispersos…”

Ruinas (2022), Javier Rodríguez


I

Durante el confinamiento de diciembre de 2020, en una conversación a distancia organizada por la Biblioteca del Congreso de Argentina[1], el catedrático y escritor Daniel Link define la filología como una “disciplina de la vida”, “tal vez —dice— con el mismo derecho a pensar lo viviente que las ciencias biológicas”. Daniel Link no se refiere aquí, evidentemente, “a la capacidad de diagnosticar” una enfermedad o a la “capacidad de curar”. Lo que trata de hacer visible es la capacidad de la filología para “interrogar lo escrito» (“lo dibujado, lo pintado, lo guardado en un archivo”) y “encontrar ahí rastros de vida. Rastros de algo que todavía vive”:

“Cuando uno lee tiene que ser muy cuidadoso con aquello que está leyendo, porque en lo que está leyendo hay la conciencia de alguien, hay una sobrevivencia de alguien […], parte de su cuerpo. Cuando uno lee un poema, está leyendo no solamente la conciencia del poeta, sino el modo en que el lenguaje atravesó el cuerpo de ese poeta —a través del aparato fonador, la dicción, el modo de escribir […] Por lo cual hay que ser muy cuidadoso con eso, porque estamos manipulando no solamente palabras […], sino sobre todo algo que es del orden de lo viviente”.

Comienzo con esta referencia a Daniel Link porque, por un lado, señala el lugar desde el que voy a hablar, al menos parcialmente: desde mi formación como filólogo y mi modo de practicar la filología. Pero vuelvo a esta cita, además, porque es la filología, en tanto que disciplina de la vida, la que me permite sumergirme en las profundidades de la obra de Javier Rodríguez —sobre todo porque así, a través de este cuidado, puedo percibir lo que está todavía vivo en las ruinas que carga con su trabajo. Voces, imágenes, olores. Rastros del pasado en el presente. Huellas de vida.

Vista de la exposición «Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, en el MAC Santiago, 2022. Foto cortesía del artista
Vista de la exposición «Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, en el MAC Santiago, 2022. Foto cortesía del artista
Vista de la exposición «Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, en el MAC Santiago, 2022. Foto cortesía del artista
Vista de la exposición «Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, en el MAC Santiago, 2022. Foto cortesía del artista

II

Cuando una presta atención a la producción de Javier Rodríguez —desde La Caravana de la muerte (2013) hasta Ruinas (2022), pasando por Malos (2014), Anticristo (2017) o Cobra (2020)—, es inevitable verse asaltado por la sensación de que algo vibra en ella, de que está viva en el momento en el que una lee sus novelas gráficas o se expone ante una de sus xilografías. Las marcas de una memoria, de una posición, de una herida, desbordan la lectura y los límites de la pieza y alcanzan a quien se abre a ellas.

A partir de Anticristo, la presencia del cuerpo del poeta, del dibujante, se hace de facto explícita. El propio artista se introduce como personaje en algunas de las historias que elabora, como ocurre en Ruinas. Creo que esta circunstancia, que puede parecer anecdótica, en efecto no lo es. Si lo leemos desde la perspectiva de Daniel Link, podemos suponer que no es sino una de las formas en las que el cuerpo del artista ha sido atravesado por el lenguaje y por el dibujo, una de las formas en las que esta relación cristaliza. Javier Rodríguez no está presente en Anticristo o Ruinas porque se dibuje a sí mismo en el marco de estas piezas, como un personaje de estas. Diría que se dibuja, que se introduce en la historia, porque ya estaba dentro de ellas. Como él mismo afirma en su texto Dibujo y relato histórico, “el dibujo, en cuanto reflejo de quien lo hace, responde más que a un problema de mímesis, a la cuestión vital del existir”[2].

De hecho, diría que en el conjunto de la producción de Javier Rodríguez se hace presente un afecto o una “sobrevivencia” infantil que creo que está en el centro de la obra y en el origen mismo, en la capa más profunda, de la fuerza de expresión de su cuerpo. En un texto publicado en la revista Diagrama, “El misterio del dibujo”, el artista narra una escena en la que él es todavía un niño y está dibujando junto a su padre. Pienso en el asombro que debió de experimentar cuando la mano de su padre daba forma, a través de las líneas, a un superhéroe enmascarado[3]. Diría que esa huella de la infancia atraviesa su escritura y su producción artística. En sus obras anteriores, aparece como indicio, como marca, fugazmente o en segundo plano, pero siempre de algún modo al alcance de nuestra percepción; ahora, en Ruinas, está puesto delante de nuestros ojos, es uno de los puntos de partida del relato, como si hasta el propio Javier Rodríguez, autor y personaje al mismo tiempo, ya la pudiera tocar, medir, elaborar. Creo que aquí, en esta sobrevivencia —en la aparición del superhéroe enmascarado, en la recuperación del olor de la pasta de zapatos del padre que efectúa en Ruinas— se halla uno de los rasgos cruciales de la obra de Javier Rodríguez. Diría que nos habla de la alegría de estar creando algo nuevo, o de nuevo: de la alegría de la creación. Es decir: en sentido radical, la alegría de la creación de una posibilidad o una forma de vida nueva.

Y también nos habla, creo, de la otra cara de esa alegría: la tristeza —una tristeza que a veces parece abismal, como los astros negros que se abisman en sus dibujos— y también la rabia contra la violencia política que ha sacudido a Chile desde el Golpe de Estado de Pinochet en 1973, porque lo que hizo y hace, lo que intenta hacer repetidamente esta violencia es, de facto, suprimir las formas de vida, cualquier forma de vida que no ajuste a ella, cancelar cualquier tipo de posibilidad o de creación de vida nueva más allá del mal, de su mal.

«Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, 2022, xilografía. Foto cortesía del artista
«Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, 2022, xilografía. Foto cortesía del artista
«Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, 2022, xilografía. Foto cortesía del artista

III

Quizás este hecho sea el más significativo. Más allá de la estela de su propia vida, de la estela singular que procede de la singularidad de su vida, podamos detectar en las obras de Javier Rodríguez los rastros, los latidos de la vida de los otros, de la vida en común que compartimos con las demás; e, insisto, también el rastro de aquello que la niega.

Efectivamente, podemos apreciar, de un modo sutil, los rastros del cuerpo del artista en el “carácter”[4] del dibujo, en tanto que sus formas traducen el movimiento del ojo o la presión de su mano o —a partir de Cobra— el gesto del trabajo con el cuchillo con el que produce las xilografías. Y aquí ya entra en juego un nuevo elemento: porque ese cuchillo, la gubia, con el que traza las líneas del grabado, da lugar a una imagen más agresiva que alude, que materializa, las manifestaciones de la violencia política en Chile. Así captura en su obra la violencia que se ejerce durante la dictadura de Pinochet y después, durante la posdictadura, contra los cuerpos de miles de chilenos y chilenas: en el achurado de la xilografía, en los cortes y las heridas que produce a la madera mientras trabaja con la gubia; pero incluso en el dibujo, cuando persiste y repite un trazo puntiagudo que genera una atmósfera de misterio y de perturbación que evoca el sadismo de los agentes de los cuerpos policiales y militares de Chile —incluso la dificultad por comprender ese sadismo.

Y sin embargo, y aunque una buena parte de los esfuerzos, de la audacia y de la eficacia de la obra de Javier Rodríguez está ahí, en el deseo de que cualquiera pueda captar, detectar o experimentar, de un modo crítico, esa violencia —a la vez de Estado y económica—, creo que la clave, el aspecto decisivo, y donde creo que se encuentra el núcleo desde el que se irradia la potencia de su obra, está en la vida que late en las imágenes de la violencia política que ejercen las clases populares: durante la dictadura y la posdictadura, pero sobre todo en el presente.

«Ruinas», de Javier Rodríguez Pino, 2022, dibujo. Foto cortesía del artista

En la primera parte de Dibujo y relato histórico, cuando el artista escribe acerca de la magia que encierra el dibujo, el acto de dibujar, cuando hace referencia a los dibujos de las cuevas del Paleolítico y al hecho de que aquí el dibujo tenía la capacidad de traspasar las fronteras de la representación y convertirse en aquello que representa, en un momento de esta parte —decía— el artista cita a John Berger, y afirma: “Cada línea —de esos dibujos— es tan tensa como una soga bien atada y el dibujante contiene una doble energía que está perfectamente compartida: la energía del animal que se ha hecho presente, y la del hombre”.

Creo que esa doble energía es perceptible en los dibujos de Javier Rodríguez: por un lado, está la energía del dibujante, que viaja hasta el papel en el acto de dibujar y deja sus propias huellas, sus propios rastros. Pero a la vez, y esto es lo más relevante, lo transcendental de su producción, en sus dibujos está la energía del animal, es decir, la energía de todas aquellas personas que resisten con sus cuerpos a la violencia política que se ejerce tanto en dictadura como en la posdictadura: la energía de los encapuchados que comparten los pasillos de la universidad con el artista y el profesor, que comparten el viento de la cordillera que corre por la ciudad; la energía del Gran Puma, a la que el personaje de Javier Rodríguez todavía busca en Ruinas; la energía del jaguar que irrumpe por debajo de las cumbres nevadas en una de las 38 xilografías que componen esta última obra. Creo que aquí, digo, está la clave de la obra de Javier Rodríguez. Diría que esta es la huella fundamental de su trabajo, el rastro de vida más brillante. Porque aquí resplandece, sí, como “pedazos desunidos y dispersos”, como “ruinas”, el recuerdo del “Chile de hombres y mujeres buenas” en el que todavía cree.

Creo que el propio artista confirma esta lectura cuando se refiere a las expresiones de violencia popular que se realizan a partir de 1990, ya en posdictadura, aquellas que Igor Goicovic llama “espontaneistas”[5]. Aunque estas expresiones de violencia están menos organizadas (que las de los grupos armados por parte del Estado), aunque estas expresiones de violencia son de “baja intensidad” (porque los elementos que utiliza son rudimentarios: palos, piedras o un cóctel molotov) y por lo tanto su efectividad política es reducida (en cuanto a la aspiración de una toma del poder político), “no obstante —dice Javier Rodríguez— estas manifestaciones guardan un simbolismo importante en cuanto expresión del descontento frente a las injusticias del modelo económico neoliberal, y en tanto que mantienen viva la memoria de la desobediencia popular en Chile ante las mismas condiciones de explotación, expoliación y represión de las que se han visto afectadas históricamente”[6].

Esa es la operación que hace la obra de Javier Rodríguez: no es una transmisión de contenidos sobre determinados acontecimientos históricos, no es una simplificación de una historia para que un público más amplio (o menos culto, o más popular) pueda acceder a ella, no es la escolarización de un pensamiento sobre la historia. Lo que hace, lo que sabe hacer esta obra, es traer al presente lo que todavía vive en esas imágenes: lo que hace es vivir, re-vivir, hacer que viva en el presente esa posibilidad de resistencia popular y de forma de vida otra que contesta a la violencia que se ha perpetrado en Chile desde el Golpe de Estado de 1973 (o incluso desde antes, desde la época de la Conquista, como dirá el Gran Puma en Un viaje entre las bestias[7]). El propio artista lo dice también: espera que su obra “ayude a reimaginar las capacidades que el poder popular tuvo en Chile hasta antes de Pinochet”. Sus dibujos sobre la posdictadura conectan en efecto real y directamente con las imágenes de la resistencia popular del Chile de Allende, las rescatan, trazan una genealogía con ellas, una constelación: es decir, le dan vida a esa resistencia y re-imaginan el poder popular. Sus grabados, sus dibujos, son rastros, “trozos de vida que se depositan en el papel”[8].

Javier Rodríguez Pino, Ruinas, 2022. Ediciones Metales Pesados. Foto cortesía del artista
Javier Rodríguez Pino, Ruinas, 2022. Ediciones Metales Pesados. Foto cortesía del artista

[1] La conversación “Archivos” entre Daniel Link y Mateo Niro formaba parte del ciclo sobre “Literatura y ciencia” que organizó la Biblioteca del Congreso. Tuvo lugar el 1º de diciembre de 2020.

[2] Javier Rodríguez Pino (2020): Dibujo y relato histórico: una aproximación gráfica a la (pos)dictadura en Chile y sus escenarios de violencia política. Tesis Doctoral, Universidad Politécnica de Valencia (España).

[3] Javier Rodríguez Pino (2019): “El misterio del dibujo”, Revista Diagrama, 3, Universidad Finis Terrae, pp. 127-137.

[4] Gilles Deleuze (2007): Pintura. El concepto de diagrama, Buenos Aires, Cactus.

[5] Igor Goicovic (2014): Escrita con sangre. Historia de la violencia en América Latina. Siglos XIX y XX, Santiago, Ceibo.

[6] Javier Rodríguez Pino (2020): Dibujo y relato histórico: una aproximación gráfica a la (pos)dictadura en Chile y sus escenarios de violencia política. Tesis Doctoral, Universidad Politécnica de Valencia (España), p. 19.

[7] “Anexo: Contexto histórico. Un viaje entre las bestias. Hacia una fenomenología de la (pos)dictadura en Chile”. En Tesis Doctoral Dibujo y relato histórico, pp. 428-524.

[8] Tesis Doctoral Dibujo y relato histórico, p. 48.


Ruinas, de Javier Rodríguez Pino, se presenta del31 de marzo al 11 de junio de 2022 en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) Quinta Normal, Av. Matucana 464, Santiago de Chile.

La publicación Ruinas del artista/autor, editada por Metales Pesados, se presentó el 6 de junio de 2022 en la Librería Metales Pesados, José Miguel de la Barra 460, Santiago Centro, Chile.

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