GLENDA LEÓN. EL ARTE COMO CIFRA DE NOTABLES MISTERIOS
La primera vez que vi a Glenda León pensé que me encontraba frente a una especie de padre Brown menudo y sin hábito. La delataba esa manera con que la mirada se desplaza sobre las cosas, atenta a la aparición de señales que sabe silenciosas. Se detenía a ratos en ciertos detalles sobre los que dejaba caer alguna anotación mental. Tales indicios -luego lo supe-, tuvo la prudencia de cifrarlos en la precisión que solo pudo ofrecerle el arte. De manera que, ser artista, fue una consecuencia inevitable de su condición de detective, una coartada para encubrir una pulsión primigenia y feroz.
De los muchos misterios que ocuparon su atención, solo referiré aquí aquellos que la llevaron a perseguir la pista de la forma, un sospechoso pertinaz y tartamudo, que, bien se sabe, es del todo inapresable: la forma artera agazapada en el signo, la forma persistente de la huella de Dios, la forma saltarina de la imaginación, las formas silbando su propia complexión. Junta, la serie que conforma su exposición Música de las formas, en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, forma una tetralogía inconclusa, que describo con la misma torpeza que si dibujara un cuadrilátero cuya tipología no me ha sido del todo revelada, y que anticipo será armónico. Para conveniencia y discreción del procedimiento, nombraré sus caras como si se tratara del índice de un manual tardo soviético.
Ardides y arbitrariedad del signo
Antes de que los hombres conocieran la palabra traficaban los signos; y los signos los concedió el asombro de reconocer las correspondencias entre las cosas. Así quedaron, imantados bajo la forma, los sentidos en el silencio del reconocimiento. Hay una relación ineludible entre el acto de dibujar y la capacidad de síntesis. Para descubrir la forma, la mente traza primero la línea entre los puntos, es decir, dibuja; para crear el signo, necesita proyectar los trazos entre dibujos y destilar lo común. En la noche, las estrellas fueron laboratorios de ensayo de la forma, y constelaciones de signos hicieron de la bóveda común el primer mapa.
Mas un rasgo perentorio cuelga inevitable sobre el signo: es la arbitrariedad. En la serie Estrellas masticadas (2015), León invierte abajo por arriba: el cielo, es ahora el pavimento, y las estrellas, gomas de mascar pegadas al suelo. Ha visto que, abajo y arriba no existen fuera del eje de coordenadas que el pensamiento coloca para ordenar el movimiento. La revelación ocurre en el gesto de dibujar un nuevo mapa de constelaciones que no existe ya en la acera ni en el cielo, sino en el trazo, en el recorrido de la mirada sobre las cosas.
Vestigios de la forma inmanente
Hay, sin embargo, indicios desconcertantes. Reincidencias que no explica la intervención fabuladora de la mente. Están en la forma en que los ríos crecen hacia el delta, que es la misma con que la sangre empuja las venas y el rayo se precipita hacia la tierra. Allá donde lo que empuja crece, se propaga inexorable el mismo patrón.
Porque, ¿qué hace, a fin de cuentas, que una rama tenga la misma forma que un espejo quebrado? Son los vestigios de un enigma arcano, acaso el primero; el presagio de un principio inmanente de donde emana el orden de lo manifestado, ese arreglo primigenio que los griegos denominaban con la palabra lógos.
En Mirage: Historia oculta del espejo roto (2019), a León no la seduce el exceso, ni la somete la tiranía de la sintaxis del arte conceptual. La expresividad de la evidencia es tal, que le basta con presentar las imágenes una junto a la otra para que se manifieste la secreta morfología que la serie sugiere.
El crimen de la imaginación
En ese ensayo vaporoso que es El aire y los sueños, Gastón Bachelard piensa la imaginación como el músculo capaz de amasar, reconfigurar y hacer colisionar la imagen para convertirla en poesía. Entiende que únicamente en el cambio reside su capacidad de procrear, en oposición al hecho eidético de rememorar. «Si no hay cambio de imágenes -escribe Bachelard-, unión inesperada de imágenes, no hay imaginación, no hay imaginante».
Sobre el misterio de la imaginación como movimiento, León -que conoce a Bachelard- examina el motivo de las nubes, primer surtidor de formas en movimiento con el que juega nuestra imaginación de niños. En el video Dirigir las nubes (2008-2017), la elección del mapamundi no es inocente: invita a pensar otros órdenes geopolíticos, remover fronteras y transformar jerarquías; el eje norte-sur, oriente-occidente… Pero no es aquí donde se dirime la causa de la forma; esta es una aproximación contingente. El crimen de esta estación, apenas perceptible, es el movimiento en sí. Lo anticipaba D.A.F. de Sade con una limpieza que no admite réplica: «La condición primera y más hermosa de la naturaleza es el movimiento que la mantiene en incesante acción; pero el movimiento no es más que la perpetua consecuencia del crimen; sobrevive tan sólo en virtud del crimen».
Música de las formas
El denominador común que afina las proporciones de la forma y de la música es el número. Así como una figura geométrica, el círculo por ejemplo, puede expresarse en los términos de una relación numérica entre las partes y el todo (el área de un círculo es pi multiplicado por el radio al cuadrado π r²), también un intervalo musical es una razón matemática entre las partes, longitudes, de una cuerda tensada (un intervalo de cuarta puede expresarse como 3/4, que es la razón entre la frecuencia de la nota fa y la frecuencia de la nota do, y también es la proporción entre la longitud la cuerda en relación a la octava).
Que podamos describir toda clase de fenómenos a través del lenguaje de las matemáticas no deja de ser asombroso, pero que ese fenómeno sea, por ejemplo, el hecho estético, no puede ser menos que inquietante.
Bajo los efectos del asombro y la turbación que les produjo encontrar los mismos números en las proporciones que describían los intervalos musicales armónicos y en las formas visuales asociadas a lo bello, la escuela pitagórica concluyó que los períodos de los cuerpos celestes debían tener propiedades análogas a los intervalos musicales. Esta idea, que llamaron de Música de las esferas, sostenía la sugestiva imagen de que el cosmos funcionaría como una especie de gran diapasón o caja de música.
La serie Cada sonido es una forma del tiempo (2020) dibuja trayectorias y formas sobre la línea de un pentagrama. No es la interpretación musical de la secuencia lo que redime la partitura, sino la apelación a la existencia de una armonía interna, que desde el trasfondo de las cosas parece afinar la apariencia de las formas en movimiento, entre ellas, también, la de la música.
El misterio que guía la sospecha de Glenda León en esta estación y cierra la serie, fue enunciado por Stalker en la película homónima de Tarkovsky. A ello, no añado más: «La música, si ella está unida a la realidad, lo está sin ideas, mecánicamente, sin asociaciones ¡y llega al alma! Resuena en nosotros como respuesta a su armonía ¿Qué hace que nos deleite y nos estremezca? ¿Para qué, quién necesita todo esto? Ustedes dirán: “Nadie” …así, desinteresadamente. Pero no… es dudoso. A fin de cuentas, todo tiene sentido y causa».
La exposición Música de las Formas de la artista Glenda León (La Habana, 1976) podrá verse del 23 de octubre de 2020 hasta el 31 de marzo de 2021 en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz (MEIAC). La muestra se inscribe dentro del ciclo La expresión Americana, comisariado por el filósofo José Jiménez.
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