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NELLY RICHARD SOBRE SU CURADURÍA PARA LA BIENAL DE VENECIA

La teoría e historia del arte chileno de los últimos cuarenta años se encuentra signada por la marca que dejaría Nelly Richard al teorizar sobre una atmósfera de artistas y obras que durante el primer tiempo de la dictadura militar chilena tuvieron el ímpetu de generar obras disidentes del contexto político del período, caracterizadas por la experimentalidad y cercanas al conceptualismo, con un lenguaje que cifraba en sus metáforas la ventaja de inmiscuirse y sobrepasar la censura dictatorial. Este grupo, nunca programático y en constante flujo de salida y entrada de quienes le pertenecían, fue bautizado como “escena de avanzada”. Entre esa “escena” y la próxima curaduría para el pabellón chileno de la Bienal de Venecia, han pasado por Nelly Richard otras bienales, la dirección de la Revista de Crítica Cultural, la entrada al campo académico, múltiples movimientos sociales, entre otros temas, los cuales tratamos en la siguiente entrevista.

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Nelly Richard por Paz Errázuriz

Lucy Quezada: A principios de agosto pasado se hicieron públicos los resultados del concurso del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes para el pabellón chileno de la Bienal de Arte de Venecia, en el que tu proyecto curatorial “Poéticas de la disidencia” fue el ganador. Cuéntanos un poco sobre qué te motivó a generar este proyecto, hasta dónde puedes adelantarnos las obras de Lotty Rosenfeld y Paz Errázuriz, y cómo se dio el trabajo junto a ellas.

Nelly Richard: Me gustaría partir subrayando que, por primera vez, la designación del envío chileno a la Bienal de Venecia se realizó a través de un concurso público de “ideas curatoriales” organizado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. La formalidad del concurso público le otorga legitimidad a las participaciones debido a la seriedad profesional de las distintas etapas de presentación que debieron cumplirse antes del resultado final. Creo que lo primero que me motivó fue que la selección de proyectos se hiciera mediante un concurso público y no a través de una “designación” de nombres –tal como ocurría antes- que siempre puede sonar azarosa cuando no se explicitan los criterios que la fundan. Además, el hecho de que se tratara de un concurso de “ideas curatoriales” ofrecía la posibilidad, más allá de la elección de los nombres, de elaborar un relato crítico que enmarcara las propuestas artísticas.

En el caso de “Poéticas de la disidencia”, precisé algunos fundamentos generales (político-culturales) y otros específicos. Dentro de los fundamentos generales, consideré la importancia de que fuesen artistas mujeres las que –en esta oportunidad- representaran a Chile en Venecia, tomando en cuenta que el recuento histórico de las designaciones anteriores muestra una notoria sub-representación de mujeres artistas (menos de un 20 %); una sub-representación que, pese a lo chocante de la desproporción masculino-femenino implicada en ella, funciona culturalmente como un dato invisible (invisibilizado) y, por lo mismo, incuestionable debido a que, por principio, ningún orden establecido revela la zona ciega de sus omisiones y arbitrariedades. Me parece que no se puede hablar hoy de democratización cultural sin buscar corregir las profundas asimetrías de género que siguen desequilibrando el reparto de las voces que son consideradas legítimas (válidas, autorizadas) en las esferas de reconocimiento público. Bien sabemos, sin embargo, que no basta con “ser artista mujer” para que la obra sea cuestionadora –a nivel de lenguaje, imágenes e imaginarios- del ordenamiento simbólico que determinadas hegemonías culturales (entre ellas, la genérico-sexual) naturalizan como auto-evidente. Invité a escribir en el catálogo a la escritora chilena Diamela Eltit y a la historiadora de arte argentina Andrea Giunta: me parece que abordajes críticos inspirados por la perspectiva de género como los que guían sus textos –con todas las sinuosidades y recovecos que ameritan las obras- sirven para desmontar las jerarquías de poder y representación que Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld subvierten oblicuamente.

El segundo fundamento general (político-cultural) tenía que ver con que los tres artistas designados en las tres bienales anteriores viven fuera de Chile: Alfredo Jaar, Iván Navarro y Fernando Prats. Me parecía saludable alternar criterios de designación que pudiesen favorecer ahora (en un período en el que algunos hablan de un “nuevo ciclo” político-cultural en el país) los trabajos de artistas radicados en Chile. Me parecía que este criterio podía contribuir mejor a una revalorización del diálogo crítico entre localidad, arte, comunidad y sociedad sobre todo en el caso de obras, como ocurre con Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld, que atravesaron un período de quiebre histórico y de mutaciones político-sociales que va desde la dictadura militar hasta la postransición.

El fundamento más específico que sustentó la propuesta curatorial considera, además del hecho de que son artistas consagradas nacional e internacionalmente, la afinidad crítica que me vincula a las obras de Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld. Me interesa que sean obras que –cada una a su modo- despliegan una refinada estética que es portadora de una crítica figurada (no literal) a las formas de dominación económica y exclusión social del modelo neoliberal y, también, a los focos colonialistas (neo y post) de subordinación periférica. Son también obras que despliegan sutilmente un imaginario de la “otredad” a través de una reflexión emancipadora sobre las arquitecturas del poder simbólico que sujetan la relación entre género(s), cuerpo, mirada, subjetividad, espacio y fronteras.

Consideré atractivo –a nivel de la presentación museográfica- pensar en dos salas que, junto con la convergencia de posturas críticas entre ambas obras, forzaran un contrapunto de lenguajes visuales y escénicos que des-simplifica la categoría de “lo latinoamericano”. Este contrapunto hace que “lo latinoamericano” se lea como una categoría atravesada por lo disímil, lo heterogéneo y lo contradictorio en términos de experiencias de mundo, de regímenes de lo sensible, de memorias culturales, de archivos técnicos y de modos de habitar lo social. Por el lado de Paz Errázuriz, nos vamos a encontrar con el anacronismo visual del blanco y negro fotográfico de cuerpos precarios y extraviados que, replegados en sub-localidades al abandono, despliegan diminutos rituales de la sobrevivencia (tal como comparecen en una suma reeditada de las tres series de “La manzana de adán” (1989), “El infarto del alma” (1994) y “La luz que me ciega” (2010) que se mezcla con textos y un video). Por el lado de la instalación multimedial de Lotty Rosenfeld (2014), los espectadores van a ser parte –virtualmente- de una proyección de la cruz en movimiento que recoge la memoria de sus anteriores intervenciones urbanas para “cruzar” nuevamente su trazado histórico con la fragmentación noticiosa de la actualidad mediática que documenta tanto los desbordes del capitalismo planetario como la actuación insurgente de los cuerpos que le ofrecen resistencia.

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Paz Errázuriz, Macarena, La Carlina, 1989. Parte de lo que mostrará la fotógrafa en la Bienal de Venecia 2015. Cortesía de la artista

L.Q: Es sabido que las bienales actualmente disputan su campo de producción de sentido crítico dentro del contexto del arte contemporáneo, manteniendo una particular relación de distancia y acercamiento con el mercado y más específicamente con las ferias de arte. En este sentido, ¿cómo percibes tú el rendimiento crítico de una bienal como la de Venecia? ¿En qué sentido crees que es importante incidir en ella desde el contexto latinoamericano, que reclama un territorio propio de enunciación, especialmente desde las artes visuales?

N.R: El hecho de que existan actualmente ciento treinta bienales intercontinentales configura en sí mismo un dato impactante. Hay sospechas fundadas de que esta “bienalización” del arte contemporáneo obedece al deseo de expansión simbólico-económico-comunicativa de una globalización artística que satisface sus intereses exhibitivos gracias a los beneficios de las industrias del turismo cultural (y la Bienal de Venecia no es una excepción). Pero, por supuesto, siempre existen formas de insertar en las bienales (como en cualquier otro circuito) ciertos micro-relatos que buscan frustrar -¡sin nunca saber si lo logran!- este consumismo de imágenes y relatos que abastece vistosamente los espectáculos museográficos de la diversidad cultural. Debemos permanecer alertas frente a cómo estas redes transfronterizas del arte globalizado van reciclando orígenes, sitios y condiciones apelando a la circulación veloz como un ritmo contrario a la lenta inscripción de las huellas. El globalismo artístico y cultural que deriva de la bienalización transcontinental del arte contemporáneo tiende a borrar las procedencias de lugares como si fuesen todas equivalentes entre sí en este mundo de lisos intercambios sin fronteras de separación o de oposición. Este mundo de la pura conectividad de los flujos tiende a borrar las marcaciones de contexto en lo que éstas contienen de micro-diferenciado en lo histórico, lo político y lo social. En contra de esta estetización difusa de los productos del globalismo artístico de la diversidad, me parece necesario insistir en las “marcaciones de contexto” de las obras. No para reivindicar –esencialistamente- lo “propio” de un “arte latinoamericano”, pero sí para hacer valer que las obras críticas siempre construyen sus maniobras tácticas en función de posiciones y oposiciones inscritas, contextualmente, en diagramas específicos de poderes, luchas y resistencias. Me interesa particularmente que las obras de Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld lleven a cuesta las huellas refractarias de sus marcaciones de contexto.

Si bien el eje centro-periferia ya no puede ser concebido como un eje lineal de enfrentamiento rígido entre polaridades absolutas debido a los efectos de deslocalización y relocalización del mundo globalizado, siguen existiendo fuertes asimetrías de poder cultural entre las diversas regiones del globo ya que los flujos de la abundancia no circulan multidireccionalmente. Lo periférico no calza realistamente con una determinada ubicación en el mapa geopolítico que debería verse reflejada en el contenido referencial de las obras como si sólo se tratara de documentar la “marginalidad latinoamericana” del Sur (subordinación regionalista) en una relación de contraposición fija y homogénea –sin intersecciones fluctuantes- con el Norte (dominación internacionalista). Me parece más interesante pensar en el “Sur” como un concepto-metáfora que actúa como vector de descentramiento frente a ciertos binarismos: centro/periferia; masculino/femenino; dominación/subordinación, etc. El vector “Sur” se mueve de lugar y cambia de expresión para generar fisuras críticas en el modo en que los dispositivos de representación dominantes suelen distribuir las categorías de “identidad” (“centro”) y “diferencia” (“periferia”) basadas en la dualidad de un reparto jerárquico que ordena el conjunto de las esferas interpretativas. Me parece que las poéticas desplegadas por las obras de Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld son suficientemente complejas como para que los juegos móviles de la identidad y la diferencia no se reduzcan nunca –ilustrativamente- a categorizaciones predeterminadas. Ambas obras usan el “Sur” como una línea de fuga que atraviesa cuerpos, subjetividades y territorios para armar, en diagonal, complicidades estéticas y políticas entre las múltiples formas que tienen lo subordinado y lo minoritario de ocupar los bordes y las fronteras de los sistemas de representación hegemónica para, desde lo inestable de esta ubicación, intentar descuadrar sus marcos.

Me preguntas por “el rendimiento crítico de una bienal como la de Venecia”. Creo que este rendimiento es siempre incierto (no manejable) debido a la sobresaturación de consumo visual y de tráficos artísticos que contamina cualquier evento de gran escala. Es difícil apostar a una mirada artística concentrada, absorta y pensativa, en eventos en los que prevalece la yuxtaposición dispersa y confusa de un sinfín de imágenes y relatos que, generalmente, proliferan sin enmarcaciones de contextos. Por supuesto que la Bienal de Venecia es un escenario relevante a nivel internacional. Pero debo confesar que, desde un comienzo, Paz Errázuriz, Lotty Rosenfeld y yo estuvimos casi más preocupadas de cómo hacerlo para que esta propuesta curatorial para la Bienal de Venecia generara algún efecto de lectura dentro de Chile. Nos parece que la inversión de recursos y energías en un proyecto como este no puede desvanecerse en el espejismo de lo remoto que irradia Venecia. Está la intención – respaldada por el Consejo Nacional de la Cultura- de poder realizar la muestra aquí durante el 2016 y de organizar en torno a ella y los textos del catálogo ciertas discusiones en universidades y museos. Apostamos al rendimiento político-cultural de las obras y de los textos prioritariamente en Chile: este es el contexto de intervención que nos corresponde más políticamente.

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Lotty Rosenfeld, Moción de Orden, video-instalación, 2002. Cortesía: Galería Gabriela Mistral

L.Q: En relación a esa apuesta por la activación en Chile de tu curaduría para Venecia, se me ocurre ir un poco al pasado y preguntarte por la Bienal de París del 82 y tu idea curatorial para esa ocasión. ¿Te planteabas alguna intervención también en Chile? Teniendo en cuenta la mirada en retrospectiva que puedes hacer hoy de ese contexto tan particular.

N.R: El salto al pasado al que invita tu pregunta es realmente vertiginoso ya que nos remonta al año 1982. Quizás valga la pena volver a precisar las circunstancias de esta muy especial participación de Chile en la Bienal de París. En esos años me encontraba dedicada a las obras cuyas lecturas críticas arman el libro Márgenes e Instituciones (1986). Recibí una invitación al Seminario Teórico que, en 1982, organizó el CAYC dirigido por Jorge Glusberg en Argentina. Presenté un texto sobre aquellas prácticas artísticas que, después, se reagruparon bajo el término de “escena de avanzada”. Era mi primera salida internacional como conferencista en esos años de dictadura y era, también, la primera vez que esas prácticas inéditas se exhibían como material de lectura en un encuentro internacional. Al comienzo del régimen militar, la mirada internacional sobre Chile tendía a creer que el arte nacional contrario al régimen militar sólo hablaba el lenguaje denunciante y contestatario de la cultura militante que representaba una cierta izquierda testimonial que se expresaba en esos años a través del afiche, del mural poblacional y de las acciones comunitarias. Las referencias artísticas que instalé en ese Seminario de Buenos Aires causaron impacto y desconcierto por sus formas de neovanguardismo crítico que, junto con expresar una postura anti-dictatorial, se escapaban completamente de lo que se conocía por “arte comprometido” o “arte de denuncia” en América Latina. Entre los participantes, estaba Georges Boudaille, entonces Comisario de la Bienal de París. Después de mi intervención, se acercó para explicarme que la Bienal de París había cortado todo vínculo ministerial con Chile como protesta contra la dictadura y que, por lo tanto, no existía una representación oficial de Chile. Me invitó a armar una “curatoría” alternativa (término que, en esos años, no existía). Los plazos de organización de la muestra en relación al calendario de la Bienal de París estaban completamente vencidos y, además, no había presupuesto porque estaban cortados los vínculos con el Ministerio de Relaciones Exteriores de la época. Acepté el desafío porque me parecía estratégico irrumpir en un evento internacional como la Bienal de París saltando el cerco dictatorial con estas obras que yo consideraba muy decisivas en su modo de reconceptualizar los vínculos entre arte y política. Me acuerdo que organizamos en un tiempo record varias reuniones con artistas en el Taller de Artes Visuales –un espacio que Francisco Brugnoli y Virginia Errázuriz mantenían vivo como una activa plataforma de reflexión sin nunca temerles a los desacuerdos internos- y resolvimos finalmente responder a la emergencia con registros fotográficos –en un formato standard- de las prácticas de la “Avanzada” (acciones de arte, intervenciones urbanas, performances, etcétera).

En relación a tu pregunta, diría que lo “agitativo” a nivel local de nuestra participación en la Bienal de París ocurrió antes y no durante ni después del evento. Despertó una vital y polémica agitación de sentido preguntarse, entre nosotros mismos, por cómo la marginalidad resistente de una micro-escena chilena bajo dictadura debía hacerse presente en un escenario internacional como la Bienal de París. ¿Cómo hacerlo para que las obras fueran legibles no como un simple testimonio de la tragedia dictatorial sino como operadoras de una completa remodelación de los códigos artísticos y sociales, sin que este neoexperimientalismo vanguardista sacrificara nada de lo urgido y urgente de las condiciones de emergencia histórica, política y social que las determinaban? La aguda confrontación de puntos de vista entre nosotros mismos sobre estos problemas y dilemas fue mucho más importante que lo que ocurrió allá.

En un número especial dedicado a la Bienal de París de 1982, la revista francesa de arte contemporáneo Art Press –una revista más bien formalista en su acercamiento al arte- recurrió al acostumbrado paradigma eurocentrista que dominaba la escena francesa (todavía no había ocurrido el primer giro hacia la diversidad cultural que impulsó la exposición “Les magiciens de la terre” (1989)) para remitir las prácticas chilenas a los antecedentes de los años sesenta y setenta de la historia del arte internacional (el “arte sociológico” de Hervé Fisher, el arte conceptual o el land art americanos, el body art de los vieneses, etc.) como si se tratara de un “déja vu”. Tuve la oportunidad de escribir en esta misma revista un texto acerca del envío chileno a la Bienal de París y me dediqué, por supuesto, a refutar ese modelo centro/periferia basado en un esquema lineal y pasivo de transferencia original/copia que desatiende completamente los contextos de inscripción y traducción locales de los referentes internacionales: unos referentes cuya cita se encuentra siempre descalzada de su origen debido a las re-apropiaciones y contra-apropiaciones a través de las cuales cualquier localidad convulsionada bifurca y tergiversa los usos canónicos del repertorio metropolitano. Desde ya, la brillante performance “Prueba de artista” que realizó Carlos Leppe en esa misma Bienal de París ocupando, paródicamente, los baños del Museo como escenario –rebajado- de una carnavalización (homo)sexual en la que lo latinoamericano era residuo, simulacro y reviente de citas gesticuladas y vomitadas por una corporalidad excesiva contenía, en su propio dispositivo de enunciación, la crítica que la revista Art Press se mostraba incapaz de comprender. O sea: mi insistencia en las marcaciones de lo local como huellas tenaces en su negatividad refractaria ha transitado desde una Bienal (la de París en 1982) a otra (la de Venecia en 2015). Lo que ha ocurrido entre medio es que la globalización artística se ha ido expresando a través del multiculturalismo que busca acomodar todo lo diverso al mismo registro asimilativo del relativismo cultural, desterritorializando centros y periferias. También, entre medio, la crítica artística se ha beneficiado de los cuestionamientos que la teoría feminista y la teoría postcolonial le han formulado al canon eurocentrista de la modernidad que gobernó la historia del arte occidental-dominante con su imperialismo del “valor” y la “calidad” universales. Coincido con Andrea Giunta cuando persiste en hablar, en la historia del arte latinoamericano, de “vanguardias simultáneas” o de “neovanguardias situadas”, en contra del internacionalismo metropolitano fijado por la genealogía modernista. Lo “situado” sirve para realzar la especificidad creativa de las operaciones de resignificación y dislocación de los signos que marca la experimentalidad artística en América Latina con toda la carga irruptiva y disruptiva que conlleva.

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Predicadores de la Revolución, acción del colectivo AEEA, 2011

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Yugo, acción del colectivo AEEA, 2011

L.Q: Pasando a un tema más contingente y local: desde el 2006 en adelante se percibe en Chile un despertar social y político, que se vio en su punto más álgido el pasado año 2011 con las protestas estudiantiles. Esta atmósfera ha desencadenado que diversos movimientos sociales plasmen sus demandas en el espacio público, y que estas manifestaciones tengan un componente estético fuerte. Desde la crítica cultural como tu campo de estudio ¿Qué opinas de este fenómeno? En el contexto de crisis política actual, ¿las artes visuales tienen aún algo que decir?

N.R: Efectivamente, como bien lo señalas, el despertar de los movimientos sociales y, muy en particular el movimiento estudiantil del 2011 lograron resquebrajar el sentido común instalado por la democracia neoliberal durante los años de la transición. El famoso grito de “No al lucro” desnaturalizó un estado de situación que parecía inmodificable debido a cómo la rutina administrativa de la política institucional, el poder del dinero y el control de los medios habían despolitizado a la ciudadanía. La sociedad chilena parecía haberse entregado, en cuerpo y alma, a un dominio economicista que solamente privilegia el cálculo de las utilidades. Todo parecía condenado a seguir tal cual hasta que la irrupción del movimiento estudiantil desafiara el modelo de la “sociedad de mercado” -del que es cautivo el actual sistema educacional- haciendo tambalear aquellos pilares del libre comercio y de la empresa privada que persiguen la rentabilidad de los bienes y servicios como único objetivo. Estalló en las calles la energía combatiente de los varios y de los muchos que buscaban disputarle a esta hegemonía neoliberal la revaloración de lo público (en su defensa de lo común y en sus articulaciones de lo comunitario) en contra de los artificios mercantiles diseñados por el consumo. Al introducir el término “gratuidad” en un universo de sentido que parecía clausurado por la obligación a que todo le resultara funcional a la multiplicación del capital (sin “pérdida”: sin nada excedentario ni rebelde), el movimiento estudiantil del 2011 operó una verdadera “revolución simbólica” al transformar los horizontes colectivos de percepción e intelección de lo social. Y el alcance de esta transformación va más allá de las traducciones operativas a las que van a poder (o no) traducirse sus consignas en el plano del realismo político. Esta “revolución simbólica” permitió ensanchar las fronteras de lo posible por el solo hecho de confrontar dichas fronteras al deseo utópico-contestatario de soñar con lo imposible. Una sacudida de tal magnitud debería haber estimulado nuevos modos de ser y de hacer, sobre todo en lo artístico y lo cultural. Si de imaginarios se trata, es decir, de representaciones y figuraciones simbólicas del desplazamiento de los límites entre lo realmente existente y lo deseable, el arte debería ser el primero en anticipar estos desplazamientos o bien en dejarse inspirar por ellos. Sin embargo, no es fácil encontrar expresiones artísticas y culturales que entren en consonancia con las transformaciones de lo social que agitaron la escena chilena a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurrió en Argentina con el “¡Que se vayan todos!” (2011). En Argentina, lo acontecido políticamente hizo que muchas prácticas creativas cruzaran las fronteras entre arte y militancia para experimentar con el espacio público nuevas formas asociativas y colaborativas de desorganización institucional. Me parece que el arte chileno sigue muy amarrado al privilegio individualista de la firma que sirve de marca registrada tanto en el mercado del arte como en la carrera por los fondos concursables que funcionan como los dos principales campos de validación social del arte profesional. Por algo, si comparamos con el resto de América Latina, es en Chile donde –pese a la remecida de los movimientos sociales de los últimos años- encontramos menos colectivos artísticos. Quizás haya que mirar por el lado de las galerías independientes y de los centros de residencia artística (por ejemplo, la Galería Metropolitana en Santiago o CRAC en Valparaíso) para reencontrar estas pulsiones de un diálogo comprometido entre arte y comunidad. En todo caso, es cierto lo que tú dices: en las marchas del 2011 se cruzó la performance artística con la protesta callejera. Recuerdo haber tenido una conversación, precisamente en la Galería Metropolitana, con el artista Cristian Inostroza quién tuvo una participación activa durante estas marchas -desde la Facultad de Arte de la Universidad de Chile- en confeccionar modos colectivos de activar este ensamblaje de lo visual con lo político-social para que ambos formatos se desbordaran mutuamente. De cierta manera, Inostroza le ha dado continuidad a esta inquietud en su curatoría de “Compromiso con la fractura” en la Galería La Cueva del Conejo. En esta misma línea de reflexiones post-2011, me parecen valiosas las intervenciones contenidas en el libro “En marcha. Ensayos sobre arte, violencia y cuerpo en la manifestación social” (Adrede, 2013), para renovar el debate sobre estética y política. No sé hasta donde la reflexión académica sobre el tema se deja contagiar por estos impulsos de extramuros…

Lucy Quezada

Nace en Talagante, Chile, en 1990. Investigadora, Licenciada y Magíster en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile. Actualmente es estudiante del Doctorado en Historia del Arte en la Universidad de Texas en Austin (Becaria Fulbright-Conicyt). Ha publicado en diversos libros, revistas y catálogos sobre arte chileno, y ha participado en encuentros sobre arte contemporáneo e historia del arte en Chile, Venezuela, Argentina, México y Perú.

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