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MUSEOS DE ARTE EN TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

Durante algunos días del confinamiento, Bartomeu Marí (Director del MALI) y Nicolás Gómez (Director del MAC Lima) compartieron reflexiones personales en torno al rol de los museos en la actualidad y de cara a la coyuntura de cambios que supone el COVID-19, además de aquellos que en los últimos años se han dado en la escena del arte.


Bartomeu Marí: Muchas ideas me vienen a la cabeza en esta situación excepcional. Y todas me impulsan a reflexionar sobre la naturaleza de la misión de nuestras instituciones con vocación pública. He trabajado la mayor parte de mi vida en Europa, y en el Perú, en Lima, encuentro otra constitución de lo público, otra manera de articular lo común y lo privado. Habermas y otros pensadores europeos teorizaron cómo los regímenes democráticos dependen de la accesibilidad universal al espacio público, que presupone la igualdad (de oportunidades, de derechos y obligaciones, ante la ley, etc.) de los individuos.

De repente, con la crisis del Covid-19 el espacio público y las condiciones de acceso a éste, han sido considerablemente restringidos en todo el mundo y casi al mismo tiempo. Solo puedo salir a la calle para buscar alimento o medicamento, es decir, para consumir. Debo reducir al máximo la interacción con los otros, e incluso con la mayoría de objetos de uso común. Debo permanecer recluido, confinado, aislado. Me quedo -nos quedamos- sin una de las características que nos confiere humanidad. ¿Estamos volviendo, momentáneamente, a una nueva Edad Media, como he oído decir a algún pensador? Parece como si el espacio de la ciudad hubiese sido aspirado por un extraterrestre, una entidad superior, extraña, que ninguno de nosotros había visto antes.

En el vacío de ese espacio se ha instalado el mundo electrónico, el teléfono y todas sus derivaciones digitales, las pantallas y el consumo remotos. Los museos que dirigimos están cerrados al público, y por ende, su razón de ser se halla anulada: sin públicos, solo somos un almacén de objetos valiosos. Se ha encogido el espacio y se ha dilatado, para muchos, el tiempo. Parece que tengo tiempo, pero no tengo dónde “invertirlo”: no puedo compartirlo con otros como solía hacerlo. Mi sentido de comunidad, de “pertenecer a”, se ha alterado profundamente.

Yo crecí profesionalmente en la creencia, en el dogma casi, que el museo forma parte de los espacios públicos accesibles a todos. Todos teníamos derecho a la educación, a la sanidad y a la cultura. Hasta que trabajé en Corea y he llegado al Perú. Tú has crecido en América y el rango de paradojas que experimentas es probablemente diferente. ¿Cómo crees que va a cambiar el COVID-19 la manera como los museos son percibidos y usados por la sociedad en nuestro contexto limeño, peruano, sudamericano?

Nicolás Gómez: Bartomeu, tus reflexiones, así como la acertada descripción de nuestra nueva forma de vida, disparan tantas suposiciones e hipótesis frente a la condena de la incertidumbre…

Nuestras cabezas revolotean en el encierro, recalculando, reconfigurando, alucinando posibles escenarios. Desde mi experiencia, voy a navegar entre algunos términos y condiciones que señalas, para concluir con un intento de respuesta a tu pregunta (y ahora, más que nunca, sabemos que mañana podrá ser otra respuesta).

La esencia de la operación de los museos que dirigimos, para su cotidiano y como motivo de reflexión en estos momentos de cerramiento y encerramiento, es precisamente la paradoja de su condición de ser entidades privadas con vocación pública. Lo primero, sabemos, se determina por la inminente desatención del Estado a las formas de arte de las cuales nuestras instituciones se ocupan, y por lo cual, históricamente, generosos benefactores o patronos se han responsabilizado de las principales cargas. Esto ha hecho que los museos de arte no hayan sido considerados en una agenda reflexiva y política que los comprenda fundamentales para un sistema democrático. El alcance de la discusión suele centrarse en la condición patrimonial de los objetos, más no en la comprensión del engranaje que articula colecciones, programas y públicos en función de las prácticas artísticas contemporáneas.

La vocación pública de los museos es una insistencia que hemos proclamado; una especie de teorema estructural de nuestros respectivos programas. Tú, como lo expresas, traes este supuesto en la genética europea. Junto con México y Brasil, Colombia (donde nací, crecí y define mi carrera en museos) también tiene una estructura estatal pequeña pero significativa de respaldo a artistas e instituciones desde el Ministerio, gobernaciones y alcaldías. Lamentablemente, este modelo politiza a las instituciones o las sume en burocracias paquidérmicas. El modelo peruano es particular, incluso nuevo para mí también. Justamente, así como en el día a día, la operación de los museos que dirigimos depende en buena medida del capital privado, las posibilidades de sostenibilidad luego de este momento estarán condicionadas a la disponibilidad de recursos para la inversión en cultura y la confianza en el valor social que representa esa inversión. Esta realidad nos obliga a ser recursivos, prácticos y resilientes.

Este análisis solamente se limita al problema financiero, que sabemos es el más apremiante cuando, justamente, dependemos de formatos económicos y comportamientos de consumo cultural que, ya de por sí son preocupantes en Perú, y además están seriamente amenazados ahora. Pero también, sé que tu pregunta apunta no solo a la cuestión de los recursos públicos, sino principalmente a la vocación pública de la naturaleza de los museos, que en nuestro discurso envuelve la apertura a diversas comunidades, la vinculación con nuestros entornos urbanos y la coherencia con la reflexión pertinente en nuestro momento histórico.

Tal como dices, esta primera semana de encierro ha evidenciado el rol del museo como lugar de encuentro y contacto: de cuerpos, de voces, de traducciones, de materialidades, de percepciones, de recorridos. Es claro que está reevaluándose el paradigma de la alta cultura y el servilismo a la glorificación caprichosa de nombres. Los museos de arte en Latinoamérica han sido precedentes de las instancias de participación del público; quizás debido a la apremiante urgencia de sobrevivir con el respaldo de comunidades, y, por supuesto, gracias a la experiencia de algunas prácticas relacionales en el arte latinoamericano que, desde los años sesenta a hoy, han promovido la acción colectiva (Oiticica, Grippo, Minujín, Rosenfeld). Nuestros museos –o el sueño de museo que hemos tenido– está condicionado por ese impulso, por ese tono. El contexto actual determinado por el COVID-19 ha transparentado, de una parte, la fragilidad de la dependencia económica, y de otra parte, la innegable naturaleza física, de encuentro y contacto. El virus tan solo es un recuerdo de nuestra vulnerabilidad. Cuando esto termine, nuestra alternativa es la recursividad frente a la radicalización de los retos y debemos fortalecer comunidades ya existentes y afianzar nuevas (incluso entre museos).

En este punto, te pregunto e invito a conversar precisamente sobre las alternativas digitales. Yo sostengo que, de cierta manera, el mundo digital ha sido al mismo tiempo un complemento y una competencia para los museos, pues representa una alternativa cómoda, instantánea e infinita de consumo de imágenes e información. Esta semana todos nos hemos volcado a la actuación virtual, enviando señas para que aún nos recuerden en el encierro o para aportar dosis de reflexión, goce visual u ocio. Quizás me equivoco y soy un optimista idealista –como lo pudo ser el gerente de algún local de alquiler de cintas– pero los museos tendrán que posicionarse y ser necesariamente valorados por gobiernos y personas como lugares para la interacción entre cuerpos, cosas, espacios y conceptos.

Y, a diferencia de los espacios regulares de consumo (que ya los comienza a remplazar el mercado virtual), el encuentro posible en los museos permitirá comprendernos aquí y ahora, e imaginar un mejor futuro. Con esto, no niego la trascendencia de lo digital, ni lo necesario como escenario de comunicación, pero los museos de arte se han consolidado gracias al acuerdo colectivo de sus mitos, ya sea su arquitectura, sus colecciones o las experiencias in situ que suscita. Ronda la pregunta de si el COVID-19 va a generar mayores paranoias y forjar un escenario de mayor encierro y asepsia y si los museos tendrán que adaptarse a ese supuesto. ¿Habrá otra alternativa diferente a lo presencial o a lo digital?

Bartomeu Marí: El mundo digital es la competencia de los museos en tanto cautiva poderosamente y sustrae la necesidad de esforzarse para conseguir recompensa o significado. El arte todavía te pide que te esfuerces en crear significado a partir de las formas… Lo digital puede ser un aliado poderosísimo si sabemos utilizarlo bien y hoy tenemos una gran oportunidad para ello, entre otras razones porque no nos queda más remedio. Pero, como tu decías antes, tenemos una amenaza grave, que pesa mucho. El museo, como institución fundamental –que proporciona fundamento– de la vida democrática, es muy frágil. La pensadora francesa Patricia Falguières lo enuncia muy bien en su intervención en el congreso del CIMAM de 2015, y esa fragilidad no es solo económica, es sobre todo política. En Perú se manifiesta de una manera particular y provoca que perdamos, a veces, el núcleo de lo que debería ser nuestra atención principal: el proyecto crítico.

Tradicionalmente, los museos han escrito un tipo de historia que coincidía con y formaba parte de la historia “oficial”. Hoy, ya entrados en el siglo XXI, los proyectos de museo de mayor interés no están dedicados a confirmar la historia oficial sino a contradecirla, a enmendarla, a subvertir o a mejorar esa historia. Fíjate que hablamos cada vez más de “historias”, en plural, porque la institución no puede mantener una visión única del mundo, la que le convenga a un grupo determinado: los museos se convierten en grandes “parlamentos” de la imaginación y debemos continuar siendo muy rigurosos para que, al ser inclusivos y plurales, no se nos confunda con el “todo vale” que ya domina la mayoría de los disensos ideológicos. La fragilidad del museo como institución y la reducción de los espacios donde se constituye y desde donde se disemina el espíritu crítico en nuestra sociedad es también una idea que se ha acuñado hace muy poco tiempo. Es decir: el museo que tenemos en la cabeza es una invención muy reciente; no tiene treinta años, ¡es milenial!. Y aquí también constatamos las grandes divisiones que caracterizan las sociedades contemporáneas.

Esas divisiones son materiales primero, y dictan el acceso a la educación, a la sanidad, al conocimiento, al bienestar en general. Los debates sobre la definición de museo que tuvieron lugar en el último congreso del ICOM en Kioto demuestran que el desacuerdo es de dimensión global. La incapacidad de acordar una fórmula concreta y la suspensión de la votación en ese congreso informan asimismo de un sistema profesional dividido globalmente. Por tanto, quizá sea este el momento de admitir que nos dirigimos a sociedades divididas y desiguales en las que las fuerzas centrípetas, las que nos mantienen unidos, y las fuerzas centrífugas, que tienden a separarnos, no están en equilibrio y no forman un sistema regular. La política de inclusión no es una expresión de lo políticamente correcto: es una condición de nuestra supervivencia.

Nicolás Gómez: Precisamente, la situación que analizas plantea el conflicto entre lo que el museo ha sido y lo que podrá ser. El fundamento del museo radica en sus mitos: mitos fundacionales, que determinan lo que es fundamental. El museo de la modernidad sentaba el mito en las colecciones; con el tiempo, la arquitectura robó el protagonismo y, para algunos museos –de arte principalmente– el mito lo definió la identificación de celebridades. En definitiva, los museos se abrieron al espectáculo. Pero el nuevo paradigma supone un complemento a estos componentes desde el ejercicio curatorial crítico que permita reevaluar narraciones en la manera que tú sugieres y la articulación con programas públicos, acción educativa y comunicaciones, de tal manera que su acceso a las posibles comunidades próximas sea directo y eficiente.

Los mitos se reemplazan rápidamente, así que es cuestión, justamente, de replantearse qué es lo fundamental. No se trata de negar las colecciones, o el edificio, o la relevancia de los artistas consagrados. Pero no es suficiente la confianza en la autonomía de estos mitos, pues requieren alimentarse del dinamismo de la vida de su propio tiempo. De acuerdo, es la inclusión lo que permitirá nuestra supervivencia, y nuestras estrategias de subsistencia frente a una evidente condición frágil es el arraigo a las posibles comunidades. La inmediata es nuestro equipo, obviamente, y por supuesto el patronato o benefactores. La deseada, es inmensa, diversa, está en las calles, es local, foránea, está sectorizada, estratificada, genera opinión, te visita física y virtualmente, te consume, te comenta y te da la mano. Pero, ya que nombras la necesidad de articular un sector profesional, quisiera entonces referirme a la comunidad de la cual dependemos y a la cual nuestro proyecto debe volcarse en primera medida, que es la comunidad de creadores, de artistas y pensadores.

Los museos de arte, y todo el campo disciplinario que le orbita, existen precisamente debido a su labor. Entonces, claro, requerimos ampliar nuestro alcance social con la articulación de otras comunidades, pero, en primera medida, estamos obligados a ser transparentes y contar con su confianza. Porque con su trabajo nosotros elaboramos discursos y nos comunicamos al mundo. Desde ahí sentamos nuestro fundamento y lo interconectamos a otras comunidades, configurando así lo “común a la comunidad”, que es para Ranciere el alcance político del arte. Para mí, es llanamente sentido común.

Bartomeu Marí: El recientemente fallecido Okwui Enwezor, quien entre otras muchísimas cosas valiosas, curó la Bienal de Johannesburgo en 1996-97 o la Documenta XI en 2002 , decía que hay dos públicos, dos audiencias: “ellos” y “nosotros”. De alguna manera, eso podría sonar fatal hoy. Pero se refería a que lo que hacemos se juzga según, al menos, dos baremos: el del mundo especializado, profesional, y el otro. Yo formo parte de la generación que empezó creyendo que solo había un público para lo que hacíamos: “nosotros” (curadores y artistas). Hacia finales del siglo XX, después de Margaret Thatcher y de Mitterrand / Jack Lang en Europa, empezó a quedar claro que “nosotros” ya no podíamos sostener el sistema solos. Para mí los artistas han sido siempre el primer “anillo” de apoyo y confianza en el sistema. Joseph Kosuth me llevó a Fareed Armaly, quien me llevó a Dan Graham y a Muntadas. Dan Graham me llevó a Larry Weiner. Muntadas, a Miralda, Cildo Meireles, Krzysztof Wodiczko, Dennis Adams, Joan Rabascall… Larry me llevó a Michael H. Shamberg, John Baldessari y Joan Jonas.

En mi juventud, todo era muy centroeuropeo, estadounidense y masculino. Para Pontus Hulten, mi mentor, Sudamérica no existía artísticamente y Asia empezó a contar levemente desde los años 1990. ¿Constituyen hoy los artistas ese primer “anillo” de apoyo y complicidad? Por supuesto que sí, pero en ese anillo hay muchos más actores ahora. Trabajar con artistas hoy ya no es una relación entre dos polos de conversación: con mucha frecuencia necesitas a más actores: necesitas patronos que te ayuden a financiar proyectos; siempre acaba apareciendo uno o varios galeristas; necesitas espacios, necesitas socios (y no solo en el sentido económico del término). El espacio institucional tradicional se ha reducido mucho y los nuevos espacios de producción y exposición no son posibles sin el concurso de nuevas comunidades. Muchos artistas han sido pioneros en identificar, en crear esos nuevos espacios de interacción. Cuando los artistas ven en la institución un aliado para hacer que el mundo sea más grande, para que haya más espacio para generar experiencia e imágenes del mundo que sean diferentes, todos ganamos. Cuando la relación es un instrumento para la fama o una pretendida gloria momentánea, perdemos todos.

¿Y qué hacer a partir de aquí? ¿Qué quieren las instituciones, los museos, de los artistas? Personalmente, busco cómplices. Cómplices libres de espíritu y de mente que continúen ampliando el mundo material e intelectualmente. Busco poetas y busco locos. Curar exposiciones no es sólo gestionar o administrar: es dosificar grados de locura sin la cual el mundo se volvería puramente inhabitable, dominado por el coronavirus del pensamiento único.

Nicolás Gómez: Esa es nuestra fe. Hacemos gestión gerencial, tablas de excel y contratos para permitir abrir fisuras y colar allí locura, absurdo, belleza, rareza, desconcierto y conmoción. Y, luego de haber vivido un momento histórico como el de ahora, tan determinante para reevaluar los sistemas que sostienen todas nuestras costumbres, debemos estar alertas a captar la poesía que emerja.

Vuelvo ahora al terreno pragmático. Los artistas, diseñadores, creadores, pensadores, curadores, humanistas, deben ser aliados. Pero también son socios de un proyecto, y con esto me refiero a que la sostenibilidad de nuestros museos posibilita estructurar un mercado laboral digno para ellos. Lo que quiero decir es que, una crisis institucional, un obligado freno por circunstancias como las que estamos viviendo, supone también un riesgo para una estructura de mercado que de ella depende y que en Latinoamérica es particularmente precaria.

Asimismo, se afecta la relación con otros “anillos” de vínculo comercial: transportistas, aseguradoras, imprentas, mantenimiento, etc., que es, entiendo, un problema apremiante ahora en el sistema de museos europeos. Pienso en esto y me reconforta una palabra que, justamente, he leído y escuchado más que nunca en estos últimos días: cuidado.

Ahí está la clave. ¿Cómo lo hacemos? Quizás esta conversación es un comienzo, tan solo para apaciguar nuestra ansiedad, y deba ser un inicio de algo mayor, de acción contundente que llame. El cuidado debe saber tejer y expandir un sistema (una manta, quizás) donde se involucren (se cubran, quizás) todas las partes que hemos considerado ya. Que es, a propósito, “un sistema que se retroalimenta del mito de su propio cuestionamiento” -citando a Nekane Aramburu. A la vez, el fundamento del museo será siempre cuidar la dimensión sensible y reflexiva de una sociedad. Y así, me tomo la licencia de referirme al origen de la palabra curaduría, que es justamente el verbo en latín curare: cuidar.

Bartomeu Marí: Hemos intercambiado estos pareceres durante las primeras semanas de confinamiento, de distanciamiento social. El Perú ha sido una de los primeros países de las Américas que ha adoptado estas acciones. Si el virus es capaz de poner en peligro la salud de muchas personas, también tiene efectos terribles sobre la economía. Es difícil encontrar respuestas a muchas preguntas, como por ejemplo, “¿cómo será el mundo que encontraremos cuando regresemos a nuestras respectivas ocupaciones, a nuestros hábitos?” Es más que probable que sea lo que sea que encontremos a nuestro regreso, no sea lo mismo que dejamos cuando nos fuimos. El mundo no será igual, la sociedad no será la misma y los museos tampoco. ¿Debemos preparar “resets” radicales y profundos? ¿O mejor nos afianzamos en los valores de antaño? ¿Qué cambiará y qué permanecerá de todo lo que hemos conocido?


Agradecimientos al MAC Lima por compartirnos este material para su publicación.

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