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PROPUESTAS PRESIDENCIALES EN CULTURA. PASAR DE FILÁNTROPOS A TRABAJADOR@S

La elección de este domingo ha sido catalogada de histórica, puesto que se enmarca en el gran proceso de transformación política y social que se inició con la revuelta de octubre de 2019. La Convención Constitucional, su resultado directo, está en proceso de construir una nueva arquitectura institucional que le dará forma al Chile del futuro, y en paralelo a ello, las presidenciales se perciben como la última garantía para el éxito del debate constituyente. A su vez, la pandemia augura una difícil recuperación para los años que vienen, por lo que cualquiera sea el/la candidat@ elect@, tendrá la difícil tarea de proteger a la Convención de las cuestiones coyunturales y, al mismo tiempo, conducir la recuperación económica. En ese sentido, el gobierno que venga tendrá que ser sí o sí de protección, de cuidados y de un perfil bajo.

En este escenario, el campo cultural –como suele suceder– ha quedado fuera del debate, pues siempre se le considera como algo banal y superfluo. Cuando las necesidades inmediatas no están satisfechas, las artes se ven como un lujo y no como un fenómeno propio del quehacer humano. Pero, a más de un año del inicio de la pandemia, el sector cultural ha emergido como nunca, reconociéndose como un colectivo laboral más y, por lo tanto, ha exigido mayor atención a sus necesidades por parte de las autoridades, que como sabemos han hecho gala de su impericia y negligencia, llegando a decir que “un peso que se asigna a Cultura, se deja de colocar en otro programa o necesidad”.

Habiendo dos instancias políticas decisivas, la Constituyente y la elección presidencial, los intereses del campo artístico se han dividido en dos agendas, una larga y otra corta. La primera discurre por la definición política que la nueva carta magna le asignará a lo artístico y lo cultural (dos esferas separadas, pero complementarias); mientras que la otra tiene que ver con las políticas gubernamentales de fomento al sector (vinculado a la participación y “consumo” cultural), pero como dije antes, también de reconocimiento y mejoramiento de sus particulares condiciones laborales. Esto último guarda relación con el escenario de recuperación post-COVID que se avecina, donde la situación económica global será mediocre, y eso repercutirá no solo en la cantidad de trabajos disponibles, sino que también en su calidad.

El debate constitucional ya empezó y diversos grupos organizados han concurrido a este espacio para nutrir de diversos insumos a la Convención, que esperamos logre asegurar derechos culturales para tod@s, pero también reconozca asuntos como el derecho al trabajo en igualdad de condiciones para l@s trabajador@s culturales, que hasta hoy hemos sido actores secundarios y altamente precarizados, ya que nuestra labor sigue entendiéndose como esencialmente accesoria y casi como un hobby. Sin embargo, en la elección presidencial vemos distintas formas de aproximarse al tema, algunas de las cuales toman en cuenta los problemas antes expuestos, y otras que simplemente parecen tener dificultades para siquiera reconocer al sector como digno de interés.

Durante un seminario organizado por la Fundación Chile 21, donde participaron Tomás Peters, Bárbara Negrón, Mario Rojas y María Fernanda García, se analizaron los diversos programas presidenciales en su aproximación a la cultura. Dos cuestiones interesantes ocurrieron ahí: primero, Negrón definió una escala que jerarquiza a las candidaturas de acuerdo a qué tan verosímiles parecen las propuestas a la luz de la evidencia. Rápidamente, los programas de Eduardo Artés y José Antonio Kast (los candidatos de los extremos) quedan en el nivel más bajo, el primero por su absoluta falta de interés en el tema, y el segundo, por la falta de evidencia que sustente la gran cantidad de juicios de valor que hace a la hora de proponer su escueto programa cultural. Luego, Negrón situó a Sebastián Sichel y Marco Enríquez-Ominami, apuntando a que construyeron programas relativamente serios y respaldados en torno a información real del sector. Y, por último, las propuestas de Yasna Provoste y Gabriel Boric serían las más completos (y complejas), reflejando así un mayor interés por el campo, y también más atención al desarrollo histórico de las políticas culturales llevadas adelante por los gobiernos de los últimos 30 años.

Luego, Peters instaló un asunto de relevancia a la hora de entender el atractivo que algunas propuestas despolitizantes, como la de Kast, ejercen sobre la población (incluyendo al cultural), y estas se vincularían con el escaso reconocimiento social que tienen las políticas públicas vinculadas a las artes y la cultura, cuestión que habría redundado en una sensación ­–falsa o no– de que dichas propuestas apuntan a una elite y que, en rigor, nada de lo que allí ocurre finalmente tiene un “efecto” concreto en el mejoramiento de la vida de las personas, tal como sí ocurre cuando, por ejemplo, un candidato propone ampliar el número de especialistas en los centros de atención primaria.

Estos dos comentarios (solo destaco dos, pero hubo muchas más cuestiones interesantes a seguir conversando en torno al tema), nos llevan a reconocer que las propuestas programáticas en cultura debiesen tener una renovada atención por parte de nuestro sector. Y esto no implica simplemente fijarse en el porcentaje de aumento presupuestario que cada uno propone (Provoste, Boric y Sichel dicen que buscarán subir el gasto público al 10% del presupuesto nacional), sino que entrar directamente en cada propuesta y revisar qué tanto cada una de las candidaturas sale del típico modelo de fomento cultural, donde solo se ha entendido que los destinatarios de las políticas culturales son los espectadores o “consumidores culturales”. Hoy más que nunca es necesario apuntar a exigir políticas públicas que entiendan que los agentes culturales (ya sean productores o mediadores) son también destinatarios de dichas medidas, ya que en nuestra condición de trabajadores merecemos un nuevo trato, donde dicha realidad sea entendida en toda su complejidad.

Sorprende que únicamente las propuestas de Sichel, Provoste y Boric tomen en cuenta esta problemática, asumiendo los tres el desafío de mejorar las condiciones laborales de los agentes culturales. Sin embargo, Boric, en las elecciones primarias, había propuesto generar en conjunto con los gremios un “Estatuto Laboral del Trabajador Cultural”, que lograría reconocer la especificidad de nuestras labores, pero en su actual programa eso ya no existe como tal. Sería de toda pertinencia que cualquiera sea la candidatura que finalmente triunfe logre sacar adelante un proyecto como ese, pues sabemos que gran parte de la precarización que afecta a nuestro sector tiene relación con las particulares condiciones en las que nuestros trabajos se desarrollan. Actualmente, la mayoría de l@s trabajador@s culturales se desempeña en sus funciones con bajísimos niveles de regulación, quedando expuestos a diversas situaciones que no solo afectan su integridad, sino que también la calidad de su trabajo.

En las antípodas de este énfasis protector encontramos el programa de Kast, que no solo no menciona estos asuntos, sino que derechamente asume a gran parte de los agentes culturales como enemigos a los que habría que mantener vigilados ante la más mínima desviación en torno a lo que su grupo considera verdaderamente “artístico”. Su programa reconoce que “tanto Chile como el mundo han sido asolados por sistemáticas políticas de erradicación material y valórica que rechazan el legado de la patria, su historia y costumbres”, por lo que todas sus propuestas se orientarían a promover aquellas expresiones culturales “surgidas de los propios chilenos y provenientes de todos los rincones de esta tierra, sus recuerdos y esperanzas, dolores y alegrías”. Es decir, cualquier manifestación artística que desafíe las nociones estáticas de cultura manejadas por esta facción política, deberían ser castigadas (por una vía pasiva, que es desfinanciándolas, no necesariamente censurándolas). No podríamos esperar menos de un candidato conservador, sin embargo, preocupa que luego de la prédica moralizante de costumbre, su candidatura se decante por una opción de fomento en clave populista. Y aquí es donde ingresa la falta de reconocimiento social de las políticas culturales que Peters mencionó en el seminario antes referido. El programa de Kast toma como fundamento de su propuesta el reconocimiento de una cierta elite intelectual y económica que se habría enquistado en el aparato público, dejando fuera a la mayoría de las personas mediante la burocratización de los procedimientos de financiamiento, y también por su “alta politización”. Y ante dicho fenómeno pide que los concursos como el FONDART evalúen de manera anónima a sus candidatos, que los jurados y evaluadores ingresen a dicha categoría por su currículum (cosa que ocurre ya), junto con otra serie de medidas frente a las que un sector no menor de personas podría reconocer un avance en torno a la transparencia. Sin embargo, las propuestas no entregan ningún antecedente que realmente de cuenta de la necesidad de estas propuestas y qué tanto mejorarían la oferta cultural subvencionada por el Estado; todo es simplemente una respuesta primaria a la extendida sensación de exclusión de la que el populismo toma ventaja. No es que los procesos de FONDART sean del todo claros y transparentes, pero ¿es realmente la solución el financiar proyectos “populares” y con público asegurado la solución, tal como propone Kast?

En paralelo, podemos ver que la promoción de las llamadas “industrias culturales” sigue liderando la retórica de los programas presidenciales, siendo el de Sichel el que más atención le da. Sus propuestas se vinculan con la noción de “economía naranja” y quieren hacer del segmento cultural un nicho importante en la medida que contribuya al PIB. Tras esta lógica se sigue escondiendo una racionalidad que le asigna valor al arte solo en la medida que transite por las sociedades como bien de consumo (lo que finalmente lleva a pensar que, a más demanda, mayor producción del mismo tipo de bienes). Esto puede ayudar a ciertos sectores, como el cine, el diseño, la artesanía, entre otros, pero aquellas manifestaciones artísticas que no discurren por espacios de circulación masivos, y que buscan justamente desafiar al público y el gusto hegemónico, tienden a perder importancia y visibilidad bajo este tipo de lógicas.

Es importante aquí saber diferenciar entre arte y cultura, pues si pensamos en políticas de fomento cultural, las artes tienden a perder importancia y especificidad. Cualquier política de fomento al arte debe tener claridad en que aquello que busca promover es una manifestación estética que opera en el contexto de la cultura, pero no para reafirmar sus valores y tradiciones necesariamente, sino que para redefinirla mediante estrategias reflexivas y de estimulación sensible. En este sentido, junto con las típicas medidas de financiamiento cultural, es necesario acompañar dichas propuestas con una adecuada política de mediación, que no solo se enfoque en la educación artística escolar (que Sichel, Provoste, Boric y MEO buscan potenciar), sino que también ponga atención a los proyectos artísticos más de avanzada que buscan dinamizar la cultura, y además, tienden a la búsqueda de la emancipación de los individuos (un asunto fundamental en la sociedad chilena, que actualmente está buscando redefinir las reglas básicas del sistema político democráticamente).

Finalmente, quisiera enfatizar el importante rol que l@s trabajador@s culturales o artísticos deberían jugar a la hora de definir las propuestas de las distintas candidaturas. La investigadora Carla Pinochet ha identificado en el trabajo artístico una marcada autopercepción entre sus agentes, donde la idea de excepcionalidad es central. Dicho de otro modo, la mayoría de quienes nos desempeñamos en este campo consideramos que lo que hacemos es totalmente singular, al punto que cada uno constituye una rara avis inclasificable. Tal retórica nos ha llevado a menospreciar nuestro carácter de trabajador@s, puesto que lo contrario implicaría ceder algo de la excepcionalidad que nos caracteriza pero, al mismo tiempo, gran parte de la falta de regulación que maneja el sector se explica también por ese alejamiento autoimpuesto. Es cierto que este fenómeno es mucho más complejo que la autopercepción de l@s agentes artísticos (puesto que habría que sumar los factores de clase y género, por lo menos a algún análisis más amplio), pero nos ayuda a entender grosso modo la relativa ausencia que este tipo de debates ha tenido en la política contingente. Sin embargo, el actual contexto de precarización general de la vida, acentuado por la pandemia, debe movernos a exigir con mayor insistencia que seamos nosotros como agentes quienes participemos de la formulación de políticas culturales, pero también que estas tengan la capacidad de reconocernos como sujetos de dichas políticas, dejando de lado de una vez el modelo aristocrático de participación, donde los artistas y mediadores solo actúan en calidad de expertos. En la actualidad dedicarse a las artes no es una labor exclusivamente de personas acomodadas que lo hacen como un hobby o gesto filantrópico: es un trabajo que produce valor y, con ello, sus productores deben incorporarse en el mundo del trabajo tomando en cuenta todas sus especificidades. Cualquier candidatura que no reconozca esto debe ser entendida como un retroceso en la vida cultural de todo el país.

Diego Parra

Nace en Chile, en 1990. Es historiador y crítico de arte por la Universidad de Chile. Tiene estudios en Edición, y entre el 2011 y el 2014 formó parte del Comité Editorial de la Revista Punto de Fuga, desde el cual coprodujo su versión web. Escribe regularmente en diferentes plataformas web. Actualmente dicta clases de Arte Contemporáneo en la Universidad de Chile y forma parte de la Investigación FONDART "Arte y Política 2005-2015 (fragmentos)", dirigida por Nelly Richard.

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