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EL FUTURO FUE AQUÍ

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Desposesión, precariedad, exclusión y privatización suelen ser los conceptos que llenan nuestra idea de la sociedad que se desarrolló a partir de la revolución neoliberal impuesta en Chile durante la última dictadura cívico-militar (1973-1990). Tales nociones no son expresiones estrictamente locales de la implementación de tal política económica, sino que son sus mecánicas globales, es decir, son la ingeniería que hace mover la máquina del “crecimiento económico”. Si bien la sensación de un presente radical o de pura actualidad puede llevarnos a pensar que somos –mesiánicamente– los destinatarios finales de tales males, es importante recordar que existe una dimensión histórica de esta etapa del capitalismo, por lo que hay que saber mirar hacia atrás, buscar en el pasado aquello que nos hace similares con los que vivieron antes, o buscar aquello que nos hace, finalmente, contemporáneos.

Recurro aquí a la noción de “contemporaneidad”, porque considero que, en parte, lo que ocurrió en Chile anticipó el presente de tal modo, que uno podría decir que vivimos tan en el pasado, como el pasado vivió en el futuro. Las dinámicas temporales tradicionales, donde las narraciones suponen la “superación” de las distintas fases históricas del “desarrollo de la humanidad” parecen haberse diluido en una sensación de letargo y tedio[1], de un presente prolongado que, sin posibilidades de futuro, nos hace ver con demasiada proximidad y empatía lo que ocurrió durante el pasado. Uno podría decir que no hay ya sensación de superación alguna, sino que más bien de pura actualidad (o quizá, de un largo estado de emergencia).

El desfase entre pasado, presente y futuro se acrecienta al percibir que la ilusión colonial del adelanto de las metrópolis se ve desmantelada cuando sabemos que el modelo imperante fue experimentado primero aquí, en una de las tantas colonias que se suponían relegadas a probar las modernizaciones con un razonable atraso. Aquí, en Chile, un país pequeño e irrelevante, el futuro se vivió antes que en cualquier otro lugar, o dicho de otro modo, el futuro fue aquí.

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La exposición El Ladrillo, de Patrick Hamilton, trata precisamente de ese futuro que ya fue, de ese pasado que no deja de ocurrir, puesto que, en rigor, capturó para sí las energías del futuro y las convirtió en consenso. Mediante una larga investigación, Hamilton trabajó sobre los archivos plenamente visibles, abiertos y transparentes que describen minuciosamente cómo se desarrolló el itinerario que llevó a una escuela económica menor, como la de Chicago, a ser la protagonista de nuestra era. A pesar del aire de secretismo y confidencialidad que llenó las múltiples operaciones de desestabilización y boicot que organizó Estados Unidos, la consolidación del orden neoliberal –paradójicamente– no fue tan oculta como sí lo fueron otros proyectos (el propio Golpe de Estado de 1973, que recién en los 2000 pudo ser “desclasificado” de los archivos de la CIA). Hamilton trabajó entonces sobre un archivo visible, pero ignorado, puesto que aún hoy produce un relato que pone a nuestro país en el centro de la historia reciente de modos inusitados (tanto para nosotros, como para el resto del mundo)[2]. Quizá esto –la visibilidad– sea central en nuestra época, o por lo menos la ilusión de que ésta existe, puesto que vivimos un momento donde el volumen de información que circula libremente en las redes ha desactivado nuestra capacidad de mirar con más atención aquello que ocurre a plena luz del día. Podemos ver todos los días qué ocurre en nuestras ciudades y las de todo el mundo con tal nivel de detalle que ya no cabe imaginar con el mismo entusiasmo que durante la Guerra Fría, que hay complots que ocurren bajo nuestras narices. El régimen digital confirma desde su inicio que no es inviolable, que es vulnerable a múltiples factores y que es la circulación permanente –y no la retención– su carácter fundamental, por lo que el mundo entero se ofrece permanentemente para ser escrutado, aunque eso sea en rigor una labor inhumana por su envergadura.

Entre los archivos que Hamilton revisa, hay una carta escrita en 1976 por Orlando Letelier, quien estaba exiliado en Washington, misma ciudad donde sería asesinado por la dictadura chilena en el primer atentado terrorista realizado por otro estado en la capital norteamericana. En dicha misiva, escrita a más de cuarenta años, Letelier parece hablarnos justamente a nosotros, a nuestros tiempos. El lenguaje utilizado y las lecturas políticas que realiza son enteramente nuestras aproximaciones a la dictadura, donde el terrorismo de Estado no fue más que el modo en que se abrió el camino para implementar la famosa “doctrina del shock”, que tal como Letelier recuerda, Milton Friedman recetó como “la única medicina” para Chile. Nos impacta reconocernos en el pasado, ver cómo los hechos de ayer poseen absoluta actualidad en la medida que aún no pueden ser pensados como una época distinta de la nuestra. Toda esta sensación de perplejidad recorre el trabajo que Hamilton hace sobre los archivos, que son intervenidos simplemente al reproducirlos en papel rojo, que al juntarse con el negro de la tinta dispara asociaciones inmediatas con el legado anarcosindicalista (la bandera rojinegra), pero también con la violencia simbólica del rojo que tiñe portadas tan inocentes como la que retrata a Milton Friedman jugando tenis en su visita a Chile. El bicromatismo del archivo de los Chicago Boys estetiza los documentos, tensionando así su coeficiente documental, su capacidad de narrar o describir aquello que ocurrió en el pasado de modos neutros u objetivos. Enfrentarse a hojas de un vibrante carmesí, que sobre estimulan la retina de un modo sin duda alguna decorativo, es quizá el asunto más inquietante, puesto que no lo miramos ya como investigadores, sino que podemos contemplarlo desde la completa escisión. Tal como dijera Benjamin: “La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Estos archivos son el testimonio de cómo se construyó, ladrillo a ladrillo, esta edificación en la que vivimos, llena muros y rejas, pero en la que, paradójicamente, todo estaría diseñado pensando en la “libertad de elegir”.

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Trabajo, manualidad y desmaterilización

En la obra de Hamilton el trabajo como noción ha sido central. Las herramientas como medio donde la fuerza de trabajo encuentra la posibilidad de producir han sido sus materiales. Sin embargo, en una época de economías y arte desmaterializados, las herramientas parecen ser objetos arqueológicos, de un tiempo ajeno. Esta cuestión ha sido trabajada por Hamilton como la estética del subdesarrollo, de las modernizaciones fallidas o implementadas parcialmente, donde la industria convive con el orden agrario, la tecnología con la tradición y el capital sigue anclado a la fuerza de trabajo.

En esta investigación, Hamilton trabaja el momento inaugural de ese orden que impone la pobreza a un sector entero del mundo, y la riqueza a otro, porque no podemos desconocer que el ordenamiento económico actual reproduce la estructura de dominación que existía antes (es, de hecho, el modo que el norte encontró para sobrevivir nuevamente la crisis del capitalismo, específicamente la de 1973). En este proceso, el trabajo físico y manual fue expulsado del imaginario económico de occidente, puesto que ahora las economías viven más atentas a los vaivenes de la bolsa que de las efectivas fuerzas productivas, que son las únicas que realmente producen riqueza. Sin embargo, esta cuestión no deja de ser una ilusión, que animada por el entusiasmo y la utopía informática nos hace pensar que la industria ya no es importante, que el capitalismo digital es ya la mayor fuente de riqueza (no deja de llamarme la atención cómo documentales y columnas insisten al referirse al “big data” con el mantra de: “la información es hoy más valiosa que el oro”) y, por lo tanto, que el trabajo como lo conocíamos está en extinción.

Ahora, ¿dónde se fue la producción?, ¿es que realmente nuestros smartphones son los mayores productores económicos del presente? Basta con examinar un poco esos mismos artefactos para reconocer que la producción no ha desaparecido y jamás lo hará, solo que ahora fue radicada en otros lugares, donde los marcos de reconocimiento de la condición humana son mínimos: China, India, Taiwán, Indonesia, Vietnam, Singapur, entre otros, son aquellos países que aún tienen fábricas, que aún trabajan en su sentido moderno, pero que a diferencia del resto del mundo (fundamentalmente occidente), sus habitantes no son parte de las vidas que merezcan ser tomadas en cuenta.

En esta exposición, Hamilton se resiste a dejar de lado las herramientas, el vínculo efectivo entre trabajo y capital; sin embargo, su labor se ve enturbiada por la especulación financiera, proceso fundamental de la economía neoliberal.

Unos guantes de trabajo colgados, deflacionados, hacen evidente la transformación del orden laboral moderno que, con toda su épica labrada a la luz de la propaganda y retóricas modernas, hicieron de la producción un elemento central en la medida que reflejaba el potencial humano desatado. Estos guantes que ya no son utilizados funcionan también como puños invertidos, tal como las manillas con forma de puños alzados realizadas por Ricardo Mesa en el edificio de la UNCTAD, que una vez realizado el Golpe, la Junta Militar dio vuelta para enfatizar cómo el puño de hierro militar[3] aplastó al sindical para siempre en Chile[4]. Pero a su vez, hablan de la nueva fuerza laboral industrial, esa que habita China o Vietnam, ambos países “comunistas”, donde los derechos laborales son conceptos enteramente desconocidos e intraducibles para tales contextos. Los puños en alto que son aún la propaganda más usual de aquellos países no constituyen más que una imagen vaciada de sentido. Los guantes en la obra de Hamilton se presentan como delicadas naturalezas muertas que cubren sus archivos de los Chicago Boys, funcionan así como decretando el fin de una era –la del trabajo–.

En paralelo, Hamilton exhibe sus Pinturas Abrasivas, una serie de telas recubiertas de papel de lija con formas geométricas que remiten a diseños de muros o pavimentos. Estas pinturas, que agreden al tacto, pero seducen la mirada, funcionan como las mercancías que se ofrecen al consumidor desprovistas de todo el trabajo que las labró para finalmente ser pura imagen. Los motivos geométricos citan a su vez a la tradición pictórica moderna; la planitud y las composiciones all over que fascinaron a Greenberg se perciben aquí como grandes planchas que bien podrían ser infinitos frisos abrasivos. Esta capacidad expansiva parece ser una actitud constante en la obra de Hamilton, quien trabaja usualmente con objetos o formatos modulares, los que por acumulación y contigüidad terminan elaborando grandes series que desafían la idea del objeto único y de un sentido seguramente contenido en una sola pieza. Esta multiplicación de objetos revela quizá un vínculo nostálgico con la “estética de la abundancia” propia de lo industrial, producción ausente en un país como Chile, que a partir de las reformas económicas neoliberales fue progresivamente des-industrializado[5], dando paso a un consumo fundamentalmente de importaciones, todas ellas ocultas bajo un velo de exclusividad y lujo.

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“No hay alternativa”

La serie que da nombre a esta exposición es justamente la de un conjunto de ladrillos refractarios que incorporan la visualidad de la bandera rojinegra del anarcosindicalismo. Estos ladrillos citan irónica y literalmente el escrito que los Chicago Boys produjeron para exponer los mecanismos mediante los cuales la economía chilena podía ser transformada, conocido como “El Ladrillo”. Este texto, que en los centros de estudios y universidades chilenas ha adquirido el estatus de sagradas escrituras, ha sido objeto de re-ediciones, comentarios, seminarios, debates y columnas, es un libro popular incluso entre quienes no lo han leído. Todo chileno medianamente informado sabe lo que es “El Ladrillo”, aún cuando no sepa nada de economía.

Sin embargo, este libro, originalmente llamado así por lo voluminoso de su tamaño, funciona como metáfora del espíritu refundacional que albergó en sí la dictadura cívico-militar. La Junta Militar se propuso reconstruir un país libre de aquellos elementos nocivos que desestabilizaran el statu quo, quiso instaurar una nueva independencia, emulando así a los padres fundadores que organizaron el país durante las primeras décadas de la República. Esta necesidad por construir todo de nuevo, con cimientos “limpios”, demandó de ladrillos que edificaran el sueño de un país donde, citando a Margaret Thatcher, no hubiese alternativa.

Los ladrillos de Hamilton son refractarios, es decir, soportan altas temperaturas pues son capaces de repeler el calor, tal como el sistema político-económico construido con “El Ladrillo”, donde toda demanda por reforma o re-estructuración es fácilmente repelida por la propia institucionalidad creada por la Junta. La serie de transformaciones económicas tuvo un correlato político, donde el nuevo sistema no podía funcionar sin certezas jurídicas, de ahí que la Constitución creada especialmente para dar refugio al capital asegure, antes que cualquier cosa, el derecho inalienable a la propiedad privada, y el deber sagrado del Estado de resguardarlo con todo su poder.

Los ladrillos irónicamente sindicalistas de Hamilton evidencian un orden cultural donde, tal como afirma Mark Fisher: “El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable”. Las garantías de funcionamiento del neoliberalismo en Chile no se pueden reducir únicamente a los métodos de gobernanza tradicionales, pues su peso es tal que llega a infiltrar el terreno de la subjetividad, donde las leyes y acciones de la bolsa poco tienen que ver. En Chile, los modos de relacionarnos socialmente han sido completamente asimilados a las lógicas económicas hegemónicas, donde todo puede ser finalmente analizado a través de un razonamiento de costo y beneficio. Toda vida, oportunidad, situación, vivencia o identidad puede ser traducida eventualmente a un determinado valor monetario; y quien está a nuestro lado es ante todo un competidor, haciendo realidad la frase thatcheriana: “no hay tal cosa como la sociedad”. Los ladrillos son entonces un módulo constructivo, pero no del futuro, sino que de una estructura infranqueable, de muros que separan lo tuyo de lo mío y a ellos de nosotros.

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Desconocer la realidad

La exposición El Ladrillo de Patrick Hamilton sitúa oportunamente aquellas memorias y archivos que edificaron nuestro presente, nos presenta de forma elocuente los modos en que la imposición de un modelo económico, político y cultural fue realizada en un país en estado de sitio. El trabajo realizado sobre los archivos exhibe sin visiones conspirativas la absoluta cotidianeidad con que dicho proceso fue desarrollado. Las revistas y diarios que se ocuparon de cubrir el itinerario, debates y aconteceres de los Chicago Boys se muestran con tal nivel de transparencia que se hace inverosímil pensar que todo Chile fue testigo –sin saberlo– de cómo se fraguó lentamente toda una contra revolución económica global.

De ahí que sea fácil desconocer -o al menos extrañarse- frente a la realidad que esos documentos exhiben, puesto que reconocer una historia propia ahí implicaría derribar las esperanzas que nos permiten débilmente ofrecer resistencia a las expresiones cotidianas del sistema (la exclusión, la precarización, la desposesión, etcétera). Hamilton ofrece sin mediaciones ni artilugios demasiado efectistas lo que ocurrió, y quizá en un gesto cínico, hace evidente la receta que Friedman nos prescribió en 1975 y 1981, donde se desnaturalizó definitivamente el metafísico matrimonio entre la democracia y el capitalismo. A partir del caso chileno se demostró que la liberalización radical de la economía podía convivir sin conflictos aparentes con la supresión total del estado de derecho y la democracia, cuestión que podemos ver hoy reflejada en el progresivo giro autoritario de las democracias occidentales. No es casual que el recorrido documental de Hamilton finalice con la impresionante imagen del candidato presidencial de la extrema derecha José Antonio Kast, quien le entrega un ejemplar de “El ladrillo” al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, como compartiendo el secreto de la abundancia. Un secreto simple y efectivo: la “democracia” no tiene por qué ser el límite para la expansión infinita del capital y, por lo tanto, no hay ley o ritual republicano que no pueda ser burlado con el objetivo de asegurar la perpetua circulación de la riqueza.

En junio de este año se estrenó en Netflix el documental “Al filo de la democracia”, de la realizadora brasileña Petra Costa, donde se describe el proceso de deterioro democrático desde el fin del último gobierno de Lula, hasta el ascenso de Bolsonaro como efecto inusitado de la operación Lava Jato y el impeachment a Dilma. El documental da cuenta de cómo la socialdemocracia brasileña se imbricó lentamente en una red de corrupción que los alejó de quienes los votaron y los acercó peligrosamente a la oligarquía que, una vez harta de las cada vez mayores cuotas de participación popular y democratización en Brasil, decidió dejar caer a los “administradores temporales” del poder –el Partido de los Trabajadores–, para dar paso a una renovación política que permitiese, a la larga, abrir nuevamente los flujos del capital. Los procesos de inclusión que el PT había originado parecían irreversibles, sin embargo, mediante ardides tecno-políticos (el uso de fake news, el diseño jurídico de demandas absurdas, la actuación corporativa de las fuerzas conservadoras y la utilización del cristianismo evangélico pentecostal) todo pudo ser contrarrestado. Y en el centro de toda la operación figura justamente la industria de la construcción (nuevamente, los ladrillos son el eje), que fue la mafia que corrompió en su mayoría a toda la clase política. Costa, descendiente de una de las familias de empresarios de la construcción más importantes de Brasil, interpone al relato de la destrucción simbólica del orden democrático las imágenes incesantes de trabajadores y maquinaria de construcción que, así como edificaron Brasilia, ciudad-monumento a la república moderna, luego terminaron derrumbándolo todo.

En la imagen de Bolsonaro recibiendo “El Ladrillo”, es interesante cómo el pasado retorna al presente con absoluta continuidad. Tal como manifesté al inicio de este texto, el neoliberalismo ha producido un tiempo extraño, donde el pasado y el presente se mezclan para generar una sensación de actualidad pura. En Chile la implementación del modelo aseguró el crecimiento económico a costa de la democracia, y ahora en Brasil –de un modo, sin duda alguna, innovador– la democracia persiste nominalmente, pero bajo un descrédito absoluto, al punto que es la propia población la que finalmente exige librarse del estado de derecho para conseguir la promesa a la chilena de una economía refractaria a todo vaivén social y político. Marx escogió la figura de la tragedia y la farsa para hablar de la repetición en la historia, conceptos que tienen en común su condición teatral o interpretativa. Quizá en la actualidad nos vemos sometidos a una nueva escenificación, donde los actores cambian, pero la dinámica es la misma: mantener a como dé lugar el orden de dominación.

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[1] Tedio que de un modo esquizofrénico se mezcla con el éxtasis de vivir al límite. Hoy asistimos a una etapa donde la ecología constantemente nos recuerda que el “fin está cerca”, pero no somos capaces de responder, sino que solo de padecer tal sensación de catástrofe cercana.

[2] Sucede algo similar con el legado de la Unidad Popular, donde el impacto internacional que tuvo –no olvidemos que fue llamada vía chilena al socialismo– fue enorme, tanto en su desarrollo como fin, puesto que ofrecía opciones a los socialismos democráticos que buscaban salir de la vía insurreccional que la relativamente reciente Revolución cubana ofrecía.

[3] No deja de ser llamativo que el logo de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) es curiosamente el de un guantelete, graficando así el rigor de la “mano de hierro” con que fue controlado todo Chile. Esta mano juega también con la clásica figura de “la mano invisible”, creada por Adam Smith para explicar el modo en que la riqueza es distribuida espontáneamente en el mundo sin mayores desequilibrios.

[4] No solo se realizó esta operación a nivel simbólico y burlesco, la Junta decretó que ya no se hablase más de los “obreros” en la legislación nacional, exiliando tal noción incluso hasta nuestros días (Camilo Taufic lo señala en su libro “Chile en la Hoguera”). N. del A.: Agradezco a Cristian Maturana por la referencia a este dato, quien está actualmente trabajando una obra a partir de la ausencia del obrero en el imaginario chileno.

[5] Tal proceso vino a hacer retroceder años de políticas desarrollistas que partieron con la constitución de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) en 1939, de manos de Pedro Aguirre Cerda. Sin embargo, dicho proceso de destrucción fue finalmente sellado con las administraciones “democráticas” posteriores a 1990, que afianzaron el modelo financiero al dar paso a una política exterior centrada exclusivamente en la firma de Tratados de Libre Comercio, que dinamitaron el residuo industrial que había a la fecha.

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El Ladrillo, de Patrick Hamilton, se podrá visitar hasta el 24 de enero de 2020 en la Galería Patricia Ready, Espoz 3125, Vitacura, Santiago de Chile.

Texto aparecido en el catálogo de la exposición.

Imagen destacada: Patrick Hamilton, Free to choose, 2019. Fotografía, metacrilato, llanas pintadas, estructura de metal, tablero MDF, 70 x 120 x 120 cm

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Diego Parra

Nace en Chile, en 1990. Es historiador y crítico de arte por la Universidad de Chile. Tiene estudios en Edición, y entre el 2011 y el 2014 formó parte del Comité Editorial de la Revista Punto de Fuga, desde el cual coprodujo su versión web. Escribe regularmente en diferentes plataformas web. Actualmente dicta clases de Arte Contemporáneo en la Universidad de Chile y forma parte de la Investigación FONDART "Arte y Política 2005-2015 (fragmentos)", dirigida por Nelly Richard.

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