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SELVA PÚBER

Silvana Pestana es una de las varias artífices que en los últimos años protagonizan una revolución distinta en las artes peruanas, en términos tanto de sensibilidad como de presencia: la aparición insólita de media docena de mujeres que irrumpen en la escena sólo tras culminar por lo menos cuarenta años de su propio ciclo personal. Una experiencia de vida realmente vivida que marca diferencias inesperadas con algunas retóricas dominantes en el medio local.

Una disidencia: contra la ideología como sentido común imperante en el arte que se proclama joven, estas féminas mayores nos revelan una juventud otra. Esencial, radical, a su sutil manera. Hay en sus obras una densidad existencial, incluso espiritual, que ignora con audacia toda corrección política impuesta, para ofrecer un testimonio vital y propio de la gravedad de los tiempos. Una visión alterna que hurga sin prejuicios en los puntos ciegos de la mirada artística hegemónica sobre nuestra historia contemporánea.

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

El fracaso complejo de la reforma agraria, por ejemplo, abordado por Pestana en colaboraciones múltiples con Sonia Cunliffe. Y la relación ardua de esa decepción con las violencias interminables que fueron su consecuencia desplazada. Pero Silvana aborda también, en el trabajo personal que ahora nos ocupa, la catástrofe socioambiental provocada por la minería ilegal, particularmente la de la extracción aurífera en la selva. El oro negro obtenido con arrasamientos impresionantes que ninguna tendencia artística confronta. Ni siquiera aquella principalmente motivada por la vocación de denuncia. Política o social o ecológica. Un silencio tal vez vinculado a cierta consideración aberrante por depredadores cuyo supuesto origen popular pretende eximirlos de toda responsabilidad hacia la tierra y sus habitantes.

Contemplamos, así, la tristeza infinita de una izquierda paradójicamente hermanada, en algunas de sus franjas, con el capitalismo más depredador y salvaje. Destructor absoluto de toda natura o cultura: devorando la hoya amazónica con ríos incontrolados de ácidos y mercurios; reintroduciendo los sistemas más primitivos de esclavitud y sometimiento; diezmando bosques y poblaciones nativas; prostituyendo adolescencias e infancias.

La selva otrora virgen se nos revela ahora púber y violentada. Un umbral de tentaciones malditas. Desde las que que, sin embargo, Pestana deriva una poesía turbia. Perturbadora por la seducción de las formas que ella extrae de ese abismo. Su fulgor lóbrego.

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

Pero el logro artístico de estas obras no está en sus apariencias sugestivas, sino en las tensiones que por dentro las recorren. Y corroen.

Desde el título mismo de la exposición, contraponiendo a la lujuria de esa explotación contranatura el lujo originario de una naturaleza que se propone siempre pródiga. Oro negro es también el nombre con que se ensalza el cacao primordial, primera moneda en ciertas culturas, y alimento apetecido en todas. Pestana contrapone ese valor telúrico al precio mundano, sobredorando –decorando sobre– pepas y frutos enteros, que irradian así una energía sacra y comercial y erótica al mismo tiempo.

Una ostentación barroca de sensaciones encontradas, trastocadas, desequilibradas. Como en la sólida balanza que improbablemente eleva el peso completo del cacao. Y la báscula levitante que con las semillas calibra una injusticia áurea. Hacia los seres humanos, sin duda, pero sobre todo hacia la humanidad, hacia la tierra, hacia Gaia.

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

Un desorden telúrico. A ser enunciado. Y reparado en el mismo gesto. El gesto tal vez orante, oferente sin duda, en el calco del cuerpo vivo de una muchacha selvícola, moldeado en resinas con acabados que alternan el color vegetal y el bronce bruñido. La pose es tres (tres) veces idéntica, pero con complementos disyuntos: la primera sostiene el cacao voluptuoso y la segunda una represiva biblia (esta última pisa la boa, como Virgen apocalíptica en el Amazonas). La tercera y crucial, en cambio, se transfigura en planta. Como la mítica Dafne de los griegos, hija de Gaia, que ruega esa metamorfosis casta para escapar el fálico asedio solar de Apolo. Y toda carnalidad se va en ramas y hojas hasta que “su esplendente belleza es lo único que de ella queda” (Ovidio).

Una belleza mística pero no por ello menos sensual u orgánica. Asoma aquí, es probable, cierta batalla íntima de Pestana con el catolicismo que instruye su infancia. Un desasosiego que lo entrelaza todo ––lo subjetivo y propio con lo social y cósmico–– desde el retorcimiento más auténtico.

He allí la verdad cifrada en estas obras. Incluso al imponerse la mayor distancia crítica. El correlato incitante de la muestra entera son las doce biblias que la artífice exhibe abiertas en las páginas con reglamentaciones divinas para el ejercicio admitido de la violencia sexual y la esclavitud toda. Citas de terrible vigencia (en el Perú tanto como en el Medio Oriente) que aquí se resaltan mediante el recubrimiento íntegro del entorno textual con dorados untuosos. Un enmarque aurático para la teología más impiadosa.

Paradojas inscritas no sólo en la formalidad sino incluso en la materialidad misma de estas inquietantes piezas. Obras que nos envuelven y cautivan desde el elaborado léxico de sus representaciones. Pero sobre todo por la sintaxis desconcertante del contrapunto perenne entre significados y significantes. Una semántica de oposiciones en la que los sentidos exaltan lo que el sentido denuncia.

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

A veces mediante las dicotomías más esenciales. Entre lo mineral y lo orgánico, por ejemplo. Como en las fotografías preciosas, preciosamente yuxtapuestas. A un lado, el erotismo de los verdes interminables que reverberan desde la promiscuidad arbórea. Y al otro, la belleza letal de los relaves mineros, en el primor de sus tornasolados primeros planos.

Hay un esteticismo en esa fricción estética. Pero en él precisamente radica una estrategia reflexiva que punza nuestra conciencia desde lo sensual, lo sensorial, lo retiniano. La pulsión escópica que condensa en la mirada la ambivalencia radical de nuestra libido. El eros y el tanatos de cierto deseo. Y su tensión política.

Como en la secuencia inquietante de fotografías continuas en las que la misma muchacha amazónica se escurre, se desdibuja y convulsiona por el desenfoque deliberado de la cámara. Su cuerpo borroneado se agita entre el follaje, pero también entre las celosías neocoloniales de una casona decadente. El palacete en ruinas que, dicen, le sirvió de morada a Ramón Castilla cuando, en 1854, abolió en los papeles la esclavitud ahora restablecida en los hechos.

Hay un punctum incisivo, justificadamente perverso, en la presentación desplazada de esas instantáneas mediante un elegante aparato antiguo de fotografías estereoscópicas. Imágenes perturbadoras a ser descubiertas sólo mediante la participación cómplice del espectador que, para acceder a ellas, debe accionar la manivela y calzar la mirada en el visor. Ese dispositivo y su gestualidad obligada están en el corazón senso-conceptual de la obra: lo que ella nos revela es también la hiperrealidad presente, vigente, en la sumisión expuesta mediante un anticuado efecto de tercera dimensión. El palimpsesto interminable de nuestra historia, nunca linear, jamás conclusa. O resuelta.

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

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Silvana Pestana, de la muestra Oro Negro. Galería González y González, Lima, 2015. Cortesía de la galería

Siempre revuelta. Atención a esa otra sobrecogedora pieza en la que Pestana ovilla el colchón desvencijado que sirvió de lecho para la sesión fotográfica más densa en la mansión abandonada. Allí ese fardo tal vez acogió afanes burdelarios, que ahora sin embargo se ofrecen seminales: la turbiedad de sus desarreglos se ve exaltada por el bronceado parcial de los pliegues, sugestivos de cordilleras rotas y ríos fragmentados.

Geografías telúricas y corporales. Mallki es el nombre decisivo finalmente otorgado a esta obra culminante, y uno inevitablemente evoca los envoltorios humanos del ritual prehispánico (desde los wari hasta los inkas) y del arte contemporáneo (Christo, Eielson, Tokeshi). Sin olvidar que esa sola palabra quechua significa tanto cadáver como feto como semilla.

Como nuestra selva púber. Donde todo se pudre y todo se fecunda.

Gustavo Buntinx

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