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EL ESTADO DEL ARTE (MADRID – BUENOS AIRES)

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La crítica de arte debería ser capaz de sortear la coartada autobiográfica. La crítica no es una crónica del yo (de un yo crónico, fosilizado, inexistente) ni un espacio empático para resolver taras personales o deficiencias afectivas que terminan desplazando la centralidad de la obra que se pretende analizar. En este sentido—sentido siempre extramoral—un texto teórico debería someterse a esa línea divisoria entre las módicas desventuras del crítico y el objeto de estudio. En el mejor de los casos, la manifestación exacerbada del yo diluye la crítica; y en el peor, es una simple excusa para desentenderse del ejercicio crítico, lo que podría suceder por múltiples razones: desinterés, temor al trabajo, pereza, cobardía, déficit de atención, etc. La autobiografía es la coartada perfecta para hablar de uno mismo evadiendo la responsabilidad de hablar del otro.

Asimismo, me gusta pensar en la coartada autobiográfica a la inversa, como un arranque, un primer motor, un insumo más, una forma de dialogar con otro, de darle la palabra. El límite es difuso, complejo de asir, como todo límite. Depende del grado de ensañamiento del yo con el yo, de la astucia del crítico, del talento camaleónico, del riesgo que estemos dispuestos a correr. En el campo de la crítica, deberíamos escapar del anecdotario (tan caro al periodismo cultural), del recuerdo infantil (freudismo), de las miserias objetivas (marxismo), de las pérdidas de mamá y papá (lacanismo), y ejecutar sin miramientos la operación reflexiva, asociativa, hermenéutica: pensar con, contra y alrededor de la obra. La crítica es crítica y la crónica (del yo) es crónica, pero creo (o necesito creer) que algunos cruces producen encuentros inesperados, naufragios felices.

Resulta evidente que semejante introducción no tiene otro propósito que justificar mis movimientos. Es decir, la introducción sobre la coartada autobiográfica es, en sí misma, una coartada autobiográfica (un pretexto), imprescindible en este punto para especular sobre el estado del arte.

Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

2

El periplo comienza en Madrid. Por decoro, voy a prescindir de los nombres propios; en esta oportunidad no valen la pena. Pero no sólo la dignidad explica la omisión, sino el afán de extender la particularidad del episodio a un plano general, un gesto inductivo, como se dice en ciencia.

A mediados de abril, entablé conversaciones para brindar una charla en el espacio X (llamémoslo El Rayo Verde, en homenaje a Éric Rohmer), ubicado en la capital de España. Desde el primer momento, la gestora del espacio demostró un entusiasmo sincero frente a mi propuesta y aceptó llevarla a cabo sin condiciones. Llegamos incluso, de común acuerdo, al título ideal: La sagrada inutilidad del arte, y a la fecha exacta: 20 de junio a las 20:00 (hora española). El título, como ella quería, resultaba provocador, díscolo, casi impertinente. Es más, dado que ya me estaba volviendo a la Argentina, me dejó el encargo de recortar algunas frases polémicas para el flyer, en procura de atraer la mayor cantidad de público. De acuerdo entre las partes, sólo restaba esperar.

A mediados de mayo, a un mes del evento, le envié un archivo de Word con las frases prometidas (las extraje de mi artículo publicado en INFOBAE el 26/06/2023, cuyo título coincide con el de la charla).

  • El arte de denuncia es estéril.
  • No es el arte comprometido con un referente exterior, sino el compromiso con el arte.
  • El arte debe guardarse un resto de inutilidad que resista los embates del sentido común.
  • Lo político en el arte sucede cuando no sirve a nada ni a nadie, aunque estas sean las buenas causas y las mejores intenciones. 
  • Las cosas inútiles son la finalidad de la vida. 
  • El arte no tiene nada que ver con el tema (o al menos, el tema es una cuestión secundaria).
Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

La respuesta de mi contacto se demoraba; supuse compromisos laborales, refriegas amorosas, olvidos varios. Nadie concentra la atención en una sola persona (eso le gustaría a mi reconcentrado ego). Le volví a escribir a los tres o cuatro días. Ahora sí, respondió: “¡Hola, Manuel! ¿Qué tal? Perdona. Estuve leyendo, no me convence mucho… ¿No se podría invitar a alguien más que tenga otro punto de vista? ¿Y a partir de ahí construir un debate?”.

Evalué la sugerencia: “Son temas complejos y pueden herir susceptibilidades”. Argumenté lo de la susceptibilidad porque me di cuenta de que ella era la primera herida. Le aclaré que sería respetuoso de las opiniones ajenas (aunque oculté mi faceta irónica). Ella respondió: “Sí, sí, lo sé, pero es una postura muy fuerte y yo personalmente defiendo otro tipo de opinión”.

¿Postura fuerte? ¿Cuál? ¿Que el arte no tiene que ver con el tema o que el arte de denuncia es estéril? Insistió, para no quedar pegada a mis posiciones (con razón, es su negocio): “Se puede buscar a algún crítico o comisario de arte que quiera participar”. Prometió buscarlo. No le creí. Y no lo consiguió. ¿Por qué no asumía ella el riesgo de debatir? Opté por el sano silencio.

A la semana siguiente, le mandé el link con la nota al director del Museo Nacional Reina Sofía, Manuel Segade, de reciente publicación en El ojo del arte. “¿Y si le preguntas a él?”, le pregunté a la secretaria. Lo había entrevistado a mediados de abril y, con hispánica disposición, se refirió a temas candentes e incómodos. Como era lógico, Segade tenía la agenda completa, por lo que mi interlocutora fue rotunda: “Hola Manuel, mejor suspenderlo. Lo siento”. “Lo siento”, fórmula característica de los velorios.

Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

Di por cerrada la negociación, pero con la idea fija de utilizar el fracaso como materia textual. Era imposible, según mis procedimientos artísticos, tropezar con una piedra mejor. Si no hay charla, habrá texto. Más aún, fantaseando con un llamado in extremis de arrepentimiento, decidí en el acto: prefería la negación productiva a la afirmación endeble.

Para sumarle dramatismo a la realidad, el día anterior a la fecha original de la charla (20 de junio), me escribió una amiga española para confirmar su asistencia. Le conté los dimes y diretes. Su respuesta: “Vaya, Manuel, qué lástima, qué blandengue merengue todo, esto que hay por aquí… Te lo había dicho, nadie conversa apenas. La idea de debatir, aquí, crea miedos idiotas”.

Hermosa expresión, “blandengue merengue”, una descripción musical del estado del arte en una parte (no generalicemos) de Madrid. En enero de 2023, había dado una charla en la galería La Calor (gestionada por argentinos) en la más absoluta libertad, aunque había recibido algunos reparos ideológicos del público por mi hipótesis antipedagógica. En Madrid (y el fenómeno acecha en cada rincón del mundo), educación y mediación son departamentos muy fuertes en las instituciones. Sintetizo: todo tiene que ser explicado y comprendido. Simple y llano horror al misterio, a la falta, al resto.

Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

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Originalmente, este texto iba a constar de dos partes, pero, como me suele suceder, vivir en estado de arte supone encontrarse con lo que uno necesita para completar el trabajo. Será otro nombre para la predisposición, la apertura, una permeabilidad especial, una espontaneidad receptiva. Me niego a creer en la incidencia unánime del azar; no puede ser, es imposible, no resiste análisis, es estadísticamente infame.

El sábado 29 de junio me enteré de un podcast en vivo organizado por el grupo Tótem Tabú (Malena Pizani, Laura Códega y Hernán Soriano), que se llevaría a cabo en la residencia URRA, en la ciudad de Buenos Aires. Los invitados de este segundo episodio eran Bruno Dubner (artista), Leticia Obeid (artista) y María Capurro (abogada). Me entusiasmó la idea de presenciar el podcast después de haber pasado 36 horas encerrado en casa debido a un resfriado atroz (cuya consecuencia positiva fue leer de pe a pa Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y sumergirme en la Guerra Civil Española), así que decidí visitar el espacio de URRA, donde nunca había estado.

Llegué 40 minutos antes de la hora prevista, cuando ni siquiera la totalidad de los invitados estaban presentes. Fue un papelón exiguo, pero sirvió para conversar y enterarme de algunos detalles sobre la residencia, el grupo artístico y el motivo del podcast.

Vayamos directamente a los hechos, es decir, a las palabras.

“Todo lo que está bien” fue el tema inicial del debate. Los invitados cuestionaron la frase desde distintos puntos de vista, y la conversación se orientó hacia temas espinosos: desde los discursos de odio hasta la impunidad en el arte, el arribo de Milei al poder, el progresismo, y la relación entre imagen y texto. Cada uno esgrimía sus concepciones; algunas eran cercanas a las mías, otras me distanciaban por un abismo, pero todos estaban allí para debatir, subiendo el tono e interrumpiéndose, como sucede cuando las personas discuten en serio y no se convierten en parodias de sí mismas.

La reunión duró más de dos horas, con la intervención del público, incluida la mía. Quise resaltar una palabra fundamental que aún no se había mencionado esa tarde: ambigüedad. Lo hice principalmente porque Bruno Dubner definió el discurso de odio como aquel que afirma A=A, es decir, el principio de identidad como discurso de odio, base de la lógica occidental junto con el principio de no contradicción (A es distinto de no A) y el principio del tercero excluido (algo puede ser A, no A, pero no existe una tercera opción).

Hoy, desde amplios sectores tanto de izquierda como de derecha (a veces tan parecidos), se ha desencadenado una cruzada contra la ambigüedad, el equívoco y el malentendido. Todo tiene que cerrarse, no es no, sí es sí; al pan, pan, al vino, vino. Es el intento de eliminar la ambigüedad del lenguaje y construir una lengua única, transparente (de ahí las pautas y los protocolos), bajo la estricta vigilancia de un régimen paraestatal compuesto por agentes que, supuestamente, luchan contra la opresión y terminan potenciándola.

Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

En el debate, ningún concepto se dio por sentado. Se alcanzó un momento fulgurante cuando la abogada refutó la idea (tentadora, verdaderamente) de que la derecha llegó al poder gracias a los nuevos derechos adquiridos. Si fuera así, dijo, nunca podríamos avanzar en la conquista de nuevos derechos por miedo a la reacción conservadora. Sin embargo, lo digo yo, el progresismo cometió excesos y apremios, y ese imaginario progresista (donde la inclusión simbólica se sutura a la exclusión económica) se vio derrotado en las últimas elecciones.

Entre los excesos se destacó el proyecto de reglamentar el lenguaje (no utilizar el pronombre “todes” te convertía en fascista incorregible), el bien decir. Aquí pecó, pecamos, la pifió, la pifiamos. Esta es una (solo una) de las razones por las cuales el poder transita hoy entre la derecha y la ultraderecha: disentir con el orden económico te convierte en comunista; disentir con los recortes sociales te convierte en defensor de privilegiados.

Quienes dividen el mundo con la vara moral (de este lado el bien, del otro el mal; de este lado el amor, del otro el odio) postulan un arte con función social (a lo Sábato) que se haga cargo de su tiempo para modificar el estado de cosas. Lamentablemente, el arte (para mí) toma otras sendas: es un espacio de experimentación donde se desestabilizan las jerarquías, las clasificaciones y las categorías, y se cuestiona la relación “natural” entre las cosas. El arte es político porque pone en peligro su propia integridad e identidad, y eso, por definición, no puede hacerlo el arte de denuncia, que debe ser comprensible y socialmente útil.

La vara moral nos congela en la vieja dicotomía argentina. Siempre hablamos en nombre de la civilización; quien habla de civilización nunca se posiciona en la barbarie: divide el mundo y se ubica del lado de los buenos, de todo lo que está bien. Sin embargo, es importante no olvidar que cualquier ejercicio de barbarie se consuma en nombre de la civilización.

No voy a restituir el debate completo (no lo grabé), pero está registrado y saldrá en las próximas semanas en las redes de URRA y del grupo Tótem Tabú. Aconsejo escucharlo atentamente; son debates infrecuentes, pero que ocurren en el campo del arte argentino. No pretendo con esto elaborar una apología ni prenderles velas a los santos; no es mi estilo, y mucho menos me mueve un nacionalismo rancio o un chauvinismo ramplón. Sin embargo, dado el episodio madrileño, considero que la reivindicación resulta merecida.

Nota: Las consignas biempensantes podemos reservarlas para una marcha, una manifestación o una pancarta; no debemos refugiarnos en el moralismo (arte y moral son heterogéneos entre sí). La única moral es la moral de la forma. El arte, a su vez, más que enseñar algo, nos permite abrirnos a ciertas formas de experiencia que no son visibles (lean, si no, el libro Lo que no vemos, lo que el arte ve de Graciela Speranza). Por eso, la relación entre arte y realidad es compleja y nunca puede reducirse al mero reflejo.

Intervenciones de Tótem Tabú (Hernán Soriano, Laura Códega y Malena Pizani) durante los podcasts de Radio Tabú: Tecnodistopías #1 y #2. URRA, Buenos Aires, junio de 2024. Foto @dam.hache. Cortesía: URRA.

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El texto cobra vida y van apareciendo nuevos materiales que apuntalan el recorrido. En diálogo con Horacio Tarcus, Ricardo Piglia lanza una hipótesis (Piglia era una máquina de generar hipótesis) sobre la literatura política o comprometida o, mejor dicho, sobre el pasaje de la literatura a la política por parte de intelectuales.

Fue el caso de Rodolfo Walsh: “La política, la práctica, es a mi juicio una de las soluciones –bastante actual– a la sensación de inutilidad que produce la literatura […] Una sensación de que estás haciendo algo que no sabés bien qué función tiene y para qué sirve […] La sensación de que lo que estás haciendo es un fracaso […] La política es una verificación inmediata, de una eficacia visible […] Yo creo, dice Piglia, que muchas crisis literarias se resolvieron con el paso a la política como un lugar donde el sentido era visible, mientras que en la literatura es indeciso siempre”.

La entrevista se realizó en 1998, y el tema se vuelve “bastante actual”; de hecho, se acaba de publicar con el título Introducción general a la crítica de mí mismo.

La solución de Walsh fue saltar de bando, de la literatura a la política, buscando una intervención directa en la realidad y eludiendo, con ese salto, su ingreso a las filas del realismo literario, una postura que habría adoptado un intelectual sartreano, sostenido en la noción de compromiso. La militancia, entonces, funciona como un lugar con reglas específicas y seguras, el refugio del hombre en busca de sentido cuando el sentido tambalea.

Por supuesto, mencionamos a Walsh, pero en las artes plásticas también existieron tales acrobacias. Un ejemplo es Eduardo Favario, cuya búsqueda de seguridad en el sentido lo arrastró a la muerte. Favario fue asesinado en Santa Fe en 1975, durante el gobierno democrático de Isabel Martínez de Perón, un hecho que no debemos olvidar.

El campo artístico (se sabe) es un lugar brumoso, inestable e inseguro, donde se cruzan todos los debates y las guerras son crueles. Esta visión del campo artístico como campo de batalla me recuerda a un libro fuera de serie, oscuro y luminoso, El placer de odiar, de William Hazlitt, un escritor inglés nacido a fines del siglo XVIII. Especialmente recuerdo el epílogo de Diego Erlan, titulado “Esto no es un epílogo”, en la edición de 17 grises: “Vivir en estado de crítica, sentenciaría Hazlitt, significa vivir en estado de guerra. Porque el pensamiento tiene que estar en guerra con este mundo, porque de un modo u otro, aunque sea una batalla perdida de antemano, la del arte, la crítica y, en definitiva, el lenguaje es la única guerra que vale la pena dar”.

Vivir en estado de crítica, de guerra, de arte, significa violentar el uso cristalizado del lenguaje (cualquier lenguaje: artístico, cinematográfico, literario, cotidiano) y darle un tiro de gracia a la rutina (tiranía) del significado. ¿Cómo? Introduciendo paradojas, ambigüedades y equívocos donde no están, donde no se ven. Es la aventura de entender que algo es irremediable y, sin embargo, decidir cambiarlo.

Eduardo Favario, Colección Déjame que te cuente. Publicado por el Museo de la Memoria, Argentina

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¿Será esto un texto crítico o el humilde testimonio de un fracaso?

Ojalá sea las dos cosas.

Manuel Quaranta

Licenciado en Filosofía y Magister en Literatura Argentina. Profesor Titular en la carrera de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Tiene publicados tres libros, “Diario de Islandia” (2021), “La fuga del tiempo” (2021) y “La muerte de Manuel Quaranta” (2015). Escribe para revista Polvo, Infobae Cultura, El Flasherito y otros medios de Argentina. Las colaboraciones van desde relatos de ficción hasta críticas de cine, pasando por reseñas, textos ensayísticos sobre arte y literatura y crítica cultural. Ha dictado conferencias en el exterior y en 2019 fue invitado como profesor visitante a la Universidad de Islandia. Ha realizado instalaciones y perfomances, tanto en muestras colectivas como individuales.

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