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CÓMO NUEVA YORK PERDIÓ LA IDEA DEL ARTE MODERNO

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Esta columna es el relato de la visita que hice unos meses atrás a Nueva York con el motivo de revisar algunos de sus seminales museos y colecciones permanentes, y como tal dicho relato (y los comentarios que contiene) ha de ser tomado como arbitrario —en el sentido de una reprobación— más que como la expresión de una crítica completamente independiente.

Admito de buena gana que tomé prestado el título del libro How New York Stole the Idea of Modern Art: Abstract Expressionism, Freedom and the Cold War del profesor francés Serge Guilbaut, publicado por The University of Chicago Press allá por el año 1983.  Aún hoy sigue siendo uno de los libros más fascinantes que he leído acerca del expresionismo abstracto y su controvertido uso como propaganda en los años de la Guerra Fría. Quien no lo haya leído ha de considerarlo como una grave laguna en su educación artística porque pierde una parte importante de lo que es la esencia de la dialéctica formalismo versus arte comprometido.

De hecho, todo el affaire Dana Schutz y la petición no solo de retirar la pintura Open Casket (2016) de la Bienal del Whitney (1), sino que también de destruirla, refleja aún hoy la ortodoxia del expresionismo abstracto en la sociedad norteamericana, algo que los propios norteamericanos no consiguen entender. Y digo que los “propios norteamericanos no consiguen entender” porque todo el debate en redes sociales y medios de arte se limita a un mero posicionamiento a favor o en contra, con más o menos acierto, y en particular desde posturas progresistas, de la libertad de expresión. Al igual que con Falluya, Abu Ghraib, éste debate solo demuestra una vez más cómo la izquierda ha sido y sigue siendo incapaz de ponerse al día y se ofusca en rasgarse las vestiduras en situaciones o personajes concretos, pero no en una crítica profunda del sistema capitalista y las relaciones de producción social que genera. El debate Dana Schutz no trata sobre “libertad de expresión sí” o “libertad de expresión no”, sino que va sobre la inveterada y prístina iconoclastia que subyace a la sociedad norteamericana. Tanto la religión protestante como la judía establecían la prohibición expresa de representar a Dios. Alfred H. Barr, Jr. le dijo al artista: “el arte no tiene nada que ver con la política”. Y más tarde Clement Greenberg añadió: “el arte no tiene nada que ver con la imagen”. Y así se explica que en Estados Unidos cualquier tipo de pintura figurativa (¡si es fotografía, vídeo, instalación etcétera está mucho más admitido, pero no cuando se trata de pintura!) que sea socialmente comprometida tenga poca fortuna, y de hecho, la censura a Dana Schutz es un aviso a futuros navegantes conminándoles a dejar que la pintura pueda tener la más mínima importancia para o repercusión en la sociedad. De ahí también toda esa pintura abstracta que sigue triunfando en las grandes galerías y museos de Estados Unidos y que muchas veces no es más que un refrito de la pintura de los 60, pero que encaja perfectamente dentro de la ortodoxia Barr-Greenberg que sigue dominando al mundo del arte y que, evidentemente, jamás moverá a nadie a reflexionar lo más mínimo acerca del tipo de sistema en el que vive. La pintura abstracta funciona, como el arte en general, de manera afirmativa. Afirma y afianza, como diría Marcuse, el sistema, pero no altera ni cuestiona en lo más mínimo las opresivas demandas de la sociedad corporativo-burguesa.

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Pero, volvamos al hilo principal, que parece que me he desviado.

En resumen: Nueva York había robado la idea del arte moderno de París después de la Segunda Guerra Mundial.

Mientras visitaba Nueva York a menudo en el decenio de los 90 con el fin de conocer la escena y quedarme impresionado por la vitalidad, calidad y variedad del mundo del arte neoyorquino, entiendo que no es difícil afirmar que a partir del año 2000, y especialmente después del 11-S y la crisis de las hipotecas, hemos asistido lenta pero imparablemente al declive de Nueva York como la meca artística del arte.

Sin estar demasiado interesado en la propia consistencia de mis argumentos, he de admitir que esta idea ya me viene cruzando la mente desde hace varios años. Y en este sentido, el MoMA, el Guggenheim, el Whitney y el Metropolitan certifican un camino altamente insatisfactorio en lo que atañe a la museografía de hoy.

Un simple paseo por estos museos hace que el mero hecho de enfatizar, en el caso que nos ocupa, la total ausencia de interacción entre las obras expuestas y el público se vuelva un comentario infantil o superficial.

La escena, que se repite a diario, es más o menos la siguiente. Una decena de personas entre adultos y adolescente se hallan arremolinados en el MoMA enfrente de la colorida The Starry Night (La noche estrellada) de Van Gogh sacándole una foto a la pintura o esperando para tomarse un selfie; unos metros más allá en el mismo quinto piso, Les Demoiselles d’Avignon (Las señoritas de Aviñón) permanece en el más estricto silencio: apenas hay dos almas que la contemplan. Nadie lee el burocrático texto explicativo que figura en la cartela. Una persona en toda la sala escucha una audio-guía, mas en ningún sitio se puede leer qué es lo que hace de esta pintura una de las más fascinantes obras del siglo XX, por qué fue tan revolucionaria y por qué después de haber sido pintada en 1907 tardó más de 30 años en ser aceptada como obra seminal de la historia del arte. Esto es esencial no solo para la narrativa de la obra, sino también para el propio MoMA. Con echar una mirada adicional al resto de la colección tal como está expuesta en el quinto piso no es difícil de entender por qué Marinetti semejaba los museos a “cementerios” que incentivaban “una admiración inútil del pasado”.

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Disculpen mi sarcasmo: parece que lo único que ha cambiado en el MoMA desde que en el año 1929 Alfred H. Barr, Jr. impusiera su narrativa museística es el color de las paredes… La colección del MoMA se centra, desde un punto de vista formal, en torno a Picasso y el cubismo culminando en el Expresionismo Abstracto y, desde un punto de vista ideológico, en torno al liberalismo burgués y sus rituales de individualidad, libertad y autoría. No solo Hopper, que ha sido condenado a una existencia insípida y menor, descartado de las salas principales y ubicado al lado de la escalera mecánica, encaja en la gran narrativa de Barr, Jr., sino es que ni siquiera lo hace el resto de la colección expuesta en la cuarta planta: arte Pop, arte conceptual, Minimalismo et al. Es doloroso ver cómo el MoMA es incapaz de ajustar su colección y display (uso el inglés porque la traducción en castellano se me queda corta) a las necesidades del ciudadano actual.

Una mirada al Guggenheim tampoco nos brinda una experiencia mucho más satisfactoria. Las íntimas pinturas de Agnes Martin expuestas a lo largo de la ascendente torre se hallan desesperadamente encajadas entre el suelo y el techo, haciendo que la experiencia estética sea embarazosa. No queda más remedio que constatar que la presentación museográfica deshonra torpemente la refinada sensibilidad que emana de las obras de Agnes Martin.  Si descendemos a la segunda planta de la torre nos encontramos con una selección de fondos de la colecciones Guggenheim y Thannhauser. No hay que inspeccionar mucho para percatarse de que el montaje carece de cualquier narrativa curatorial —excepto de tratarse de obras modernistas— y que las obras de Brancusi, Picasso, Chagall, Malevich y Kandinsky desprenden un irremediable aire a desorden dando la sensación-de-haber-sido- colgadas-a-la-carrera; una exhibición tan reminiscente de las presentaciones tipo-salón de la primera Armory Show de 1913. Lo más fascinante del Guggenheim parece estar en el baño público, a juzgar por las interminables colas para tomarse un selfie con el váter de oro de Cattelan…

En el Museo Whitney la exposición Human Interest, realizada a base de retratos sacados de la colección permanente, es desde un punto de vista curatorial derivativa, previsible e impropia de un museo moderno o de arte contemporáneo.  Es inconcebible hoy día que una exposición que aborde un tema tan anticuado y tan trillado como el auto-retrato no incluya el selfie como encarnación contemporánea de un género tan clásico. Para más inri, ¡han sido cuatro curadores los que se han hecho cargo de su (no) conceptualización! (Me recuerda toda esta absurda y superficial moda de las bienales de tener a 10 curadores, 20 asesores y no sé cuantos más expertos, limitándose todo ello al final a un populismo barato y dónde nadie sabe quién ha hecho qué.) Y, para terminar este recorrido, el Metropolitan con sus notorias paredes atiborradas de pinturas hasta arriba —algunas de ellas incluso tenían polvo en la parte superior del marco, lo cual es la palpable consecuencia de una museografía anticuada y de obras que figuran decenio tras decenio en la misma posición de pared— apenas suscita una experiencia participativa con la más mínima profundidad intelectual. Y tratándose de un denominado World Survey Museum cuyas obras son tan ajenas al conocimiento y experiencia del sujeto contemporáneo, sorprende aún más esta falta de esfuerzo por tender puentes de comprensión entre las obras de arte y los visitantes, dado que el 95% de ellos carece del hábito y conocimiento para relacionarse de manera crítica con lo allí expuesto.

El museo actual sigue entrampado entre el modelo tipo salón del siglo XIX con su mantra de exhibiciones estáticas, jerárquicas, cronológicas de artista/estilo/movimiento/género y el modelo cubo-blanco de Barr con su ideología burguesa basada en conceptos como aura, autoría y genio. Ambos son incapaces de afrontar las necesidades de la gran mayoría de los visitantes que son inexpertos en arte, como también las de los adolescentes. La falta de una interacción activa por parte del visitante al igual que unas estrategias de presentación museográfica imaginativas hace que la experiencia apenas supere el consabido posteo de unos selfies en Instagram y Twitter. ¡No, la participación en un museo no ha variado mucho desde que el primer ciudadano pisara el Louvre hace ya más de dos siglos! Todo se queda en mera verborrea, en neologismos y en una museografía jerárquica que limita al ciudadano a mero y pasivo espectador sin ningún tipo de interacción con la programación, la museografía o la educación.

Pero suponíamos —al menos los políticos lo suponen— que entre los objetivos del museo el en siglo XXI está el democratizar la cultura y emancipar al ciudadano…

Tal vez sea esa la tan cacareada participación del espectador en el siglo XXI a decir de Klaus Biesenbach en conversación con Cristina Bechtler y Dora Imhof: “Cada día se toman en el MoMA más fotografías que obras hay expuestas. Eso es participación” (2). Si lo dice el mismísimo Biesenbach ya nos queda entonces claro qué podemos esperar de ese tan añorado y utópico concepto llamado “participación”.

La colección es el corazón del museo modernista burgués y su gran narrativa liberal. Sus incesantes y poco imaginativas museografías y la falta de participación del sujeto contemporáneo explican en parte la defunción de Nueva York como la metrópolis del mundo del arte.

Entonces, si Nueva York ya no es el campeón del mundo, ¿quién ha heredado la corona?

 


(1) La pintura representa el cuerpo desfigurado de un joven afro-americano de 14 años, tras haber sido linchado por una marabunta en Misisipi en el año 1955, como consecuencia de una falsa acusación por parte de una mujer blanca de haberle silbado, ante lo cual la madre durante el entierro dejó el féretro abierto a la vista de todos como señal de protesta de esa injusticia.

(2) Cristina Bechtler y Dora Imhof (eds), Museum of the Future, 2014, JRP/Ringier, Zurich, p. 45.

 

Nota: Esta es una edición traducida y ampliada de la columna How New York Lost the Idea of Modern Art (On Museums, Collections and Spectators) aparecida en la revista norteamericana Artpulse, No. 28, Volumen 8, febrero-abril, 2017.

Imagen destacada: Maurizio Cattelan, America, 2016, váter de oro de 18 kilates. Vista de la instalación en el baño público del Guggenheim Museum, Nueva York. Cortesía del museo.

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Paco Barragán

Tiene un doctorado internacional por la Universidad de Salamanca (USAL) con residencia en la Universidad Alvar Aalto de Helsinki. Ha obtenido el Premio Extraordinario al doctorado en el año 2019-2020 por su tesis "La narratividad como discurso, la credibilidad como condición: arte, política y medios hoy." Es colaborador habitual de la revista norteamericana Artpulse. Entre 2015 y 2017 dirigió la sección de Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100 en Santiago de Chile. Prolífico curador, Barragán ha comisariado 91 exposiciones internacionales entre las que figuran "No lo llames Performance" en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2003), "¡Patria o Libertad! On Patriotism, Nationalism and Populism" en el Museo COBRA de Ámsterdam (2010), "Erwin Olaf: el imperio de la ilusión" en el MACRO-Castagnino de Rosario (2015) y "Juan Dávila: Pintura y Ambigüedad" en el MUSAC de León (2018). Barragán es autor de "From Roman Feria to Global Art Fair, From Olympia Festival to Neo-Liberal Biennial: On the 'BIennialization' of Art Fairs and the 'Fairization' of Biennials" (ARTPULSE Editions), publicado en noviembre de 2020.

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